Читать книгу Historia de Dios en una esquina - Francisco González Ledesma - Страница 13
9 LA CALLE DE LAS CIEN SOMBRAS
ОглавлениеMéndez empezaba a moverse rápido de verdad, en contra de su costumbre, y provocando un desconcierto general, porque todo el mundo, y en especial los delincuentes, sabían que siempre llevaba un par de días de retraso. Su dinamismo era tal que los escasos compañeros que le vieron pensaron que todo aquello terminaría en una hernia.
Lo primero que hizo fue asegurarse el flanco. Llamó por teléfono a Horacio, en los archivos de Jefatura.
El viejo Horacio le saludó:
—Ave María Purísima. ¿Aún sigues en pie?
—Supongo que no por mucho tiempo. Me voy a tener que tomar con porrón el ginseng y el gerovital para aguantar lo que me espera. En fin, Horacio, necesito que me revises enseguida las fichas de dos tíos. Uno se llama Ángel Martín, de treinta y cinco años, condenado por desfalco. El otro Conrado Mola, de no sé qué edad, condenado por violación. Dime lo último que tengáis sobre ellos, aunque supongo que lo último que tendréis es que se han enrolado para ir a Afganistán.
—Eso si hay suerte. ¿Te esperas?
—Me espero.
Horacio tardó solamente unos cinco minutos. Le dio los datos a Méndez:
—Si es alguno de estos, me ahorras un trabajo inmenso, porque estaba buscando a ciegas con los datos que me diste la primera vez. A ver... Conrado Mola se escapó tranquilamente aprovechando un permiso. La leche, oye. Lo último que tenemos es que la Interpol lo busca en Francia.
—Entonces es difícil que sea ese —murmuró Méndez entre dientes—. A ver qué pasa con Ángel Martín.
—El tipo que tú dices salió con la condicional. Luego se le detuvo otra vez por un asunto de drogas, pero no se le llegó ni a juzgar.
Méndez dijo:
—Gracias.
Colgó pensativamente.
Cada vez estaba más convencido de que había conseguido dar con su hombre.
Y eso significaba una cosa. Que antes de amanecer se presentaría en la casa de Marquina. Le soltaría el nombre de Ángel Martín. Vería la cara que ponía. Y no saldría de allí hasta estar convencido de que Marquina era inocente o hasta que Marquina se lo hubiera contado todo.
Cerró con llave el cajón donde tenía la botella y fue a salir rodeando la mesa. Pero de pronto quedó paralizado.
De ningún modo se hubiese esperado aquello.
Gallardo estaba quieto, aguardando, al otro lado de la mesa. Méndez casi tropezó con él.
—¿Pero tú estás loco...? —farfulló.
—Mire, Méndez, he venido a decirle que lo he pensado mejor. Si quiere, me entrego. No está bien que se vea metido en un lío por mi culpa.
—Me temo que el lío ya lo tenemos armado. Escucha...
—¿Qué?
—Yo también lo he pensado mejor. Creo que para lo que voy a hacer esta noche no me vendría mal un poco de ayuda.
—No le cuesta nada llamar a unos cuantos maderos, para eso están.
—No... —dijo Méndez, pensando en voz alta—, no puedo estropear lo que voy a hacer presentándome en una casa particular con la brigada antidisturbios. Además, es por el momento un asunto privado y no me interesa que nadie sepa lo que estoy haciendo. Ahora bien, si tú me cubres las espaldas, quizá las cosas salgan mejor.
—Pues claro que se las cubro, Méndez. Es lo menos que puedo hacer.
—Entonces vamos.
Méndez ya había perdido la noción del tiempo, pero de todos modos sabía que seguía estando en las horas más adecuadas para la práctica de la cabronada urbana. Gallardo y él fueron a pie al Paralelo, pues en el Paralelo estaba el domicilio de Marquina. El policía vivía en el que para Méndez era el mejor sitio de la ciudad, enfrente de las tres chimeneas de la fábrica de electricidad, enfrente del Apolo y sus coristas, enfrente de la bodega y sus putones desorejados, enfrente de las atracciones y sus aprendices de mariconcete. Era uno de los rincones más sanos, más cultos, más espirituales de la Barcelona eterna, aunque lo estaban destruyendo para hacer un hotel. Lo único malo, en opinión de Méndez, era que la casa también estaba enfrente de la montaña de Montjuïc, y desde allí llegaban a veces algunas rachas de aire puro que podían acabar en diez minutos con un padre de familia.
