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6 EL CÍRCULO DE TIZA

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El fabricante —un tal Monterde, cuyo capital pertenecía casi íntegramente a la señora de Monterde— le invitó a subir a un piso donde había un cuadro de Dalí, última época, y otro de Braque, primera época. Le invitó a un mueble bar donde se alineaban whiskies de malta y orujos literarios. Quiso que conociera a su doncella, primer achuchón, y a la señora Monterde, desde luego último polvo. Méndez se atrincheró enseguida, no fuese que la señora quisiera hacer con él aquel acto de amor póstumo.

Solo después de un par de tragos de cortesía accedió Monterde a ver el vestido.

—Sí, desde luego es mío —dijo—. Buena calidad. Créame, es un género en el que nos hemos equivocado. La gente quiere cosas de usar y tirar, cosas que hagan efecto aunque no duren nada, y este vestido puede durar años. Bueno, como el traje que usted lleva, más o menos.

Méndez lanzó un gruñido.

—¿Por dónde lo han distribuido? —preguntó—. ¿En qué tiendas de Barcelona?

—Tiene usted suerte.

—¿En qué?

—Lo pusimos como novedad en nuestra tienda asociada de la Ronda de San Pedro, para ver la respuesta de la gente. Buen género, buen precio y ninguna publicidad. Esta es una pieza que lleva menos de una semana en venta.

Méndez suspiró con alivio.

La verdad, era el colmo de la suerte.

—Pero mucha gente puede haberlo comprado —dijo.

—Sí, claro, eso sí.

—Reconozco que hay una base de partida, pero será casi imposible saber dónde viven las personas que se han llevado una pieza así a casa.

—Claro, a menos que hayan pagado con tarjeta de crédito —dijo el señor Monterde.

—En un caso como este, lo de la tarjeta de crédito me parece imposible —dijo Méndez, pensando en voz alta—. A ver... ¿puedo hablar yo ahora mismo con el gerente de esa tienda?

—Por supuesto que sí. Le levantaré de la cama, cosa que me molesta mucho por el respeto que me merecen mis empleados y por el clima de buena armonía que tenemos en mi empresa. Pero, en fin, que se joda. Ahora mismo marco el número.

Lo hizo.

El gerente gimió.

—A sus órdenes, señor Monterde. Mi mujer, que está aquí al lado, me dice que le dé sus saludos, señor Monterde.

—Pues muchas gracias, hombre. Un día de estos hemos de salir a cenar por ahí. Cerca de casa, precisamente, han abierto un restaurante iraní que dicen que es la monda.

—No me fío, señor Monterde. Son capaces de darnos carne de escritor a la brasa.

—Poca cosa mejor merecen los escritores —dijo rápidamente el señor Monterde—. Oiga, amigo Maspons, que le envío un policía, un policía llamado Méndez. —Corrigió enseguida—: Señor Méndez.

—Pero ¿por qué? En la tienda lo tenemos todo en regla, usted lo sabe. Lo de aquella partida de género robado ya se solucionó.

—Sí, Maspons, sí, ya lo sé.

—Lo de aquella dependienta provocadora también.

—Sí, ya sé. La que llevaba minifalda.

Y de repente Monteverde gritó:

—Bueno, señor Maspons, me cago en la leche, escuche, oiga. Que el señor Méndez está aquí delante. Se lo envío enseguida a su casa pero no por nada de la tienda, sino para que le enseñe un vestido de la serie «Etiopía mon amour» que sacamos hace poco. Ya sé que es difícil, pero a ver si usted recuerda a quién se lo pudo haber vendido.

—Lo intentaré, señor Monterde. Tampoco se han vendido tantos, la verdad. Ya le dije yo que el nombre no iba a pegar. Que la gente se cree que Etiopía está en Sabadell y no compra.

—Amigo Maspons, por favor. Baje enseguida y tenga la puerta abierta.

El amigo Maspons no vivía en el paseo de la Bonanova, pero tampoco parecía morirse de hambre. Poseía un ático en una travesía de la calle Muntaner, rodeado de bares nocturnos, centros de topless y otros lugares donde los economistas de hoy planifican el futuro del mundo. Esperaba a Méndez con el portal solo a medio abrir, no fuese que le metieran una moto o una teta dentro.

Examinó el vestido en el relativo silencio del ático.

—Pues usted tiene suerte —dijo.

—Todo el mundo dice que la tengo —gruñó Méndez—. Acabarán contratándome para un spot de la ONCE.

