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DISCURSO
ОглавлениеYo, que en el Sueño vi tantas cosas y en el Alguacil alguacilado oí parte de las que no había visto, como sé que los sueños, las más veces, son burla de la fantasía y ocio del alma, y que el malo nunca dijo verdad147, por no tener cierta noticia de las cosas que justamente se nos esconden148, vi, guiado de mi ingenio, lo que se sigue, por particular providencia, que fué para traerme en el miedo la verdadera paz.
Halléme en un lugar favorecido de naturaleza por el sosiego amable, donde, sin malicia, la hermosura entretenía la vista, muda recreación y sin respuesta humana, platicaban las fuentes entre las guijas y los árboles por las hojas, tal vez cantaba el pájaro, ni sé determinadamente si en competencia suya o agradeciéndoles su armonía. Ved cuál es de peregrino nuestro deseo, que no hallo paz en nada desto. Tendí los ojos, codicioso de ver algún camino por buscar compañía, y veo, cosa digna de admiración, dos sendas149 que nacían de un mismo lugar, y una se iba apartando de la otra, como que huyesen de acompañarse.
Era la de mano derecha tan angosta, que no admite encarecimiento, y estaba, de la poca gente150 que por ella iba, llena de abrojos y asperezas y malos pasos. Con todo, vi algunos que trabajaban en pasarla; pero, por ir descalzos y desnudos, se iban dejando en el camino, unos, el pellejo; otros, los brazos; otros, las cabezas; otros, los pies, y todos iban amarillos y flacos. Pero noté que ninguno de los que iban por aquí miraba atrás, sino todos adelante. Decir que puede ir alguno a caballo es cosa de risa. Uno de los que allí estaban, preguntándole si podría yo caminar aquel desierto a caballo, me dijo151:
—Déjese de caballerías y caiga de su asno.
Y miré con todo eso, y no vi huella de bestia ninguna. Y es cosa de admirar que no había señal de rueda de coche ni memoria apenas de que hubiese nadie caminado en él por allí jamás. Pregunté, espantado desto, a un mendigo, que estaba descansando y tomando aliento, si acaso había ventas en aquel camino o mesones en los paraderos. Respondióme:
—Venta aquí, señor, ni mesón, ¿cómo queréis que le haya en este camino, si es el de la virtud? En el camino de la vida—dijo—, el partir es nacer, el vivir es caminar, la venta es el mundo, y, en saliendo della, es una jornada sola y breve desde él a la pena o a la gloria.
Diciendo esto, se levantó y dijo:
—Quedaos con Dios, que en el camino de la virtud es perder tiempo el pararse uno y peligroso responder a quien pregunta por curiosidad y no por provecho.
Comenzó a andar dando tropezones y zancadillas y suspirando. Parecía que los ojos, con lágrimas, osaban ablandar los peñascos a los pies y hacer tratables los abrojos.
—¡Pesia152 tal!—dije yo entre mí—; pues tras ser el camino tan trabajoso, ¿es la gente que en él anda tan seca y poco entretenida? ¡Para mi humor es bueno!
Di un paso atrás y salíme del camino del bien. Que jamás quise retirarme de la virtud que tuviese mucho que desandar ni que descansar. Volvíme a la mano izquierda y vi un acompañamiento tan reverendo, tanto coche, tanta carroza cargada de competencias al sol en humanas hermosuras y gran cantidad de galas y libreas, lindos caballos, mucha gente de capa negra y muchos caballeros. Yo, que siempre oí decir: “Dime con quién andas y diréte quién eres”, por ir con buena compañía puse el pie en el umbral del camino, y, sin sentirlo, me hallé resbalado en medio de él, como el que se desliza por el hielo, y topé con lo que había menester. Porque aquí todos eran bailes y fiestas, juegos y saraos; y no el otro camino, que, por falta de sastres, iban en él desnudos y rotos, y aquí nos sobraban mercaderes, joyeros y todos oficios. Pues ventas, a cada paso, y bodegones, sin número. No podré encarecer qué contento me hallé en ir en compañía de gente tan honrada153, aunque el camino estaba algo embarazado, no tanto con las mulas de los médicos como con las barbas de los letrados, que era terrible la escuadra dellos que iba delante de unos jueces. No digo esto porque fuese menor el batallón de los doctores, a quien nueva elocuencia llama ponzoñas graduadas, pues se sabe que en las universidades estudian para tósigos154. Animóme para proseguir mi camino el ver, no sólo que iban muchos por él, sino la alegría que llevaban y que del otro se pasaban algunos al nuestro y del nuestro al otro, por sendas secretas.
Otros caían que no se podían tener, y entre ellos fué de ver el cruel resbalón que una lechigada155 de taberneros dió en las lágrimas, que otros habían derramado en el camino, que, por ser agua, se les fueron los pies y dieron en nuestra senda unos sobre otros. Íbamos dando vaya a los que veíamos por el camino de la virtud más trabajados. Hacíamos burla dellos, llamábamosles heces del mundo y desecho de la tierra. Algunos se tapaban los oídos y pasaban adelante. Otros, que se paraban a escucharnos, dellos desvanecidos de las muchas voces y dellos persuadidos de las razones y corridos de las vayas, caían y se bajaban.
Vi una senda por donde iban muchos hombres de la misma suerte que los buenos, y desde lejos parecía que iban con ellos mismos, y, llegado que hube, vi que iban entre nosotros. Éstos me dijeron que eran los hipócritas, gente en quien la penitencia, el ayuno, que en otros son mercancía del cielo, es noviciado del infierno156. Iban muchas mujeres tras éstos, los cuales, siendo enredo con barba y maraña con ojos y embeleco, andaban salpicando de mentira a todos, siendo estanques donde pescan adrollas157 los embustidores. Otros se encomiendan a ellos, que es como encomendarse al diablo por tercera persona. Éstos hacen oficio la humildad y pretenden honra, yendo de estrado en estrado y de mesa en mesa. Al fin conocí que iban arrebozados para nosotros; mas para los ojos eternos, que abiertos sobre todos juzgan el secreto más escuro de los retiramientos del alma, no tienen máscara. Bien que hay muchos buenos; mas son diferentes déstos, a quien antes se les ve la disimulación que la cara y alimentan su ambiciosa felicidad de aplauso de los pueblos, y, diciendo que son unos indignos y grandísimos pecadores y los más malos de la tierra, llamándose jumentos, engañan con la verdad, pues siendo hipócritas, lo son al fin. Iban éstos solos aparte, y reputados por más necios que los moros, más zafios que los bárbaros y sin ley, pues aquéllos, ya que no conocieron la vida eterna ni la van a gozar, conocieron la presente y holgáronse en ella; pero los hipócritas, ni la una ni la otra conocen, pues en ésta se atormentan y en la otra son atormentados. Y, en conclusión, déstos se dice con toda verdad que ganan el infierno con trabajos.
