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7 UN SOCIO DE BUENA CONDUCTA

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Todos los que estaban allí hicieron un gesto de sorpresa, de estupor, mirándose unos a otros. Nunca hubieran podido imaginar que un sonido tan rutinario, tan habitual, les produjera un sobresalto semejante.

El policía más joven musitó:

—Pero qué cuerno... ¡Si son las tantas de la madrugada...!

—Por eso mismo puede ser importante. Un momento, yo contestaré —dijo Méndez.

—¡Qué coño dice, inspector! Seguro que se equivocan. Alguien llama creyendo que esto es una casa de citas.

—Pues entonces puedo tener una oportunidad —dijo Méndez—. Todo depende del precio. Picaré alto.

Y descolgó.

Tuvo entonces la segunda sorpresa. Porque una voz masculina, seca y bien timbrada, preguntó:

—¿Inspector Méndez?

—¿De qué me conoce?

—Le he visto entrar.

—Sí, pero ¿de qué me conoce?

—Le conozco, y basta. He frecuentado los barrios que frecuenta usted. Soy un hombre de su distrito. Y ahora vamos a hablar claramente.

Méndez no estaba dispuesto a hablar claramente hasta que el otro soltara algún dato más. Por lo tanto preguntó:

—¿Dice que me ha visto entrar? ¿Desde dónde?

—Desde la calle, naturalmente. Y le estoy hablando desde una cabina pública. Ni usted puede controlar el sitio exacto de la llamada ni tiene medios para hacerlo desde ahí. Por eso no me preocupo.

Pero tenía motivos para preocuparse, pensó Méndez, porque acababa de cometer una terrible imprudencia. Las cabinas públicas que podía haber en las cercanías no eran muchas. Moviendo a los hombres con rapidez, podían atrapar a aquel tipo antes de que colgase.

Por eso Méndez hizo al inspector más joven una silenciosa y enérgica seña. Le indicó el teléfono y dibujó en el aire la forma de una cabina. Luego, con el mismo silencio, dio las órdenes con el gesto más concreto, eficaz y académico que se puede utilizar para dar una orden de esa clase. El gesto consistió en el movimiento que se hace para cortarle los testículos a alguien.

Su compañero lo entendió enseguida, ya que el corte de testículos —o el conveniente deseo de hacerlo— forma parte de las mejores tradiciones oficiales españolas. Salió disparado hacia la puerta, haciendo una seña a dos de sus hombres.

Mientras tanto, Méndez habló con voz casi jovial, intentando ganar tiempo.

—¿Ya tiene suficientes monedas? —preguntó.

—Tengo lo que me da la gana.

—Muy bien. Pues hable.

—Iba hacia la academia. Tengo la llave. Pero estaba a unos cincuenta metros de distancia cuando les he visto a ustedes llegar. Esta vez he tenido suerte. He podido frenar a tiempo.

—¿La academia es suya?

—No, no lo es. Pero tengo la llave por razones que no voy a explicarle ahora. Tampoco es tan difícil obtener un duplicado, y usted lo sabe. Ahora hacen duplicados de llaves hasta en las clínicas de venéreas.

—Y si la academia no es suya, ¿no tiene miedo de que le sorprendan entrando?

—No, porque es un sitio que no funciona. Van a traspasarlo.

Méndez contaba los segundos ansiosamente, mientras intentaba grabar en su memoria todas las inflexiones de aquella voz. Pero había algo que le interesaba aún más, y era el carácter de aquella llamada. Por lo tanto susurró:

—Así comprendo que no le diese miedo esconder aquí a la niña.

—La tuve muy poco tiempo.

—¿La mató aquí?

—Sí.

—¿Dónde están las huellas de sangre?

—Las pude limpiar. Lo hice todo en el cuarto de baño.

—Hijo de puta.

—No le estoy llamando para discutir de moral, Méndez.

—Lo que te voy a hacer a ti en un cuarto de baño cuando te atrape va a ser tan bonito que estarás echando sangre hasta que desentierren a tu madre.

—Si sigue con sus amenazas no voy a seguir hablando, Méndez. Y a usted le conviene que hablemos.

«Claro que me conviene —pensó Méndez—. Ya deben quedar muy pocas cabinas por revisar». Y murmuró:

—De acuerdo, sigue.

—Quiero un trato.

—¿Un trato por qué?

