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3.2. EL ESTADO COMO CAUSA EFICIENTE DE LA MODERNIDAD: UNA BREVE APROXIMACIÓN AL DERECHO DIVINO DE LOS REYES

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La Modernidad ha de entenderse –además de lo ya expuesto y como ya hemos adelantado– como la era de la fragmentación de lo político y el surgimiento de la política. El Estado es la forma y expresión de poder que surge simultáneamente junto a este fenómeno, que también discurre en paralelo con el paulatino proceso de secularización, que se origina, internamente, en el seno de la cristiandad. Por eso no es equívoco afirmar que Modernidad, Estado y secularización forman parte de una misma ecuación, en la que las tres partes de esta trinidad que constituye el nuevo orden inmanente del mundo, son todas a la vez, causa y efecto la una de la otra. No existiría Modernidad sin Estado, ni Estado sin Modernidad, aunque el origen remoto de ambos siga siendo el pensamiento crepuscular del Medievo. Éste, al fundar el pensamiento subjetivista e inaugurar las causas eficientistas que justificarían toda la arquitectura filosófico- jurídica moderna posterior, estaba también abriendo la posibilidad a la construcción de una nueva forma política que asumiese aquella voluntad divina que la teología franciscana había colocado por encima de cualquier presupuesto bajo la máxima omnis potestas a Deo133. Se generaba así un poder que se distanciaba de su causa remota para devenir por sí solo, en una causa incausada, es decir, en una voluntad intrínseca, autorreferencial, absolutamente soberana y soberanamente absoluta. En este sentido, Marta García-Alonso, estudiando a John Neville Figgis, resume esencialmente esta doctrina del derecho divino bajo los siguientes elementos: “el origen divino inmediato del poder –esto es, sin intervención de la Iglesia o del pueblo–, la irrevocabilidad del derecho hereditario, la ausencia de responsabilidad de las autoridades ante terceros, a excepción del propio Dios y, finalmente, la prescripción de la no resistencia”134. Prosigue la autora: “Para Figgis, esta doctrina ejemplificaba como pocas el paso de la época medieval a la moderna, pues en ella se reconocían seminalmente las notas de una idea de soberanía todavía incipiente. En efecto, para nuestro autor, la teoría que defiende el carácter inmediato del poder del rey o magistrado surge contra la pretensión curialista de reducir la política a un mero apéndice de la eclesiología –tal y como se derivaba de la doctrina de las dos espadas defendida por los teóricos de la plenitudo potestatis papal”135. Por medio de esta premisa que buscaba la reificación de la política, se producía el acto de irradiación o sacralización que pasaba por una alienación del poder de Dios a favor del príncipe, cuya voluntad quedaba absolutizada y su persona, divinizada. Al encarnar la esencia del Estado mismo, esto es, compartir su sustancia, el Estado devino en una extensión de aquel poder incuestionable. Un poder infalible cuyo mandato se observaba como una ley moral, ya que tal moral había sido dada apriorísticamente mediante imperativo divino, y así debe aplicarse a los súbditos: las leyes del Estado operan como leyes divinas secularizadas, y el derecho natural quedaba encerrado bajo los límites inmanentes de la teología política moderna, carente de referencia ontológica extrínseca–.

En este sentido, la teología protestante contribuyó a solidificar y consagrar el poder temporal del Estado, porque la creencia protestante exigía, tanto en Calvino como en Lutero –el auténtico alma de la Modernidad136–, la formulación de una comunidad santa que estuviese, como ya expliqué en uno de los puntos de esta primera parte, alejada de toda posibilidad de pecado, que era la idea central y la principal preocupación de ambos teólogos. Lutero, cuya formación nominalista resulta capital para la confección de sus famosas tesis, es uno de los principales defensores de este derecho divino de los reyes y su corolario absolutista. Esto puede resultar evidente dada su natural oposición a la autoridad de la Iglesia a favor de la potestad temporal del Estado137. La tradicional distinción entre auctoritas y potestas, definida en la teoría de las dos espadas por el papa Gelasio en el siglo V –y que ha sido desde entonces consustancial al orden político cristiano138–, quedaba definitivamente herida de muerte en manos de la teología política luterana dada la preeminencia que otorga al poder político estatal, en el cual debe subsumirse el poder espiritual. Para la teología luterana, la comunidad cristiana debe someterse a la autoridad del príncipe en tanto su poder es acreedor de un designio providencial; y será misión del monarca, en virtud de la primacía del Estado sobre la Iglesia, la secularización de los bienes eclesiásticos, así como la protección de la fe cristiana, en la medida en la que la autoridad del príncipe resuelve el problema del pecado en el mundo139.

