Читать книгу Historia de Dios en una esquina - Francisco González Ledesma - Страница 14
10 LA MIRADA DE LA GATA
ОглавлениеMéndez, que estaba dentro, con las manos sobre las rodillas, meditando en posición de abad, no llegó a oír ni siquiera el leve chasquido que producen los silenciadores. Y era natural, porque el disparo, aunque fuese de arma larga, se acababa de producir al otro lado de la calle. Pero se dio cuenta de que algo ocurría cuando, gracias a la luz que desde el salón se proyectaba sobre la terraza, vio que todo el cuerpo de Marquina daba un salto terrible y luego se desplomaba hacia atrás. Y cuando oyó, sobre todo, que la nena lanzaba un gritito sordo y entraba de nuevo en el salón, cayendo de rodillas y poniéndose así a moverse frenéticamente, igual que una gata.
Los pensamientos de Méndez, que como se sabe siempre han sido impuros, se detuvieron primero en la falda de la mujer, que al alzarse mostraba las piernas de su dueña precisamente por la parte posterior, que suele ser la más carnosa y la que más excita a sodomitas, onanistas y otros hombres piadosos. Luego los pensamientos de Méndez se centraron en los movimientos frenéticos de la mujer, que queriendo huir de algo se acercaba a gatas a él, como si a aquella altura quisiese encontrar —desde luego inútilmente— algo que valiese la pena. Por fin la atención de Méndez se concentró en la cara de la ninfa. Era una cara que reflejaba el más absoluto horror.
Méndez farfulló:
—Pero ¿qué pasa?
—Lo han matado...
—Oye...
—¡Por favor, déjeme salir de aquí! ¡Déjeme salir de aquí!
La chica estaba elevando la voz, a punto de sufrir una crisis nerviosa. Bruscamente, se había puesto en pie. Méndez le dio un empujón poniendo la mano entre los dos pechos, la hizo caer sobre el diván y corrió hacia la terraza.
Eso de que Marquina estaba muerto era la más absoluta verdad. Estaba caído de espaldas en la terraza, y su frente exhibía con claridad el terrorífico impacto. Méndez calculó enseguida que el disparo tenía que haber sido hecho con un arma larga de precisión, seguramente dotada de mira telescópica, ya que de lo contrario no se entendía una puntería tan perfecta. Y la bala debía ser de punta blanda, porque no había atravesado el cráneo sino que se había desintegrado en él.
Los ojos expertos de Méndez captaron en cuestión de segundos algunos detalles más. Por ejemplo, el ángulo de tiro. A Marquina no podían haberle disparado, por supuesto, desde el centro de la calle, donde el tirador estaría como en un escaparate. Tampoco desde la acera de su casa, porque el cañón del arma habría tenido que estar muy elevado. Casi como un mortero. La visibilidad de la figura de Marquina, además, habría sido muy escasa, mientras que desde el otro lado del Paralelo podía resultar perfecta, gracias a la luz del salón que recortaba las figuras en la terraza. Por descontado, pensó Méndez, que el tirador había estado apostado dentro de un coche. No lo podía concebir montando guardia delante del Teatro Apolo, armado de un rifle.
Los ojos de la serpiente vieja trataron entonces de escrutar los coches. Circulaban varios, y cualquiera de ellos podía ser el del asesino. Porque resultaba evidente que, inmediatamente después del disparo, el tío se habría largado de allí, y ahora podía estar rodando a poca distancia. Imposible adivinar cuál era.
Entonces Méndez entró en el piso. Tenía un solo pensamiento: «Cabrón de Martín. No confiabas en que yo hiciese caer a Marquina y has terminado la venganza por tu cuenta». Pero el gemido de la nena borró sus pensamientos. Ella lloraba entrecortadamente y se había puesto las manos en los pechos, como si temiera que se le cayesen.
Méndez preguntó:
—¿Desde dónde han disparado?
—Me ha parecido que... desde un coche.
—¿Tú estás bien?
—¡Yo me voy inmediatamente! ¿Oye? ¡Me voy inmediatamente! ¡No puede retenerme aquí! ¡Yo no voy a verme metida en este lío! ¡Iba a pasar la noche entera con Marquina, pero sin cobrar! ¡Yo soy una chica de buena familia!
—Las chicas de buena familia son las que más cobran —dijo ásperamente Méndez.
—¡Váyase al infierno, poli de mierda!
—Lo siento, pero vas a tener que quedarte aquí, nena. Procuraré causarte pocas molestias. Pero eres un testigo, el único testigo.
