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DISCURSO
ОглавлениеLos sueños dice Homero que son de Júpiter y que él los envía18, y en otro lugar, que se han de creer. Es así, cuando tocan en cosas importantes y piadosas o las sueñan reyes y grandes señores, como se colige del doctísimo y admirable Propercio en estos versos19:
Nec tu sperne piis venientia somnia portis: Quum pia venerunt somnia, pondus habent.
Dígolo a propósito que tengo por caído del cielo uno que yo tuve estas noches pasadas, habiendo cerrado los ojos con el libro del Dante20, lo cual fué causa de soñar que veía un tropel de visiones. Y aunque en casa de un poeta es cosa dificultosa creer que haya cosa de juicio, aun por sueños, le hubo en mí por la razón que da Claudiano en la prefación al libro segundo del Rapto, diciendo que todos los animales sueñan de noche como sombras de lo que trataron de día. Y Petronio Arbitro dice21:
Et canis in somnis leporis vestigia latrat.
Y hablando de los jueces:
Et pavido cernit inclusum corde tribunal.
Parecióme, pues, que veía un mancebo que, discurriendo por el aire, daba voz de su aliento a una trompeta, afeando con su fuerza, en parte, su hermosura. Halló el son obediencia en los mármoles y oídos en los muertos, y así, al punto comenzó a moverse toda la tierra y a dar licencia a los huesos que anduviesen unos en busca de otros. Y pasando tiempo, aunque fué breve, vi a los que habían sido soldados y capitanes levantarse de los sepulcros con ira, juzgándola por seña de guerra; a los avarientos, con ansias y congojas, recelando algún rebato, y los dados a vanidad y gula, con ser áspero el son, lo tuvieron por cosa de sarao o caza. Esto conocía yo en las semblantes de cada uno, y no vi que llegase el ruido de la trompeta a oreja que se persuadiese a lo que era22.
Después noté de la manera que23 algunas almas huían, unas con asco y otras con miedo, de sus antiguos cuerpos: a cuál faltaba un brazo, a cuál un ojo. Y dióme risa ver la diversidad de figuras y admiróme la Providencia en que, estando barajados unos con otros, nadie por yerro de cuenta se ponía las piernas ni los miembros de los vecinos. Sólo en un cementerio me pareció que andaban destrocando24 cabezas y que vi a un escribano que no le venía bien el alma y quiso decir que no era suya, por descartarse della.
Después, ya que a noticia de todos llegó que era el día del juicio, fué de ver cómo los lujuriosos no querían que los hallasen sus ojos25, por no llevar al tribunal testigos contra sí; los maldicientes, las lenguas; los ladrones y matadores gastaban los pies en huir de sus mismas manos.
Y volviéndome a un lado, vi a un avariento que estaba preguntando a uno que, por haber sido embalsamado y estar lejos sus tripas, no hablaba porque no habían llegado, si habían de resucitar aquel día todos los enterrados, si resucitarían unos bolsones suyos.
Riérame si no me lastimara a otra parte el afán con que una gran chusma de escribanos andaban huyendo de sus orejas26, deseando no las llevar por no oir lo que esperaban; mas solos fueron sin ellas los que acá las habían perdido por ladrones: que por descuido no fueron los más.
Pero lo que más me espantó fué ver los cuerpos de dos o tres mercaderes, que se habían vestido las almas del revés27 y tenían todos los cinco sentidos en las uñas28 de la mano derecha.
Yo veía todo esto de una cuesta muy alta, cuando oí dar voces a mis pies que me apartase. Y no bien lo hice, cuando comenzaron a sacar las cabezas muchas mujeres hermosas, llamándome descortés y grosero, porque no había tenido más respeto a las damas. Que aun en el infierno están las tales y no pierden esta locura. Salieron fuera muy alegres de verse gallardas y desnudas entre tanta gente que las mirase; aunque luego, conociendo que era el día de la ira y que la hermosura las estaba acusando de secreto, comenzaron a caminar al valle con pasos más entretenidos.
Una, que había sido casada siete veces, iba trazando disculpas para todos los maridos. Otra dellas, que había sido pública ramera, por no llegar al valle no hacía sino decir que se le habían olvidado las muelas y una ceja, y volvía y deteníase; pero, al fin, llegó a vista del teatro y fué tanta la gente de los que había ayudado a perder y que señalándola daban gritos contra ella, que se quiso esconder entre una caterva de corchetes, pareciéndole que aquélla no era gente de cuenta aun en aquel día.
