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5 COMO UNA BANDERA AL AIRE

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Méndez echó de nuevo a andar, pero ahora con una mayor rapidez. Ahora, al menos, sabía que iba a alguna parte. Y captó otra vez el sonido de sus pasos de hombre solo, el milagro de su soledad. Era un sonido tranquilizador y sedante.

¿O no?

Méndez tensó un poco las orejas, como los perros, en especial los perros callejeros, que no tienen ni quien les ponga el plato a cambio de darles la lata. O sus pasos tenían eco o alguien le estaba siguiendo. Volvió a andar y sus pasos sonaron repetidos en la noche.

Había dejado atrás la marquesina del mercado y sus luces macilentas. Ahora las sombras eran más espesas, mucho más densas. Se volvió.

El hombre que estaba apenas a unos cinco metros de distancia se detuvo.

Méndez dijo:

—Hola, Gallardo.

Gallardo no iba mal vestido. Su traje era casi nuevo. Su camisa estaba limpia, o lo parecía en la penumbra, y hasta —cosa insólita en un presidiario— usaba corbata. La cara impasible, dura, como recortada a cincel, no reflejaba ningún sentimiento.

—Hola, Méndez —contestó con voz neutra.

—No me dirás que te has fugado de la Modelo con esa ropa.

—Claro que no. Pero tenía dinero para comprarme otra. Lo importante cuando te has dado el piro es que te vean vestido con ropas decentes, unas ropas que llamen poco la atención. ¿O no sabía eso, Méndez?

Estaban ahora apenas a dos pasos de distancia. Méndez susurró:

—¿Desde cuándo me sigues, Gallardo?

—Estaba espiando la tienda de mis parientes cuando le he visto entrar a usted, y entonces he decidido esperar. Total, ¿para qué dar la cara y exponerme a una escena? ¿Para tocar los cuernos del Mane? ¿Para encontrar al Piris con una mano en el culo de la Bo Derek?

—Una vez ya me habías explicado todo acerca de esa familia, Gallardo.

—Sí, pero sepa que no quiero comprometerles. Son buena gente.

—Lo son —dijo Méndez.

Gallardo se había acercado un poco más. Le temblaban las manos. Su expresión, antes dura y cerrada, se estaba haciendo ansiosa.

—No estaba la Juli, ¿verdad? —farfulló.

—No.

—¿Sabe por qué ha desaparecido?

—La verdad es que no lo sé.

Los nudillos de Gallardo crujieron. Produjeron una especie de chirrido metálico que atravesó la calle.

—En cambio yo sí que sé, Méndez —dijo Gallardo—. Ahora que estoy seguro de que la Juli ha desaparecido, sé muy bien lo que tengo que hacer.

—Buscar a Paco Robles, ¿no? ¿Y para qué?

—Para bendecirle los huevos una vez se los haya arrancado, Méndez.

—Déjame eso a mí, Gallardo. No sé si te das cuenta de que, en cuanto muevas un dedo, cometerás un terrible error. Bueno, ya lo has cometido, pero al menos no lo empeores. Matar a Robles te significará veinte años.

—Y un día.

—Y un día, Gallardo. Pero parece que no te importa mucho.

El fugitivo se acercó un poco más. Sus nudillos volvieron a sonar, pero ahora su chirrido fue mucho más largo y tenso. Solo entonces se dio cuenta Méndez de que el otro tenía en los dedos cuatro anillos unidos entre sí, cada uno con una punta de metal, formando un terrible puño de hierro.

—Mire, Méndez —masculló—, voy a decirle solo tres cosas. La primera es que, me condenen a lo que me condenen, me volveré a escapar. No es tan difícil. La segunda, que sé que usted, a su manera, me comprende, de modo que no va a ir por ahí dando soplos. Y la tercera cosa es que no me importan las otras dos, ¿sabe, Méndez? Yo solo tengo en el mundo a la Juli y el que le haya hecho algo lo paga. Yo no creo en la ley ni usted cree en la ley, de modo que vamos a por el trabajo serio. Yo busco a Robles, me lo cargo y luego me entrego. Pero no intente detenerme antes, Méndez, porque me cagaré en sus muertos. Si hace falta, me lo llevo por delante también a usted.

No hablaba en broma. Méndez lo sabía, pero no se inmutó. Mientras se encogía de hombros, dijo en un susurro:

—Me sabría mal por el seguro. Tengo uno, ¿sabes? Lo he dejado a favor de un grupo de mujeres del oficio, una asociación de arrepentidas.

