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8 MÉNDEZ, CADA MINUTO CUENTA

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Méndez descansó la nuca en el apoyacabezas del coche, mientras cerraba los ojos. Sentía un insoportable dolor en las sienes, y aquel dolor se prolongaba hasta su cuello y su espalda. El fuerte balanceo del coche, lanzado a toda velocidad, aumentaba su sensación de vértigo.

«Estos Citroën son muy blandos de suspensión —pensó—. El que va sentado atrás, baila». Pero en realidad no era eso lo que le importaba. Sentía prisa por llegar. Aunque pensaba cumplir el pacto de las seis horas, cada minuto contaba.

Amores, sentado junto a él, lanzó un gemido.

—No te preocupes —le dijo Méndez, sin abrir los ojos—. Te curamos en Jefatura y desde allí mismo le damos una excusa a tu mujer. Que si una redada, que si una equivocación, que si todo eso. A lo mejor hasta le decimos que estabas haciendo gestiones para el reportaje del siglo.

—Ya no escribo reportajes —se lamentó Amores—. Ya estoy arrinconado. Ahora solo me dejan dibujar páginas.

Méndez seguía sin abrir los ojos.

—Pero ¿a quién llamabas realmente, Amores? —musitó—. ¿A quién...?

—A una tía.

—¿Por qué?

—Estaba desesperado.

—Tú siempre que estás desesperado, llamas a una tía.

—Y siempre me pasa algo. ¡Es terrible, Méndez! ¡Siempre me pasa algo!

—¿Qué te ha pasado esta vez?

—Cuando han entrado los agentes pegándome guantazos por todas partes, el que me estaba contestando era el marido.

Méndez abrió los ojos al fin, pero sin mirar a Amores. Que se fuese al infierno. Que se muriera. Lo único que le importaba era llegar cuanto antes a Jefatura y ponerse a trabajar. Sus ojos cansados de leer en los periódicos, en letra menuda, anuncios de relax, alquileres y seguros de entierro, se posaron ahora en las alturas de los primeros pisos, en las tribunas burguesas que dan carácter a las casas nobles del Ensanche. Cristales emplomados, macetas olvidadas, cortinas comidas por el tiempo, silencios que llegaban hasta allí desde el fondo de los pisos. De vez en cuando una audaz curva en la piedra, un cristal femenino, un derroche modernista. Allí estaba parte de la vieja Barcelona que amaba Méndez, aunque era para él una Barcelona burguesa y hostil que nunca se molestaría en recibirle. Muy bien. Que se fuera al diablo. Él ya no pedía nada, él solo quería cerrar los ojos otra vez.

Llegaron a Jefatura en la Vía Layetana. Méndez, a quien nadie hubiera hecho caso durante el día, consiguió un despacho, un cenicero, una silla y un teléfono, aprovechando el vacío administrativo de la noche. Desde allí llamó al máximo responsable de las prisiones en Cataluña, amigo suyo y además un hombre tolerante. Le atendió con amabilidad pese a lo intempestivo de la hora.

—Llamo ahora mismo al jefe de servicios de la Modelo —prometió—. Él le llamará a usted enseguida, Méndez.

El jefe de servicios de la Modelo telefoneó cinco minutos después, y Méndez le dio las explicaciones pertinentes, tras las cuales debía ser facilísimo identificar al hombre que buscaba.

—Quiero los datos de un tipo que estuvo ahí hace tiempo, que se hizo drogadicto en la cárcel, contrajo deudas con los camellos, tomó por el saco y estudió Historia.

—¿Nada más, Méndez?

—Nada más.

—Seguro que le parecerá bastante.

—Pues claro que sí. Lo único que me falta darle es la marca de vaselina que usaba.

—Vamos a ver, Méndez. No sabe en qué año estuvo.

—No. Pero se hizo drogadicto.

—Aquí, por desgracia, se acaban convirtiendo en drogadictos demasiados.

—Tomó por el saco.

—Tomar por el saco es una especie de deporte municipal.

—Estudió Historia.

—Son muchos los que estudian algo.

Méndez ahogó una maldición.

—Pregunte a la gente —masculló—. Mueva a los chivatos. Hable con los funcionarios de servicio y telefonee a los que no lo están. Puede que recuerden algo, sobre todo por el dato de que el tío estudiaba Historia. No habrá tantos en esa situación. Los que se ocupan de la biblioteca pueden recordarlo.

—De acuerdo. Haré lo que pueda, aunque la hora es pésima. ¿Estará usted en ese teléfono?

