Читать книгу Historia de Dios en una esquina - Francisco González Ledesma - Страница 8
4 EL RASTRO
ОглавлениеMadero le acompañó hasta la calle Manso, enfrente del mercado de San Antonio y casi junto al lugar donde se juntan cinco vías urbanas: la propia calle Manso, la Ronda de San Pablo, la Ronda de San Antonio, la calle Urgel y la calle San Antonio Abad. Es zona de tienda pequeñita, charcutería de confianza, mercería con dueña culona, camisería de ocasión y café donde te conocen y te permiten pagar a plazos. Es zona de carretillas de mercado, gatos perdidos, palomas despistadas y hombres solitarios que piensan que allí iba ya a comprar su madre, o sea hombres que piensan en el tiempo que pasa. Méndez amaba aquello con una cierta ansiedad secreta; Méndez se había ido dejando la vida allí, también a plazos, extasiándose ante sucesivos paisajes, que antes consistieron en los culos de las dueñas, y ahora, con su vejez, consistían solo en las palomas despistadas. Es decir, todos ellos paisajes honestos y perfectamente invariables en la historia de la ciudad.
Madero dijo:
—Solitario esto, ¿eh?
—Imagínate. Si en la calle Nueva no hay una rata, qué será en este sitio donde la gente se levanta apenas amanece.
Miró los balcones silenciosos y pequeños, la muralla de las casas que ya habían cumplido cien años.
—¿Quién te ha dicho que la niña a la que tú encontraste muerta, la que ahora está en el depósito, puede ser la hija de Gallardo? —le preguntó Madero.
—No tengo la menor prueba, claro, porque ya te he dicho que la niña está por identificar. Pero es demasiada coincidencia.
—Oye, es que si fuera ella... sería espantoso. Y hasta estaría justificado que Gallardo se cargara al que lo hizo, pienso yo, digo, vamos. Pero te juro que cuando te hablé en la comisaría solo quería evitar que Gallardo hiciese una barbaridad. No sabía que hubiera una niña asesinada.
Méndez le miró de soslayo.
—Si Gallardo encuentra a ese hombre se lo cargará —dijo con un soplo de voz.
—¿Y tú qué harás?
—Recogeré sus pedazos.
—Ya no crees en la ley, ¿verdad?
—¿Tú qué crees, Madero?
Madero no contestó.
Méndez dijo, siempre con un hilo de voz:
—Olvidemos por un momento a la niña. Volvamos al principio. Dices que Gallardo se ha fugado de la prisión para cargarse a un tío. Háblame de ese tío.
—Bueno... Es Paco Robles. Tiene buen crédito, no está ni cinco minutos detenido, vive bien y folla mucho, o sea que es un auténtico hijo de puta. Todo lo contrario de Gallardo, que es un desgraciado. Pero tuvieron algún negociejo juntos.
—Gallardo hizo alguna vez de camello, cuando su mujer le plantó —recordó Méndez con la mirada perdida—. ¿Fue eso?
—Sí.
—Sigue.
—Bueno, pues Paco Robles le entregó una partida para distribuir. Gallardo tenía que hacerle la liquidación, pero no se la hizo nunca. Por supuesto, Paco Robles le acusó de haber vendido la mierda por su cuenta y haberse quedado la pasta.
—No pudo hacerlo —dijo Méndez—. Gallardo será lo que sea, y yo mismo me he cagado muchas veces en sus muertos, pero no engaña.
Madero se encogió de hombros.
—Bueno, yo no digo si es verdad o no. Digo lo que parecía, y por lo tanto lo que Paco Robles pensaba.
—Poniéndose en su piel, es lógico. ¿Y qué?
—Le apremió para que le pagara, y como Gallardo le juraba por su madre que le habían robado la mercancía y que él no tenía ninguna culpa, le echó encima dos matones y le dieron una paliza. Pero ni con esas. Entonces, decidido a conservar el prestigio de la profesión y el buen nombre del negocio, le echó encima un gorila. Pero era un gorila barato.
Méndez se puso otro cigarrillo entre los labios, más que nada —ahora que están prohibiendo fumar a todo el mundo— para mantener la llamita de la revolución proletaria.
—A ver, sigue —pidió.
—En fin, lo que te decía: un gorila barato. No supo ni cargarse a Gallardo, porque Gallardo se lo acabó cargando a él. Al menos eso es lo que imaginamos, aunque no pudo probarse nunca. La verdad es que tampoco nos matamos por probarlo, porque ya sabes lo que pasa cuando aparece en cualquier sitio una albóndiga hecha con carne de macarra. Nadie pierde el aliento por encontrar nada. Pero ahora que hablamos de Gallardo, te diré que siempre creímos que fue él quien lo mató. Y seguro que Paco Robles le hubiese enviado otro gorila, este muchísimo mejor que el primero, pero entonces ocurrió algo con lo que ninguno de los dos pájaros contaba: tú detuviste a Gallardo por una cosa anterior y lo metiste en la Modelo. Casi fue providencial, porque Robles no pudo enviarle el segundo gorila.