Todos íbamos diciendo mal unos de otros: los ricos tras la riqueza, los pobres pidiendo a los ricos lo que Dios les quitó. Van por un camino los discretos, por no dejarse gobernar de otros, y los necios, por no entender a quien los gobierna, aguijan a todo andar. Las justicias llevan tras sí los negociantes; la pasión, a las malgobernadas justicias, y los reyes, desvanecidos y ambiciosos, todas las repúblicas158.
Vi algunos soldados, pero pocos, que por la otra senda infinitos iban en hileras ordenados, honradamente triunfando; pero los pocos que nos cupieron acá era gente que, si, como habían extendido el nombre de Dios jurando, lo hubieran hecho peleando, fueran famosos. Dos corrilleros159 solos iban muy desnudos, que, por la mayor parte, los tales, que viven por su culpa, traen los golpes en los vestidos y sanos los cuerpos. Andaban contando entre sí las ocasiones en que se habían visto, los malos pasos que habían andado, que nunca éstos andan en buenos pasos. Nada los oíamos160; sólo, cuando por encarecer sus servicios dijo uno a los otros ¿qué digo, camarada?, ¡qué trances hemos pasado y qué tragos!, lo de los tragos se les creyó161. Miraban a estos pocos los muchos capitanes, maestres de campo, generales de ejércitos, que iban por el camino de la mano derecha enternecidos. Y oí decir a uno dellos que no lo pudo sufrir, mirando las hojas de lata162 llenas de papeles inútiles que llevaban estos ciegos:
—¿Qué digo? ¿Soldados por acá? ¿Esto es de valientes, dejar este camino, de miedo de sus dificultades? Venid, que por aquí de cierto sabemos que sólo coronan163 al que vence. ¿Qué vana esperanza os arrastra con anticipadas promesas de los reyes? No siempre con almas vendidas es bien que temerosamente suene en vuestros oídos: “Mata o muere”. Reprended la hambre del premio, que de buen varón es seguir la virtud sola y de cudiciosos los premios no más, y, quien no sosiega en la virtud y la sigue por el interés y mercedes que se siguen, más es mercader que virtuoso, pues la hace a precio de perecederos bienes. Ella es don de sí misma: quietaos en ella.
Y aquí alzó la voz, y dijo:
—Advertid que la vida del hombre es guerra164 consigo mismo y que toda la vida nos tienen en armas los enemigos del alma, que nos amenazan más dañoso vencimiento. Y advertid que ya los príncipes tienen por deuda nuestra sangre y vida, pues perdiéndolas por ellos, los más dicen que los pagamos y no que los servimos. ¡Volved, volved!
Oyéronlo ellos muy atentamente,165 y, enternecidos y enseñados, se encaminaron bien con los demás soldados.
Iban las mujeres al infierno tras el dinero de los hombres, y los hombres tras ellas y su dinero, tropezando unos con otros.
Noté cómo, al fin del camino de los buenos, algunos se engañaban y pasaban al de la perdición. Porque, como ellos saben que el camino166 es angosto y el del infierno ancho, y al acabar veían al suyo ancho y el nuestro angosto, pensando que habían errado o trocado los caminos, se pasaban acá, y de acá allá los que se desengañaban del remate del nuestro.
Vi una mujer que iba a pie, y espantado de que mujer se fuese al infierno sin silla o coche, busqué un escribano que me diera fe dello, y en todo el camino del infierno pude hallar ningún escribano ni alguacil. Y como no los vi en él, luego colegí que era aquél el camino167 y este otro al revés. Quedé algo consolado y sólo me quedaba duda que cómo yo había oído decir que iban con grandes asperezas y penitencias por el camino dél168, y veía que todas se iban holgando, cuando me sacó desta duda una gran parva de casados, que venían con sus mujeres de las manos, y que la mujer era ayuno del marido, pues por darle la perdiz y el capón, no comía, y que era su desnudez, pues por darle galas demasiadas y joyas impertinentes iba en cueros, y, al fin, conocí que un malcasado tiene en su mujer toda la herramienta necesaria para la muerte, y ellos y ellas, a veces el infierno portátil.
Ver esta asperísima penitencia me confirmó de nuevo en que íbamos bien. Mas duróme poco, porque oí decir a mis espaldas:
—Dejen pasar los boticarios.
—¿Boticarios pasan?—dije yo entre mí—: ¡al infierno vamos!
Y fué así, porque al punto nos hallamos dentro por una puerta como de ratonera, fácil de entrar e imposible de salir por ella.
Y fué de ver que nadie en todo el camino dijo: “Al infierno vamos”, y todos, estando en él, dijeron muy espantados: “En el infierno estamos”.
—¿En el infierno?—dije yo muy afligido—. No puede ser.
Quíselo poner a pleito. Comencéme a lamentar de las cosas que dejaba en el mundo: los parientes, los amigos, los conocidos, las damas. Y estando llorando esto, volví la cara hacia el mundo y vi venir por el mismo camino, despeñándose a todo correr, cuanto había conocido allá, poco menos. Consoléme algo en ver esto, y que, según se daban priesa a llegar al infierno, estarían conmigo presto. Comenzóseme a hacer áspera la morada y desapacibles los zaguanes.
Fuí entrando poco a poco entre unos sastres que se me llegaron, que iban medrosos de los diablos. En la primera entrada hallamos siete demonios escribiendo los que íbamos entrando. Preguntáronme mi nombre. Díjele, y pasé. Llegaron a mis compañeros y dijeron que eran remendones, y dijo uno de los diablos:
—Deben entender los remendones en el mundo que no se hizo el infierno sino para ellos, según se vienen por acá.
Preguntó otro diablo cuántos eran. Respondieron que ciento, y replicó un verdugo malbarbado, entrecano:
—¿Ciento y sastres? No pueden ser tan pocos; la menor partida que habemos recibido ha sido de mil y ochocientos. En verdad que estamos por no recibirles.
Afligiéronse ellos, mas, al fin, entraron. Ved cuáles son los malos, que es para ellos amenaza el no dejarlos entrar en el infierno. Entró el primero un negro, chiquito, rubio, de mal pelo169. Dió un salto en viéndose allá, y dijo:
—Ahora acá estamos todos170.
Salió de un lugar donde estaba aposentado un diablo de marca mayor, corcovado y cojo, y, arrojándolos en una hondura muy grande, dijo:
—Allá va leña.
Por curiosidad, me llegué a él y le pregunté de qué estaba corcovado y cojo, y me dijo, que era diablo de pocas palabras:
—Yo era recuero171 de remendones, iba por ellos al mundo, y de traerlos a cuestas, me hice corcovado y cojo. He dado en la cuenta y hallo que se vienen ellos mucho más apriesa que yo los puedo traer.
En esto hizo otro vómito dellos el mundo y hube de entrarme, porque no había dónde estar ya allí, y el monstruo infernal empezó a traspalar, y diz que es la mejor leña que se quema en el infierno remendones de todo oficio, gente que sólo tiene bueno ser enemiga de novedades.
Pasé adelante por un pasadizo muy escuro, cuando por mi nombre me llamaron. Volví a la voz los ojos, casi tan medrosa como ellos, y hablóme un hombre que, por las tinieblas, no pude divisar más de lo que la llama que le atormentaba me permitía.