Divirtióme desto un gran ruido que por la orilla de un río venía de gente en cantidad tras un médico, que después supe que lo era en la sentencia. Eran hombres que había despachado sin razón antes de tiempo y venían por hacerle que pareciese, y, al fin, por fuerza, le pusieron delante del trono.
A mi lado izquierdo oí como ruido de alguno que nadaba, y vi un juez, que lo había sido, que estaba en medio de un arroyo lavándose las manos29, y esto hacía muchas veces. Lleguéme a preguntarle por qué se lavaba tanto, y díjome que en vida sobre ciertos negocios se las habían untado30 y que estaba porfiando allí por no parecer con ellas de aquella suerte delante de la universal residencia.
Era de ver una legión31 de verdugos con azotes, palos y otros instrumentos, cómo traían a la audiencia una muchedumbre de taberneros, sastres y zapateros, que de miedo se hacían sordos, y, aunque habían resucitado, no querían salir de la sepultura.
En el camino por donde pasaban, al ruido sacó un abogado la cabeza y preguntóles que adónde iban. Y respondiéronle:
—Al tribunal de Radamanto32.
A lo cual, metiéndose más adentro, dijo:
—Esto me ahorraré de andar después, si he de ir más abajo.
Iba sudando un tabernero de congoja, tanto, que, cansado, se dejaba caer a cada paso, y a mí me pareció que le dijo un verdugo:
—Harto es que sudéis el agua y no nos la vendáis por vino.
Uno de los sastres, pequeño de cuerpo, redondo de cara, malas barbas y peores hechos, no hacía sino decir:
—¿Qué pude hurtar yo, si andaba siempre muriéndome de hambre?
Y los otros le decían, viendo que negaba haber sido ladrón, qué cosa era despreciarse de su oficio33.
Toparon con unos salteadores y capeadores34 públicos que andaban huyendo unos de otros, y luego los verdugos cerraron con ellos, diciendo que los salteadores bien podían entrar en el número, porque eran a su modo sastres silvestres y monteses, como gatos del campo. Hubo pendencia entre ellos sobre afrentarse los unos de ir con los otros, y al fin, juntos llegaron al valle.
Tras ellos venía la locura en una tropa, con sus cuatro costados, poetas, músicos35, enamorados y valientes, gente en todo ajena deste día. Pusiéronse a un lado36. Andaban contándose dos o tres procuradores las caras que tenían, y espantábanse que les sobrasen tantas, habiendo vivido descaradamente37. Al fin vi hacer silencio a todos38.
El trono era obra donde trabajaron la omnipotencia y el milagro. Júpiter estaba vestido de sí mismo, hermoso para los unos y enojado para los otros39. El sol y las estrellas, colgando de su boca; el viento, tullido y mudo; el agua, recostada en sus orillas; suspensa la tierra, temerosa en sus hijos. De los hombres40, algunos amenazaban al que les enseñó con su real ejemplo peores costumbres. Todos, en general, pensativos: los piadosos, en qué gracias le darían41, cómo rogarían por sí, y los malos, en dar disculpas.
Andaban los procuradores mostrando en sus pasos y colores42 las cuentas que tenían que dar de sus encomendados, y los verdugos repasando sus copias, tarjas43 y procesos. Al fin, todos los defensores estaban de la parte de adentro y los acusadores de la de afuera. Estaban guardas44 a una puerta tan angosta, que los que estaban, a puros ayunos45, flacos, aún tenían algo que dejar en la estrechura.
A un lado estaban juntas las desgracias, peste y pesadumbres, dando voces contra los médicos. Decía la peste que ella los había herido; pero que ellos los habían despachado. Las pesadumbres, que no habían muerto ninguno sin ayuda de los doctores. Y las desgracias, que todos los que habían enterrado habían ido por entrambos.
Con eso los médicos quedaron con cargo de dar cuenta de los difuntos. Y así, aunque los necios decían que ellos habían muerto más, se pusieron las médicos con papel y tinta en un alto con su arancel, y, en nombrando la gente, luego salía uno dellos, y en alta voz decía:
—Ante mí pasó a tantos de tal mes, etc.46
Pilatos se andaba lavando las manos muy apriesa, para irse con sus manos lavadas47 al brasero48. Era de ver cómo se entraban algunos pobres entre media docena de reyes, que tropezaban con las coronas, viendo entrar las de los sacerdotes tan sin detenerse49.