Pero Marquina no era padre de familia porque vivía solo. Méndez se detuvo ante el portal y le entregó a Gallardo parte de su armamento reglamentario, es decir, un par de ganzúas que brillaban por el uso.
—¿Tú sabrías abrir con esto?
—Hombre, y usted también, Méndez.
—Sí, pero yo soy una persona de buena fama.
—Es la primera vez que oigo una barbaridad semejante. En fin, deme.
Gallardo abrió sin dificultad. Y Méndez hubiera hecho lo mismo con la cerradura del piso, pero se dio cuenta de que esta era de seguridad y de que la puerta estaba blindada. Por lo tanto hizo una seña a Gallardo para que se ocultase junto al ascensor, donde no pudiera ser visto desde la mirilla, y pulsó el timbre.
Tardaron en responder. Tuvo que llamar de nuevo.
—¿Quién es? —preguntó la voz de Marquina.
—Méndez.
—Tu madre.
—Por favor, ábreme. He de hablar contigo.
—¿A estas horas?
—Es importante, Marquina. Te conviene oírme.
Seguro que Marquina le espiaba desde la mirilla, cerciorándose de que no había nadie más. Al fin abrió con un brusco chirrido de cerrojos.
Y Méndez vio el nido. Un recibidor modelo universal, con una lámpara modelo universal, una consola modelo universal y una tía modelo particular. La tía, o mejor la nena, no debía de tener más allá de veinte años. Méndez vio también al pájaro. Un pijama modelo universal, una barriga modelo universal, una cara de cabreo modelo particular y exclusivo. Marquina miró a Méndez con expresión de asco, como si su aliento contagiase el sida. Luego hizo una seña a la chica.
—Tú, largo de aquí. No tenías que haber salido.
—Es que tenía miedo...
—Estando conmigo, qué coño de miedo vas a tener. Hala, fuera de aquí.
Miró de nuevo con desprecio a Méndez.
—¿A qué viene esto? ¿Qué buscas? ¿Un sitio donde te desinfecten con colonia?
Méndez señaló con el mentón hacia el pasillo modelo universal por el que se había ido la chica.
—Está buena —dijo.
—Y a ti qué te importa.
—Tiene un buen culín.
—Tiene un culazo, si es eso lo que tratas de ir diciendo.
—Pues sí, señor. Ahora que lo dices, estoy de acuerdo en que tiene un culazo.
—Al grano, Méndez. Dime de una vez para qué coño has venido.
—Y aún le crecerá. Seguro que no tiene más de veinte añitos. A los veinte añitos —declaró Méndez— los culos de las mujeres todavía están en la enseñanza general básica. Es a los veinticinco cuando empiezan a ponerse bien. Y llegan a su culminación a los treinta. Yo he conocido, de todos modos, algunos de cuarenta que era justo entonces cuando empezaban a merecer el toque de generala.
—Si estás borracho, te pego una patada y te echo de aquí, Méndez. Te lo juro por mi madre.
—Ni estoy borracho ni he venido a bromear, Marquina. —La mirada de Méndez se había hecho dura, dañina, penetrante, volvía a ser la mirada de la serpiente vieja—. Quiero que me dediques cinco minutos. Y un sitio para hablar. Y una butaca que no esté manchada con el pringue de la tía.
Los dientes de Marquina rechinaron y su cara enrojeció a punto de estallar. «Debes de estar a veintidós de tensión —pensó Méndez—. Cualquier noche le quieres dar a la muñequita esa y te quedas a mitad de faena».
Pero Marquina le acompañó a una salita desde cuyas ventanas se veían las tres chimeneas, la noche inhóspita, el teatro y la bodega cerrados. Lastimosamente no se apreciaba ningún detalle cultural. No había ninguna corista en paro, ningún putón, ningún mariconcete a punto de obtener el doctorado. «Esto ya no tiene remedio —pensó Méndez—. Esta ciudad se acaba».