—Me han traicionado. ¿Por qué cree que está usted ahí, Méndez? ¿Porque es el más listo? ¿O porque ha tenido suerte? Mierda. Está usted ahí, Méndez, porque me han traicionado. De lo contrario, jamás hubiese encontrado el nido. Y me han traicionado porque yo no he sido listo. Eso sí que lo tengo que reconocer.

—Han sido los vestidos, ¿verdad?

—Exacto. Una vez secuestrada la pequeña, resulta que se ensució encima. Y es natural. Tenía miedo. Entonces yo hice una llamada. Necesitaba un vestido nuevo. No podía transportar el bulto si el bulto ensuciaba el coche o despedía mal olor.

«El bulto»... Jamás en su vida Méndez había tenido que contenerse tanto para no lanzar una maldición salvaje.

Pero se propuso aplicar sobre aquel tipo un catálogo de delicias en cuanto lo atrapase. Méndez era un experto. Era un aficionado al viejo arte. Conocía una serie de golpes que no había aplicado nunca, aunque ahora los aplicaría. Golpes que apenas dejan señal y que destrozan para siempre los riñones y la vejiga de un hombre. Que lo condenan mientras viva a la diálisis renal. Eso y un par de dedos bien rotos, con toda delicadeza y con toda la lentitud de los orfebres florentinos. Sacar un hueso de sitio también forma parte del viejo arte. Luego una oportuna caída por unas escaleras bien empinadas, repitiéndola un par de veces si hace falta, disfraza cualquier magulladura anterior. Méndez sentía el odio resbalando por su garganta, sentía odio líquido.

Pero el otro seguía hablando.

—Pedí un vestido nuevo —dijo—. La persona a la que llamé acordó traérmelo personalmente. No había peligro en eso. Los dos sabíamos lo que pasaba. Incluso dijo que, por si acaso, me traería dos. Si solo utilizaba uno, debía destruir el otro.

Méndez escuchaba con todos los nervios tensos.

—Sigue —musitó.

—Lo que nunca pude imaginar fue que daría la dirección en la tienda. Que los traería un recadero de la propia tienda. Eso era dejar una pista clarísima sin que yo lo supiera. La pasma acabaría encontrando esa pista y cayendo sobre mí. El principal peligro era que yo estaba confiado, que pensaba que todo había salido bien.

—Se me ocurren dos cosas —dijo Méndez.

—¿Cuáles?

—Si el que te traicionó quería que cayeses, pudo haber enviado a la policía un anónimo.

—Los papeles se analizan —dijo la voz—. Dejan huellas y pringue por todas partes. Él podía haber caído también.

—Cierto, pero igual pudo telefonear.

—Pero hubiese tenido que hacerlo a un teléfono oficial de la policía. Y allí se registran todas las voces, y la voz humana puede ser analizada.

—Eso es cierto. ¿Y si llega a llamar al domicilio particular de uno de la pasma?

—Podían haber reconocido su voz.

Méndez se puso más tenso aún.

Estaba obteniendo una serie de datos valiosísimos. Podían no ser ciertos, pero de momento los tenía. ¿Reconocer la voz?

—Bien —susurró—, he dicho que se me ocurría otra cosa.

—¿Cuál?

—¿No te diste cuenta de que el que te entregaba los vestidos no era tu compinche, sino un empleado de la tienda?

—No, porque habíamos acordado que me dejaría el paquete ante la puerta. Nada de llamar ni de tener el menor contacto conmigo. En la casa hay portero, pero es un tipo que siempre está metido en su garita y no se fija en nadie. De modo que yo encontré a una hora determinada el paquete, como habíamos acordado. Pero yo no sabía que lo había dejado allí un empleado de la tienda en lugar de mi cómplice. No podía imaginar tampoco que el cabrón de mi cómplice había dado instrucciones en la tienda para que dejasen el paquete de aquel modo.

—No tienes ninguna prueba de que las cosas hayan pasado así —dijo Méndez, sabiendo que el otro no había podido comprobar nada de lo que afirmaba.

—No, pero las cosas no han podido ocurrir de otro modo. De lo contrario, ustedes no me hubiesen encontrado tan pronto. Además, usted no lo ha negado, Méndez.

—Eso es verdad. No lo he negado.

Y volvió a mirar su reloj. ¿Qué hacían los maricas de los agentes, que no habían encontrado todavía la cabina?

—Ahora venga el trato —masculló—. A ver, escúpelo de una vez, joputa.

—Yo he sido traicionado. Mi compinche ya no me necesita y quiere enviarme al infierno.

—Pues si es uno de la bofia, podía haberte matado directamente.

—¿Por qué iba a matarme?