Llegó en esto un hombre desaforado, lleno de ceño, y alargando la mano, dijo:
—Ésta es la carta de examen50.
Admiráronse todos. Dijeron los porteros que quién era, y él, en altas voces, respondió:
—Maestro de esgrima examinado y de los más diestros del mundo51.
Y sacando unos papeles del pecho, dijo que aquéllos eran los testimonios de sus hazañas. Cayéronsele en el suelo, por descuido, los testimonios, y fueron a un tiempo a levantarlos dos furias y un alguacil, y él los levantó primero que las furias52.
Llegó un abogado y alargó el brazo para asille y metelle dentro53, y él, retirándose, alargó el suyo, y dando un salto, dijo:
—Esta de puño es irreparable, y pues enseño a matar, bien puedo pretender que me llamen Galeno. Que si mis heridas anduvieran en mula54, pasaran por médicos malos. Si me queréis probar, yo daré buena cuenta.
Riéronse todos, y un oficial algo moreno le preguntó qué nuevas tenía de su alma. Pidiéronle55 no sé qué cosas y respondió que no sabía tretas contra los enemigos della. Mandáronle que se fuese, y diciendo:
—Entre otro—se arrojó.
Y llegaron unos despenseros a cuentas, y no rezándolas, y en el ruido con que venía la trulla56, dijo un ministro:
—Despenseros son.
Y otros dijeron:
—No son.
Y otros:
—Sisón57.
Y dióles tanta pesadumbre la palabra “sisón”, que se turbaron mucho. Con todo, pidieron que se les buscase su abogado, y dijo un verdugo:
—Ahí está Judas, que es apóstol descartado.
Cuando ellos oyeron esto, volviéndose a otra furia, que no se daba manos a58 señalar hojas para leer, dijeron:
—Nadie mire, y vamos a partido y tomamos infinitos siglos de fuego.
El verdugo, como buen jugador, dijo:
—¿Partido pedís? No tenéis buen juego59.
Comenzó a descubrir60, y ellos, viendo que miraba, se echaron en baraja de su bella gracia.
Pero tales voces, como venían tras de un malaventurado pastelero61, no se oyeron jamás de hombres hechos cuartos, y pidiéndole que declarase en qué les había acomodado sus carnes, confesó que en los pasteles. Y mandaron que les fuesen restituidos sus miembros de cualquier estómago en que se hallasen. Dijéronle si quería ser juzgado, y respondió que sí, a Dios y a la ventura. La primera acusación decía no sé qué de gato por liebre, tanto de huesos y no de la misma carne, sino advenedizos, tanto de oveja y cabra, caballo y perro. Y cuando él vió que se les probaba a sus pasteles haberse hallado en ellos más animales que en el arca de Noé, porque en ella no hubo ratones ni moscas, y en ellos sí, volvió las espaldas y dejólos con la palabra en la boca.
Fueron juzgados filósofos, y fué de ver cómo ocupaban sus entendimientos en hacer silogismos contra su salvación. Mas lo de los poetas fué de notar que, de puro locos, querían hacer a Júpiter malilla62 de todas las cosas. Virgilio andaba con su Sicelides musae63, diciendo que era el nacimiento; mas saltó un verdugo y dijo no sé qué de Mecenas y Octavia, y que había mil veces adorado unos cuernecillos suyos, que los traía por ser día de más fiesta; contó no sé qué cosas.
Y al fin, llegando Orfeo, como más antiguo, a hablar por todos, le mandaron que se volviese otra vez a hacer el experimento de entrar en el infierno para salir, y a los demás, por hacérseles camino, que le acompañasen.
Llegó tras ellos un avariento a la puerta y fué preguntado qué quería, diciéndole que los preceptos guardaban aquella puerta de quien no los había guardado, y él dijo que en cosas de guardar era imposible que hubiese pecado. Leyó el primero: “Amar a Dios sobre todas las cosas”, y dijo que él sólo aguardaba a tenerlas todas para amar a Dios sobre ellas. “No jurar”, dijo que, aun jurando falsamente, siempre había sido por muy grande interés, y que así no había sido en vano. “Guardar las fiestas”, éstas y aun los días de trabajo, guardaba y escondía. “Honrar padre y madre”, siempre les quité el sombrero. “No matar”, por guardar esto no comía, por ser matar la hambre comer. “De mujeres”, en cosas que cuestan dineros, ya está dicho. “No levantar falso testimonio”.