En realidad, esta ruptura entre ambos poderes se debe a las mismas distinciones ex natura rei escotistas que han ido marcando el desarrollo filosófico hasta ahora explicado. Del mismo modo que se separa la materia de la forma-lo que justifica en el plano político la existencia de un estado de naturaleza sustancialmente distinto del Estado como asociación–, en el plano teológico se produce la diferencia entre los cuerpos y las almas, lo que echa por tierra toda la tradición meta-física pretérita sobre la unión de alma y cuerpo como un sintagma indisoluble. El Estado, en esta diferenciación escotista, se hará cargo de la salvación de los cuerpos, y las almas serán salvadas por Dios desde la intimidad espiritual de cada individuo. Sin embargo, el proceso natural de subordinación de lo espiritual a lo temporal requerirá que eventualmente las almas sean también salvadas por el Estado, una vez que el proceso de secularización, paralelo al devenir filosófico moderno, haya alcanzado su máxima expresión, que no es otra que el surgimiento de una fe inmanente así como una escatología resuelta políticamente dentro del mundo y de la historia. Esta idea de Estado-iglesia ya encuentra un antecedente claro en la teología luterana que parte de una exégesis literal de la teoría de las dos ciudades agustinianas en tanto existe un reino de los creyentes y un reino de los pecadores. Estos últimos deben ser sometidos al poder político140, es decir, a la violencia, que en última instancia se presenta como salvadora a través del orden que la ley, en su fuerza coercitiva, impone cuasi sacramentalmente.

Es preciso insistir que esta inversión en el orden de jerarquías que establecían un equilibrio entre poder temporal y poder espiritual, entre auctoritas y potestas, se debe en Lutero a su firme creencia en la tendencia al pecado del hombre. Este pesimismo antropológico, que nace de la creencia en el pecado por imputación extrínseca141, adoptará la necesidad de, como acabamos de mencionar, imponer la ley como una violencia desnuda142 que asegure la estabilidad política. Esto justifica de nuevo el absolutismo monárquico, algo que también está presente, como es sabido, en Hobbes. De hecho la filosofía política hobbesiana será prolífica en legitimar el poder fáctico del Estado como garante de la seguridad y de la neutralización del conflicto, elementos comunes en el pensamiento protestante que enajena la libertad a favor de la protección por parte del aparato político. Esto, al menos en Lutero, no deja de ser sorprendente, dada la defensa de la libertad individual que profesa; si bien es cierto que se trata de una libertad respecto de la voluntad de Dios, más que de una libertad respecto de la ley, que ajustada a la lógica estatal, es puro legalismo moral. Moral en tanto colectivo, como ocurrirá con Rousseau143, lo que exige que la ratito status protestante no sea sino una expresión de esa moral de Estado orientada no ya hacia el bien común, sino al bien público144, entendido como agregado de ciudadanos, de personas civitatis; una persona jurídico- política ostentadora de la voluntad general en esta nueva forma de “irradiación horizontal”. Una solución cuya dirección ya no se produce de Dios hacia el príncipe, sino del príncipe al pueblo: es decir, que la transferencia de soberanía no se realiza ya por un acto de voluntad divina, sino por un acto de voluntad humana, toda vez que ya había quedado sacralizada por medio de la misma causa eficiente que siglos antes había provocado la imputación del poder absoluto del Estado.

En fin, para el luteranismo en general el derecho divino de los reyes aparecía como el resultado de una imputación extrínseca bajo el modo de potentia absoluta dei, así como lo hacía el pecado. En virtud de este pensamiento, el poder del príncipe quedaba justificado como “espada venga-dora”145, el brazo secular de la potencia divina que impone la ley como un acto moral, en tanto la moral y la ley quedan identificadas por precepto divino conforme a la doctrina ockhamista146. Estos elementos y su relación entre sí marcarán una teología puesta al servicio del absolutismo monárquico: la idea del pecado por imputación extrínseca del hombre, la necesidad de la ley y por tanto de la violencia para garantizar el orden público, el problema de la conciencia y la correlativa indiferencia entre el bien el mal con respecto de la voluntad, o la supremacía del poder político del Estado en detrimento del espiritual; todos ellos suponen el paso natural e ineluctable hacía la secularización. Un proceso que tendrá sin embargo que conjugarse con nuevas formas de sacralización de lo político, toda vez que el proceso de irradiación, agotado su tránsito por el monarca bajo la fórmula absolutista, se transfirió, como decimos, horizontalmente hacia la masa y su extraña anti-politicidad, pretendidamente democrática, que empero tendrá, en el contexto histórico-político en el que emerge, decididas consecuencias autoritarias.

Unas consecuencias especialmente visibles bajo la expresión de una nueva forma de religiosidad que, ya plenamente instalada en el poder secular, se desarrollaría como una forma de culto inmanente, cuya estructura respondería a aquellas distinciones escotistas con las que he empezado este texto. Estas necesariamente se acomodarían a la inminente eclosión ideológica cuyo origen, por cierto, también habría que rastrearlo en las primeras comunidades de puritanos que se organizaron material y políticamente para expulsar el espíritu de la vida temporal, fabricando en el nombre de la fe y ante el temor de Dios, un nuevo presupuesto escatológico de salvación histórica que encerraría irreversiblemente las postrimerías dentro los confines del mundo finito.

Las religiones políticas. Sobre la secularización de la fe y la sacralización del mundo

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