Читать книгу La fuga de la Ciudad Eterna - Fernando Silva - Страница 11
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Por un momento, solo por un breve instante, siente que algo va a suceder, una sensación metafísica que le indica que se avecina Lo Grande, y Lo Grande siempre adviene en forma de tragedia, de tempestad. Pero la sensación se desvanece pronto, la liturgia, transformada, cada semana más, en rutina, se impone y ocupa todo su ser, un ser santo, o al menos eso creen sus fieles, que lo observan, que lo escuchan, que lo obedecen. El padre Raúl Foris levanta la voz, toma la palabra, que es ahora la palabra de Dios.
“En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas. Dijo Dios haya luz, y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó la luz de la oscuridad; y llamó Dios a la luz “día” y a la oscuridad la llamó “noche”. Y atardeció y amaneció: Día primero.”
La grey mira, los fieles reales, los impostados, los que se creen pero no lo son, los de corazón puro, los de alma corrompida. Todos en silencio, el respeto ante Dios: el verdadero emisor primero, la causa única de todo, el creador de la existencia, y sobre esa creación, sobre el Génesis, Foris sigue leyendo:
“y dijo Dios: Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias, y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra. Creó, pues, Dios, al ser humano a imagen suya.”
Podía leer, podía transmitir, mirar a cada uno de sus fieles con seriedad, con supuesta concentración, cualquiera que estuviera ahí vería al cura de su barrio adentrado en su fe, en la palabra de Dios, en su vocación de sacerdote. Porque Foris era ante todo, y más aún en estos tiempos, un burócrata. Y ahí estaba el problema. Él era, en exterior, un sacerdote dando misa, mientras pensaba en su interior en otras cosas: en el tedio, en los tiempos nihilistas que le tocaba vivir. Dios es ante todo Ser, Foris pensaba sobre todo en la Nada. Tiempos del nuevo milenio, el triunfo de las democracias liberales, el fin de la historia como anunció el japonesito ese, pensador privilegiado del gran imperio. El enemigo no existía más, la Nada asolaba. Todo era aburrido, los buenos tiempos habían quedado atrás, esos tiempos donde la lucha con Satán no se presentaba como la lectura fría del Génesis o cualquier otro pasaje de los textos sagrados, no, antes era distinto, antes Dios era verbo, pura praxis, el mal se combatía desde la acción. Como en el Génesis que leía mecánicamente a su congregación, se trataba de separar la luz de las tinieblas, de combatir la oscuridad de Satán con la luz de Cristo. La nueva luz de la modernidad reemplazaba la vieja luz espiritual, la electricidad para sacar el demonio del cuerpo, no eran torturas, era salvación. Los viejos buenos tiempos que no volverían, los tiempos veloces, los tiempos del verdadero Dios, del Dios que imponía temor, que no dudaba ante sus enemigos, que enviaba plagas, inundaciones, lluvias de azufre y fuego, el Dios precursor del napalm utilizado por los nuevos elegidos milenios después. Pero ahora sobrevenía el tedio, la Nada, el Dios creado por el hombre blando, el que perdona, el que tolera, el que respeta hasta lo imposible, un Dios vulgar. Prefería pensar como aquel filósofo que odiaba, pensar que esta nueva entidad a quien él representaba como miembro de la Iglesia no era Dios. Prefería pensar, a lo Nietzsche, que Dios había muerto. Eso le daba algo de esperanza, lo dejaba un poco más tranquilo. La sensación de que algo grande iba a suceder lo invadió una vez más, pero la burocracia de su oficio nuevamente la apagó. Foris leía a su iglesia atestada de fieles en este domingo 2 de diciembre del año 2001.
“Dijo luego Yahveh Dios: No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada. Y Yahveh Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver como los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que le diera”
Le costaba tanto a Foris pronunciar ese nombre, lo hacía por oficio, tragaba saliva al decirlo, no podía evitarlo, como un mal trago que necesariamente tenía que tomar, reprimiendo la arcada que provocaba. Debería reescribirse el Antiguo Testamento, pensaba Foris, limpiarlo de semitismo, sacar esos nombres, esos éxodos, esas ciudades. Dios era Dios, Yahveh era una cuestión judía, y como toda cuestión judía era impura. Si Dios renacía, si el Dios Antiguo, amo y señor absoluto, implacable contra el mal, el Dios de la mano dura y firme volvía a reinar sobre la tierra, y Foris a veces, como esa mañana en dos ocasiones, pensaba que sería así; si Dios volvía a vivir, la Biblia debería ser reescrita, una nueva historia, la historia de la creación, la historia de la Iglesia Católica, de la verdadera fe, desprendida de basura hebrea, y un nuevo mesías que nos traiga la salvación. Otro Judío a quien sacrificar. Mataría más de lo que mató, Raúl Foris, por conocerlo.
“Entonces (traga saliva, reprime el vómito) Yahveh Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne. De la costilla que (traga, esta vez lo que reprime es un eructo) Yahveh Dios había tomado del hombre formó un mujer y la llevó ante el hombre”
El padre Foris da misa mientras piensa. Y piensa en el voto de castidad. Como ha exagerado todo el hombre. Dios mismo lo dijo, Dios habló a los hombres que están sordos ante su palabra. Dios, no Yahveh ese avaro usurero, creó al hombre, luego, ante su soledad le dio animales, y por último, y menos importante, creó a la mujer, y encima la creó impura. El hombre y los animales son elementos naturales de Dios, los crea de la nada, producto de su infinita sabiduría, de su incalculable poder. La mujer no. La mujer es creada desde un desecho de Adán, de una parte que Adán no necesitaba para vivir, que siquiera le causaba dolor o malestar su pérdida. La mujer es un producto impuro de Dios, una creación innecesaria. Era lógico que el mal vendría por ella. La impura trajo el desastre, la caída. Eva tentó a Adán. Eva escuchó al Diablo. Eva es culpable. Perdimos el paraíso por la mujer, enfermamos, sufrimos, sentimos dolor, morimos por su culpa. El voto de castidad era tan simple, no requería sacrificio alguno. El sexo no podía ser deseado, no había tentación. La mujer era el mal, y al mal se lo combate, no se le da placer. No coger era fácil, no coger era servir a Dios. Ahora, si la mujer era el mal el castigo físico sobre ella estaba permitido. A Satán se lo derrota actuando, provocándole daño, con fuerza y fe en Dios. Violar a una mujer era acción santa, ese era la única modalidad pasible del sexo para un verdadero cristiano. Qué época aquella, recuerda Foris, los viejos buenos tiempos del Dios verbo, del catolicismo en acción.
“Entonces (otra vez, ya casi sin saliva, traga lo que puede) Yahveh Dios dijo a la serpiente: Por haber hecho esto, maldita seas entre todas las bestias y entre todos los animales del campo. Sobre tu vientre caminarás y polvo comerás”
Decide ir cerrando, abrevar, la náusea le sobreviene, es hora de concluir la misa de domingo, y cada uno que, por fin, se vaya a su casa.
“A la mujer le dijo: Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos. Con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido ira tu apetencia y él te dominará. Al hombre dijo: Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que yo te había prohibido comer, maldito sea el suelo por tu causa. Con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos producirá, y comerás la hierba del campo. Con sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás.”
Qué Dios fantástico, el Dios del Antiguo Testamento, el de la espada llameante con sed de justicia. La náusea se hizo total, Raúl Foris, harto y angustiado, puso fin al domingo en la iglesia Nuestra Señora de la Merced. Saludó a su rebaño obediente, cada uno se fue a lo suyo. Foris deseó sentir lo que, por dos veces ese día, había sentido: el advenimiento de la tragedia, de que lo grande, la tempestad, volvería por sus tierras. De que el barrio del General Entrerriano sería recordado por el verdadero Dios, y los impíos, los blandos perecerían. La sensación de que él tenía una misión especial en esta nueva era que llegaba, como ya había ocurrido, como tantas misiones había hecho. Pero nada sucedió. La fantástica sensación no retornó. Foris dicidió irse a dormir, desconectarse de esta realidad chata, aburrida. Rezó antes, como buen católico, a Dios. Le pidió que resucite, que vuelva a reinar con su fuego voraz esta tierra carcomida por el mal. Durmió sin soñar largas horas.
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Se lo pidieron solo una vez. Atendió el llamado su secretaria. Le pasó el mensaje. Mintió diciendo que estaba ocupado. Era una mentira a medias, después de todo no soportaba interrumpir el solitario en la computadora. Dos horas después le transmitió a Adela, su vieja secretaria, la resolución. Ella llamó al diario barrial para confirmar la buena predisposición del gran Periodista Independiente. Fue así como Marcelo “Chelo” Martínez escribió una nota en “El Héroe de Vences”, el diario del barrio del General Entrerriano.
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Está agazapado, contra un rincón de la sala, si supiera el dicho popular lo diría, exigiría que se cumpliera, sería su nueva fe aquello de “trágame tierra”. Pero la tierra sigue firme bajo sus pies temblorosos, nada sabe de tragar, mantiene a sus habitantes sobre su superficie, lo mantiene a él, con sus miedos y vergüenzas, con sus visiones de la degradación. Su palidez es preocupante, también lo es el temblor de su cuerpo, sus ojos abiertos parecen desconocer la necesidad humana de pestañear. Nada puede hacer, ni siquiera se anima a pensarlo, todo es indetenible, inevitable, es el destino que le toco: ser testigo mudo e ineficaz. Maldice su corta edad, su infancia débil, su cuerpito frágil, pequeño, absurdo. El sol comienza a ocultarse, serán cerca de las nueve de la noche, diciembre brinda largas tardes, calurosas y llena de horrores, al menos para él, que mira y tiembla. Por la ventana del departamento del 2° B de la calle Promesa Patria al 2338, en el próspero barrio del General Entrerriano, las sombras comienzan a ponerle a todo un manto de piedad, no por evitar lo que ocurre, sino por oscurecerlo, por taparlo con penumbras, mejor así, mejor no ver, mejor no saber, saber es la imposibilidad de seguir amando, saber es matar la infancia; porque ya no volverá a jugar después de esto, estará agotada su imaginación, su inocencia robada, el niño habrá muerto. Tirará todos sus juguetes, quemará todas sus figuritas, pinchará sus pelotas de fútbol, partirá a martillazos su metegol, irán directo a la basura sus juegos de mesa, derretirá con fuego sus soldaditos; sus luchadores, aquellos que solían participar de peleas épicas, serán descuartizados por tijeras sin sentimientos ni piedad. Toda la niñez será aniquilada. Mientras Agustín Casillas crece de golpe y de trauma, mientras renuncia irreductiblemente a sus seis años, ve como su padre arrastra de los pelos a su mamá, la golpiza ya lleva una eternidad de tiempo, y Agustín llora y maldice vivir. Le encantaría que lo tragara la tierra, pero tiene seis años y ni siquiera conoce, ya dijimos, la frase popular para nombrarla y que su magia pagana lo trague, lo engulla, lo desaparezca de la violencia de papá.