—¿No me conoce?—me dijo—. A...
Ya lo iba a decir, y prosiguió tras su nombre: “el librero. Pues yo soy”.
¡Quién tal pensara! Y es verdad, Dios, que yo siempre lo sospeché, porque era su tienda el burdel de los libros, pues todos los cuerpos que tenía eran de la gente de la vida, escandalosos y burlones. Un rótulo que decía: “Aquí se vende tinta fina, papel batido y dorado”, pudiera condenar a otro que hubiera menester más apetitos por ello.
—¿Qué quiere?—me dijo viéndome suspenso tratar conmigo estas cosas—. Pues es tanta mi desgracia, que todos se condenan por las malas obras que han hecho, y yo y algunos libreros nos condenamos por las obras malas que hacen los otros y por lo que hicimos barato de los libros en romance y traducidos de latín, sabiendo ya con ellos los tontos lo que encarecían en otros tiempos los sabios. Que ya hasta el lacayo latiniza y hallarán a Horacio en castellano en la caballeriza.
Más iba a decir, sino que un demonio le comenzó a atormentar con humazos172 de hojas de sus libros y otro a leerle algunos dellos. Yo, que vi que ya no hablaba, fuíme adelante, diciendo entre mí:
—Si hay quien se condena por obras malas ajenas, ¿qué harán los que las hicieron propias?
En esto iba, cuando en una gran zahurda andaban mucho número de ánimas gimiendo y muchos diablos con látigos y zurriagas azotándolos. Pregunté qué gente eran, y dijeron que no eran sino cocheros. Y dijo un diablo lleno de cazcarrias, romo y calvo, que quisiera más, a manera de decir, lidiar con lacayos. Porque había cochero de aquéllos que pedía aun dineros por ser atormentado, y que la tema de todos era que habían de poner pleito a los diablos por el oficio, pues no sabían chasquear los azotes173 tan bien como ellos.
—¿Qué causa hay para que éstos penen aquí?—dije.
Y tan presto se levantó un cochero viejo de aquéllos, barbinegro y malcarado, y dijo:
—Señor, porque, siendo pícaros, nos venimos al infierno a caballo y mandando.
Aquí le replicó el diablo:
—¿Y por qué calláis lo que encubristeis en el mundo, los pecados que facilitasteis y lo que mentisteis en un oficio tan vil?
Dijo un cochero que lo había sido de un caballero, y aun esperaba que le había de sacar de allí:
—No ha habido tan honrado oficio en el mundo de diez años a esta parte, pues nos llegaron a poner cotas y sayos vaqueros, hábitos largos y valona, en forma de cuellos bajos174. ¿Cómo supieran condenarse las mujeres de los pícaros en su rincón, si no fuera por el desvanecimiento de verse en coche? Que hay mujer destos de honra postiza, que se fué por su pie al don175, y por tirar una cortina, ir a una testera, hartará de ánimas a Perogotero176.
—Así—dijo un diablo—, soltóse el cocherillo y no callará en diez años.
—¿Qué he de callar—dijo—, si nos tratáis de esta manera, debiendo regalarnos? Pues no os traemos al infierno la hacienda maltratada, arrastrada y a pie, llena de lodos, como los siempre rotos escuderos, zanqueando y despeados, sino sahumada177, descansada, limpia y en coche. Por otros lo hiciéramos, que lo supieran agradecer. Pues ¡decir que merezco yo eso por barato y bienhablado y aguanoso178, o porque llevé tullidos a misa, enfermos a comulgar o monjas a sus conventos! No se probará que en mi coche entrase nadie con buen pensamiento. Llegó a tanto, que por casarse y saber si una era doncella se hacía información si había entrado en él, porque era señal de corrupción. ¿Y tras desto me das este pago?
—Vía179—dijo un demonio mulato y zurdo.
Redobló los palos y callaron. Y forzóme ir adelante el mal olor de los cocheros, que andaban por allí.
Y lleguéme a unas bóvedas, donde comencé a tiritar de frío y dar diente con diente, que me helaba. Pregunté, movido de la novedad de ver frío en el infierno, qué era aquello, y salió a responder un diablo zambo, con espolones y grietas, lleno de sabañones, y dijo:
—Señor, este frío es de que en esta parte están recogidos los bufones, truhanes y juglares chocarreros, hombres por de más y que sobran en el mundo y que están aquí retirados, porque, si anduvieran por el infierno sueltos, su frialdad180 es tanta, que templaría el dolor del fuego.
Pedíle licencia para llegar a verlos. Diómela y calofriado181 llegué, y vi la más infame casilla del mundo y una cosa, que no habrá quien lo crea, que se atormentaban unos a otros con las gracias que habían dicho acá. Y entre los bufones vi muchos hombres honrados, que yo había tenido por tales. Pregunté la causa y respondióme un diablo que eran aduladores y que por esto eran bufones de entre cuero y carne182. Y repliqué yo cómo se condenaban, y me respondieron183:
—Gente es que se viene acá sin avisar, a mesa puesta y a cama hecha184, como en su casa. Y en parte, los queremos bien, porque ellos se son diablos para sí y para otros y nos ahorran de trabajos y se condenan a sí mismos, y por la mayor parte, en vida, los más ya andan con marca del infierno. Porque, el que no se deja arrancar los dientes por dinero, se deja matar hachas185 en las nalgas o pelar las cejas. Y así, cuando acá los atormentamos, muchos dellos, después de las penas, sólo echan menos las pagas. ¿Veis aquél?—me dijo—. Pues mal juez fué, y está entre los bufones, pues por dar gusto no hizo justicia, y a los derechos, que no hizo tuertos186, los hizo bizcos.
Aquél fué marido descuidado, y está también entre los bufones, porque por dar gusto a todos, vendió el que tenía con su esposa, y tomaba a su mujer en dineros como ración y se iba a sufrir187. Aquella mujer, aunque principal, fué juglar, y está entre los truhanes, porque por dar gusto, hizo plato188 de sí misma a todo apetito.
Al fin, de todos estados entran en el número de los bufones, y por eso hay tantos que, bien mirado, en el mundo todos sois bufones, pues los unos os andáis riendo de los otros, y en todos, como digo, es naturaleza y en unos pocos oficio. Fuera déstos, hay bufones desgranados y bufones en racimos. Los desgranados son los que de uno en uno y de dos en dos andan a casa de los señores. Los en racimo son los faranduleros miserables de bululú189, y déstos os certifico que, si ellos no se nos viniesen por acá, que nosotros no iríamos por ellos.
Trabóse una pendencia adentro, y el diablo acudió a ver lo que era. Yo, que me vi suelto, entréme por un corral adelante, y hedía a chinches que no se podía sufrir.
—A chinches hiede—dije yo—: apostaré que alojan por aquí los zapateros.