—Pudo encargar que lo mataran en la cárcel —dijo Méndez con calma—. Eso ocurre cada día. El Estado mima a los delincuentes y les da toda clase de garantías, muchas más que a la víctima, hasta que los mete en la cárcel: entonces se olvida de ellos. Donde más controlados deberían estar por el Estado, resulta que no lo están: allí solo dependen del Destino. ¿Tú sabes cuánta gente se suicida en la cárcel? Bueno, pues qué coño. Allí de verdad nadie se suicida. Los matan.
—Claro que era fácil un encargo así —reconoció Madero—, pero quizá significaba muchas complicaciones, al fin y al cabo. Había algo mucho más sencillo: decirle que si no le entregaba el dinero le mataría a la hija. Supongo que Gallardo no debió tomarse demasiado en serio eso... hasta que de pronto dejó de tener noticias de la niña.
Las facciones de Méndez palidecieron aún más, hasta convertirse en una mancha blanca. Susurró:
—Todo encaja perfectamente. Ahora comprendo muy bien que Gallardo se haya largado, dispuesto a matar a Paco Robles como sea. Vamos a empezar a trabajar.
—Coño, Méndez, trabajarás tú. Yo me voy a la cama.
—¿Ni siquiera me vas a ayudar en lo de la niña?
—Lo de la niña es cosa de Homicidios, o sea que no te metas. Tú no eres más que un policía de barrio bajo, como yo, aunque sea más joven y más guapo. Perseguimos a macarras ya retirados a los que en el fondo les gustaría que los detuviéramos para tener alguien con quien hablar. Maldita sea, Méndez... El último que detuviste, no sé por qué, ya hacía años que llevaba flores a la fosa de la última puta que le mantuvo. Y el último fullero al que detuviste en una timba ilegal, hacía trampas de veinte duros. No fastidiemos, Méndez, para qué nos vamos a engañar: en un asunto tan serio como el asesinato de una niña no te metas nunca.
—Entiendo. Solo se trata de que detenga a Gallardo.
—Eso.
—Y si atrapo a Paco Robles en algo, mejor que mejor, ¿no?
—Eres un primor, Méndez. Te daría un beso.
Méndez masculló:
—Tu madre.
Y golpeó fuertemente, con la palma de la mano abierta, la persiana metálica de la tienda que tenía al lado. Cuando le abrieron vio dos rostros asustados en primer término —marido y mujer—, vio dos rostros asustados en segundo término —hermano y hermana— y vio, en fin, un rostro asustado en tercer término —el Piris, un primo segundo que vivía con la familia y se entendía con la mujer.
El Mane, que era el dueño, barbotó:
—Dios mío, Méndez.
La Bo Derek, que era la dueña, gimió:
—Hace horas y horas que hemos avisado a la policía. Tiene huevos. Y al final lo envían a usted.
—Es que yo conozco a Gallardo —dijo Méndez—, y dentro de la modestia, aquí donde me ve, soy amigo suyo. Ya se acordará de que estuve aquí, en la tienda, antes de detenerlo. Bueno, y sé que ustedes tienen en custodia a la Juli, a la nena.
—Sí, señor —dijo el Mane—. Es una sobrina. ¿Cómo no vamos a tenerla?
Dejaron paso a Méndez, para que este entrase en la tienda. Era una mercería modesta, un lugar con cajas amontonadas, estanterías que parecían caerse y una caja registradora que hubiera envidiado un coleccionista. Hasta allí, hasta la tienda, llegaba el aire caliente de las habitaciones que estaban al fondo. Méndez pensó que la única cosa alegre, la única cosa estimulante era el anuncio de una mujer que se ponía unas medias.
—¿Desde cuándo falta la Juli? —preguntó.
—Solo desde hace un día —explicó la Bo Derek—, aunque su padre, o sea el Gallardo, cree que hace dos. Juli llamaba cada mañana a la Modelo, a las oficinas, que era donde tenía un destino su padre. Pero una mañana se olvidó. Y por la tarde va y desaparece. Esta es la segunda noche que no viene a dormir, ¿sabe, Méndez? El último sitio donde la vieron fue en la academia de aquí al lado, que es muy buen sitio para aprender inglés. Y barato. Y muy moral —la Bo Derek estaba llorando—, pero la vieron salir y ya no llegó a casa. Hemos hablado con todas sus amigas, oiga, con todas. Y ninguna sabe nada. Ninguna lo entiende.
Méndez recordaba muy bien los datos de la autopsia que le había dado el viejo Reus. Preguntó:
—¿En esa academia usan gomas de borrar? ¿Y hay tiza?
—Bueno... Supongo que sí. ¿Por qué?
—Por nada. Iré a echar un vistazo a ese sitio apenas abran. Por cierto, yo nunca he visto a la Juli. ¿Tienen aquí por casualidad alguna fotografía suya?