Marquina le señaló una butaca de un modelo vulgar, comprada evidentemente en el Paralelo, y se sentó frente a él, con las facciones contraídas.
—¿Qué quieres?
—Ponerte sobre aviso.
—¿De qué?
—Se te quieren follar.
—¿A mí? ¿Quién? ¿Y por qué?
—Hay un tío que se llama Ángel Martín.
Méndez no miraba a Marquina al decir esto, para dejarle así más libre en el momento de reflejar sus sentimientos, pero lo controlaba perfectamente en un espejo situado cerca de las butacas. Tuvo una secreta decepción al ver que Marquina no pestañeaba ni movía un músculo.
—Ángel Martín —repitió Méndez.
—¿Y qué?
—Ha matado a una chiquilla.
—¿Crimen sexual?
—No.
Marquina se encogió de hombros.
—No tenía ni idea —dijo.
—Bueno, es que se trata de un crimen por encargo, según parece. Y Ángel Martín asegura que se lo encargaste tú.
Marquina ladeó la cabeza y miró fijamente a Méndez. Su rostro, antes tan sanguíneo, estaba ahora pálido. Incluso unas levísimas gotas de sudor empezaban a insinuarse en sus párpados, en sus sienes, en las comisuras de su boca. No dijo una palabra, pero sus dedos temblaron un momento. Méndez, que parecía mirar a otro sitio, lo estaba registrando todo, sin embargo, con la perfección de una máquina fotográfica.
De pronto se echó a reír.
—Ya ves —susurró—, qué cosas...
—¿A quién le ha dicho eso?
—¿Tú conoces a Martín?
—No, pero debe ser un tío que ha tomado con todos los moros de la Rambla. ¿A quién le ha dicho eso?
—A mí.
—¿Y tú te has molestado en escucharlo, Méndez?
—Bueno, yo solo escucho lo que puede ayudar a mis amigos y lo que puede perjudicar a mis amigos. Como esto te perjudica, pues yo vengo y te lo digo, Marquina. Sea la hora que sea y tengas a mano el culín que tengas a mano. Vete a saber si ese mal parido, después de inventarse la historia, se la ha contado a alguien más. Conviene que, cuanto antes, aclares las cosas.
—¿Está detenido ese... cómo has dicho que se llamaba?
—Ángel Martín.
—Voy a verle enseguida.
Hizo un movimiento para levantarse bruscamente. Méndez le detuvo con un ademán de su derecha.
—No está detenido, Marquina. Ángel Martín está libre. La explicación me la ha dado por teléfono.
—Pero... pero ¿qué dices? ¿Y por qué había de acusarme a mí, si ni siquiera me conoce?
—Porque dice que tú le has traicionado.
Ahora sí que las gotitas de sudor se marcaron claramente en la piel de Marquina. Sus nudillos crujieron. Méndez le miraba ya fijamente, sin disimulo alguno.
—Creo que deberías ayudarme a encontrarlo, Marquina —susurró—, y así lo desmentimos todo.
—Pero ¿por qué lo persigues tú, Méndez? No es asunto tuyo.
—¿Cómo sabes que no es asunto mío?
—Bueno... —Marquina se encogió de hombros—. Lo imagino. Tú estás en una comisaría de barrio.
Y enseguida se puso en pie, quizá para disimular la tensión de su cuerpo. Méndez sabía que aquello, por sí solo, no significaba nada, pero sabía también que el otro estaba perdiendo el control de sus nervios.
El viejo bofia se puso las manos sobre las rodillas y le contempló en una actitud perfectamente abacial, en plan perdono todos los pecados del mundo.
—No es para tomarlo en serio, Marquina —susurró—, pero he querido que lo supieras cuanto antes.
—Gracias. Te lo agradezco mucho. Es todo un detalle que te acuerdes de mí después de tanto tiempo de no tener relación alguna conmigo.