Y fué así, porque luego sentí el ruido de los bojes y vi los tranchetes. Tapéme las narices y asoméme a la zahurda donde estaban, y había infinitos. Díjome el guardián:
—Éstos son los que vinieron consigo mismos, digo, en cueros190. Y como otros se van al infierno por su pie, éstos se van por los ajenos191 y por los suyos y así vienen tan ligeros.
Y doy fe de que en todo el infierno no hay árbol ninguno chico ni grande y que mintió Virgilio en decir que había mirtos en el lugar de los amantes, porque yo no vi selva ninguna, sino en el cuartel que dije de los zapateros, que estaba todo lleno de bojes, que no se gasta otra madera en los edificios.
Estaban todos los zapateros vomitando de asco de unos pasteleros, que se les arrimaban a las puertas, que no cabían en un silo192, donde estaban tantos, que andaban mil diablos con pisones atestando almas de pasteleros y aún no bastaban.
—¡Ay de nosotros—dijo uno—, que nos condenamos por el pecado de la carne193, sin conocer mujer, tratando más en huesos!
Lamentábase bravamente, cuando dijo un diablo:
—Ladrones, ¿quién merece el infierno mejor que vosotros, pues habéis hecho comer a los hombres caspa y os han servido de pañizuelos los de a real, sonándoos en ellos, donde muchas veces pasó por caña el tuétano de las narices? ¿Qué de estómagos pudieran ladrar, si resucitaran los perros que les hicistes comer? ¿Cuántas veces pasó por pasa la mosca golosa y muchas fué el mayor bocado de carne que comió el dueño del pastel? ¿Qué de dientes habéis hecho jinetes194 y qué de estómagos habéis traído a caballo, dándoles a comer rocines enteros? ¿Y os quejáis, siendo gente antes condenada que nacida, los que hacéis así vuestro oficio? Pues ¿qué pudiera decir de vuestros caldos? Mas no soy amigo de revolver caldos. Padeced195 y callad enhoramala. Que más hacemos nosotros en atormentaros que vosotros en sufrirlo. Y vos andad adelante, me dijo a mí, que tenemos que hacer éstos y yo.
Partíme de allí y subíme por una cuesta donde en la cumbre y alrededor se estaban abrasando unos hombres en fuego inmortal, el cual encendían los diablos, en lugar de fuelles, con corchetes, que soplaban mucho más. Que aun allá tienen este oficio196 y son abanicos de culpas y resuello de la provincia y vaharada197 del verdugo.
Vi un mercader que poco antes había muerto.
—¿Acá estáis?—dije yo—. ¿Qué os parece?
¿No valiera más haber tenido poca hacienda y no estar aquí?
Dijo en esto uno de los atormentadores:
—Pensaron que no había más y quisieron con la vara de medir sacar agua de las piedras198. Éstos son—dijo—los que han ganado como buenos caballeros el infierno por sus pulgares199, pues a puras pulgaradas200 se nos vienen acá. Mas ¿quién duda que la oscuridad de sus tiendas201 les prometía estas tinieblas? Gente es ésta—dijo al cabo muy enojado—que quiso ser como Dios, pues pretendieron ser sin medida; mas Él, que todo lo ve, los trajo de sus rasos202 a estos nublados, que los atormenten con rayos. Y si quieres acabar de saber cómo éstos son los que sirven allá a la locura de los hombres, juntamente con los plateros y buhoneros, has de advertir que, si Dios hiciera que el mundo amaneciera cuerdo un día, todos éstos quedaran pobres, pues entonces se conociera que en el diamante, perlas, oro y sedas diferentes, pagamos más lo inútil y demasiado y raro que lo necesario y honesto. Y advertid ahora que la cosa que más cara se os vende en el mundo es lo que menos vale, que es la vanidad que tenéis. Y estos mercaderes son los que alimentan todos vuestros desórdenes y apetitos.
Tenía talle203 de no acabar sus propiedades, si yo no me pasara adelante, movido de admiración de unas grandes carcajadas que oí. Fuíme allá por ver risa en el infierno, cosa tan nueva.
—¿Qué es esto?—dije.
Cuando veo dos hombres dando voces en un alto, muy bien vestidos con calzas atacadas. El uno con capa y gorra, puños como cuellos y cuellos como calzas. El otro traía valones y un pergamino en las manos. Y a cada palabra que hablaban, se hundían siete u ocho mil diablos de risa y ellos se enojaban más. Lleguéme más cerca por oírlos, y oí al del pergamino, que, a la cuenta, era hidalgo, que decía:
—Pues si mi padre se decía tal cual y soy nieto de Esteban tales y cuales, y ha habido en mi linaje trece capitanes valerosísimos y de parte de mi madre doña Rodriga desciendo de cinco catedráticos los más doctos del mundo, ¿cómo me puedo haber condenado? Y tengo mi ejecutoria y soy libre de todo y no debo pagar pecho.
—Pues pagad espalda—dijo un diablo.
Y dióle luego cuatro palos en ellas, que le derribó de la cuesta. Y luego le dijo:
—Acabaos de desengañar, que el que desciende del Cid, de Bernardo y de Gofredo204, y no es como ellos, sino vicioso como vos, ése tal más destruye el linaje que lo hereda. Toda la sangre, hidalguillo, es colorada. Parecedlo en las costumbres y entonces creeré que descendéis del docto, cuando lo fuéredes o procuráredes serlo, y si no, vuestra nobleza será mentira breve en cuanto durare la vida. Que en la chancillería del infierno arrúgase el pergamino y consúmense las letras, y, el que en el mundo es virtuoso, ése es el hidalgo, y la virtud es la ejecutoria que acá respetamos, pues aunque descienda de hombres viles y bajos, como él con divinas costumbres se haga digno de imitación, se hace noble a sí y hace linaje para otros. Reímonos acá de ver lo que ultrajáis a los villanos, moros y judíos, como si en éstos no cupieran las virtudes, que vosotros despreciáis.
Tres cosas son las que hacen ridículos a los hombres: la primera, la nobleza; la segunda, la honra; la tercera, la valentía. Pues es cierto que os contentáis con que hayan tenido vuestros padres virtud y nobleza para decir que la tenéis vosotros, siendo inútil parto del mundo. Acierta a tener muchas letras el hijo del labrador, es arzobispo el villano que se aplica a honestos estudios, y los caballeros que descienden de buenos padres, como si hubieran ellos de gobernar el cargo que les dan, quieren, ¡ved qué ciegos!, que les valga a ellos, viciosos, la virtud ajena de trescientos mil años, ya casi olvidada, y no quieren que el pobre se honre con la propia.
Carcomióse el hidalgo de oir estas cosas, y el caballero que estaba a su lado se afligía, pegando los abanillos205 del cuello y volviendo las cuchilladas de las calzas.