—Aquí—dijo un verdugo—es el negocio, avariento. Que, si confiesas haberle levantado, te condenas, y si no, delante del juez te le levantarás a ti mismo.
Enfadóse el avariento, y dijo:
—Si no he de entrar, no gastemos tiempo.
Que hasta aquello rehusó de gastar. Convencióse con su vida y fué llevado adonde merecía.
Entraron en esto muchos ladrones y salváronse dellos algunos ahorcados. Y fué de manera el ánimo que tomaron los escribanos, que estaban delante de Mahoma, Lutero y Judas, viendo salvar ladrones, que entraron de golpe a ser sentenciados, de que les tomó a los verdugos muy gran risa. Los procuradores comenzaron a esforzarse y a llamar abogados.
Dieron principio a la acusación los verdugos, y no la hacían en los procesos que tenían hechos de sus culpas, sino con los que ellos habían hecho en esta vida. Dijeron lo primero:
—Estos, señor, la mayor culpa suya es ser escribanos.
Y ellos respondieron a voces, pensando que disimularían algo, que no eran sino secretarios. Los abogados comenzaron a dar descargo, que se acabó en:
—Es hombre y no lo hará otra vez64, y alcen el dedo.
Al fin se salvaron dos o tres, y a los demás dijeron los verdugos:
—Ya entienden.
Hiciéronles del ojo, diciendo que importaban allí para jurar contra cierta gente65. Uno azuzaba testigos y repartía orejas66 de lo que no se había dicho y ojos de lo que no había sucedido, salpicando de culpas postizas la inocencia.
Estaba engordando la mentira a puros enredos, y vi a Judas y a Mahoma y a Lutero recatar desta vecindad, el uno, la bolsa, y el otro, el zancarrón. Lutero decía:
—Lo mismo hago yo escribiendo.
Sólo se lo estorbó aquel médico que dije que, forzado de los que le habían traído, parecieron él, un boticario y un barbero, a los cuales dijo un verdugo que tenía las copias:
—Ante este doctor han pasado los más difuntos, con ayuda de este boticario y barbero, y a ellos se les debe gran parte deste día.
Alegó un procurador por el boticario que daba de balde a los pobres; pero dijo un verdugo que hallaba por su cuenta que habían sido más dañosos dos botes de su tienda que diez mil de pica en la guerra, porque todas sus medicinas eran espurias, y que con esto había hecho liga con una peste y había destruido dos lugares.
El médico se disculpaba con él, y, al fin, el boticario67 se desapareció y el médico y el barbero andaban a daca mis muertes y toma las tuyas.
Fué condenado un abogado porque tenía todos los derechos con corcovas,68 cuando, descubierto un hombre que estaba detrás déste a gatas porque no le viesen, y preguntando quién era, dijo que cómico; pero un verdugo, muy enfadado, replicó:
—Farandulero es, señor, y pudiera haber ahorrado aquesta venida sabiendo lo que hay.
Juró de irse, y fuése sobre su palabra.
En esto dieron con muchos taberneros en el puesto, y fueron acusados de que habían muerto mucha cantidad de sed a traición, vendiendo agua por vino. Estos venían confiados en que habían dado a un hospital siempre vino puro69 para los sacrificios; pero no les valió, ni a los sastres decir que habían vestido niños. Y así, todos fueron despachados como siempre se esperaba.
Llegaron tres o cuatro extranjeros ricos, pidiendo asientos70, y dijo un ministro:
—¿Piensan ganar en ellos? Pues esto es lo que les mata. Esta vez han dado mala cuenta y no hay donde se asienten, porque han quebrado el banco de su crédito.
Y volviéndose a Júpiter, dijo un ministro:
—Todos los demás hombres, señor, dan cuenta de lo que es suyo; mas éstos, de lo ajeno y todo.
Pronuncióse la sentencia contra ellos. Yo no la oí bien; pero ellos desaparecieron.