—Mire, este vestido fue especial. Quiero decir que fue especial porque el cliente encargó dos iguales, los pagó y dijo que los enviáramos a domicilio. Me acuerdo muy bien porque le atendí yo mismo y puse en la costura de los dos vestidos una pequeñísima señal roja. Mire, aquí la tiene.

Era verdad. Había en la costura una contraseña que parecía un hilo. Méndez empezó a sudar.

De verdad, si todo seguía así, hasta llegaría a creer en su buena suerte.

Comprobó la hora.

Todavía era pronto para una detención. Las detenciones a la brava se hacen poco antes de que amanezca, cuando el pichón está bien dormido y confiado y hasta ha empezado a soñar en la sobrina de un sacristán.

De modo que Méndez gruñó:

—Tendrá usted anotado el domicilio al que hicieron el envío.

—Pues claro que sí. En la tienda.

—Por favor, acompáñeme, pues, a la tienda y luego a Jefatura para una comprobación. Le molestaré lo menos posible. Una vez solucionados esos trámites, habrá hecho usted un gran favor a la Justicia.

—¿No hay otro remedio?

—La Justicia somos todos.

El otro prefirió no contestar.

Los trámites fueron veloces y fáciles. Visita a la tienda y comprobación del domicilio. Llamada de Méndez a la comisaría para que enviaran allí a dos hombres en misión de discreta vigilancia. Luego viaje a todo gas a Jefatura para que el señor Maspons se enfrentara a las hileras de fotos y a los ficheros de los malditos.

—Pero ¿qué tengo que hacer yo aquí? —farfulló.

—Estas fotos corresponden a secuestradores de niños, a maníacos sexuales y a tipos de toda índole que han cometido algún delito contra niñas o jovencitas. También hay algún que otro fetichista que ha llevado la cosa demasiado lejos. Usted tiene que mirarlas bien y decirme si alguna corresponde al tío que le pagó los dos vestidos en la tienda.

—Es que no recuerdo bien.

—¿No se fijó?

—Lo que se fija uno en un cliente de paso.

—¿Cómo era?

—Un tipo normal. Eso sí, me parece que llevaba bigote y gafas.

—El bigote podía ser postizo. Y las gafas desfiguran a una persona —apuntó Méndez.

—Eso sí —repitió el otro, tragando saliva—. Oiga, comprenderá que yo no puedo fijarme en todos los que entran en la tienda. En alguna mujer sí que me habré fijado, es natural. Pero en los hombres nunca.

—No lleva usted buen camino para prosperar en la vida. En fin, es inútil hablar más teniendo las fotos ahí delante. Mírelas con cuidado, tómese todo el tiempo que necesite y luego me lo cuenta.

Méndez no perdió tiempo mientras el otro miraba las fotos. Llevaba meses sin una actividad tan febril, lo cual acabaría por producirle, seguro, un ataque de reuma. Fue a la sección de planos de la ciudad y examinó meticulosamente la topografía de la zona en que estaba la casa. La dirección donde habían sido entregados los dos vestidos consistía en un inmueble de seis pisos al final de la calle Diputación, cerca ya del cruce con la Meridiana y del origen de las autopistas que llevan hacia el norte. Es una zona desangelada, sin carácter, pensaba Méndez, donde no existe vida de barrio, donde no hay siquiera niditos de amor y donde todo consiste en unas líneas rectas en las que la ciudad desemboca. Pero un buen sitio, desde luego, para convertirse en un residente anónimo y en el que no se fija nadie. Aunque entonces, ¿para qué dar la dirección y hacer que a uno le envíen un poco de ropa? Méndez empezaba a estar convencido de que tenía buena suerte, pero empezaba a estarlo también de que nunca entendería la raíz de todo aquello. De que no entendería nada.

Méndez pidió ayuda y se la dieron. De pronto parecía haberse convertido en un hombre importante y sin deudas. Pudo disponer nada menos que de seis agentes, con lo cual, y con la dosis de mala leche que él llevaba encima, la detención del asesino era segura. Méndez iba a culminar en pocas horas el éxito más importante de su vida, iba a alcanzar la cima de la popularidad policial, envidiable situación que siempre se resume en que los amigos te dan una cena.

El empleado se presentó muy poco después.

—Lo siento, señor Méndez.

—¿No ha encontrado nada?

—No. Yo juraría que el hombre que vi un momento no está en esas fotografías.

—De acuerdo, tampoco tiene tanta importancia. Lo importante es el domicilio. ¿Seguro que enviaron los dos vestidos al sitio que usted ha dicho?