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Fácil decirlo, pero que quien me lo diga se siente acá, frente a la notebook, con el cursor del procesador de texto titilando sobre el blanco total y aterrador de fondo, el blanco que no es un color, ni una ausencia de color, sino que es una ausencia total, es la nada, la náusea, el desierto que crece, el cursor que titila como si fueran las aguas de un reloj, la temporalidad del ser, de mi mediocridad, que me condena, que me introduce en la nada. ¿Por dónde empiezo? Y cuando empiece, cuando al fin escriba los primeros caracteres, cuando forme las primeras palabras con conexión de sentido, cuando me introduzca en el relato y rompa el terror de la nada blanca ¿Cómo sigo? Es decir, si logro empezar ¿cómo continúo? Y si, por esas suertes inexplicables, puedo seguir, si a los primeros caracteres le siguen unos cuantos más, si el relato cobra cada vez mayor sentido, hasta que, quizás ocurra que el argumento logre solidez y sea realmente eso, un argumento y no un caos de conceptos académicos, si logro comenzar, si logro seguir, ¿cómo termino? ¿Cómo escribo aquellos caracteres finales que cierren el relato y le den su sentido total? ¿Cómo llegar a la totalidad? ¿Existe la totalidad? ¿Ocurrirá el final de mi relato? Quizás ocurra, quizás comience, quizás continué, quizás termine, quizás todos los caracteres juntos, los primeros, los que le siguen y los finales logren armonía y el trabajo sea realizado con eficiencia. Pero, ¿creo en lo que escribo? ¿A la capacidad académica, al expertise, le puedo añadir una fe militante? Después de todo, ¿el estado optimista no termina por idiotizar al ser? ¿Cómo escribir si no creo en lo que escribo? Tesis de mierda, Patria de mierda. Fácil es decirlo, que vengan los que dicen y escriban ellos. La puta que los parió.
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Marcelo “Chelo” Martínez se consideraba un afortunado. Había salido de la caverna de Platón, había dejado de ver sombras, de confundirlas con la realidad, había aprendido a que la realidad era una construcción humana, y la construían aquellos que tenían mayor poder. Esa realidad construida era la verdad aceptada por el gran público, y esa verdad era indiscutible, por más mentira que fuera. Odiaba al vulgo que nada entendía, que no había visto la luz como él, el iluminado Periodista Independiente. Pero a veces este oficio requería sacrificios, bajar al nivel del rebaño, embarrarse, mostrarse como un tipo de barrio, simple, campechano. Había que, de vez en cuando, volver a la caverna. Tardó dos horas, un vaso de whisky y un mensaje de texto de su joven amante que lo puso de buen humor, y un poco caliente, para decidirse. Escribiría una nota simple, vulgar, optimista, sobre ese barrio del orto que apenas conocía.
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Néstor Ibarguren revuelve, hurga, se empecina en buscar, no se rinde, no puede rendirse, por Matías y por Eva, tiene que seguir, se estira, alarga sus brazos un poco más de lo posible, le crujen las articulaciones del hombro, algo toca, bien en el fondo, duro, corrugado, áspero al tacto, tiene que ser lo que cree que es, un poco de suerte, una ayuda de Dios, una señal de esperanza. El calor de Diciembre arrasa sobre su cabeza, el sudor se escurre por sus axilas, pero se estira más, parecía imposible, pero lo logra, por Mati y por Evita, por ellos la vida, por ellos todo, venciendo la vergüenza ante las miradas condenatorias, estigmatizadoras, que logran la imposible esquizofrenia de condenarlo e invisibilizarlo al mismo tiempo. Toca otra vez, tiene que ser lo que su mano cree, porque su mano, sabia en su oficio, reconoce el material de su trabajo. Toma el contenido de lo que antes tocaba, su vista confirma lo que su mano sospechaba, un puñado de cartones, secos y de buen tamaño, salen del conteiner de basura, una señal, un poco de suerte, por Matías y por Eva, ahora la cena está un poco más cerca. Néstor sonríe y agradece a Dios. Mira al cielo, el sol refulge, relamido e indiferente, diciembre en la CABA es puro calor bochornoso, el país es bochorno también, incluso en invierno, pero Néstor es optimista, el estado optimista ayuda a vivir, a soñar con un futuro mejor, por Mati, por Eva, por su hijo, por su mujer. Camina con su carro cargado, siente su peso, se esfuerza, si pesa más mayor es la chance de cenar, se dirige hacia el próximo conteiner, y pide a Dios que la suerte siga.
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Julieta agacha la cabeza, su cuerpo recto, sentada a la mesa, su pelo rubio recogido en una cola de caballo, sus ojos celestes cerrados, repite junto a su familia.
—Padre nuestro que estás en los cielos.
Y si era su padre del alma, si estaba en los cielos observándola, ¿por qué no la ayudaba? ¿Por qué no la socorría del infierno que no merecía? ¿Por qué permitía el horror en su vida? Julieta piensa y reza.
—Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino.
¿Será su reino celestial distinto que el reino de la tierra? Porqué en la tierra donde ella habita reina el mal, la depravación, el ultraje, la desvergüenza, el sinsentido, la tristeza. No conoce la obra de San Agustín, si la conocería pensaría en la tierra como un valle de lágrimas que nos permitirá, luego de atravesarla, la bienaventuranza de los cielos, pasar de ser ciudadanos terrenales a ciudadanos celestiales, civitas dei. Pero San Agustín está lejos, no hay manera de justificar el valle de lágrimas, lágrimas lacerantes, humillantes, desgarradoras. El rezo sigue.
—Hágase tu voluntad tanto en la tierra como en el cielo.
Pero si ésta es su voluntad en la tierra, si el robo de su niñez es el designio de la Providencia, solo pensar que esa voluntad se modifique absolutamente, solo si adquiere un giro copernicano, podría producir en ella el optimismo de una vida alegre, sin sufrimientos, sin dolor. Pero pensar en la voluntad de Dios como contradictoria es pensar que Dios es imperfecto, y si Dios es imperfecto Dios, como tal, simplemente no existe, y ella necesita que Dios exista, solo Dios puede sacarla del dolor y la angustia.
—Danos hoy nuestro pan de cada día, perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
Sobre el pan de cada día nada que decir, está rezando ante ese pan cotidiano, no solo pan, sino milanesas, puré, ensalada, desconoce ella lo que es el hambre y la carencia de alimentos, pero conoce la carencia de amor, la carencia de la dignidad que le usurparon. Perdonar ofensas, ¿la perdonará Dios a ella? Quizás ella provocó toda esta situación, quizás es la culpable, como Eva fue la culpable por tentar a Adán, así le enseñó su maestra de catequesis en Nuestra Sagrada Bendición de Cristo, las mujeres son las culpables, por eso mamá sangra cada mes, es la mancha de la culpa, el castigo de Dios, ese Dios al que ella ruega que la perdone.
—Y no nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal. Amén.
Reza con intensidad la última frase, líbrame del mal, líbrame del Monstruo, porque los monstruos existen, papá le dijo que no, que eran cuentos para asustar chicos, pero los monstruos están ahí, en la realidad, no vienen de cuentos, conviven con ella, es el Monstruo que la atormenta, que la hace sufrir, que se agazapa y ataca por las noches, en silencio, cuando el mundo duerme y nadie la cuida, es el Monstruo que la hace creer culpable del mal, que le hace pedir a Dios, a ese Dios que tiene que existir, que es su única escapatoria ante la realidad que la atormenta, que la libre del dolor, que la libere del Monstruo. Si hubiera leído a Dostoievski diría la frase, pero, al igual que ocurre con San Agustín, la niña ni siquiera conoce al escritor ruso, “Si Dios no existe todo está permitido”, por eso la existencia de Dios se vuelve para ella condición necesaria para volver a ser feliz, todo no puede estar permitido, lo que le pasa a ella no puede estar permitido.
La familia Aversente termina de dar gracias a Dios y se dispone a cenar, allí está Julieta, allí están también papá y mamá, allí está también el abuelo que le guiña a ella un ojo cómplice del horror que vive desde hace un año.
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GENERAL ENTRERRIANO
Lunes 3 de diciembre de 2001
Opinión
EL HÉROE DE VENCES
(La razón del barrio)
Por Marcelo “Chelo” Martínez.
El domingo di un paseo. No fue un paseo familiar como los que suelo dar. Fue algo solitario. Un domingo reflexivo, una introspección. Les cuento. Podemos comenzar adjudicando un culpable, es necesario buscar las causas de las cosas, soy periodista, lo sé muy bien. Busco responsables, de forma implacable, profesional. Lo hago por mí, por mi republicanismo, y también por usted, que como yo, a pesar de todo, ama este país. El culpable, amigo y fiel lector, fue el desvelo de madrugada.
Me desvelo mucho últimamente, es mi cruz, que soporto porque es necesaria, llevo el peso de mi responsabilidad, debo contarles a ustedes la verdad, iluminar con la razón tanta oscuridad que nos invade, defenderlos de los falsos profetas, de tantos sofistas que ejercen, con mal tino, con avaricia desmedida, esta noble profesión. Pero vayamos a lo nuestro. Se preguntará usted que hago acá, escribiendo en su diario barrial, algo les anticipe: fue el desvelo.
Madrugada del domingo 2 de diciembre, el amanecer estaba anunciado para las 5:45 horas, y me sorprendió despierto, en el sofá de mi casa, pensando en la Argentina desde hacía unas dos horas. Decidí recibir el alba de a pie, en la calle, como cualquiera de ustedes. Salí, entonces, a caminar.