—No. Llámeme a la comisaría de Atarazanas, a la calle Nueva. De aquí quiero irme antes de que me echen.

Y colgó.

Pero no se fue todavía.

Con los ojos entrecerrados, con los labios contraídos, dio paso a otro recuerdo, otro nombre, otra maldición oculta.

Marquina.

Bueno, él lo conocía lo suficiente para saber qué clase de tipo era. La mayor parte de su vida profesional —que aún era corta, pues había llegado a la policía en 1982, con la victoria electoral del PSOE— la pasó trabajando en Delitos Económicos, es decir investigando a banqueros que ganaban poco —porque de lo contrario no hubieran sido investigados—, contrabandistas que no habían pagado el soborno, evasores de divisas que se equivocaban de frontera y dueños de extrañas compañías mercantiles que a la hora de la verdad no tenían dueño. Méndez encendió un apestoso toscano, puso los pies sobre la mesa, venciendo el dolor reumático de sus rodillas, y miró hacia la puerta del despacho, en el que acababa de entrar Horacio. Horacio, procedente también de la comisaría de la calle Nueva, esperaba ahora la jubilación en los archivos de la Vía Layetana y en los bares de la calle Condal, recordando con lágrimas en los ojos los brillantísimos servicios que había prestado en el Barrio Chino. Al igual que Méndez, practicaba las detenciones en los urinarios de los bares, y se había ganado a pulso, entre la chusma local, el sobrenombre de «o terror do pitu».

Miró conmovido a Méndez.

—Tú aquí... —farfulló—. Te han ascendido.

—¡Qué va! Me van a echar.

—Pues esto hay que mojarlo. ¿Quieres un trago?

—No —declinó Méndez—, yo solo bebo en las comidas y en las bebidas.

—Tu madre.

—Oye... —susurró Méndez.

—¿Qué?

—¿Tú has tratado últimamente a Marquina?

—¿El que se ocupa de la mangancia de altura?

—Sí.

—Vivía bien. Vive bien, vamos. Siempre por encima de su sueldo, pero eso ya sabes que no es tan raro. Cuando entras en el mundo de las finanzas acabas dándote cuenta de que en España hay una nueva moral, que es la moral del éxito. Y lo demás son leches. No tienes más que leer los periódicos y las revistas. ¿Sabes una cosa, Méndez?

—¿Qué?

—Ahora, la gente ya no quiere saber nada de los médicos, de los ingenieros, de los militares, de los escritores ni de los curas. Quiere saber cosas de los banqueros. Hoy día interesan más los culos de los banqueros que los culos de sus mujeres. Yo no sé lo que llegarían a pagar en una revista del corazón por una foto del culo de Mario Conde.

Méndez dijo plañideramente:

—Ay, sí.

Él siempre estaba llorando por todas las viejas culturas perdidas.

—¿Y Marquina qué...? —susurró.

—Bueno, se acabó metiendo en ese mundo —dijo Horacio sentándose en un borde de la mesa—. A veces lo comentábamos, pero ya se sabe. Acabas admirando a los mangantes y sintiendo un respeto reverencial por la pasta. ¿Tú qué has hecho en la vida, Méndez? Sentir un respeto reverencial por alguna puta que mantenía a seis hijos. Eso no lleva a ninguna parte. Respetar a un tío que mantiene a seis putas, ese sí que es el camino de la verdad. Sobre todo si te das cuenta de que alguna de las chicas también puede ser tuya.

Méndez dio un par de caladas al toscano. El despacho se iba llenando de humo de tal modo que en cualquier momento podía ser declarado el estado de emergencia.

Pero Horacio no lo notaba.

Fue él, como viejo zorro, el que musitó:

—¿Por qué buscas a Marquina?

—Por un asunto privado. ¿Tú crees que pudo necesitar, de repente, una gran cantidad de dinero?

—¿Lo suficientemente grande para corromperse del todo?

—Sí.

—Es posible, Méndez. Cuando te metes en según qué círculos, ya cuentas de otra manera. Los números son distintos, se escriben de distinta forma. Tú hablas con respeto de cincuenta mil euros. Un banquero de la nueva situación o un político de los de ahora hablan con indiferencia de cincuenta millones. Todo depende de que te acostumbres a contar como ellos. Entonces las cosas cambian.

Méndez dejó apagar el toscano antes de que el humo llegara al despacho del jefe superior.

—Sí —murmuró—. Sí.

—Oye... Si quieres ver a Marquina, sabes que su dirección la puedes tener enseguida.