—Pues ¿qué diré de la honra mundana? Que más tiranías hace en el mundo y más daños y la que más gustos estorba. Muere de hambre un caballero pobre, no tiene con qué vestirse, ándase roto y remendado, o da en ladrón, y no lo pide, porque dice que tiene honra; ni quiere servir, porque dice que es deshonra. Todo cuanto se busca y afana dicen los hombres que es por sustentar honra. ¡Oh, lo que gasta la honra! Y llegado a ver lo que es la honra mundana, no es nada. Por la honra no come el que tiene gana donde le sabría bien. Por la honra se muere la viuda entre dos paredes. Por la honra, sin saber qué es hombre ni qué es gusto, se pasa la doncella treinta años casada consigo misma. Por la honra, la casada se quita a su deseo cuanto pide. Por la honra, pasan los hombres el mar. Por la honra, mata un hombre a otro. Por la honra, gastan todos más de lo que tienen. Y es la honra mundana, según esto, una necedad del cuerpo y alma, pues al uno quita los gustos y al otro el descanso. Y porque veáis cuáles sois los hombres desgraciados y cuán a peligro tenéis lo que más estimáis, hase de advertir que las cosas de más valor en vosotros son la honra, la vida y la hacienda. La honra está en arbitrio de las mujeres; la vida, en manos de los doctores, y la hacienda en las plumas de los escribanos.
—Desvaneceos, pues, bien, mortales—dije yo entre mí—. ¡Y cómo se echa de ver que esto es el infierno, donde, por atormentar a los hombres con amarguras, les dicen las verdades.
Tornó en esto a proseguir, y dijo:
—¡La valentía! ¿Hay cosa tan digna de burla? Pues, no habiendo ninguna en el mundo sino la caridad, con que se vence la fiereza de otros y la de sí mismo y la de los mártires, todo el mundo es de valientes; siendo verdad que todo cuanto hacen los hombres, cuanto han hecho tantos capitanes valerosos como ha habido en la guerra, no lo han hecho de valentía, sino de miedo. Pues el que pelea en la tierra por defendella, pelea de miedo de mayor mal, que es ser cautivo y verse muerto, y el que sale a conquistar los que están en sus casas, a veces lo hace de miedo de que el otro no le acometa, y los que no llevan este intento, van vencidos de la cudicia.
—¡Ved qué valientes! ¡A robar oro y a inquietar los pueblos apartados, a quien Dios puso como defensa a nuestra ambición mares en medio y montañas ásperas! Mata uno a otro, primero vencido de la ira, pasión ciega, y otras veces de miedo de que le mate a él. Así, hombres que todo lo entendéis al revés, bobo llamáis al que no es sedicioso, alborotador y maldiciente; sabio llamáis al malacondicionado, perturbador y escandaloso; valiente, al que perturba el sosiego, y cobarde, al que con bien-compuestas costumbres escondido de las ocasiones, no da lugar a que le pierdan el respeto. Éstos tales son en quien ningún vicio tiene licencia.
—¡Oh, pesia tal!—dije yo—. Más estimo haber oído este diablo que cuanto tengo.
Dijo en esto el de las calzas atacadas muy mohíno:
—Todo eso se entiende con ese escudero; pero no conmigo, a fe de caballero—y tornó a decir caballero tres cuartos de hora—. Que es ruin término y descortesía. ¡Deben de pensar que todos somos unos!
Esto les dió a los diablos grandísima risa. Y luego, llegándose uno a él, le dijo que se desenojase y mirase qué había menester y qué era la cosa que más pena le daba, porque le querían tratar como quien era. Y al punto dijo:
—¡Bésoos las manos! Un molde para repasar el cuello.
Tornaron a reír y él a atormentarse de nuevo.
Yo, que tenía gana de ver todo lo que hubiese, pareciendo que me había detenido mucho, me partí. Y a poco que anduve, topé una laguna muy grande como el mar, y más sucia, adonde era tanto el ruido, que se me desvaneció la cabeza. Pregunté lo que era aquello, y dijéronme que allí penaban las mujeres que en el mundo se volvieron dueñas. Así supe cómo las dueñas de acá son ranas del infierno, que eternamente como ranas están hablando, sin tono y sin son206, húmedas y en cieno, y son propiamente ranas infernales. Porque las dueñas ni son carne ni pescado207, como ellas. Dióme grande risa el verlas convertidas en sabandijas tan pierniabiertas y que no se comen sino de medio abajo, como la dueña, cuya cara siempre es trabajosa y arrugada.
Salí, dejando el charco a mano izquierda, a una dehesa donde estaban muchos hombres arañándose y dando voces, y eran infinitísimos y tenía seis porteros. Pregunté a uno qué gente era aquélla tan vieja y tan en cantidad.
—Éste es—dijo—el cuarto de los padres que se condenan por dejar ricos a sus hijos, que, por otro nombre, se llama el cuarto de los necios.
—¡Ay de mí!—dijo en esto uno—. Que no tuve día sosegado en la otra vida ni comí ni vestí por hacer un mayorazgo, y después de hecho, por aumentarle. Y en haciéndole, me morí sin médico, por no gastar dineros amontonados. Y apenas espiré, cuando mi hijo se enjugó las lágrimas con ellos. Y cierto de que estaba en el infierno por lo que vió que había ahorrado, viendo que no había menester misas, no me las dijo ni cumplió manda mía. Y permite Dios que aquí para más pena le vea desperdiciar lo que yo afané, y le oigo decir:
—Ya se condenó mi padre. ¿Por qué no tomó más sobre su ánima y se condenó por cosas de más importancia?
—¿Queréis saber—dijo un demonio—qué tanta208 verdad es ésa? Que tienen ya por refrán en el mundo contra estos miserables decir: “Dichoso el hijo que tiene a su padre en el infierno”.209
Apenas oyeron esto, cuando se pusieron todos a aullar y darse de bofetones. Hiciéronme lástima, no lo pude sufrir, y pasé adelante.
Y llegando a una cárcel oscurísima, oí grande ruido de cadenas y grillos, fuego, azotes y gritos. Pregunté a uno de los que allí estaban qué estancia era aquélla, y dijéronme que era el cuarto de los de: ¡Oh, quién hubiera!210
—No lo entiendo—dije—. ¿Quién son los de ¡oh, quién hubiera!?
Dijo al punto:
—Son gente necia que en el mundo vivía mal y se condenó sin entenderlo, y ahora acá se les va todo en decir: ¡Oh, quién hubiera oído misa! ¡Oh, quién hubiera callado! ¡Oh, quién hubiera favorecido al pobre! ¡Oh, quién no hubiera hurtado!
Huí medroso de tan mala gente y tan ciega y di en unos corrales con otra peor. Pero admiróme más el título con que estaban aquí, porque preguntándoselo a un demonio, me dijo:
—Estos son los de: ¡Dios es piadoso!
—¡Dios sea conmigo!—dije al punto—. Pues ¿cómo puede ser que la misericordia condene siendo eso de la justicia? Vos habláis como diablo.
—Y vos—dijo el maldito—, como ignorante, pues no sabéis que la mitad de los que están aquí se condenan por la misericordia de Dios. Y si no, mirad cuántos son los que, cuando hacen algo malhecho y se lo reprenden, pasan adelante y dicen: “Dios es piadoso y no mira en niñerías; para eso es la misericordia de Dios tanta”. Y con esto, mientras ellos haciendo mal esperan en Dios, nosotros los esperamos acá.