—Seguro, señor Méndez.

—Muy bien. Mire, yo le despacharía ahora a su casa y dejaría de chingarle, dicho sea con toda la finura del caso, pero necesito que se quede usted aquí hasta después de la detención, por si tiene que identificar a alguien. Así ahorramos trabajo, ¿comprende?, y no tenemos que molestarle otra vez. Y ahora perdóneme. Le juro por mis muertos que vamos a terminar en un momento.

Era la hora.

Seguro que encontrarían al pichón desprevenido y soñando en la hija del sacristán.

—Vamos —dijo.

Aseguró en su funda axilar la pistola Colt de la época de la Gran Guerra, que Méndez amaba porque podía descojonar a un tío solo con el estampido. Ese era motivo bastante para que no hubiese querido entregarla aún, pese a los requerimientos apremiantes, al Museo del Ejército. Cuando quiso comprobar el seguro, sembró el pánico entre la dotación policial. Así llegaron al fin a una manzana de distancia de su objetivo, que ya estaba sometido a discreta vigilancia.

Todo parecía en orden.

Los agentes que ya vigilaban estaban materialmente perdidos entre las sombras. Los otros se acercaron sigilosamente a pie, sin levantar un rumor ni sobresaltar a un gato. A Méndez aquel despliegue policial, perfecto y sin un fallo, le recordó las más gloriosas operaciones de su época de la policía franquista, que siempre empezaban, por si acaso, con la detención del sereno de la calle. Habían sido noches arriesgadas y llenas de tensión, en las que siempre había que acabar persiguiendo a algún estudiante por los tejados y en las que el porvenir de España pendía de un hilo.

Un inspector más joven, que se había constituido en el segundo jefe de la operación, preguntó:

—¿Vamos a entrar usted y yo?

—Sí. Los otros que se distribuyan por la escalera. Envíe una orden por radio a los que están en el patio de atrás.

Un especialista forzó la cerradura del portal y subieron poco a poco y en absoluto silencio. Méndez llegó a las alturas al borde ya del coma, a punto de sufrir un infarto, ahogándose por no tener que toser y no regar las paredes con los restos de una de las cien cajetillas de Ducados que llevaba en los bronquios. Ya ante la puerta, el policía más joven preguntó:

—¿Llamamos?

—Qué coño vamos a llamar... Hay que abrir sin que se dé cuenta nadie.

E hizo una seña al especialista en cerraduras, que subía ya también. En el más absoluto silencio, aquel hombre trabajó menos de medio minuto. La puerta cedió.

Dentro todo eran sombras.

Olía a orina fermentada.

Pero para Méndez olía a cabrón. Eso era lo único que le importaba. De modo que sacó su Colt tipo batalla del Marne y entró lanzando el grito de guerra:

—¡Policía! ¡Policía! ¡La madre que te parió!

La claridad lunar que penetraba por las ventanas y los dos balcones del fondo le permitió ver en unos instantes el pequeño piso. Había un recibidor, un lavabo, una pequeña cocina, un despacho con una exigua biblioteca y una gran sala en la que se abrían los dos balcones. Ni un dormitorio. Ni una presencia humana. Pero Méndez estaba seguro de que había alguien allí, y por eso, después de lanzado su grito de guerra, movió el gigantesco Colt y lanzó la segunda de sus frases sacramentales:

—Te voy a afeitar el capullo.

Las luces se encendían bruscamente en todas partes. Dos agentes más acababan de entrar también, llevando las armas por delante, y daban a todos los interruptores. Una claridad más bien triste, de tubo de neón comprado en el Rastro, llenó las habitaciones.

Era verdad. No había nadie.

Pero Méndez quedó asombrado. Quedó tan silencioso y tenso como si de pronto fuera a saltar a traición sobre alguien. Sus ojos recorrieron velozmente lo que podía ver de aquel piso y comprendió que no estaba en una vivienda, sino en un colegio, o más exactamente en una academia de barrio. Porque en la gran sala había una docena de pupitres, había una pizarra y en ella trazado un gran círculo de tiza.

Los dientes de Méndez produjeron un crujido.

Ahora sabía dónde había pasado sus últimas horas la niña.

Estaba sobre la verdadera pista, aunque de momento no hubiese encontrado al hijo de perra que buscaba.

Pero en aquel momento sucedió algo inexplicable, o por lo menos algo que le pareció inexplicable a Méndez.

A aquella hora sonó el teléfono.

Historia de Dios en una esquina

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