—No quiero hablar con él en su casa. Quiero pescarle en otro sitio. Y ahora otra cosa, Horacio: nada de esta conversación fuera de aquí. Nada. También podrías hacerme un favor, si trabajas en los archivos.

—Puedo buscarte la ficha de la Montse, aquella que se hacía en el pelo un lacito de colegiala antes de acostarse con los amigos. La Montse acabó mal. Y eso que tú la protegías.

—Le pagué el viaje a Madrid cuando salió de la cárcel —recordó Méndez con la mirada perdida—. Supongo que ahora trabajará allí. Y hasta puede que tenga un cargo público. Pero no es esa ficha la que quiero, Horacio. Tú sabes que no. Lo que necesito es el rastro de un delincuente drogata y aficionado a estudiar Historia.

—¿Solo sabes eso? —Solo.

—Que te den, Méndez.

Horacio salió.

Méndez salió también. Dejó caer sus cansados huesos en un patrullero de la bofia y pidió que lo condujeran a la comisaría de la calle Nueva, de cuya puerta había desaparecido el centinela. A lo mejor los drogatas se lo habían llevado ya. Fue a su mesa arrastrando los pies, se enteró de que no le había llamado nadie, lanzó una maldición y volvió a salir. Abrió con su llave la pequeña puerta del enrejado metálico del bar, que ya llevaba echada hacía horas. Encendió la luz, se preparó un vaso de vino tinto de Olite, le dio un meneo, apagó la luz y fue a su habitación.

Encontró a Gallardo sentado en la cama. La habitación estaba llena de humo, pero Méndez ni se enteró. Al contrario, encontró en aquel aire un reconfortante bálsamo y un recuerdo de los buenos días perdidos. Entró en una especie de éxtasis del que tuvo que salir un segundo después, ya que Gallardo se estaba arrojando encima de él.

—¿Qué? ¿Qué sabe de la niña?

—Tranquilo, Gallardo.

—¡Qué tranquilo ni qué leches...!

—Voy a hablarte con toda franqueza. En el depósito tienen el cadáver de una jovencita, y yo he estado pensando hasta hace poco que era tu hija. No te he dicho nada por no destrozarte y porque no estaba seguro. Pero ahora pienso que no puede ser ella y que no puede haber intervenido Paco Robles. Es una cosa distinta.

Gallardo le sujetó ansiosamente por las solapas.

—¿Distinta por qué? —gritó—. ¿Por qué?

—Han intervenido personas que no son de tu mundo, que no tienen nada que ver contigo. Por eso te digo que tu hija aparecerá, y terminará tu pesadilla. Ahora verás lo que vas a hacer.

Le empujó para que se sentara en la cama. Él mismo se sentó también con un suspiro.

— Mira, Gallado. Sales de aquí y tomas un taxi . O nada... Mejor dicho... Te acompaño yo. Estoy que ya no puedo con mis huesos, pero te acompaño yo. Hala, arreando.

No era fácil encontrar un taxi en la calle Nueva a aquellas horas, cuando ya habían cerrado los bares, los cabarets y hasta las dos o tres salas porno donde el mismo tío bostezaba al tener que cepillarse cada noche a la misma tía y delante del mismo público, compuesto por turistas extremeños, recién casados de Calatayud, viajantes de Valencia y sociólogos de Sabadell. La calle Nueva era un desierto, y en los recién estrenados edificios municipales, que habían sustituido a las viejas cuevas del orinal y la palangana, no se distinguía la luz. Una puta derrotada dormitaba en un portal, esperando no ya algún cliente, sino algún sueño póstumo. El centinela de la comisaría estaba milagrosamente vivo y encima había vuelto.

Méndez empezaba a pensar que aquel ya no era su mundo.

Pero se aguantó.

—¡Taxi!

El vehículo les condujo hasta el Clínico a través de una ciudad dormida y lívida donde algún coche aún buscaba aparcamiento y algún chaperillo la última oportunidad. Méndez había tenido la precaución de tomar del bar un Marqués de Cáceres del 85 que, en su opinión, merecía honores militares, y con él se ganó para siempre la voluntad del empleado del depósito. Gallardo temblaba como una hoja cuando le llevaron hasta la mesa donde yacía la niña.

Luego se derrumbó.

—Dios mío...

—¿Es esa? —farfulló Méndez.

—No...

—Lo suponía. Hala, vámonos.

—Méndez...

—¿Qué?

—¿Quién lo ha hecho?

—Lo estoy buscando.

—Déjemelo a mí...

—Tú tampoco crees en la ley, ¿verdad, Gallardo?