La Ciudad de Buenos Aires es fantástica, de noche y de día, y es más fabulosa aún, casi mágica, en la transición de ambos. El sol aparecía, tibio al principio, con la descomunal fuerza de diciembre después. Y acá la historia se precipita. Pensaba caminando, como en el sofá de mi casa, como cada domingo en mis columnas del “Estado Patricio” y “Vecinos de la Argentina”. Pensaba en lo que viene, no mucho en el pasado, tenemos que construir el futuro, por nuestros chicos, el mayor tesoro de la Argentina. Pensar el futuro es ocuparnos de él, es un deber moral hacerlo, se vienen cosas buenas, se lo prometo, Argentina está incorporada al mundo, a la modernidad capitalista, de las crisis se aprende, las crisis abren oportunidades, los expertos del mundo están en nuestro país, saben, y esto es indiscutible, como solucionar nuestros problemas. Despreocupémonos al menos por un rato. Dejemos que los buenos técnicos hagan su trabajo.
El pensar evadió mi caminata. Caminé mucho, muchísimo, sin pensar una ruta, sin mapas orientadores, sin guías urbanas. Caminé al azar. Al menos eso pensaba. Me equivoqué. Mi corazón me llevó, desde el inicio, al lugar donde sabía iba a latir más fuerte. Eran las siete de la mañana cuando llegué al barrio del General Entrerriano. Su barrio querido amigo.
Estaba en el Parque La Libertadora. Dos veces fue liberado nuestro país de sus sádicos tiranos, en el Palomar de Caseros aquel majestuoso tres de febrero, y en aquellas albas de septiembre que el enorme George Louis poetizó.
Funcionó, aquí en este parque, un cementerio durante el siglo XIX. No le leí en ningún libro, no lo sé por ser periodista, lo sé porque en algún momento, hace ya unos años, fui nieto de Don Nicanor.
La buena población argentina descendió de los barcos. Construyeron, junto con la clase gobernante ilustrada local, la gran generación del ochenta, este país. Lo hicieron un gran país, una potencia. Todo se destruye después del 45. Una tristeza. Pero salgamos de este lugar. Hoy no voy a hacer política, aunque me tiente, hoy voy a ser un tipo más, como usted, que recuerda sus orígenes, sus lugares, sus aromas. El aroma del abuelo. Don Nicanor olía a tabaco para pipa, sus grandes enseñanzas me las dio mientras mordisqueaba su vieja pipa, la trajo del viejo terruño, de la Italia pobre de la que escapaba. Vino con esa pipa, con Florinda, mi abuela, y con nada más. A los seis meses tenía su tintorería. A los dos años compró su casa. El país de las oportunidades recibía así a los inmigrantes con ansias de trabajar, como lo indica el Preámbulo de nuestra constitución. Venían del otro lado del océano, venían con el sueño de construir una patria. Lo lograron. Después la lacra de la Segunda Tiranía lo echaría a perder.
Era el año 1908, Don Nicanor y Doña Florencia pisaban la gran Argentina que se aproximaba al centenario de su génesis. Se instalaron aquí, en su barrio, en este barrio del General Entrerriano al que mi desvelo me trajo esa mañana calurosa, enigmática. El Parque La Libertadora, el viejo cementerio que mi abuelo me enseñó. Su barrio amigo lector: con su majestuosa iglesia Nuestra Señora de la Merced, inaugurada dos décadas antes que mis abuelos, como buenos católicos, recibieran misa entre sus muros, quemada por los bárbaros en el 55, reconstruida por la voluntad y la fe de los vecinos, a quienes seguro, soy creyente, Dios cobijo. Su barrio querido lector: con su Plaza del Autor del Matadero, que describió sin tapujos, y con coraje, la primera de las tiranías, nuestro George Louis se encargaría de condenar literariamente la segunda. Su banco Nación; sus escuelas públicas, aquellas de principios del siglo que pasó, sede de las sanas generaciones que se instruían, fuentes de inspiración para la juvenilia de Miguel Cané. Sus veredas arboladas y anchas. Algunos rastros muestran, como sobrevivientes arqueológicos, que los tranvías solían circular estas calles adoquinadas. Sus colegios católicos, de exquisita educación, su biblioteca popular (no populista, por favor es imperioso no confundir los términos). Con su teatro 9 de Julio, hoy lamentablemente con sus puertas cerradas, su magia ruega re inauguración, quizás alguien la escuche, quizás no, pero quiero soñar que pasará. Su Avenida de los Triunviros, centro comercial, mercado activo de la zona. Su ferrocarril, que le dio vida, como una arteria que conecta un órgano con el todo corporal. Su Estepa Rusa, aquella zona alejada de historias de arrabal y tango.
La vida llevó a mis padres hacia otros lugares de la CABA, otros barrios, otras historias, Pero estuve ahí, esa mañana, desvelado, con el corazón palpitando de alegría. Resucitando mis raíces, mi genealogía, el origen de mí ser. En lo más profundo de mi corazón, sepa querido amigo, que su barrio es también el mío.
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Siempre escucha el despertador, su sueño es liviano, cada sonido, aún los casi imperceptibles para el oído relajado, es percibido por su cerebro alerta, es que cada sonido puede ser el comienzo de la brutalidad, de la golpiza, del sufrimiento de mamá, de la locura violenta de papá. Por eso esa mañana, como todas las mañanas, Agustín escuchó el despertador a las 6 y 30, era hora de ir a la escuela, las últimas semanas del primer grado lo esperaban.
Para Agustín el año había transcurrido de forma insoportablemente lenta, cada día, cada noche latía el peligro de papá, de su fuerza incontrolable, de los llantos de mamá, angustiantes, imposibles de soportar. Si el día pasaba en tranquilidad, si papá no sacaba su furia, si sus padres eran felices, él agradecía a Dios rezando un padrenuestro, porque era sin duda Dios el que lograba mantener a papá calmado, porque papá sin la ayuda de Dios era realmente peligroso. Dios los ayudaba, Dios era bondad, como se lo habían enseñado en su colegio, la maestra de catequesis de la Sagrada Bendición de Cristo hablaba de la infinita bondad de Dios, el gran padre Foris lo hacía, les enseñaba que Dios todo lo podía, que Dios todo lo perdonaba, que Dios era amor, y ese amor de Dios era el que calmaba a papá, el que hacía que mamá sonriese en vez de llorar; y ese infinito amor había que agradecerlo, Agustín, por eso, rezaba su padrenuestro antes de acostarse a dormir. Aquellas noches en que el amor de Dios parecía no alcanzar, las cuales eran cada vez más, cuando papá no podía contener su furia, cuando papá volvía a ser peligroso, y mamá terminaban lastimada, dolorida, en llanto desconsolante, Agustín rezaba igual, pedía fuerzas, pedía que Dios, que es amor absoluto, no lo abandone, que no dejara a mamá, que calmara a papá, que les diera paz. Si papá se enojaba, si papá le pegaba a mamá, si papá desataba su furia, no era Dios el que había fallado, era él el culpable, él que no rezaba lo suficiente, él que no agradecía lo necesario, porque Dios es amor y bondad infinita pero también requiere nuestra atención permanente, nuestro rezo, nuestra fe inclaudicante, así se lo había explicado el Padre Foris, que era, según a él le habían enseñado, un hombre que sabía la palabra de Dios, que conocía a Dios mejor que nadie; y Dios, decía Foris es amor indeterminado, amor para todos, por eso le llamó tanto la atención esa chica, que era tan linda pero tan callada, esa chica que sin saber porque ya no podía dejar de mirar. No era su amiga, por el momento, sería mucho más que eso en poco tiempo, pero hay que ir despacio, contar los hechos con calma, interpretarlos lo más serenamente posible. No eran, decíamos, amigos, aunque había existido un encuentro pasado, pero fue irrelevante, se habían visto fuera de la escuela, sus familias se conocían, sus papás trabajaban juntos, habían ido el verano pasado a la quinta de su abuelo; todos, mamá y papá, en familia. Pero después de eso no hubo nada. No lograron jamás pasar del mero compañerismo frío, de la convivencia indiferente en el aula, siempre ella ponía distancia, siempre una tristeza silenciosa los separaba. Pero esa chica se había decidido a hablarle, el silencio separador comenzó a romperse, fue apenas la semana pasada, cuando vio en su cuaderno de catequesis la imagen dibujada por él, de su familia, en épocas de papá calmado, felices, sonriendo todos, con su casita de fondo, con un sol refulgente como el de ese diciembre en la CABA, y con un frase por encima, que titulaba la obra, que le daba sentido, “Dios nos ama” decía, y era verdad, para Agustín Dios los amaba, aunque a veces papá se olvidara de eso. La chica, rubia, de unos ojos celestes profundos, hermosos, pero tristes, apagados, sin pasión, se acercó a él y dijo la frase que tanto asombró a Agustín, que lo espantó, pero que al mismo tiempo lo enamoró, lo vinculó a ella como nunca antes se había vinculado a alguien, era un proceso de empatía que comenzaba entre ambos niños, “Dios no existe” le dijo Julieta.
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El aula durante la hora de plástica es un caos, nadie sentado, el espacio aéreo es invadido por todo tipo de objetos: papeles, biromes, gomas de borrar, escupidas, todo circula buscando objetivos a lastimar, a molestar. Hay corridas, voceríos ensordecedores, un alumno salta y grita en su oído, lo hace una vez, y otra, luego una vez más, y otra, lleva más de veinte minutos realizando tan fatigosa, y fatigante para quien la padece, acción, ella no se enoja, pide casi en susurros la vuelta a la calma, les dice que está mal lo que hacen, pero su voz es leve, no hay autoridad, y los adolescentes del primer año del Instituto Nuestra Sagrada Bendición de Cristo son hijos del rigor, sin rigor te comen crudo, te gritan, como este pendejo, en el oído, te faltan el respeto, te escupen como la escupen a ella, su espalda, su saco que solía ser negro es ahora blanco burbujeante de la cantidad de saliva que tiene, de un mechón de su pelo, ya grasiento por falta de champú, se desliza un espesa escupida verde y le cae en la cara, ella la limpia con su mano, se refriega la escupida en el pantalón. Pide calma otra vez, y otra vez el efecto es nulo, ella no se inmuta, es que casi nada de ella está allí, en el aula, su esencia, el sujeto que solía ser está muy atrás, casi treinta años de viaje hacia el pasado, de trip, como esos trip que la hacían volar, que le hicieron pintar sus mejores cuadros, que se los hicieron quemar también cuando el viaje era bajón, negativo; pero no es esa clase de trip el que la transporta ahora, este trip es inspirador, le permite escapar del caos presente, es un trip relajante, como esos viajes de ácido de los 70´, que la aleja del aula, que le brindan un escape. Su mente navega por la temporalidad, su ser viaja, solo su cuerpo está allí, ese cuerpo que recibe el impacto de papeles, de escupidas, de insultos y faltas de respeto de pendejos abusivos y mal criados. Miriam González está en pleno trip y sonríe mientras el contenido de una botella de coca-cola de medio litro le baña el cuerpo.