Ella se había puesto en pie. Temblaba. Los pechos estaban estremecidos. Las caderas vibraban. La boca se abría y cerraba espasmódicamente, mostrando el paladar.
—Por favor... —susurró ella—. Dese cuenta de lo que eso significa para mí... Por favor.
Méndez hizo un gesto de resignación. Siempre había llevado muy mal camino con las mujeres. Toda su vida había sido una larga sucesión de súplicas femeninas cada vez que iba a practicar una detención. Súplicas de las pajilleras del Cine Rondas —«por favor, que no se entere mi marido»—, de las pupilas de las casas de menores —«por favor, que no se enteren mis padres»—, de las felatrices de los bares El Recreo, El Cocodrilo y El Rancho —«por favor, que no se enteren mis hijos»—. Méndez no recordaba una sola vez en que no hubiera acabado accediendo a una de esas súplicas. Por lo tanto hizo de nuevo un gesto de resignación, quizá porque se daba cuenta de que no había derecho a destrozar el futuro de una mujer de veinte años.
—Vete —dijo.
—Gra... gracias.
—¿No te dejas nada en el dormitorio?
—No.
—Espera.
—¿Qué pasa?
—Hay alguien en la puerta. Tengo que decirle que te deje pasar.
Méndez abrió. En efecto, Gallardo estaba junto al ascensor, esperando, con el cuerpo tenso y las facciones ligeramente crispadas. Miró con sorpresa a la hermosa mujer que estaba apareciendo detrás del policía.
—¿Qué es todo esto, Méndez?
—Déjala salir.
—¿Hay problemas?
—No, ninguno. Por favor, acompáñala hasta abajo y no te separes de su lado hasta que tome un taxi.
—De acuerdo... Lo que usted diga.
Cuando las figuras hubieron desaparecido, Méndez volvió al interior del piso y echó un vistazo al dormitorio. Por el aspecto de la cama, la pareja no había estado leyendo precisamente las obras completas de Antonio Machado. Pero no vio ningún objeto olvidado por la chica, de cuya presencia no pensaba hablar a nadie. Luego salió de nuevo a la terraza, oteó el Paralelo y se dio cuenta de que todo respiraba la más absoluta normalidad. Por el lado del puerto empezaba a insinuarse una claridad lunar y turbia que invitaba no a levantarse, sino a meterse en la cama con la mayor urgencia. Un autobús dejó casi enfrente la primera hornada de trabajadores cargados de mal aliento, mala leche y mal sueño. Nadie en aquel rincón del Paralelo que ya no era el de los artistas, los jubilados y los putos imaginaba siquiera que Méndez estaba a punto de pisar un muerto.
Méndez sintió, como había sentido otras veces, la rabiosa nostalgia de otro tiempo, de otra calle, de otro teatro, de otra luz, de otras tetas de mujer rompiendo el aire. Crispó los labios, apretó los puños e intentó borrar como fuera la presencia que estaba allí, flotando en la calle, la presencia de la juventud perdida. Luego entró en el piso otra vez.
Y se dio cuenta entonces, solo entonces, de que había cometido un error, un error tan infantil que resultaba inconcebible en un policía de su experiencia. Pero Méndez empezaba a saber —o más bien a intuir— que a determinadas edades uno se aburre de su propia experiencia. Apoyó ambas manos en la pared, respiró acompasadamente y lanzó una maldición.
Había dejado marchar a la mujer sin saber ni su nombre, y por supuesto sin pensar que solo ella podía haber llevado a Marquina a la muerte. Solo ella sabía que un hombre estaba esperando en un coche aparcado al otro lado del Paralelo, y por eso había hecho salir a Marquina a la terraza cuando la terraza recibía la luz del salón. ¿Casualidad? Cierto, podía ser casualidad. Pero Méndez no la aceptaba, no podía razonablemente aceptarla. Ya se estaba formando una idea de crimen, y en esa idea figuraban el rifle de Ángel Martín y el trasero de la mujer cómplice.
Fue hacia el teléfono.
Tenía que llamar a la policía, aunque la policía fuera él. Bueno, ¿era realmente él...?
Y entonces el teléfono sonó.
Fue como un chispazo.
Méndez detuvo bruscamente la mano en el aire.
Dejó que el timbre sonara tres veces más y entonces descolgó con cuidado, sin decir una palabra. La voz, que para él ya era inconfundible, de Ángel Martín, llegó hasta sus oídos como un estruendo:
—¡Marquina, maricón de mierda, tú has querido hundirme, pero todavía estoy libre! ¡En cambio a ti te van a chingar! ¡Te van a chingar, jodido! ¡Quiero que sepas que voy contra ti y que me cago en tus muertos!