—¿Y eso qué tiene de malo?

—Que no cobrarán, porque todavía no se ha arrepentido ninguna.

—Me cago en su padre, Méndez.

—Hombre, no te pongas así. Es mi forma de hablar. Además, quiero ayudarte.

—¿Qué dice...?

—Quiero ayudarte, Gallardo, me cago en la leche. ¿Por qué crees que estoy de plantón a estas horas fuera de la calle Nueva? Te he buscado para que no hicieras una barbaridad. Pero ahora vamos a hablar claro, Gallardo, vamos a hablar claro de una puñetera vez.

Lo llevó un poco más allá, a las cercanías de la Gran Vía, a un milagroso bar abierto en la calle solitaria. Era un bar con luz de neón, pizza congelada, frankfurts hechos con lo que había sobrado de los combates en Irak y un dueño que miraba el reloj incesantemente. «Después de todo, la calle Nueva no es tan mala», pensó Méndez. Pasó un brazo por encima de los hombros de Gallardo, en plan marica que se juega sus últimas oportunidades, y le obligó a beber un coñac.

—Oye —mintió—, no sé nada de tu hija, pero acabaré encontrándola porque tengo una pista. Ahora bien, esa pista la he de seguir yo solo. Tú me estorbas.

—¿Qué trata de decir, Méndez? ¿Que mientras usted mete las manos en la basura yo me he de estar quieto?

—Me estorbarías, te lo juro.

—Entonces deje que yo busque por mi cuenta.

—Durarás media hora, Gallardo. La policía es tonta y no te encontrará jamás en pleno día, con las calles llenas de gente, pero de noche es distinto. Cualquier coche patrulla que tenga tu descripción te acabará viendo. De modo que vamos a hacer un trato.

—¿Qué trato?

—Dos horas, Gallardo, ya ves. Solo te pido dos horas. Tú ahora tomas un taxi y vas al bar donde vivo. Yo mismo daré la dirección al taxista y telefonearé a la dueña para que te deje entrar en mi habitación. Es el único sitio de Barcelona donde no te encontrarán, ¿comprendes? El único. En cuanto pasen dos horas, yo voy a verte y te explico lo que tengo. No voy a engañarte, Gallardo, te juro que no voy a engañarte. ¿No puedes tener al menos dos horas de paciencia?

Era un trato razonable, y además Méndez sabía que jugaban a su favor la tensión nerviosa y el cansancio del fugitivo. Lo que no podía soportar de ninguna manera era la perspectiva de que Gallardo le acompañase al depósito de cadáveres, adonde pensaba ir a continuación, y encontrase allí a su hija. A partir de un momento así, todo sería imprevisible. De modo que musitó:

—¿Te he engañado alguna vez?

Le estaba engañando ahora, pero el otro dijo con la mirada perdida:

—No, Méndez.

—Entonces, ¿hace?

—Por favor, Méndez, no me tenga más de dos horas allí, no podré soportarlo.

Méndez lo prometió. Llamó un taxi, le dio la dirección y luego se metió en una cabina telefónica para advertir a la dueña del tugurio. Hecho esto, tomó otro taxi y se hizo llevar hasta la parte posterior del Clínico, por donde se accedía al depósito de cadáveres.

Es curioso, pero los alrededores de aquel centro de la muerte están llenos de niditos de amor que nacen, cambian, se trasladan, agonizan por falta de clientes y luego vuelven a resurgir y a tener los pasillos llenos de tíos lanza en ristre, dispuestos a lo que sea. Méndez hubiera podido señalar, solo con lo que abarcaba su vista, los emplazamientos de media docena de niditos del ay, nena. O quizá ya no existían, quizá ya no yacían en ellos señoritas de mirada melancólica y carreras en las medias, quizá los pisos habían sido traspasados y ahora dormían en ellos eficacísimos empleados de banca y matronas centinela alerta. Barcelona es hoy una ciudad donde nada dura, pensó Méndez. Ah de las casas antiguas y honorables que él había conocido, casas respetadas por los policías, bendecidas por los alcaldes y perdonadas por los canónigos, alguno de los cuales las visitaba a las horas de comer, cuando los otros clientes estaban en sus casas, diciéndole a la mujer que tenían mucho trabajo y esa noche llegarían tarde. Ah del viejo prestigio, el viejo engaño, la vieja virtud perdida. Hoy los lugares de Barcelona dedicados a la perversión social son efímeros, tienen créditos bancarios y mucha gente los visita por prescripción del médico.

