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3 LA NOCHE

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Después de dejar al viejo periodista Reus en su casa, acostado en lo que parecía un lecho mortuorio, Méndez volvió a sus dominios de la calle Nueva. A diferencia de las buenas épocas que se iban perdiendo en el olvido, la calle Nueva estaba casi desierta, pese a ser medianoche. Solo la esquina de San Ramón aparecía algo animada, pero las cuatro mujeres que aún quedaban en pie se movían como cuatro sombras. Los bares ya empezaban a cerrar. En la calle entera —a diferencia de otros tiempos— empezaba a flotar un aire de silencio, de abandono, de amenaza.

Méndez entró en su pensión, a la que se accedía por un bar. La dueña dormitaba a un lado de la barra. Quedaban pocos clientes, uno de ellos con una guitarra en la que tocaba algo desconocido para Méndez, algo cargado de nostalgia mora.

La dueña intuyó su presencia. Abrió un ojo.

—Eh, señor Méndez.

—Hola, ¿qué hay? No he querido molestarla. Por eso pasaba sin hacer ruido.

—¿Ya ha cenado?

—Sí. He invitado a un amigo. Y no crea que hemos estado en un sitio malo, no. Hemos ido nada menos que al Círculo del Liceo.

—Morirá usted de una intoxicación, Méndez.

—Ya empiezo a notar algo raro en el estómago, ya.

—En un sitio como ese, vaya usted a saber quién se encarga de la compra.

—Alguna soprano retirada y subvencionada por la Generalitat. Oiga, ¿ha molestado mucho el perro?

—La madre que lo parió. Lo he puesto en un cajón en el patio, y le he dado agua y comida, pero no hace más que llorar. Vaya pataleta ha cogido el tío, recordando a la madre.

—Lo pondré en mi habitación —dijo Méndez—. Siempre se consolará.

—¿Por qué?

—Puede pensar que soy el padre.

—No le conviene ir al Círculo del Liceo ni a otros sitios donde se sirven vinos de misa, señor Méndez. Acabará mal. Por cierto, mientras usted estaba fuera han llegado dos recados. Ninguno era de la mamá del perro.

—¿Pues entonces de quién?

—Hostia, cómo se ha de ver usted, señor Méndez. Lo único que consigue detener son los perros de la rúe.

—Menos mandangas y dígame quién ha llamado. Además usted me conoció en otros tiempos, cuando me hartaba de detener rojo-separatistas y estaba hecho un tigre. ¿Me he retrasado en el pago del alquiler? ¿No? Pues un respeto para mis años de servicio, haga el favor.

—Aquellos tiempos han pasado, señor Méndez. Además, corren rumores de que usted les llevaba a la celda tabaco y periódicos y les servía de correo. En fin... ¡qué más da...! A lo mejor resulta que el perro que usted ha detenido también es separatista. Bueno, como le decía, han llamado dos personas, y las dos eran jefes. Uno, el comisario Barrios para decir que lo que se debe de la corona del inspector Climent son doscientos euros. Otra, del mandamás de su Grupo para pedirle que haga una investigación esta misma noche.

—¿Yo...?

—Lo siento, señor Méndez, dijo que solo podía hacerlo usted. Pero vaya horas.

Méndez palideció. Le dolían los pies, tenía pesado el estómago —justo castigo por haber comido carnes pontificias y pescadito criado en agua de bautizar—, sentía un cosquilleo en los párpados y un pinchazo en la nuca. Jamás como aquella noche, en la calle desolada y sin alicientes, había deseado tanto irse a descansar. Pero como, de todos modos, el llanto del perro tampoco le auguraba una gran dormida, musitó:

—De acuerdo, voy a llamar. O mejor, me paso por comisaría. Total, está aquí mismo.

Avanzó por la calle Nueva, antes tan llena de vida y ahora tan desierta, un sitio donde no se jugaba la piel un gato. Estaban abiertos unos cuantos bares y un par de establecimientos especializados en comidas póstumas. En la puerta de comisaría estaban el policía de puesto y unos cuantos drogatas. Por la actitud de todos ellos, daba la sensación de que eran los drogatas los que pensaban detener al policía.

Méndez le dijo al pasar:

—Ojo, no se te tiren.

Subió y se derrumbó sobre su mesa.

Madero, uno de sus superiores —todos los que estaban en aquella comisaría eran superiores de Méndez—, se sentó frente a él cautelosamente.