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Siempre tiene la misma sensación cuando el avión aterriza en Ezeiza, no es una sensación de vacío, no, tampoco la invade la simple añoranza por las vacaciones finalizadas, ni la congoja por regresar a esas bellas playas de Miami, todo eso no pasa por el corazón ni la mente de Susana Danti, no, la sensación es otra, la invade la desesperante idea de ser una más, del igualitarismo asfixiante, de ser una simple sudaca, rodeada de negros ignorantes, de villeros, de resaca latinoamericana. Al arribar a Buenos Aires adviene la realidad de no ser clase alta, de ser la inamovible, aburrida, reseca y cursi clase media. La ilusión del uno a uno, del derroche de dólares termina cuando la mierda porteña se instala bajo sus pies. Susana es ahora una más, una clasemediera como cualquier otra, conviviendo con la negrada, con la indigenada argentina. Miami ha quedado atrás y con él quedaron atrás los sueños de Susana, sueños de rodearse con famosos, de comprar esas fantásticas carteras, esos maravillosos vestidos, de no ver negros atorrantes y borrachos a su alrededor, invadiendo su barrio, merodeando su casa siempre en riesgo de ser robada, negros de mierda que te llevan a la paranoia del miedo a todo, de que maten a sus hijos, de que la violen, del asalto permanente a su justa propiedad privada. Susana dejó Miami pero su corazón quedó allá, su esencia pertenece a ese fantástico lugar, lleno de magia y glamur y no a este país de mierda, sudaca, roñoso e incapaz de progresar.
El Boing 747 de American Airleans aterriza en el aeropuerto internacional de Ezeiza a las 18 y 15 horas del 3 de diciembre del año 2001. Susana vuelve a la realidad que tanto odia.
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Una mujer camina por su lado indiferente, su cara es de angustia, nada nuevo le ocurre, no son noticias negativas recientes, es simplemente la cara de no querer resignarse a vivir entre desiguales a ella. Pero a Vanesa Bilotti poco le importa indagar sobre caras y destinos de prójimos lejanos, ella tiene sus propias preocupaciones, sus propios problemas, sus propias angustias. Se va, la deja, no hay fecha de retorno, no hay período de espera, la espera será la incertidumbre de no saber cuándo lo volverá a ver. Mira como sus padres lo abrazan, como mamá llora, como la familia se despide. Se siente una extraña en el grupo, no la une a él la sangre, la une el amor escogido, el noviazgo pasional, dos años amando para esto, para ser una ajena no consanguínea despidiendo hasta quizás nunca al amor de su vida. Juan se va, Juan la deja, Juan no se sabe si volverá, lo espera la vieja España, dispuesta a que Juan le limpie bien el culo, le lustre su soberbia de nuevo rico, su prepotencia de madre patria. Ulises viaja y no se sabe cuánto durará su travesía, Penélope se queda tejiendo las miuras de su corazón roto. Es en ese momento, mientras Juan se acerca y la abraza y la besa y llora en su hombro, cuando Vanesa siente ganas de mandar a Homero, a la Odisea y a la crisis de su puto país a la recalcada concha de la lora.
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Creo que fue Leopoldo Marechal el que alguna vez escribió que la Patria es un suceder, una imposibilidad infinita. Sigamos este razonamiento: la Patria es una imposibilidad que nunca termina, es eterna, se proyecta hacia el futuro en modalidad perpetua, jamás dejará de moverse, su dinámica es inmanente, siempre fluye, y es por eso un suceder, pasa todo el tiempo, nunca dejará de pasar. En esa imposibilidad infinita nada estará quieto, el movimiento que le otorga la perpetuidad la convierte en una imposibilidad, lo posible no es eterno, lo posible se encuentra en el mundo en calidad de praxis, de verificación, de empírea, de contrastación. La Patria no es praxis, o es en todo caso una praxis en movimiento, una praxis que muta, que vive en vértigo, en constante devenir. La Patria es un devenir, un suceder, nada hay fijo, nada es pétreo, nada es para siempre, todo es modificable. Aquí se encuentra el dato esperanzador. Si la Patria muta, cambia, si nada es inmodificable, llegará el día en que de ese movimiento permanente surja la equidad, la Patria justa, la Patria de todos y para todos. Marechal peca de optimismo, su peronismo, su adhesión al primer Perón lo hace soñar, le hace creer, la Patria podrá ser, piensa el escritor de Adán Buenosayres, de todos, los desposeídos serán iguales a los que poseen, llegará el fin de la marginalidad. El Estado de bienestar se cargará la Patria a los hombros y la conducirá a la equidad: justicia social, independencia económica, soberanía política, son las tres banderas hacia donde la Patria deviene, es esperanzador que la patria se mueva hacia ese lugar, es esperanzador pero es mentira.
La Patria, querido Marechal, -escribe Daniel García-, no es un suceder, no hay movimiento, el devenir está petrificado desde su génesis. La Patria nació fija, pétrea, sin movimiento, no se eyecta hacia el futuro, vive en la modalidad del pasado, vive como nació, la Patria es de unos pocos, ellos la hicieron, ellos la cuidan, ellos matarán por conservarla en su poder. La Patria es la voluntad de poder nietzscheana, se conserva y avanza sobre quienes buscan sacarla de su modalidad estática, se avanza matando, se avanza sometiendo, se avanza anulando todo proyecto que la quiera sacar de su estado natural de inmovilidad permanente. La Patria es de ellos, de nosotros nunca. Iniciar una tesis sobre el significado de Patria con la definición marechaliana sería entretenido, sería un comienzo optimista, pero ya lo dije, el estado optimista idiotiza al ser, Marechal vio al Estado de bienestar peronista y confío, y no lo culpo, hizo bien, pero la historia que le siguió no fue feliz, la marina bombardeando Plaza de Mayo, el terror militar, la disciplina del Consenso de Washington, el neoliberalismo que vino a colocar a la Patria en el lugar que le corresponde, el lugar que le dieron sus creadores, el lugar de la inmovilidad, el lugar del no suceder, del no devenir. Porque la Patria fue creada por ellos, me lo contaron mis maestras del primario, una y otra vez, como ese relamido discurso de que tenemos todos los climas y el mejor de los suelos. La fertilidad de la tierra como posibilidad de progreso, la tierra fértil dio a luz a la Patria oligarca, esa que odiaba Eva, que la odiaba con pasión, con fuego, como la odiaron a ella, tanto la odiaron que bendijeron su cáncer, que brindaron su muerte. A la Patria la crearon los dueños de las tierras fértiles, ellos preñaron esa tierra, la penetraron en forma viril, violenta, a lo macho argentino, se la cogieron, son los padres de la Patria, los dueños de ella, es puro patriarcalismo, el padre es el dueño de su vástago, de su creación, la Patria es la hija de la oligarquía machista, viril y asesina. Se las dio Rivadavia con su Ley de Enfiteusis, se las dio Roca con su Conquista del Desierto, la Patria nació ilegitima, todo fue ilegal, la usurpación violenta del territorio, la Patria nació de la violación a la tierra por parte de la oligarquía, la penetraron por la fuerza, la preñaron sin consentimiento y se adueñaron de su resultado: la Patria es de ellos, no es un suceder, no es una posibilidad infinita, es una realidad injusta, es una posibilidad cerrada, es de ellos, y los demás miramos de afuera, muriéndonos en la inanición, sufriendo la perpetuidad del no movimiento, sufriendo la violación originaria, la violencia, el poder del preñador.
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Llegó a casa, un monoambiente sobre la calle Conquista de la Barbarie al 3100, frente a la Plaza del Autor del Matadero, aún llora. Despedida de mierda. Su suegro ¿o ex suegro? Que delirio no saber, la acercó a su casa. Juan se fue, el monoambiente está opaco, parece enorme, inabarcable por su ausencia. Él se fue y ella está acá, tirada en el sillón, con la tele prendida, el noticiero anuncia un nuevo robo, un nuevo asesinato, crisis y más crisis. La angustia la envuelve, la depresión la invade. ¿Por qué se fue? O peor aún ¿Por qué no la llevó? ¿Por qué nunca le dijo de irse con él? Hubiera aceptado, se hubiera ido corriendo de este país de mierda. A sus veintidos años siente que no pertenece a este lugar, se sabe frustrada, nada tiene la Argentina para ofrecerle, nada quiere ofrecer ella tampoco. Agarra el blíster, saca 0,5 miligramos, los toma bajándolo con un poco de agua, deja el blíster, se arrepiente, vuelve a tomarlo, necesita 0,5 miligramos más. El alprazolán apagará la angustia, al menos por un rato, pero está bien así, en esta Argentina imposible pensar más allá de un rato, nada se puede proyectar acá, es el país de la inmediatez, el anti-proyecto, la anti-ilusión, porque nada se puede proyectar en un país que se hunde cada día más en la mierda. El sueño comienza a llegar, la somnolencia va ganando terreno, mientras la televisión pone en primer plano a un hombre, su tez es oscura, reclama trabajo, pide por sus hijos, muchos hijos tuvo, está cortando con su familia la avenida Corrientes, a la altura del Abasto, no es solo su familia, son muchos más, vienen de Jujuy, hablan sobre la privatización de YPF, que quedaron en la calle, que fueron expulsados del sistema. Pero Vanesa se duerme, solo percibe sombras, sombras negras, sombras de negros, que país de mierda piensa somnolienta, mi Juan se va los negros se quedan. Finalmente Vanesa se duerme. En unas horas, pasados los efectos del ansiolítico, despertará para vivir en un lugar que odia.