—Es el espíritu del Cuerpo, Marquina. Uno lo lleva dentro, qué le vamos a hacer.
Y miró a Marquina, que se estaba preparando un whisky. Era evidente que su compañero en el benemérito Cuerpo no tenía miedo de él, de Méndez, porque lo consideraba despreciable. Era evidente también que estaba perdiendo los nervios, pero no porque se sintiese inseguro. Era por rabia. En el caso de que conociera a Ángel Martín —cosa que Méndez empezaba a creer de verdad— debía de considerarle una rata de alcantarilla y no podía tolerar que aquella rata estuviese tratando de morderle.
Por lo tanto, Méndez lo achuchó.
—Mira que un joputa así meterse contigo. Pero tenías que estar sobre aviso.
—Y yo te lo agradezco, Méndez.
—Cuando encuentre a ese tío, le afeitaré el capullo.
—¿Tienes posibilidad de encontrarlo, Méndez?
Marquina se había vuelto hacia él. Sus ojos estaban quietos y al parecer impasibles, pero en su fondo brillaba el odio. «Quieres encontrarlo tú antes que yo, pensó Méndez. Tú no quieres permitir que hable, tú no le quieres dejar ni el capullo».
Se encogió de hombros.
—Bueno —dijo—, tengo una pista y quiero seguirla a ver qué resultado da antes de comunicarlo a los jefes, porque puede que la pista no valga la pena. Pero si quieres podemos seguirla juntos. Me gustaría que le echaras mano a ese pájaro.
—Te agradezco tu ofrecimiento, Méndez. Y voy a aceptarlo, porque es un asunto que me afecta. Me visto en un momento y salimos. No me importa la hora.
—¿Tampoco te importa la nena?
Marquina dijo con desprecio:
—Que le den.
—¿Se admiten voluntarios?
—¿Tú? ¿Con qué, Méndez?
—Le puedo leer pasajes de novelas eróticas.
Marquina ni se molestó en contestarle. Hizo un gesto de hastío y se dirigió a su dormitorio. Pero entonces volvió a ver a la chica.
—¿Tú qué vuelves a hacer aquí? —masculló.
Ella estaba distinta. Se había vestido, y ya no exhibía todas esas cosas que convierten a una simple colegiala en una mujer de bien. Usaba ropas severas, lo cual la debía hacer más apetitosa a los ojos de Marquina, quien probablemente amaba solo a las mujeres virtuosas. Llevaba zapatos de alto tacón y un bolso. Todo indicaba que iba a irse.
Y lo dijo:
—Me voy.
—Casi es mejor, porque yo también tengo que largarme. Pero puedes esperarte aquí, si quieres. A lo mejor, no tardo.
—No. Lo normal es que me vaya —dijo ella con determinación—. Lo normal es que cuando una chica se compromete con un hombre es para estar a solas con él, ¿no? Bueno, pues no. Esto parece la Rambla. De modo que ahí te quedas con ese viejo, con tus líos y con la madre que os parió a los dos.
Fue decididamente hacia la puerta, sin prestar la menor atención al gesto indeciso con el que Marquina trataba de detenerla. Pero de pronto fue ella la que se detuvo. Miró al policía.
—Vaya coña salir sola a estas horas —dijo como si empezara a arrepentirse de su decisión.
—Claro que es una coña. Te llevaré yo mismo. Tengo el coche abajo —dijo Marquina.
—No. Ya me he exhibido bastante delante de tus amiguetes. Mira a ver si hay algún taxi parado ahí, en el Studio 54. Entonces solo tendré que atravesar la calle.
—De acuerdo, de acuerdo... Pero si quieres irte, vete de una puñetera vez.
Marquina hizo deslizar la puerta que daba a la pequeña terraza y salió, para otear la calle hacia su derecha. Vio las tres chimeneas, vio los reflejos de la luz en el Teatro Apolo, vio el Paralelo dormido, vio los coches estacionados al otro lado de la avenida, vio el levísimo fogonazo que partía de la ventanilla de uno de ellos.
Y luego ya nada.
Los ojos se le salieron de las órbitas.
Su cabeza se abrió en dos pedazos.