Vino un caballero tan derecho, que, al parecer, quería competir con la misma justicia que le aguardaba. Hizo muchas reverencias a todos y con la mano una ceremonia, usada de los que beben en charco. Traía un cuello tan grande, que no se le echaba de ver si tenía cabeza. Preguntóle un portero, de parte de Júpiter, si era hombre. Y él respondió con grandes cortesías que sí y que por más señas se llamaba don Fulano, a fe de caballero. Rióse un ministro, y dijo:
—De codicia es el mancebo para el infierno.
Preguntáronle qué pretendía, y respondió:
—Ser salvado.
Y fué remitido a los verdugos para que le moliesen, y él sólo reparó en que le ajarían el cuello.71
Entró tras él un hombre dando voces, diciendo:
—Aunque las doy, no tengo mal pleito72: que a cuantos simulacros hay73, o a los más, he sacudido el polvo.
Todos esperaban ver un Diocleciano o Nerón, por lo de sacudir el polvo, y vino a ser un sacristán que azotaba los retablos. Y se había ya con esto puesto en salvo; sino que dijo un ministro que se bebía el aceite de las lámparas y echaba la culpa a una lechuza, por lo cual habían muerto sin ella74; que pellizcaba de los ornamentos para vestirse, que heredaba en vida las vinajeras y que tomaba alforzas a los oficios. No sé qué descargo se dió, que le enseñaron el camino de la mano izquierda.
Dando lugar unas damas alcorzadas75, que comenzaron a hacer melindres de las malas figuras de los verdugos, dijo un procurador a Vesta que habían sido devotas de su nombre aquéllas: que las amparase. Y replicó un ministro que también fueron enemigas de su castidad.
—Sí, por cierto—dijo una que había sido adúltera.
Y el demonio la acusó que había tenido un marido en ocho cuerpos; que se había casado de por junto en uno para mil. Condenóse esta sola, y iba diciendo:
—¡Ojalá supiera que me había de condenar, que no hubiera cansádome en hacer buenas obras!
En esto, que era todo acabado, quedaron descubiertos Judas, Mahoma y Martín Lutero. Y preguntando un ministro cuál de los tres era Judas, Lutero y Mahoma, dijeron cada uno que él. Y corrióse Judas tanto, que dijo en altas voces:
—Señor, yo soy Judas, y bien conocéis vos que soy mucho mejor que éstos: porque, si os vendí, remedié al mundo, y éstos, vendiéndose a sí y a vos, lo han destruido todo.
Fueron mandados quitar delante.
Y un abogado que tenía la copia, halló que faltaban por juzgar los malos alguaciles y corchetes. Llamáronlos, y fué de ver que asomaron al puesto muy tristes, y dijeron:
—Aquí lo damos por condenado: no es menester nada.
No bien lo dijeron, cuando, cargado de astrolabios y globos, entró un astrólogo dando voces y diciendo que se habían engañado, que no había de ser aquel día el del juicio, porque Saturno no había acabado sus movimientos ni el de trepidación el suyo. Volvióse un verdugo, y, viéndole tan cargado de madera y papel, le dijo:
—Ya os traéis la leña76 con vos, como si supiérades que de cuantos cielos habéis tratado en vida, estáis de manera que, por la falta de uno solo en muerte, os iréis al infierno.
—Eso, no iré—dijo él.
—Pues llevaros han.
Y así se hizo.
Con esto se acabó la residencia y tribunal. Huyeron las sombras a su lugar, quedó el aire con nuevo aliento, floreció la tierra, rióse el cielo, Júpiter subió consigo a descansar en sí los dichosos y yo me quedé en el valle. Y discurriendo por él, oí mucho ruido y quejas en la tierra. Lleguéme por ver lo que había, y vi en una cueva honda, garganta del averno77, penar muchos, y, entre otros, un letrado, revolviendo no tanto leyes como caldos78; un escribano, comiendo sólo letras, que no había solo querido leer en esta vida; todos ajuares del infierno. Las ropas y tocados de los condenados estaban prendidos, en vez de clavos y alfileres, con alguaciles. Un avariento, contando más duelos que dineros; un médico, pensando en un orinal, y un boticario, en una medicina. Dióme tanta risa ver esto, que me despertaron las carcajadas, y fué mucho quedar de tan triste sueño más alegre que espantado.
Sueños son éstos que, si se duerme vuecelencia sobre ellos, verá que por ver las cosas como las veo, las esperará como las digo.