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Cenan los tres juntos, en familia, como lo hacen siempre, lo que no sucede siempre es la cena, pero está vez Dios ayudó, el cartón fue vendido y la cena fue comprada, por eso está ahí, frente a ellos. Néstor Ibarguren bendice los alimentos, Eva y Matías cierran los ojos y agradecen con él, una noche afortunada para ellos, no siempre sucede, y cuando sucede hay que bendecir, para que se repita, para poder cenar mañana, y pasado, y no vale la pena pensar más, el futuro es para ellos inmediato, cortoplacista, pensar más allá de uno o dos días es una tontería, no se pude planificar nada cuando es nada lo que se tiene, cuando se vive en la marginalidad, cuando la vida es solo suburbio, cuando la pobreza te invade e invade a tus hijos y te avergüenza decirles que no, que no hay plata, que no hay juguetes, que no hay ropa nueva, que, tristeza de tristezas, vergüenzas de vergüenzas, no hay comida. Néstor agradece el hoy, su alimento de esta noche, mañana se verá, y piensa en su padre, en su madre, en su infancia, tan distinta, tan digna, tan feliz, y llora por no poder darle a su hijo el mismo presente, asegurarle un destino próspero, se indigna y se avergüenza de su fracaso. Piensa en papá trabajando en la fábrica, en mamá cocinando la cena cada noche, en sus meriendas de la tarde, sus cafés con leches, sus galletitas. Piensa en papá volviendo cansado del trabajo, cansado pero con la frente en alto, lleno de dignidad obrera, mucho antes del colapso, del cierre de la fábrica, de las nulas explicaciones, de los patrones fugándose con todo, del desempleo masivo, del banco rematando la casita de Flores, de la mudanza a Villa Severino, de las primeras noches sin cena, del abandono de la lucha, del alcohol entrando en la vida de papá, de mamá encaneciendo, llenándose de arrugas. Piensa en la brutal caída de su familia en la marginalidad, en los milicos controlando todo, en los obreros con la boca cerrada y los bolsillos vacíos, y en las panzas que comienzan a crujir pidiendo alimentos. Piensa Néstor en Villa Severino, que crece con sus casitas de chapa y cartón, en la entrada de las drogas, en los transas reventando a tiros al que se atreviera a cuestionarlos. Mientras, la democracia mostraba su lado más obsceno, el presidente de turno en Ferraris, sus bailes con odaliscas, y toda la corrupción pornográfica. Y entre tanta mierda asomaba la vida. El amor de Eva que se llamaba como aquella que mamá tanto admiraba. Eva, oriunda de Merlo, pero que llevaba muchos años viviendo en Severino, entregándole su amor, y su hombro trabajador. Y la llegada de Matías, el hijo buscado. Ese hijo por el cual Néstor comienza a pensar que la lucha vale la pena, la pelea por él, por ella, por los tres juntos. Nada podría detener ese amor. Hay que salir a la calle y revolver la basura de la ciudad capital, ostentosa y soberbia, prejuiciosa y agrandada. Para llegar al presente de hoy, a la cena de esta noche, a estos fideos con tuco que saben a la gloria del hambre sosegada, y mañana, mañana se verá, por ahora Néstor se limita a agradecerle a Dios por la simple felicidad de este momento. Cenan en familia, sirenas policiales se escuchan en el entorno, otra vez la bonaerense entrando a Severino, algún transa se olvidó seguramente, y valga la paradoja, de transar con ellos, irán presos o algún gatillo fácil les recordará la gravedad de su olvido.
Néstor cierra sus oídos al ruido ajeno, externo, siempre amenazante. Acaricia con su mano derecha la cabeza de su hijo, mientras su muñón izquierdo permanece impasible e inútil en su regazo. Fatalidades que pasan.
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Deambuló por quién sabe dónde toda la tarde, es de noche cuando llega a su casa. Se desnuda, se mete en la ducha, el agua limpia la gaseosa pegoteada en su pelo, el jabón elimina las escupidas secas en su rostro, sigue viajando mientras se enjabona, recuerda. Recordar le evita el presente, y el presente es un sinsentido, ni siquiera es sufrimiento, es aún peor, es la nada, es el nihilismo, el desierto que avanza y no se detiene, y el viaje la aleja, la evade de ese lugar, la remonta a sus años felices, cuando tenía amigos, cuando creía en la lucha, cuando peleaba por un mundo mejor, recuerda las charlas, los debates políticos, las peleas dentro de la militancia, las lecturas, recuerda a Marx, a Gramsci, a Fanón. Pero el viaje deriva al lado oscuro, el trip la lleva a donde no quiere volver: recuerda el 20 de junio de 1972, recuerda el quiebre, su desazón, su derrape, cuando la decepción cambió la militancia por la adicción, las drogas entrando en su vida, el ácido en exceso que le evitaba sentir la tristeza que le invadía el alma, la traición del viejo, la inutilidad de tanta lucha, “luche y vuelva” decía la consigna, y ¿para qué? Para que nos cague, para que nos dé la espalda, para poner al Brujo al frente de todo, era demasiado, era inaguantable, era el final del credo, de la fe, de la militancia. El ácido borraba el mal recuerdo, el sexo libre, el descompromiso, el hipismo sinsentido, la paz como símbolo pero no como pelea. Era la muerte de los sueños, el nacimiento de las drogas alucinógenas, que ilusionaban con una realidad menos deprimente, menos dolorosa, a la mierda el viejo, a la mierda la JP, a la mierda los sueños de construir la patria socialista. El ácido era su nueva fe, su nueva militancia, borraba de ella la tristeza, la hacía soñar, todo iría bien. Pero el nuevo sueño moriría también, comenzaría los viajes malos, los trips oscuros, la decadencia alucinógena, sus cuadros en el fuego, sus poemas en la basura, su dejadez, su locura, su estado de ausencia. Miriam González se termina de bañar, una sonrisa acompaña su rostro, siempre está allí, una sonrisa vacua, una sonrisa de quien ya no está dentro de la realidad, de quien ya hace muchos años se resignó a sobrevivir mientras la vida pasa por su lado.
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Madrugada cerrada, oscura, calurosa, bochornosa; esta última palabra es el adjetivo que mejor califica a la noche, el bochorno que comenzó justo a las dos de la mañana, cuando la puerta se abrió, en forma lenta, terrorífica, y la sombra de su abuelo se expandió por su habitación, amenazante, ladrona de su niñez, de su inocencia, que estaba rota, que nunca volvería. Cierra los ojos, conoce bien el ritual, siempre es el mismo: abuelito se sienta en su cama, abuelito le acaricia el pelo rubio, espléndido, abuelito sonríe, abuelito baja su mano izquierda, la derecha no, abuelito la tiene ocupada con otras cosas, igual de urgentes, igual de necesarias, y abuelito acelera su mano invasora sobre ella, llega a su cola, la aprieta, le hace doler, sus dedos invaden su privacidad, su femineidad en latencia, en desarrollo, que no llegará plena, por el robo, por el hurto deshonesto de su libertad, abuelito mueve sus dedos, la penetra, por delante, por detrás, el dolor la invade, cierra con mayor fuerza los ojos, sabe que soñar no la sacará de la pesadilla, la realidad es insoportable, pero no hay evasión, hay dolor, hay angustia, insuperable, incorregible, pero cierra igual los ojos, retiene el llanto, falta poco, lo sabe, es hasta que ese líquido blanco, viscoso, horrible, salga del pito del abuelo, ahí parará todo, abuelito se irá, ella dormirá otra vez, sobrevivirá una noche más, queriendo morir, queriendo escapar, pero sabe que no lo logrará, está plantificada en la tierra, en su realidad tan espantosa, en su niñez de mierda, siente el gemido de su abuelito, señal de que el líquido emanó de su pito, todo terminó, el terror quedó atrás, será hasta mañana, o pasado mañana o, en todo caso, hasta demasiado pronto, cuando recomience el ciclo, cuando la puerta una vez más se habrá, en la noche oscura, calurosa, bochornosa, y ella, cerrando los ojos, soporte una embestida más de su abuelo. Abuelito se levanta y se va, ella abre los ojos, ve su sombra alejarse, abuelito se da vuelta, sonríe, es feliz, una cadena cuelga de su cuello, la imagen de una cruz pende de ella, es Jesús, crucificado por todos nosotros, así se lo había enseñado el padre Foris, abuelito ama a Jesús, y Jesús es hijo de Dios, ella tenía razón, bien se lo dijo a ese chico, que le gustaba tanto, que la entendía tanto, Dios no existe le había dicho esa mañana en el colegio Julieta a Agustín. Viendo lo que pasó esta noche podemos subscribir la hipótesis de la niña.
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La misma noche se expande, sofocante y bochornosa, por todo el barrio del General Entrerriano, otras pesadillas invaden a sus habitantes, pesadillas oníricas, inconscientes rebelados, miedos profundos, angustias escondidas. Penetremos, una vez más, en el lado oscuro de la clase media porteña.
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El sueño es inquieto y Susana Danti, claro está, se mueve nerviosa en la cama conyugal. Esa noche, después de la cena, habían visto en familia una de esas películas espantosas, que tanto le gustaban a Facundo y a Santiago, padre e hijo unidos en la bizarreada del cine de clase B. Unos zombis que invadían las ciudades, avanzaban babeantes, ávidos de carne humana, indetenibles en su caminar a menos que sus cabezas sean reventadas. Los varones de su familia disfrutaban esa fantochada de mal gusto, ella acompañaba, como mujer y como madre a sus hombres, espantada de la sangre y de la estupidez de la trama. Pero ahora, en sus sueños, la trama no era tan estúpida, aunque sí bastante sangrienta, la invasión se producía una vez más, no eran zombis venidos de quien sabe dónde, era otra cosa lo que atacaba la buena Ciudad de Buenos Aires, los que arrasaban con la civilización blanca, eran ellos, los otros, los resentidos, los suburbiales, los periféricos, los negros de mierda. La televisión lo anunciaba, el buen Periodista Independiente, siempre pulcro, siempre serio, estaba esta vez sin corbata, transpirado, informaba, ante la muerte que se acercaba seguía informando, tal era la vocación del buen Periodista Independiente. En la parte inferior de la pantalla el zócalo anunciaba en grandes letras rojas “Invasión negra, el fin ha llegado”, Susana comenzaba a espantarse. Avanzaban desde el conurbano y no dejaban nada a su paso, sus pocos dientes, amarillentos unos, amarronados otros, estaban afilados y dispuestos a morder la carne y las pertenencias de los ciudadanos de bien, era el fin de su ciudad, las casas de la buena clase media usurpadas por la negritud invasora, por el conurbano que de amenaza se transformaba en violenta realidad. La CABA invadida por negros, zombis con mal olor y alpargatas, con vino en cartón y choripán, la muerte con mal gusto. Su casa estaba próxima a la invasión, la desesperación la invadía, pero sus hombres estaban allí, su marido y su hijo, para protegerla de los negros, de la basura del conurbano, para cuidarla del contagio pobre. En la televisión el buen Periodista Independiente es atacado, seguro por algún groncho encargado de la limpieza del canal, la sangre empapa la delicada camisa blanca y transpirada del buen Periodista Independiente, sus ojos cambian, se tornan negros, sin alma, muere y resucita con rapidez, toma vino en cartón que otros gronchos le ofrecen, bebe, eructa, mira a la cámara, la mira a ella, sabe que es imposible pero está pasando, el nuevo negro dice sus primeras palabras: “Allí donde los sueños se vuelven realidad, y son reales también las pesadillas, allí Susana estamos todos, allí Susana pronto estarás vos”. El nuevo negro, ex buen Periodista Independiente, fondea el cartón de vino y se une a un baile frenético al ritmo de la cumbia junto a docenas de negros de mierda más.