Fue la Bo Derek la que respondió. Los demás no se atrevían a decir una palabra. El marido tampoco hablaba, no fuera que con las vibraciones se le cayese un cuerno.
—No tenemos ninguna, señor Méndez. Le parecerá extraño, ¿no? Una chica tan mona y que además vive con nosotros... Pero si bien se mira, es natural. Todas se las llevó su padre.
—Claro... También es lógico... —susurró Méndez—. Oigan...
—¿Qué?
El viejo policía se estaba pasando un dedo por la boca. Había cerrado los ojos. Los abrió y retiró el dedo con un gesto de impaciencia. Sabía que tenía que pedir al Mane que fuese al Clínico para identificar a la víctima. Pero no se atrevió ni con él ni con nadie. Los veía a todos tan derrotados que se preguntó si aquel trámite no podía aplazarse unas horas más. Total... ¿qué...?
Y encima había otra noticia importante que comunicar. Susurró:
—Gallardo se ha fugado.
—Pero ¿qué dice...?
La Bo Derek estaba asustada. Sujetó por las solapas a Méndez y lo zarandeó. No le costó demasiado trabajo, porque era una tía de ochenta kilos bien puestos, de las que hacen crujir las camas. A Méndez —aunque la cosa no iba con él y no podía ir con él y nunca iría con él— le aterrorizaba pensar que aquella dama pudiese un día convencerle para echar un polvete a la americana, o sea poniéndose ella encima.
—No querrá hacernos daño... —gimió ella—, no pensará que no nos hemos ocupado de su hija... Después de todo, le hemos estado haciendo un favor, la recogimos cuando no tenía dónde caerse muerta...
—No es eso —dijo Méndez, apartando las manos de sus mugrientas solapas—. Incluso es posible que Gallardo no venga por aquí, pero si viene tienen que avisarme. O mejor, telefonearé yo cada hora y trataré de hablar con él. Si Gallardo se ha fugado, es porque teme que le haya pasado algo muy grave a su hija. Y porque cree que conoce al que lo ha podido hacer.
—¿Algo... grave? Oiga, ¿usted qué sabe, señor Méndez?
«He hecho mal en venir —pensó el viejo policía—. No me quedaba más remedio, pero a pesar de todo, maldita sea, he hecho mal en venir. Ahora van a ponerse todos a chillar, ahora esto va a ser como un anticipo del entierro de la niña».
Miró con tristeza el pasillo que se extendía más allá de la tienda. Un papel viejo y que ya empezaba a caerse a tiras. Una Virgen de Montserrat con un «Benvinguts». Una foto que inmortalizaba el momento de máxima gloria del Mane, porque en ella aparecía junto a un exjugador del Barcelona llamado Rifé. Un escudo de una colla sardanista. Una bandera blanca y amarilla, recuerdo de una peregrinación a Roma.
Un mundo sencillo e ingenuo, pero construido día a día y peseta a peseta y que de pronto, en solo un momento, se había roto en pedazos. Méndez sabía que aquellos pedazos ya nadie los podría volver a juntar.
No tuvo valor para pedir que hicieran la identificación aquella misma noche.
—¿Algún cabrón se había fijado en la Juli, a pesar de que ella era solo una niña? —preguntó—. ¿Alguien de por aquí la perseguía?
—¿Por qué pregunta eso?
—Porque el mundo está lleno de cabrones —declaró solemnemente Méndez.
—Pues no, nadie la perseguía —dijo el Piris, abriendo la boca por primera vez—. Aún era muy jovencita.
«Si llega a ser mayor la hubieras perseguido tú, mamón», pensó Méndez.
Fue hacia la puerta.
—Váyanse a dormir —susurró—, porque de momento no pueden hacer nada. Ya necesitarán mañana todas las energías, ya... Pero no se preocupen, porque yo no voy a descansar ni un minuto, y ahora mismo empiezo a seguir un par de pistas que ya tengo. Ah... Telefonearé dentro de una hora.
Tras la piadosa mentira de las dos pistas —en realidad Méndez sabía que no tenía ni una sola— abandonó la tienda, su aire cargado, su anuncio de tía con medias, su «Benvinguts» y el momento de gloria del señor Mane junto al señor Rifé. La calle estaba vacía, hosca y sin siquiera un gato que diera sensación de ciudad que todavía funciona. Méndez rodeó el mercado de San Antonio, bajo la marquesina que ya tenía más de ciento cincuenta años, captando el ruido sedante de sus propios pasos. Era un sonido casi milagroso, porque apenas es posible captar en Barcelona los pasos, la presencia, la paz de un hombre solo. En Barcelona siempre se captan los sonidos de una multitud eternamente en marcha.
Y fue entonces cuando Méndez lo comprendió. Se detuvo un momento.
Infiernos... ¿cómo no lo había pensado antes?
Tenía una pista, al menos una. Y podía permitirle llegar bastante lejos.
La propia niña se la había indicado antes de morir.