Méndez sintió que la mano se le quedaba helada sobre el auricular. Infiernos... Ángel Martín creía que era Marquina el que había descolgado el aparato. Y si creía que era Marquina... ¡era porque pensaba que estaba vivo! ¡Porque no sabía nada del atentado ni de la muerte!
El asombro le impidió modular una palabra.
La voz barbotó:
—¿Qué? ¿No contestas...?
—Me temo que te has equivocado de pájaro —dijo al fin el viejo policía, haciendo un esfuerzo—. Soy Méndez.
—¿Quéeee...?
—Méndez.
—Claro... Maldita sea, no sé de qué me asombro. Es lógico que usted esté ahí. ¿Ya ha detenido a ese mal parido?
—No puedo.
—¿Cómo que no puede? ¿Qué necesita? ¿El permiso de la Conferencia Episcopal?
—Pues no, no puedo detener a Marquina porque Marquina está muerto.
Se produjo una especie de chasquido al otro lado del hilo. Al principio pareció un chasquido metálico, pero Méndez se dio cuenta de que a la fuerza tenía que haber sido la garganta de Martín.
Al fin este susurró:
—¿Dice que está... muerto?
—Sí. Acaban de asesinarlo.
—Hijos de... de...
—¿Quiénes son los «hijos de...»?
—No lo sé.
La voz reflejaba sinceridad. Era una voz borrosa, angustiada.
Méndez decidió atacar. Había resuelto no decir lo que sabía, pero a veces a un rival desmoralizado, y especialmente sorprendido, es mejor acabar de aplastarle demostrándole que lo sabes todo. Por lo tanto dijo con voz silbante:
—Óyeme bien, hijo de mala madre. Sé quién eres. Sé que te llamas Ángel Martín, que has estado en la cárcel por dinero, que has hecho esto por dinero y que necesitas el Banco de España para inyectarte droga hasta en los huevos. Voy a cazarte y como me llamo Méndez que te la voy a machacar. Pero a mi manera he respetado el pacto. He creído lo que me dijiste antes y he venido a hablar con Marquina, porque a lo mejor, hablando con Marquina, yo sabía más cosas y tú salías un poco mejor librado. Pero ese cabroncete ha muerto. Lo han matado unos «hijos de...». Ahora dime quiénes son y a lo mejor hasta podemos seguir con el pacto.
—Es que... no lo sé.
—¿Cómo...?
—Le juro que no lo sé. A mí me pagó Marquina. Pero a partir de ahí ya no puedo identificar a nadie más. A Marquina lo han liquidado para que no hablase.
—De modo que no has sido tú...
—¿Cómo voy a ser yo? A mí ese cerdo me era mucho más útil vivo que muerto.
Méndez comprendía eso perfectamente bien. Y comprendía perfectamente bien que el miedo se filtrara a toneladas en la piel de Martín. Pero no le dio ninguna pena. Todo lo contrario. Estaba deseando destrozarlo, pero destrozarlo a su manera y sin seguir ningún procedimiento legal. De modo que dijo con voz silbante:
—No han pasado las seis horas, mal parido, pero han pasado unas cuantas. Y yo me voy a olvidar de las que faltan. Tú eres inteligente, pero no te va a servir. Primero, has querido engañarme con el truco de que llamabas desde una cabina, cuando estabas llamando desde un bar. Segundo, has querido engañarme para que buscasen en las fronteras y los aeropuertos, cuando en realidad te quedabas en Barcelona. Muy listo, mamón, pero repito que no te va a servir. Voy a hacer que te follen, pero no de cualquier manera. Voy a hacer que te follen sobre el mostrador de una carnicería. No sé si has oído hablar de la vieja ley de fugas, pero te juro por mi madre que pronto vas a oír hablar de ella. Aunque puede que te dé alguna oportunidad legal, una sola, si me dices qué hay detrás de todo esto. Qué importa una pobre niña. Quién era ella. Quiero saber por qué una pobre chiquilla que aún no ha cumplido los trece años estorba en este mundo. Por qué alguien pagó para matarla.
Y añadió con un grito:
—¿Qué pasa? ¿Sabía algo que no podía saber? ¿Es que era una futura Premio Nobel? ¿Os daba miedo?
La voz de Ángel Martín sonó angustiada otra vez. Pero algo había cambiado en el tono. Méndez hubiese jurado que aquella voz ocultaba ahora la burla de una risita.
—Se va a sorprender, Méndez.
—¿Por qué?
—Esa niña no era de nuestro mundo, ni del suyo ni del mío. Se trataba de una pobre subnormal. No entendía nada, no sabía nada, Méndez.