Susana está aterrada, mira la calle desde la ventana de la sala, todo es un caos, negros mordiendo blancos, infectándole el virus de la delincuencia, expandiendo su pandemia vaga, su casa sigue, necesita a sus hombres, los busca, no los encuentra, grita sus nombres, implora su ayuda, y allí vienen, escucha sus pasos, ve sus sombras proyectarse, anunciar su llegada, y sobreviene el espanto, su hijo camina hacia ella, lleva en su mano en tetrabrik de vino tinto, su marido viene detrás entonando una espantosa canción:
“Bailen cumbia, cumbiamberos,
Que llegó el fumanchero,
Fumancheando de la cabeza,
Empinando una cerveza,
Nos pinta el indio fumanchero,
Estamos hechos unos pistoleros”.
Susana llora y se paraliza, la infección avanza, sus hombres contagiados, sus hombres son negros, son villeros, todo está perdido, la invasión es total, se sabe derrotada, solo puede llorar, mientras su hijo la muerde en el cuello y le contagia el germen groncho de la pobreza. Pobre país, pobre Argentina, destino cruel, destino de negros de mierda.
Se mueve inquieta en la cama, ruedan lágrimas por las mejillas de Susana, recién llegada de Miami, donde una invasión de negros resultaría inverosímil, aunque ya esos mexicanos afean, y mucho, el buen paisaje del lugar. Susana llora y en sus sueños ya es una negra de mierda más.
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Sucede en la dirección del colegio Nuestra Sagrada Bendición de Cristo, sobre la calle Combatiente del Ejército Sanmartiniano al 5140, en pleno barrio del General Entrerriano, inserto en la majestuosa Ciudad de Buenos Aires, la CABA para la gente como uno. Dos personas están sentadas frente a frente, un escritorio las separa. Ella viste una camisa blanca, manga larga, ni un botón ha dejado de ser abrochado, su cuello está oculto, su piernas también por lo largo de la pollera azul; mujer rolliza, de baja estatura, tendrá unos cincuenta y tres años, se llama Norma Conesa, y es la directora del instituto. Del otro lado un hombre, impecable su traje, impecable su rostro, prefecta su afeitada, sus ojos celestes penetran a quien los miré, transmuta personalidad y seguridad este hombre, que tiene sesenta y cinco años pero que aparenta quince menos, nadie sospecharía que se trata del abuelo de un alumno, de una alumna mejor dicho. Veamos de qué hablan:
—Señor Alvear, sé que el papá de la niña es un hombre ocupado y entiendo los
pormenores domésticos de su madre, pero entienda usted también, son ellos los que deberían estar acá.
—Llamame Pedro
—¿Disculpe?
—Llamame Pedro, podés tutearme.
—Gracias Señor Alvear...
—Pedro, por favor. Entiendo lo que dice Norma, pero nosotros somos una
familia muy unida, el problema de uno es el problema de todos, y así lo enfrentamos, sin secretos, vengo en nombre de mi hija y mi yerno, lo que hable conmigo lo estará hablando con ellos, confié en mí.
Pedro le guiña un ojo y le sonríe. Es una sonrisa que, lo sabe Norma, habrá derretido a muchas mujeres durante la juventud de Pedro, y ahora, quizás, también. Norma ahoga una risita adolescente que le venía brotando desde la garganta. Se aploma un poco. La charla continúa.
—Confío en usted señor Alvear. Perdón, confió en vos Pedro.
—Soy un abuelo preocupado Norma, cuénteme lo que pasa con mi Julieta.
Somos una familia unida ya le dije, pero la familia es mucho más que mi núcleo filial, somos todos nosotros, el Nuestra Sagrada es una familia, siempre lo fue, durante muchos años fui parte de la comisión de colegios del barrio, sé como funciona este colegio, y sé que es mucho más que eso, que un colegio, acá están las buenas familias del barrio, gente de fe, de trabajo, de buena voluntad. Cuénteme Norma, ayúdeme a ayudar a mi nieta, dígame que sabe.
Y Norma lo vio, fueron solo unos segundos, o menos, algo cambió en el hombre, algo le invadió el rostro, ¿dudas, miedos? ¿O algo peor? ¿Perversión? Pero la sensación dura poco, los ojos celestes de Pedro, su sonrisa seductora echan a atrás todo. Es un hombre encantador, un abuelito, un abuelito muy buen mozo piensa Norma, que se preocupa por su nieta. Norma ya no se pregunta que vio, lo sepulta más allá del inconsciente, se deja atrapar por el magnetismo de ese hombre.
—Le cuento Pedro.
Y Norma le contó.
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Sergio Casillas tiene treinta y cinco años. Amanece activo. Se afeita de manera impecable, sin cortes, sin irritación, antes como siempre, media hora en la bicicleta fija. Se baña minuciosamente, jabón frutal, champú para evitar la caída del cabello. Se cambia, traje Gucci, cinturón Dolce Gabana. Arma el bolso, ropa deportiva, Niké, el gimnasio lo espera después de la oficina. Es la vida del hombre de éxito, no hay márgenes para la pavada. Desayuna, yogurt light, cereales sin azúcar. Hay que cuidar la línea.
Sergio Casillas toma de la mano a Agustín, su hijo, van hacia la cochera, suben al auto, un Peugeot 206 negro, tiradito al piso, dos puertas, vidrios polarizados. Se ponen ambos, padre e hijo los cinturones de seguridad, Agustín viaja atrás, Sergio, obviamente conduce. Él, Sergio, se dirige al trabajo, Financiera del Plata, de gran prestigio, quizás de oscuro pasado, pero a quien le importa, a Sergio seguro que no. El niño, Agustín, va a la escuela, primer grado del Instituto Nuestra Sagrada Bendición de Cristo, pero la gente del barrio del General Entrerriano lo llama simplemente el Nuestra Sagrada. Juntos encaran el nuevo día. El aire acondicionado del auto alivia el calor del verano, diciembre terrible en la CABA. Prende la radio, un locutor anuncia nuevos planes económicos, nuevas certezas vienen del exterior a apagar el fuego de la crisis, un muerto en un asalto, nuevos cortes en la Avenida del General Antifederal y siguen las novedades negativas. Sergio apaga la radio, no quiere oír mierdas, a él le va bien, el mundo le chupa un huevo, y más esos negros corta rutas, que paguen la crisis, se lo merecen, piensa Sergio. Pone música, Tiesto suena en el interior del Peugeot, Sergio mueve la cabeza al ritmo enloquecedor de la música electrónica. Atrás, su único hijo, Agustín, mantiene el silencio, piensa en el colegio, en su compañera, rubia, bonita, triste, muy triste, y que le dijo eso de Dios, ¿será verdad? Si es verdad explicaría tantas cosas, explicaría eso que ocurre casi todas las noches en casa, explicaría a papá, explicaría a mamá durmiendo, a mamá que no lo saludó antes de irse al cole. Espero que no sea verdad, piensa Agustín, si Dios no existe como dice Julieta estoy frito, nadie podrá detener la furia de papá. Tiene que estar equivocada. Agustín se pone a rezar, pidiendo a Dios que Dios exista.
En el departamento 2°B de la calle Promesa Patria al 2338, en el barrio del General Entrerriano, quedan las consecuencias de las noches que Agustín no puede explicar. En la habitación principal tirada en la cama matrimonial está Débora, madre de Agustín, esposa de Sergio. Llora en silencio, ni estando sola se atreve a levantar el sonido de su llanto. Las lágrimas ruedan de sus ojos, uno sano, el otro en compota, amoratonado, producto de la trompada de anoche, una trompada de Sergio, un derechazo tan impecable como su afeitada, tan minucioso como su baño, tan cobarde como él. Débora llora sola, y sola se siente ya hace mucho tiempo. La familia Casillas es una de las tantas familias de la clase media de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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Tenía veinte años y allí estaba, se acercaba al palco, el general iba a hablar, volvía, después de tantos años volvía, y con él regresarían los gloriosos años, los días felices, el chamamé de la buena digestión como decía Discépolo. Volvía la patria de los obreros. Pero poco sabía Miriam González de esos años. Para ella obrero y revolución eran lo mismo, la patria peronista era sinónimo de la patria socialista. Un trabajador solo necesitaba la guía de la vanguardia, y ellos eran la vanguardia, ellos sabían las leyes objetivas de la historia, habían leído a Hegel, a Marx, a Sartre y a Fanón, el socialismo llegaría y traería la redención, la igualdad de clases. Claro que Miriam poco entendía de todo esto, tocaba de oído como quien dice, de escuchar a Julio, su novio estudiante de sociología, que le llevaba unos años, que le había enseñado filosofía y política, que le había enseñado hacer el amor, y todo en la misma cama. Julio, el encantador Julio, sí que sabía, y allí estaban esperando al general. Lucharon y volvió. Pero la estaban pifiando fiero ¿Acaso Miriam no había escuchado eso del trabajo a la casa y de la casa al trabajo? Esa frase de Perón es anti-revolucionaria, mantiene quietud, y la quietud, lo estático, es un enemigo de la revolución. Pero ella confiaba, amaba la revolución, más como estética que como hecho político, por eso estudiaba artes plásticas, por eso pintaba cuadros, Monet le atraía más que Lenin. Perón era la ilusión revolucionaria, el mesías que nunca llegaría pero que estaba llegando, aterrizaría de un momento a otro en Ezeiza, y eran millones los que habían ido a recibirlo, el día era un fiesta. Pero la fiesta devino en tragedia, en muerte. Las detonaciones, Favio gritando en el palco, no tiren pedía el cantor, las balas silbando junto a su oído, las corridas, los aplastamientos, la desesperación. Y Julio. ¿Dónde mierda estaba Julio? Lo busca, se aterroriza, nada ve, a nadie ve, la empujan, cae al piso, no logra levantarse, y frente a ella, a centímetros de su cara, en el piso, está Julio, su cabeza es un desastre, sangre y sesos salen de su cráneo, Julio está muerto, reventado en la vuelta del líder. Hijos de puta grita Miriam, alguien la levanta, corré flaca, le grita, corré o nos matan a todos. Y corre, y atrás queda Julio, su maestro, su amor, su ilusión hecha carne. Julio queda atrás y su vida también. Era el fin de todo, no hay revolución, nunca la habrá, nunca la hubo. Miriam se va de Ezeiza y sabe que también se irá de la realidad, porque dolía demasiado, la realidad lastimaba. Nada curaba el dolor, nada la sanaría. Y entró el LSD, la pepa, los viajes, los trips. Cuando se clavó el primer cuarto, un par de meses después de Ezeiza, con su inútil título de profesora de artes plásticas olvidado en el placar, el dolor comenzó a dolerle cada vez menos.