—Luego ¿no se ha de esperar en Dios y en su misericordia?—dije yo.
—No lo entiendes—me respondieron—. Que de la piedad de Dios se ha de fiar, porque ayuda a buenos deseos y premia buenas obras; pero no todas veces con consentimiento de obstinaciones. Que se burlan a sí las almas, que consideran la misericordia de Dios encubridora de maldades y la aguardan como ellas la han menester, y no como ella es, purísima y infinita en los santos y capaces della, pues, los mismos que más en ella están confiados, son los que menos la dan para su remedio. No merece la piedad de Dios quien, sabiendo que es tanta, la convierte en licencia y no en provecho espiritual. Y de muchos tiene Dios misericordia que no la merecen ellos. Y en los más es así, pues nada de su mano pueden, sino por favor, y el hombre que más hace es procurar merecerla. Porque no os desvanezcáis y sepáis que aguardáis siempre al postrero día lo que quisiérades haber hecho al primero y que las más veces está pasado por vosotros lo que teméis que ha de venir.
—Esto se ve y se oye en el infierno. ¡Ah, lo que aprovechara allá uno destos escarmentados!
Diciendo esto, llegué a una caballeriza donde estaban los tintoreros, que no averiguara un pesquisidor quiénes eran, porque los diablos parecían tintoreros y los tintoreros diablos. Pregunté a un mulato, que a puros cuernos tenía hecha espetera la frente, que dónde estaban los sodomitas, las viejas y los cornudos. Dijo:
—En todo el infierno están. Que ésa es gente que en vida son diablos, pues es su oficio traer corona de hueso211. De los sodomitas y viejas, no sólo no sabemos dellos, pero ni querríamos saber que supiesen de nosotros. Que en ellos peligran nuestras asentaderas, y los diablos por eso traemos colas. Porque, como aquéllos están acá, habemos menester mosqueador de los rabos. De las viejas, porque aun acá nos enfadan y atormentan, y, no hartas de vida, hay algunas que nos enamoran; muchas han venido acá muy arrugadas y canas y sin diente ni muela, y ninguna ha venido cansada de vivir. Y otra cosa más graciosa, que si os informáis dellas, ninguna vieja hay en el infierno. Porque la que está calva y sin muelas, arrugada y lagañosa de pura edad y de puro vieja, dice que el cabello se le cayó de una enfermedad, que los dientes y muelas se le cayeron de comer dulce, que está jibada de un golpe. Y no confesará que son años, si pensara212 remozar por confesarlo.
Junto a éstos estaban unos pocos dando voces y quejándose de su desdicha.
—¿Qué gente es ésta?—pregunté.
Y respondióme uno dellos:
—Los sin ventura, muertos de repente.
—Mentís—dijo un diablo—. Que ningún hombre muere de repente; de descuidado y divertido, sí. ¿Cómo puede morir de repente quien dende que nace ve que va corriendo por la vida y lleva consigo la muerte? ¿Qué otra cosa veis en el mundo sino entierros, muertos y sepulturas? ¿Qué otra cosa oís en los púlpitos y leéis en los libros? ¿A qué volvéis los ojos que no os acuerde de la muerte? Vuestro vestido que se gasta, la casa que se cae, el muro que se envejece y hasta el sueño cada día os acuerda de la muerte, retratándola en sí. Pues ¿cómo puede haber hombre que se muera de repente en el mundo, si siempre lo andan avisando tantas cosas? No os habéis de llamar, no, gente que murió de repente, sino gente que murió incrédula de que podía morir así, sabiendo con cuán secretos pies entra la muerte en la mayor mocedad y que en una misma hora, en dar bien y mal, suele ser madre y madrastra.
Volví la cabeza a un lado y vi en un seno muy grande apretura de almas y dióme un mal olor.
—¿Qué es esto?—dije.
Y respondióme un juez amarillo, que estaba castigándolos:
—Éstos son los boticarios, que tienen el infierno lleno de bote en bote213. Gente que, como otros buscan ayudas214 para salvarse, éstos las tienen para condenarse. Éstos son los verdaderos alquimistas, que no Demócrito Abderita en la Arte sacra, Avicena, Géber ni Raimundo Lull. Porque ellos escribieron cómo de los metales se podía hacer oro y no lo hicieron ellos, y, si lo hicieron, nadie lo ha sabido hacer después acá; pero estos tales boticarios de la agua turbia, que no clara, hacen oro y de los palos215, oro hacen de las moscas, del estiércol; oro hacen de las arañas, de los alacranes y sapos, y oro hacen del papel, pues venden hasta el papel en que dan el ungüento. Así que sólo para éstos puso Dios virtud en las yerbas y piedras y palabras, pues no hay yerba, por dañosa que sea y mala, que no les valga dineros, hasta la ortiga y cicuta; ni hay piedra que no les dé ganancia, hasta el guijarro crudo, sirviendo de moleta216. En las palabras también, pues jamás a éstos les falta cosa que les pidan, aunque no la tengan, como vean dinero, pues dan por aceite de matiolo217 aceite de ballena, y no compra sino las palabras el que compra. Y su nombre no había de ser boticario, sino armeros; ni sus tiendas no se habían de llamar boticas, sino armerías de los doctores, donde el médico toma la daga de los lamedores218, el montante de los jarabes y el mosquete de la purga maldita, demasiada, recetada a mala sazón y sin tiempo. Allí se ve todo esmeril de ungüentos, la asquerosa arcabucería de melecinas con munición de calas. Muchos déstos se salvan; pero no hay que pensar que, cuando mueren, tienen con qué enterrarse.
Y si queréis reír ved tras ellos los barberillos cómo penan, que en subiendo esos dos escalones, están en ese cerro.
Pero pasé allá y vi, ¡qué cosa tan admirable y qué justa pena!, los barberos atados y las manos sueltas, y sobre la cabeza una guitarra y entre las piernas un ajedrez con las piezas de juego de damas. Y cuando iba con aquella ansia natural de pasacalles a tañer, la guitarra le huía. Y cuando volvía abajo a dar de comer una pieza, se le sepultaba el ajedrez. Y ésta era su pena. No entendí salir de allí de risa.
Estaban tras de una puerta unos hombres, muchos en cantidad, quejándose de que no hiciesen caso dellos, aun para atormentarlos. Y estábales diciendo un diablo, que eran todos tan diablos como ellos, que atormentasen a otros.
—¿Quién son?—le pregunté.
Y dijo el diablo:
—Hablando con perdón, los zurdos219, gente que no puede hacer cosa a derechas, quejándose de que no están con los otros condenados, y acá dudamos si son hombres o otra cosa. Que en el mundo ellos no sirven sino de enfados y de mal agüero. Pues, si uno va en negocios y topa zurdos, se vuelve como si topara un cuervo o oyera una lechuza. Y habéis de saber que, cuando Scévola220 se quemó el brazo derecho porque erró a Porsena, que fué, no por quemarle y quedar manco, sino queriendo hacer en sí un gran castigo, dijo:
—Así, ¿que erré el golpe? Pues en pena he de quedar zurdo.