—Pues...

—No dé vueltas a lo que no puede ser, Méndez. Todo policía que mata a alguien necesita tener un motivo, y tal como se están poniendo las cosas necesita tener no uno, sino dos. Repito, ¿por qué iba a matarme? Yo soy un hombre de buena fama. Y tengo incluso cierto prestigio. No, no se ría, Méndez. Ningún poli podía disparar contra mí sin dar muchas explicaciones. Podía decir que yo había matado a la niña, claro. Pero ¿cómo podía él haberlo averiguado? Era igual que meterse en un círculo sin salida. Por eso resultaba mejor venderme y dejar que otros me dieran caza como a un perro rabioso.

—Los perros rabiosos merecen un respeto que no mereces tú —escupió Méndez—. Pero se me siguen ocurriendo cosas, ¿sabes? Yo soy algo mejor que un perro rabioso. Yo soy una serpiente vieja que ya no pone huevos porque tiene la menopausia. Pero se me siguen ocurriendo cosas. Por ejemplo: a ese compinche no le conviene que a ti te atrapen. Siempre puedes delatarle.

—Él sabe que no me dejaré atrapar vivo.

—Escucha, mariconazo —volvió a escupir Méndez, sin poder dominar su desprecio—: todo el mundo se deja atrapar vivo. No hay ningún asesino de niños que sea un héroe. Todos sois basura. Cuando a un tipo como tú le metes el cañón de la pistola por el culo, todos piden que no dispares. Y lo piden por su madre. De modo que menos hostias.

La voz al otro lado del hilo sonó más tranquila de lo que esperaba cuando dijo:

—Hará cosa de cinco años estuve en la cárcel, Méndez. Allí, como me sobraba tiempo, aprendí todo lo que sé.

—¿Y qué aprendiste?

—Historia.

—Pues no veo que sea tan malo.

—No se haga el idiota, Méndez. Usted sabe muy bien de qué le hablo. En las cárceles españolas no hay ley. No hay más que basura. Y hay droga. Eso sí. Droga. ¿Por qué cree que he hecho esto? Por dinero, Méndez, maldita sea su madre. Por dinero para droga. Fue allí donde la tomé por primera vez. Fue allí donde me acostumbré. Y me acostumbré tanto que compré más de la que podía pagar.

Méndez tragó saliva.

Conocía bien el cuadro.

—De modo que dejaste una buena deuda —dijo.

—Sí.

—Y no pudiste pagar...

—Con dinero, no.

—Pues ¿con qué pagaste?

El otro contestó brutalmente:

—Con el culo.

—Ya te notaba a ti algo raro —dijo Méndez con una risita de auténtico hijo de perra.

—Maldita sea su madre otra vez, Méndez. No se burle de eso. Me estuvieron dando durante un año. Al final, si necesitaba droga, ya sabía con qué tenía que pagar. Me han destrozado muchas cosas, Méndez. Ya no puedo ni sentarme en un váter. Por eso sí que no voy a volver allí. Seguro que no voy a volver allí. Y menos como asesino de una niña. En las cárceles tienen, a su manera, un cierto sentido de la justicia, Méndez. Una vez me tengan bien seguro, me volverán a hacer lo mismo. Pero con un hierro al rojo.

Méndez no sentía ninguna pena.

Comprendía que muchos sociólogos la hubieran sentido.

Pero él no.

Masculló:

—Yo pago lo que cueste el hierro.

—Méndez, estamos hablando de un trato. Le he dado toda clase de explicaciones para que comprenda que le he dicho la verdad. Pero estamos hablando de un trato.

La voz seguía siendo serena y firme. Méndez comprendió enseguida dos cosas. La primera, que hablaba con un hombre cultivado. La segunda, que no estaba bajo el síndrome de abstinencia ni nada parecido. En aquel momento su interlocutor se encontraba en perfecta calma. Y esos tipos —el viejo policía lo sabía bien— demuestran en los momentos de calma una gran inteligencia.

—Venga el trato —masculló.

—Yo le doy el nombre de mi compinche, que es el que me ha pagado por hacer esto.

—¿A cambio de qué?

—Poca cosa. Seis horas de tregua. Nada más que eso. Seis horas de tregua. Un acuerdo tan barato no lo hará con nadie.

—Tres horas te bastan para llegar a la frontera de Le Perthus —dijo Méndez.