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Facundo Danti va manejando. En la esquina de Corriente y Ángel Gallardo lo paran. La señora sube al taxi, indica el destino.
—Al Luna Park por favor.
Facundo prende el taxímetro, pone primera y comienza a laburar. Entretener para pasear, el taxímetro sube y de paso charla, porque a él le encanta charlar. Pasajero y taxista comienzan el diálogo, un clásico porteño.
—¿Tomo por Corrientes doña?
—Si señor
—No se lo aconsejo, sé que parece el camino más directo, pero uno que de esta la sabe lunga y que vive dentro del tacho aprende algunas mañas de esta ciudad.
—¿y qué quiere agarrar? Pregunta la señora, que está apurada, tiene que llegar al Luna o no encontrará entradas, y Sandro no va a existir para siempre, lo quiere ver y lo quiere ver ahora.
—Déjeme a mí doña, en dos minutitos la dejo en el Luna Park, va a ver
Facundo sabe que ya cayó, el taxímetro factura, ahora hay que meterle a la charla, ya lo dije, es el clásico porteño del taxista y su pasajero, pero esta vez no hay diálogo, la pasión discursiva se vuelca solo hacia un lado, Facundo es el que habla, y cuando se trata de hablar Facundo habla mucho.
—Hay un corte a la altura del Abasto doña, por eso no conviene ir por Corrientes. Es este ispa vio, los vagos impiden circular a la gente laburante como nosotros. ¿Y qué hacen los políticos? Nada, nunca hacen nada, afanan nomás, se la llevan toda, en pala se la llevan, sé una de cosas señora, si yo le contara lo que hacen esos tránsfugas. Uno yira por la calle y se entera de cosas. La lleca enseña más que cualquier universidad, créame doña. Doblemos en la próxima y vayámonos de Corrientes, ya le dije hay un corte, unos negros de mierda, hay que rociarlos con nafta y prenderlos fuego doña, yo laburo desde los quince pirulos y nunca le pedí nada a nadie, soy un laburante y estos negros que piden guita no me dejan ganarme el mango de cada día. Que vayan a laburar, porque le aseguro que si uno les da laburo no te lo agarran, son vagos doña. Este ispa es increíble, no tenemos cura. Mire, llegué hace unos días de Miami, fui con Susana mi jermu y con mi bepi Santiago ¡Qué lugar doña! Allá es otra cosa, allá se labura, y el que labura tiene chance de progresar, no como acá, acá el que labura es un gil, acá no se puede doña, pero Miami es otra cosa, nadie te afana, y la de cosas que un laburante como nosotros se puede comprar, nos trajimos de todo con la Su. Pero hay que volver, volver a este ispa, que uno lo quiere, pero seamos sinceros doña, esto es un desastre, estamos en los caños, te cortan la calle, te afanan, te matan por dos pesos, y los políticos nada doña, nada de nada, afanan nomás, sé unas cosas doña, se quedaría con la boca abierta si le contara, debería escribir un libro yo, mire en una de esas me pongo, pero el tiempo es tirano vio, tengo que laburar todo el día para darle de morfar a mi familia, y estos negros cortando la calle, y mire ahí, mire ese carro tapando la mitad de la calle, cartoneros sucios, y chorros, te descuidas y te afanan el esterero estos. Mire doña, con los milicos esto no pasaba, si uno no andaba en nada raro no lo tocaban, se las agarraron con los zurdos por las bombas que ponían, y lo bien que hicieron, uno vivía tranquilo en esa época, tengo cuarenta y seis pirulos doña, soy del 55, el año que lo sacaron al general, soy peronista señora, pero no zurdo, soy peronista de verdad, de Perón y Evita, un laburante, no ando cortando calles por ahí. Pero así estamos doña, este país está perdido. Acá tiene que venir una mano dura doña, mano dura de verdad, como los milicos, hay que matarlos a todos doña, barajar y dar de nuevo. Pero bueno, así estamos, este ispa no tiene solución. Son veinticinco pesos señora, si me paga con cambio me hace un favor enorme, ni un mango tengo para darle de vuelto y eso que estoy dando vuelta con el tacho desde temprano, pero la crisis nos mata a todos vio. Gracias señora, que tenga un buen día, disfrute el espectáculo.
La doña baja del taxi, llegó a destino y está feliz, a pesar del tedio del viaje, un peroncho negro insoportable el tipo, pero en algunas cosas tiene razón, eso hay que decirlo, piensa la doña mientras fantasías húmedas recorren su entrepierna al pensar en su gran Sandro
Facundo Danti no llega a arrancar el taxi, un nuevo pasajero se sube, prende el taxímetro.
—¿Dónde lo llevo don?
—Avenida de los Triunveros y Presidente Estadounidense de la Doctrina Invasiva a América Latina
—Barrio del General Entrerriano. Conozco, soy de ahí yo, le aconsejo que no agarremos Córdoba, hay un corte, unos vagos pidiendo no sé qué, este ispa es así don, un desastre, confíe en mí, agarro un camino que en dos minutos estamos ahí.
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La entrevista no fue larga, Barcelona lo recibió con frío, pleno invierno en España. Fue casi un trámite, estaba su nuevo jefe, un catalán, bien empilchado, bastante joven, unos cuarenta años pensaba Juan Álvarez, también estaban cuatro compañeros que iba a tener. A laburar de camarero, pero por ahora, esta es la tierra de las oportunidades, a comerme Europa vine, se dice Juan Álvarez. Presentó los papeles, la doble ciudadanía, por el abuelo Braulio y la abuela Teresa, que se fueron a la Argentina en los 40´, escapando de Franco, para llegar a esta tierra de mierda, donde no hay escape de la mediocridad, gallegos brutos sus abuelos, dejar la gran Europa por ese paisito puto al sur del mundo, pero bueno, gracias a ellos no era un inmigrante, era un español más, y así se sentía, hoy es atender mesas, mañana quien te dice, mi propio bar. Nadie me para, pensaba Juan. Acá el que labura progresa, acá soy alguien, esta noche la llamo a Vanesa y le cuento que todo empezó bien, y que la extraño un montón le voy a decir, que cuando esté un poco más afianzado, y eso no va a tardar mucho, le digo que se venga, que deje la mierda argenta, que se venga al primer mundo, me caso y le doy la ciudadanía, la saco del barro, la vida me sonríe, la vida comienza hoy, nací a los veinticinco años, Europa es mi lugar. Todo eso piensa Juan, y tan absorto está en sus pensamientos que al salir del bar no escucha a su nuevo jefe, no escucha la advertencia a sus nuevos compañeros, mejor no escuchar, escuchar implica la imposibilidad de soñar despierto, la imposibilidad de la esperanza. El mensaje del patrón es claro, terminante, inquisidor:
—A este me lo vigiláis bien, que estos sudacas te roban todo apenas te dais la vuelta.
Europa recibió a Juan, está dispuesta a explotarlo hasta que ya no le sirva más, y Juan no puede estar más entusiasmado con esta idea.
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Débora Casillas se despierta, su marido, Sergio, y su hijo Agustín se fueron hace rato, ella amanece más tarde, la causa es la noche anterior, es su ojo en compota, es la vergüenza, es evitar que su hijo la vea así. Pero tiene que salir de la cama y comenzar el día. Se ducha, el agua caliente le saca la modorra de una noche demoledora, es que después de la piña, después de la brutalidad, a Sergio se le ocurrió coger, porque a Sergio le calientan estas cosas, y ahí estaba ella y su siempre dispuesta vagina, o mejor dicho, su siempre dispuesto culo, porque a Sergio después de pegar piñas le encanta romper el culo, como bien macho que es. Noche larga, se lava los dientes bajo la ducha, saca ese gusto horrible de su boca, siente aún el reflujo de la guasca de su marido, porque su marido siempre le acaba en la boca después de hacerle el orto. Todo es degradación en la vida de Débora. Sale de la ducha, en su cuarto se mira al espejo, se mira la cara, la hinchazón no es muy grande, los lentes negros pueden taparla, al menos hasta que se desinflame un poco, otro día de camuflaje será, como tantos otros que pasaron, como tantos otros que vendrán. Se mira un poco más, el espejo devuelve la imagen de una mujer derrotada. Pero Débora sigue mirándose. Se concentra, se investiga, mira su cuerpo, sus piernas, sus tetas, su culo, no estoy tan mal se dice, nada mal, y desliza una mano por sus pechos, se toca un poco, se pellizca un pezón, piensa que en un par de horas debe buscar a su hijo por el colegio, piensa que seguramente verá en la puerta a las otras madres, y sus manos aprietan sus pechos, se muerde los labios, las madres de los compañeritos de Agustín, y entre ellas Verónica Aversente, la mamá de Julieta, Verónica y su pelo rubio, y sus ojos celestes. Verónica en bikini el verano pasado cuando fueron a la quinta de los Alvear. La mano de Débora baja por su vientre, llega a su sexo, lo encuentra húmedo, o más, lo encuentra mojado, o más aún, lo encuentra empapado. Verónica, piensa Débora, Verónica y su pelo, Verónica y su culo, Verónica y sus tetas, Verónica y ella, fantasea, y se comienza a masturbar extasiada de placer.
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Franco Aversente dirige la Financiera del Plata, pero ni sombra es de su suegro. Es un peso que Franco está dispuesto a soportar, el sueldo ayuda a aceptar la humillación claro. Franco habla con uno de sus empleados, comentan el país, putean, describen la crisis, putean, uno toca el tema de la inseguridad, ambos putean. Los dos concluyen de que este es un país de mierda, que nada se puede hacer, que al que quiere progresar no lo dejan, que el Estado solo te pone obstáculos, que los impuestos son excesivos, que este es un país de vagos, que Europa es otra cosa, que Estados Unidos es otra cosa, que este fue, es y será un paisucho de negros.