Y cuando la justicia manda cortar a uno la mano derecha por una resistencia, es la pena hacerle zurdo, no el golpe. Y no queráis más, que, queriendo el otro echar una maldición muy grande, fea y afrentosa, dijo:
Lanzada de moro izquierdo
te atraviese el corazón221.
Y en el día del juicio todos los condenados, en señal de serlo, estarán a la mano izquierda. Al fin es gente hecha al revés y que se duda si son gente.
En esto me llamó un diablo por señas y me advirtió con las manos que no hiciese ruido. Lleguéme a él y asoméme a una ventana, y dijo:
—Mira lo que hacen las feas.
Y veo una muchedumbre de mujeres, unas tomándose puntos222 en las caras, otras haciéndose de nuevo, porque ni la estatura en los chapines, ni la ceja con el cohol223, ni el cabello en la tinta, ni el cuerpo en la ropa, ni las manos con la muda, ni la cara con el afeite, ni los labios con la color, eran los con que nacieron ellas. Y vi algunas poblando sus calvas con cabellos que eran suyos224 sólo porque los habían comprado. Otra vi que tenía su media cara en las manos, en los botes de unto y en la color.
—Y no queráis más de las invenciones de las mujeres—dijo un diablo—; que hasta resplandor tienen sin ser soles ni estrellas. Las más duermen con una cara y se levantan con otra al estrado, y duermen con unos cabellos y amanecen con otros. Muchas veces pensáis que gozáis las mujeres de otro y no pasáis el adulterio de la carne. Mirad cómo consultan con el espejo sus caras. Éstas son las que se condenan solamente por buenas siendo malas.
Espantóme la novedad de la causa con que se habían condenado aquellas mujeres, y, volviendo, vi un hombre asentado en una silla a solas, sin fuego ni hielo, ni demonio ni pena alguna, dando las más desesperadas voces que oí en el infierno, llorando el propio corazón, haciéndose pedazos a golpes y a vuelcos.
—¡Válgame Dios!—dije en mi alma—. ¿De qué se queja éste no atormentándole nadie?
Y él, cada punto doblaba sus alaridos y voces.
—Dime—dije yo—: ¿qué eres y de qué te quejas, si ninguno te molesta, si el fuego no te arde ni el hielo te cerca?
—¡Ay!—dijo dando voces—, ¡que la mayor pena del infierno es la mía! ¿Verdugos te parece que me faltan? ¡Triste de mí, que los más crueles están entregados a mi alma! ¿No los ves?—dijo.
Y empezó a morder la silla y a dar vueltas alrededor y gemir.
—Velos, que sin piedad van midiendo a descompasadas culpas eternas penas. ¡Ay, qué terrible demonio eres, memoria del bien que pude hacer y de los consejos que desprecié y de los males que hice! ¡Qué representación tan continua! Déjasme tú y sale el entendimiento con imaginaciones de que hay gloria que pude gozar y que otros gozan a menos costa que yo mis penas! ¡Oh, qué hermoso que pintas el cielo, entendimiento, para acabarme! Déjame un poco siquiera. ¿Es posible que mi voluntad no ha de tener paz conmigo un punto? ¡Ay, huésped, y qué tres llamas invisibles y qué sayones incorpóreos me atormentan en las tres potencias del alma! Y cuando éstos se cansan, entra el gusano de la conciencia, cuya hambre en comer del alma nunca se acaba: vesme aquí, miserable y perpetuo alimento de sus dientes.
Y diciendo esto, salió la voz:
—¿Hay en todo este desesperado palacio quien trueque sus almas y sus verdugos a mis penas? Así, mortal, pagan los que supieron en el mundo, tuvieron letras y discursos y fueron discretos: ellos se son infierno y martirio de sí mismos.
Tornó amortecido a su ejercicio con más muestras de dolor. Apartéme de él medroso, diciendo:
—¡Ved de lo que sirve caudal de razón y doctrina y buen entendimiento mal aprovechado! ¡Quien se lo vió llorar solo y tenía dentro de su alma aposentado el infierno!
Lleguéme, diciendo esto, a una gran compañía, donde penaban en diversos puestos muchos, y vi unos carros en que traían atenaceando muchas almas con pregones delante. Lleguéme a oir el pregón, y decía:
—Éstos manda Dios castigar por escandalosos y porque dieron mal ejemplo.
Y vi a todos los que penaban, que cada uno los metía en sus penas, y así pasaban las de todos como causadores de su perdición. Pues éstos son los que enseñan en el mundo malas costumbres, de quien dijo Dios que valiera más no haber nacido225.
Pero dióme risa ver unos taberneros que se andaban sueltos por todo el infierno, penando sobre su palabra, sin prisión ninguna, teniéndola cuantos estaban en él. Y preguntando por qué a ellos solos los dejan andar sueltos, dijo un diablo:
—Y les abrimos las puertas. Que no hay para qué temer que se irán del infierno gente que hace en el mundo tantas diligencias para venir. Fuera de que los taberneros trasplantados acá, en tres meses son tan diablos como nosotros. Tenemos sólo cuenta de que no lleguen al fuego de los otros, porque no lo agüen.
Pero, si queréis saber notables cosas, llegaos a aquel cerco. Veréis en la parte del infierno más hondo a Judas con su familia descomulgada de malditos dispenseros.
Hícelo así, y vi a Judas, que me holgué mucho, cercado de sucesores suyos y sin cara226. No sabré decir sino que me sacó de la duda de ser barbirrojo227, como le pintan los extranjeros por hacerle español, porque él me pareció capón. Y no es posible menos ni que tan mala inclinación y ánimo tan doblado se hallase sino en quien, por serlo, no fuese ni hombre ni mujer. ¿Y quién sino un capón tuviera tan poca vergüenza? ¿Y quién sino un capón pudiera condenarse por llevar las bolsas? ¿Y quién sino un capón tuviera tan poco ánimo que se ahorcase sin acordarse de la mucha misericordia de Dios? Ello228 yo creo por muy cierto lo que fuere verdad; pero capón229 me pareció que era Judas. Y lo mismo digo de los diablos, que todos son capones, sin pelo de barba y arrugados, aunque sospecho que, como todos se queman, que el estar230 lampiños es de chamuscado el pelo con el fuego, y lo arrugado, del calor. Y debe ser así porque no vi ceja ni pestaña y todos eran calvos.
Estaba, pues, Judas muy contento de ver cuán bien lo hacían algunos dispenseros en venirle a cortejar y a entretener, que muy pocos me dijeron que le dejaban de imitar. Miré más atentamente, y fuíme llegando donde estaba Judas, y vi que la pena de los dispenseros era que, como a Titio231 le come un buitre las entrañas, a ellos se las descarnaban dos aves, que llaman sisones232. Y un diablo decía a voces de rato en rato:
—Sisones son dispenseros y los dispenseros, sisones.
A este pregón se estremecían todos, y Judas estaba con sus treinta dineros atormentándose233. Yo le dije:
—Una cosa querría saber de ti: ¿por qué te pintan con botas y dicen por refrán las botas de Judas234?