—O a cualquier otro sitio. ¿Usted qué sabe? Puedo estar enrolado en un barco que zarpe esta noche. Puedo perderme en dirección a Portugal. Puedo vivir en Madrid con nombre falso. A mi compinche sí que lo cazará vivo, y encima él hablará por los codos, pero solo sabe el nombre que le he dado y la cantidad de droga que necesito. Nada más. No tiene idea de mis planes. Por eso le pido solamente seis horas, Méndez. Tengo bastante con eso.

—Hablas como si fuera solamente yo el que investiga. Y tienes a toda una brigada detrás de ti.

—Esa brigada no tiene ni idea de quién soy. Solo usted la tiene, ¿comprendido? De modo que son seis horas de estarse quieto. Le conviene aceptar, Méndez, porque incluso sin trato tengo todas las posibilidades para huir.

«No tienes ninguna», pensó Méndez, dando por descontado que la cabina pública estaba a punto de ser descubierta. Pero para ganar los últimos segundos que faltaban preguntó:

—¿Por qué te fías de mí?

—Porque usted respeta la palabra. Usted todavía cree en algunas cosas.

—Hijo de puta, yo no creo en nada —casi gritó Méndez, como si le hubieran lanzado a la cara el insulto más sucio del planeta.

—Por eso mismo, Méndez. Porque dice que no cree en nada. Y ahora tiene cinco segundos para contestar. ¿Hay trato o no hay trato?

—Me vas a dar igualmente el nombre de tu compinche. Lo vas a hacer porque es un ménage à trois: él te ha traicionado, tú le odias y yo me lo follo.

—Cuelgo, Méndez.

—¡Espera! Hay trato.

—Muy bien. Seis horas.

—¡El nombre!

—Inspector Marquina, de la Brigada de Información.

Y sonó un chasquido.

El interlocutor de Méndez acababa de colgar.

Méndez soltó una brutal maldición.

Pero ¿cómo era posible? ¿No habían encontrado la cabina aún? ¿Es que ya no iban a encontrarla?

Se volvió como un alucinado.

En la academia vacía, su cara era apenas una mancha de ceniza.

Unos pasos sonaban en el pasillo. El inspector más joven entró con expresión triunfante.

—Ya está, Méndez.

—¿Qué dices?

—Lo he sujetado por los cojones.

—Pero ¿al final ha aparecido el tío hablando en la cabina?

—Y tanto que ha aparecido. Casi en la última. Ha tratado de huir y le hemos dado lo suyo. De momento la nariz aplastada, un diente roto y un huevo cambiado de sitio. Un éxito, Méndez, un éxito. El tío está hecho un mapa. Ahora lo están subiendo.

Méndez aulló:

—¡Cabrito! ¡El que me hablaba ha sido más listo que vosotros y que yo! ¡Ha mencionado una cabina, pero en realidad el hijo de perra me estaba llamando desde algún bar, un topless o un sitio parecido! ¡Sabía que estábamos buscando en todas las cabinas de la zona y mientras tanto él nos daba por el saco! ¡Ahora ya es inútil! ¡Soltad al mierda que habéis detenido! ¡Seguro que estaba llamando al médico, poniéndose de acuerdo con una tía o dando una excusa a su mujer porque llegaba tarde a casa!

—Eso ha dicho, Méndez. Que estaba dando una excusa a su mujer porque llegaba tarde a casa. Y esperaba que nos lo creyéramos. Si será cabrito.

—Ni cabrito ni nada. Seguro que es verdad.

—Bueno... —El policía más joven parecía confundido—. Mientras veníamos aquí, no dejaba de farfullar: «¡Mi mujer, mi mujer! ¡En cuanto vuelva me mata!».

—Pues que vuelva y que lo maten. Dejadle libre.

—Maldita sea, ¿no quieres ni verlo? Tú eres el responsable de todo, el que ha dado la orden. ¿Vas a escurrir el bulto?

Méndez se encogió de hombros.

—No he escurrido el bulto nunca —dijo—. Así me va. Venga, enseñadme a ese macarra. Tengo curiosidad por ver qué pinta tiene el hombre con más mala suerte de Barcelona.

No hizo falta que se lo enseñasen. Al macarra lo estaban entrando ya. Méndez, que estaba colocando bien el teléfono sobre la mesa, volvió la cabeza hacia el pasillo al oír los pasos, arqueó velozmente una ceja y sintió que el teléfono resbalaba de entre sus dedos, para estrellarse contra el suelo.

El hombre con peor suerte de todo Barcelona estaba allí.

El periodista Amores casi cayó en sus brazos mientras gemía:

—¡Mééééndez!

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