—Escucha bien lo que te voy a contar. Dice Franco, sentado en su escritorio, amplio, de caoba negra, lujoso; debe ser, no lo sé bien, muy caro. -Mira compadre, acá hay que volar, el que vuela, el que es un águila, el que está por encima de la media es el que llega, el resto se queda frente a una computadora llenado datos y de ahí no sale. Haceme caso Sergio, tenés que empezar a volar, y yo te voy a dar una mano. Hablé con mi suegro, se viene un negocio, uno lindo, y quiero que vos formes parte, quiero que te unas al equipo de las águilas.
Sergio Casillas quiere disimular la emoción, no lo logra, y no importa, es su oportunidad, la chance de su vida, el éxito que sueña, ser diferente, destacarse, salir de la mediocridad, del lugar común, nació para eso, para ser diferente, para estar por encima del resto, nació para ser un águila.
—Contá conmigo Franco, decime de que se trata.
—A su tiempo amigo, a su tiempo. La vamos a levantar en pala, quedate tranquilo. ¿Te parece si cenamos el fin de semana? Venite a casa con Débora, aprovechemos que las chicas se conocen, mientras ellas hablan de las boludeces que se compran y de la novelita que miran, mientras Juli y tu pibe juegan, nosotros hablamos de negocios, nosotros vamos a sacar a las familias adelante, cruceros, Miami, guita loca Sergio, guita loca y toda para nosotros.
Sergio sonríe, acepta la cena ¿Quién dijo esa boludez de que la vida es una herida absurda? Seguro lo dijo un negro vago, piensa Sergio.
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El colectivo la deja a unas cuadras, igual llegará a horario. Camina por el Boulevard Cuyano hacia la altura 5244, allí la espera la casa de los Alvear, porque la casa es del señor Alvear; Aversente, Franco “culo gordo” Aversente es solo un inquilino de lujo y nada más. Su día laboral dará comienzo. Toca el timbre, tardan en abrirle, el señor Pedro no debe estar, él nunca tarda en abrir, él es un caballero, todo un hombre, pero su hija no, su hija se toma todo el tiempo del mundo, total ella se rasca la argolla todo el día, piensa Eva Ibarguren, y yo la boluda cagada de calor acá afuera. Al final la mujer abre, Eva la saluda.
—Buenos días señora Verónica
—Buenos Días Eva.
Eva pasa, enseguida el aire acondicionado la envuelve, fresco, hermoso, hay otra vida piensa Eva, hay otras vidas, y todas son mejor que la mía.
—Meté un repasito general Eva, y ordenale la habitación a Juli, creo que hoy me traigo a un amiguito para que juegue, así que compra leche y unas galletitas. Me voy a correr en la cinta un rato. Después nos vemos.
La casa es enorme, el repasito general llevará unas horas, ordenarle la pieza a Juli es un oxímoron, la nena es un culto a la prolijidad, el día al parecer será tranquilo piensa Eva y comienza a trabajar.
En el gimnasio de la casa, en el subsuelo, Verónica corre sobre la cinta, cuarenta minutos se plantea, hay que mantener el físico, sino los treinta años te caen en la cabeza piensa Verónica, las tetas operadas quedan, pero mantener el culo requiere esfuerzo. Verónica corre, transpira, Eva trabaja. Eva va a la habitación de Julieta, a ordenar lo ordenado, pero bueno, la patrona es la que manda, aunque sea una estúpida siliconada. Entra a la habitación, ella se sorprende tanto como él.
—Perdón señor, no sabía que estaba acá
—No pasa nada Eva, pasá nomás, dice Pedro. ¿Estás muy linda hoy Evita? Te pareces a ella hoy, con el pelo rubio recogido, te falta el traje sastre nomás. Pedro sale de la habitación y le guiña un ojo a Eva, seductor como siempre. Eva se sonroja, compararla a ella con Evita, con la abandera de los humildes, ese señor sí que es un caballero, todo un hombre, piensa Eva y se olvida de lo que vio. Se olvida Eva de Pedro de espaldas, oliendo algo, se olvida Eva de Pedro escondiendo eso que olía en el bolsillo de su pantalón, se olvida de todo Eva ante la seducción de Pedro. Pero Pedro no se olvida de nada, está en su habitación, pensando, Pedro siempre piensa, espero no me haya visto, espero que esta negrita de mierda no diga nada si me vio, es lo que piensa. - - Lo espero por su bien- murmura en voz baja, mientras huele una vez más la bombacha de su nieta.
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¡Qué viajecito por dios! El soliloquio del otro, del que no coincide, del diferente. Pero el diferente también integra la Patria, piensa Daniel. Todos somos la Patria, incluso los incompatibles a uno, incluso el taxista que lo trajo a su casa. Fue un error, ahora lo sabe, el subte es más anónimo, o el colectivo, pero el taxi no, tomarse un taxi te introduce en la insoportable levedad del discurso fácil, común, la charla vulgar, el debate político asertivo, desubstanciado. Apenas subió el taxista lo arremetió, ni chances de defensa tuvo, lo arrinconó contra las cuerdas ni bien iniciado el primer raund.
—Hay un corte en Córdoba, a la altura de Juan B. Justo, le dijo el taxista. Mejor agarremos, porque el taxista lo incluía en la planificación de la ruta a tomar, agarremos, entonces le dijo, por una paralela así evitamos el corte de estos atorrantes. Déjeme a mí don, continuó el tachero, que de esta la sé lunga.
No discutió, inútil discutir con la cultura de la calle. Discépolo les mintió con la de aprender filosofía en un cafetín, filosofía se aprender estudiando, leyendo, no jugando al tute con un par de de viejos, puteando contra todo, hablando sobre todo, asegurando sobre todo. Porque la cultura de la calle no duda, ni admite que dudes de ella, porque el saber para el taxista, y para muchos como él, está ahí, en la calle, a la que cariñosamente llaman “lleca”. En la lleca todo se aprende porque la lleca todo lo enseña, y quien transita por ella se vuelve un sabio, un hombre sapiente. De todo habló el taxista, de política, de filosofía, de fútbol, y de todo sabía, y mucho. La Patria es él también, se dice Daniel García, este taxista que lo trajo a su casa es parte insustituible de la Patria, y si él, Daniel, quiere entender a la Patria va a tener que escuchar al taxista, va a tener que escuchar a todos, los cercanos a él, los lejanos a él, los buenos y los malos. Porque la Patria es de quien la ama y también de quien se queja de ella, de quien amenaza con abandonarla, de quien considera que en cualquier lugar estará mejor que allí.
Daniel prende la Notebook, escribe: La Patria es una heterogeneidad infinita, por eso es tan difícil saber bien que es. La Patria incluye todo y a todos, en ella penetran todos los discursos y todas las ideas. La Patria al incluir todo, no se diferencia de nada, al no diferenciarse de nada es todo, es un absoluto y al ser todo termina no siendo nada. Frena el tipeo, lo lee, lo marca, lo borra. La pantalla queda en blanco, Daniel también, indudablemente no siente el llamado de la Patria.
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Las cuatro y media de la tarde, dejó el carro en casa, en Villa Severino, no quiere que los compañeritos de Matías lo vean cartoneando. Néstor está ahora esperando la salida de su hijo de la escuela Media “Hernán Benítez”. Matías sale, corre sonriente hacia su padre, se abrazan y comienzan la vuelta a casa. Matías a hacer la tarea, Néstor a separar los cortones, producto del trabajo del día. Padre e hijo regresan, Eva llegará más tarde, está en la CABA, limpiándole la soberbia y la mugre, por monedas nomás. La lucha por sobrevivir. Atraviesan los basurales, las canaletas llenas de mierda, de tóxicos. El olor a podrido lastima y asquea. Pasan por la casa del Pelado Gutiérrez, transa principal, controla la merca de la zona y le vende al piberío del lugar esa basura del paco, que los mata en vida, que les anula la infancia. A eso, él, Néstor, le dijo que no. Fue hace un par de semanas, dos a lo sumo, el Pelado Gutiérrez le ofreció laburo, controlar a un par de punteritos, vigilar que se hagan bien las entregas, es que algunos pendejos se estaban tomando lo que debían vender, y el Pelado Gutiérrez es un hombre de negocios muy estricto, las mercaderías que se producen se venden, no se consumen, que él se tire unas líneas por día, vaya y pase, es parte de llevar adelante la gerencia de una empresa tan estresante como la del transa. Pero estos villeritos ya le estaban ocasionando pérdidas. Tolerancia cero con los faloperitos pobres, si quieren tomar que garpen. Al principio pibe que jodía pibe que moría, pero cargarse un par de decenas de pibes tenía sus complicaciones, algunos familiares reclamaban por sus negritos perdidos, otros no, una boca menos que alimentar pensarían. Y estaba el tema de la bonaerense, el comisario ya se lo había advertido, no podía tapar más muertes, las organizaciones de derechos humanos ya estaba empezando a romper las pelotas. Nadie pregunta por el pobre muerto, afirmaba el comisario, pero te estás zarpando Pelado, estás llamando demasiado la atención decía, no puedo cubrirte tanto las espaldas, si querés cargarte a tantos pendejos vas a tener que subir la guita, nosotros no laburamos gratis, sentenció el directivo policial. Para el Pelado Gutiérrez darle más guita a la bonaerense era inconcebible, ya le quitaban un margen muy grande de sus ganancias, el negocio así no iba a prosperar. Por eso el Pelado Gutiérrez paró con las matanzas de pibes falopa, y pensó en Néstor Ibarguren, el cartonero manco, para que le controle a los pendejos cabeza. Pero Néstor dijo no, y Néstor supo desde un primer momento que decirle que no al Pelado Gutiérrez era una gran cagada, decirle que no al Pelado Gutiérrez más temprano que tarde se pagaba. Por eso cuando Néstor pasó por la casa del Pelado Gutiérrez, transa capo de Villa Severino, tuvo un amarga sensación, sensación de peligro sí, pero hubo algo más, una sensación distinta a la del miedo, la sensación del destino inevitable, de la tragedia por venir. Sabe Néstor que metió la pata en la mierda más profunda de Villa Severino, con los transas no se jode. -Estás jodido- se dice Néstor, mientras pasa por la casa del Pelado Gutiérrez, -jodido de verdad- repite. Y no ve, abstraído en su preocupación, unos ojos que si lo ven a él, ojos cuyo dueño, en el interior de la casa del Pelado Gutiérrez, lo apunta con un arma y finge dispararle.