—No porque yo las truje—respondió—; mas quisieron significar, poniéndome botas, que anduve siempre de camino para el infierno y por ser dispensero. Y así se han de pintar todos los que lo son. Ésta fué la causa, y no lo que algunos han colegido de verme con botas, diciendo que era portugués, que es mentira; que yo fuí...
Y no me acuerdo bien de dónde me dijo que era, si de Calabria235, si de otra parte.
—Y has de advertir que yo sólo soy el dispensero, que se ha condenado por vender; que todos los demás, fuera de algunos, se condenan por comprar236. Y en lo que dices que fuí traidor y maldito en dar a mi Maestro por tan poco precio, tienes razón, y no podía hacer yo otra cosa, fiándome de gente como los judíos237, que era tan ruin, que pienso que, si pidiera un dinero más por él, no me lo tomaran. Y porque estás muy espantado y fiado en que yo soy el peor hombre que ha habido, ve ahí debajo y verás muchísimos tan malos. Vete—dijo—, que ya basta de conversación, que no los escurezco.
—Dices la verdad—le respondí.
Y acogíme donde me señaló, y topé muchos demonios en el camino, con palos y lanzas, echando del infierno muchas mujeres hermosas y muchos malos letrados. Pregunté por qué los querían echar del infierno a aquéllos solos, y dijo un demonio:
—Porque eran de grandísimo provecho para la población del infierno en el mundo: las damas, con sus caras y con sus mentirosas hermosuras y buenos pareceres, y los letrados, con buenas caras y malos pareceres.
Y que así los echaban porque trujesen gente.
Pero el pleito más intrincado y el caso más difícil que yo vi en el infierno fué el que propuso una mujer condenada con otras muchas por malas, enfrente de unos ladrones, la cual decía:
—Decidnos, señor, ¿cómo ha de ser esto de dar y recibir, si los ladrones se condenan por tomar lo ajeno y la mujer por dar lo suyo? Aquí de Dios, que, si el ser puta es ser justicia, si es justicia dar a cada uno lo suyo, pues lo hacemos así, ¿de qué nos culpan?
Dejé de escucharla, y pregunté, como nombraron ladrones, dónde estaban los escribanos.
—¡Es posible que no hay en el infierno ninguno ni le pude topar en todo el camino!
Respondióme un verdugo:
—Bien creo yo que no toparíades ninguno por él.
—Pues ¿qué hacen? ¿Sálvanse todos?
—No—dijo—; pero dejan de andar y vuelan con plumas. Y el no haber escribanos por el camino de la perdición no es porque infinitísimos que son malos no vienen acá por él, sino porque, es tanta la prisa con que vienen, que volar y llegar y entrar es todo uno, tales plumas se tienen ellos, y así no se ven en el camino.
—Y acá—dije yo—, ¿cómo no hay ninguno?
—Sí hay—me respondió—; mas no usan ellos de nombre de escribano, que acá por gatos los conocemos. Y para que echéis de ver qué tantos hay, no habéis de mirar sino que, con ser el infierno tan gran casa, tan antigua, tan maltratada y sucia, no hay un ratón en toda ella, que ellos los cazan.
—Y los alguaciles malos, ¿no están en el infierno?
—Ninguno está en el infierno—dijo el demonio.
—¿Cómo puede ser, si se condenan algunos malos entre muchos buenos que hay?
—Dígoos que no están en el infierno porque en cada alguacil malo, aun en vida, está todo el infierno en él.
Santigüéme y dije:
—Brava cosa es lo mal que los queréis los diablos a los alguaciles.
—¿No los habemos de querer mal, pues, según son endiablados los malos alguaciles, tememos que han de venir a hacer que sobremos nosotros para lo que es materia de condenar almas y que se nos han de levantar con el oficio de demonios y que ha de venir Lucifer a ahorrarse de diablos y despedirnos a nosotros por recibir a ellos?
No quise en esta materia escuchar más, y así, me fuí adelante, y por una red vi un amenísimo cercado, todo lleno de almas, que, unas con silencio y otras con llanto, se estaban lamentando. Dijéronme que era el retiramiento de los enamorados. Gemí tristemente viendo que aun en la muerte no dejan los suspiros. Unos se respondían en sus amores y penaban con dudosas desconfianzas. ¡Oh, qué número dellos echaban la culpa de su perdición a sus deseos, cuya fuerza o cuyo pincel los mintió las hermosuras! Los más estaban descuidados por penséque, según me dijo un diablo.
—¿Quién es penséque—dije yo—, o qué género de delito?
Rióse, y replicó:
—No es sino que se destruyen, fiándose de fabulosos semblantes, y luego dicen pensé que no me obligara, pensé que no me amartelara, pensé que ella me diera a mí y no me quitara, pensé que no tuviera otro con quien yo riñera, pensé que se contentara conmigo solo, pensé que me adoraba, y así, todos los amantes en el infierno están por pensé que. Éstos son la gente en quien más ejecuciones hace el arrepentimiento y los que menos sabían de sí. Estaba en medio dellos el amor, lleno de sarna, con un rótulo que decía:
No hay quien este amor no dome
Sin justicia o con razón,
Porque es sarna y no afición
Amor que se pega y come.
—¿Coplica hay?—dije yo—. No andan lejos de aquí los poetas.
Cuando, volviéndome a un lado, veo una bandada de hasta cien mil dellos en una jaula, que llaman los Orates en el infierno. Volví a mirarlos, y díjome uno, señalando a las mujeres:
—¿Qué digo? Esas señoras hermosas todas se han vuelto medio camareras de los hombres, pues los desnudan y no los visten.
—¿Conceptos gastáis aun estando aquí? Buenos cascos tenéis—dije yo.
Cuando uno entre todos, que estaba aherrojado y con más penas que todos, dijo:
—¡Plegue a Dios, hermano, que así se vea el que inventó los consonantes! Pues porque en un soneto
Dije que una señora era absoluta,
Y, siendo más honesta que Lucrecia,
Por dar fin al cuarteto, la hice puta.
Forzóme el consonante a llamar necia
A la de más talento y mayor brío:
¡Oh, ley de consonantes, dura y recia!
Habiendo en un terceto dicho lío,
Un hidalgo afrenté tan solamente,
Porque el verso acabó bien en judío.
A Herodes otra vez llamé inocente,
Mil veces a lo dulce dije amargo
Y llamé al apacible impertinente.
Y por el consonante tengo a cargo
Otros delitos torpes, feos, rudos,
Y llega mi proceso a ser tan largo,
Que, porque en una octava dije escudos,
Hice sin más ni más siete maridos
Con honradas mujeres ser cornudos.
Aquí nos tienen, como ves, metidos
Y por el consonante condenados.
¡Oh, míseros poetas desdichados,
A puros versos, como ves, perdidos!
—¡Hay tan graciosa locura—dije yo—, que, aun aquí, estáis sin dejarla ni de cansaros della! ¡Oh, qué vi dellos!