—¿Cree alguien?

Méndez se encogió de hombros.

—No sé.

Salieron medio arrastrándose y tomaron un taxi otra vez. A causa de su tensión nerviosa, a causa de su sufrimiento tanto tiempo contenido, Gallardo se había doblado sobre el asiento y se había puesto a llorar. Méndez, como hacía con las mujeres derrotadas, le pasó una mano por la espalda y musitó:

—Venga, que los valientes no lloran.

Era curioso. Las mujeres derrotadas reaccionaban mejor que los hombres cuando oían la palabra «valiente». Hay una verdad en el vientre, pensaba Méndez, que no siempre está en el corazón. Gallardo siguió doblado sobre sí mismo, a punto de vomitar, hasta que se dio cuenta de que iban a la Modelo.

—No, Méndez, no me lleve esta noche allí.

—Va a ser peor...

—Yo lo arreglaré. Déjeme al menos unas horas, hasta que aparezca mi hija. Unas horas...

—De acuerdo —accedió Méndez con un suspiro—. Puedes volver a mi habitación. Pero si yo me descuelgo por allí antes de que amanezca, prométeme que no me tocarás el culo.

Méndez sabía que no le tocarían el culo ni nada que se pudiera tocar —en el caso de que lo encontrasen, tras arduas investigaciones— porque no pensaba dormir aquella noche. Se acercó de nuevo, arrastrando los pies, a su mesa de la comisaría.

—¿Ha llamado alguien?

—Sí, de la Modelo. Hace un momento. Dicen que volverán a llamar.

Méndez no perdió un segundo ni esperó a que le llamaran de nuevo. Telefoneó al jefe de servicio de aquella noche. Su voz cansada llegaba débil, como si sonara en una ciudad remota.

—No sé si le servirá, Méndez.

—A ver.

—Hay una montaña de tíos que coinciden con los datos que me ha dado antes, o sea drogatas, sodomizados y todo eso. Pero los funcionarios antiguos solo recuerdan a dos que estudiasen Historia de verdad. Claro que todo esto es hablar por hablar, me parece.

—Es igual. Deme sus nombres.

—Uno se llamaba Conrado Mola. El otro Ángel Martín.

—A ver. Delitos que cometieron.

—Conrado Mola era un violador.

—Pues no me parece que el que yo busco tenga aficiones de esa clase. Venga, hábleme de Ángel Martín. ¿Por qué lo tenían en la jaula?

—Desfalco en el banco donde trabajaba. Era un hombre con buena preparación, pero de esos que gastan mucho más de lo que ganan. Parece que al principio era un tipo tratable. Luego cambió. Fue acumulando odio. En su etapa final, los guardianes le consideraban capaz de cualquier cosa.

Méndez agarró la botella que tenía en uno de los cajones de su mesa y, para dominar sus nervios, se atizó un trago capaz de mandarle a la sala de urgencias. Empezaba a tener la sensación de que había dado con su hombre. Pero aún era una sensación remota.

—¿Edad? —preguntó.

—Ahora ya tiene justo treinta y cinco años.

—A juzgar por su voz, esa es la edad que podría tener el pájaro con el que hablé. ¿Cuánto tiempo lleva fuera?

—Dos años.

—¿Qué domicilio dio cuando lo soltaron? Porque supongo que saldría con la condicional...

—Como todos. A ver... Sí, aquí está. La dirección que dio fue la calle Blay, ciento ocho, segundo izquierda.

—Conozco muy bien la calle. Gracias... No sé si ese es el pájaro, pero podría serlo... —Méndez pensaba rápidamente mientras iba hablando. Y pensaba que ahora ya tenía un dato, un nombre, para ir a ver a Marquina. Sin algo consistente en las manos, no podía llegar hasta él. Pero ahora podría darse cuenta de qué reacción producía en él el nombre de Ángel Martín—. Voy a ponerme enseguida en movimiento siguiendo esa dirección. De verdad, muchas gracias. Cuando usted se muera, le contrataré una misa.

Fue a colgar, para ahogar la maldición del otro, pero de pronto se le ocurrió algo. Preguntó con voz untuosa:

—Perdone... Antes de que a usted se le ocurra morirse, deme un último dato. Ese tío, Ángel Martín, ¿estudiaba Historia en general o algo en particular?

—Parece que algo en particular.

—¿Qué era?

—Según los que entonces trabajaban en la biblioteca, se había tragado todo lo que había sobre el Antiguo Egipto.

Historia de Dios en una esquina

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