—Menos mal que te dieron el recado —dijo.

—Sí.

—Siento haberte molestado a estas horas.

—No te preocupes, más me hubiera molestado algo para las diez de la mañana. Levantarse antes de las diez debería estar prohibido por la Organización Mundial de la Salud. Y encima la prohibición tendría un gran éxito.

—Es que es un trabajo que solo puedes hacer tú, ¿sabes? Se ha escapado Gallardo. Tenía un cargo de confianza en la Modelo y se ha dado el piro.

—No sé por qué se ha tomado la molestia —dijo Méndez—. Podía haber aprovechado un permiso de salida. Tal como están las cosas, no sé ni por qué les ponen rejas.

—Tú detuviste a Gallardo, ¿verdad?

—Sí. Y lo hice de la forma que le perjudicara lo menos posible, es una buena persona. Supongo que le caería una condena corta.

—Tres años. ¿No lo sabías?

—No le había vuelto a ver.

—¿Por qué?

—Me da una especie de vergüenza ver en la cárcel a los que yo mismo he detenido.

—Pero seguís siendo amigos...

—Por eso digo que me da vergüenza.

El tronado policía sacó un paquete de tabaco negro, se echó un pitillo a la boca, el pitillo resbaló y él tuvo que agacharse a recogerlo. Cuando volvió a sus labios estaba lleno de mugre, pero eso no pareció importarle demasiado. Lo encendió y le dio una calada.

Madero dijo:

—Cometió un terrible error al escaparse, ¿sabes, Méndez? Iba a salir a la calle dentro de un mes.

—Pero... ¿qué dices?

Méndez había palidecido. El cigarrillo estuvo a punto de caer de sus labios otra vez.

—Entonces lo ha echado todo a perder... —farfulló—. No lo entiendo, ¿sabes? No lo entiendo. Un hombre como él sabía que no se la podía jugar.

—Por eso podrías hacerle un gran favor, Méndez. Trata de encontrarle antes de que sea demasiado tarde, antes de que se despache la orden de busca y captura. Si vuelve antes de que amanezca aún se puede arreglar, aún se puede echar tierra al asunto. Si está en la Modelo antes de la primera lista, aquí no ha pasado nada.

—¿Y me dices eso porque soy amigo suyo?

—Sí. Porque eres amigo suyo.

Méndez le miró con desconfianza.

—Y una leche —dijo—. Y una leche me lo voy a creer.

—¿Por qué no?

—Porque a vosotros os importa un huevo salvar a un tío como Gallardo, que encima no cae simpático a muchos policías. Porque cuando Gallardo tiene mala leche, tiene mala leche. Si se ha largado, pensáis todos «que le den». A valiente hora te vas a preocupar tú por un tío así. Lo que pasa es que al jefe le interesa capturarlo por alguna razón, y piensa que yo puedo hacerlo porque conozco sus costumbres y sus escondites. Y a ti te interesa quedar bien con el jefe, y haces de recadero. Pero no me has dicho la verdad. No me has dicho nada lo bastante maloliente para que yo pueda imaginar que es la verdad.

Y miró fijamente a Madero. Sabía que este haría un gesto de indiferencia como si pensara: «Que te den a ti también». Pero esta vez no fue así. Lo único que leyó en sus ojos fue una gran tristeza, una sorprendente tristeza.

—Es que hay algo más, Méndez —musitó.

—Pues lo sueltas.

—Claro que lo soltaré... Es que no me has dejado terminar. Lo que queremos es que Gallardo no haga una barbaridad, aparte la barbaridad de fugarse. No queremos que encuentre y mate a un tío que tiene en su lista. Se ha fugado solo para matarlo.

Méndez preguntó escuetamente:

—¿Por qué?

—Gallardo está desesperado.

—¿Y por qué está desesperado?

—Porque teme que hayan matado a su hija. Hace dos días que no sabe nada de ella. Y es solo una niña.

Méndez, que hasta entonces había permanecido imperturbable, casi distante, echó un poco la cabeza para atrás y entrecerró los ojos. Su cara, ya habitualmente pálida, de hombre que no toma el sol nunca, había palidecido un poco más. De pronto sus dedos asieron con fuerza el borde de la mesa.

El cigarrillo encendido volvió a resbalar de entre sus labios.

—Pero ¿qué acabas de decir? —barbotó—. ¿Una niña...?

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