En fin, Méndez había logrado distraerse de sus preocupaciones, con estos recuerdos dedicados al pasado glorioso de la ciudad. Pero cuando entró en la morgue, las preocupaciones volvieron. Estaba casi anhelante cuando vio a Padilla, uno de los empleados, leyendo un libro sobre los vinos del Penedés. A Padilla, por suerte, lo conocía. Era uno de los suyos.

Méndez leyó por encima del hombro del otro.

—Es inútil —dijo—, no podrás comprar ninguna botella de Gran Coronas del 70 que aún se pueda beber.

—Solo las tienen ya en algunos restaurantes y cobran lo que quieren —se quejó Padilla—. Eso, maldita sea, está o estuvo en el Código Penal. «Maquinaciones para alterar el precio de las cosas». Pero tengo en casa una botella de René Barbier del Centenario. Y otra que es un rioja con una etiqueta que representa a Tejero entrando en las Cortes. Menos coña. Poco a poco, y a pesar de lo que diga mi mujer, me voy a ir haciendo una vinoteca debajo de la cama. Méndez, ¿ha probado el Jean Leon?

—Es muy bueno —dijo el policía, pasándose la lengua por los labios secos—. Pero yo prefiero un priorato, siempre que no me lo hagan pagar por anticipado ni me lo den en ayunas.

Méndez se apoyó en una jamba de la puerta, captó aquel olor indefinible —olor a formol, a sangre, a agua intestinal— que llegaba desde dentro y musitó:

—Ahí tenéis una chiquilla a la que ha hecho la autopsia la doctora Eva Reus.

—Sí. Hace menos de una hora han venido otros dos policías que parece que están haciendo trámites para la identificación. Yo diría que no es cosa suya, Méndez.

—Sí y no. Además, solo quiero ver algo.

—¿Qué?

—La ropa. Supongo que no se la habrán llevado al laboratorio ni nada de eso.

Padilla se rascó una oreja, dejó el libro y susurró:

—No. Aún la tenemos ahí dentro.

—Déjame ver.

—Oiga, Méndez, pero...

—Por favor.

Méndez sabía que allí podía encontrar una prueba, encontrar una pista, un indicio, una dirección, algo. Y esa certeza se basaba en un dato que hasta poco antes no había sabido valorar. El vestido de la víctima era nuevo; se había dado cuenta de ello al descubrir el cuerpo. Por lo tanto, si había sido comprado poco antes, y si además había sido comprado en Barcelona, podía ser una señal tan clara como una bandera ondeando al viento.

Pero no esperaba tener tanta suerte. El vestido no solo era nuevo, sino que llevaba adherida su etiqueta con la composición del producto y la marca del fabricante.

—Increíble —dijo Méndez.

—¿Qué?

—Increíble que el asesino no se preocupara de borrar esa pista.

—Los maniáticos nunca se preocupan de esos detalles —dijo Padilla—. ¿Y quién, sino un maniático, puede asesinar a una niña?

—No olvides que no fue un crimen sexual, Padilla.

—Entonces una venganza.

—Sí —dijo Méndez pensando en voz alta—, pero una venganza llevada a cabo por una especie de profesional, por un tío que se ha pasado media vida en el hampa y por lo tanto no hubiera debido cometer un fallo así. No le hubiera costado nada arrancar la etiqueta. Por el género también hubiésemos averiguado de qué fabricante era, pero lo hubiésemos averiguado bastante más tarde. Y tener un margen de tiempo a favor es tan importante para un asesino que no comprendo su descuido. Pero aquí hay algo, ¿entiendes, Padilla? Al menos aquí hay algo que me permite seguir una pista.

Fue hacia la puerta, llevándose consigo el vestido. Padilla le siguió gritando:

—¡Eh, Méndez!

—Te devolveré este vestido mañana.

—No puede ser.

—Yo respondo.

—La madre que lo parió, Méndez. ¿Y de usted, quién responde?

—Te traeré una botella de albariño.

—Ya no quedan albariños. La tierra ya no da para más. Pasa como con los prioratos. La cosecha de albariño, lo que se dice albariño, solo da para dos botellas: una para el cardenal arzobispo de Santiago de Compostela y otra para el cabrón que mueve el botafumeiro. Incluso el dueño de la viña se tiene que morir de sed. De modo que nada de martingalas, Méndez.

—Tengo un Sauternes.

—Demasiado dulce. Cada vez que veo un Sauternes, pienso que tengo la obligación de untar una ensaimada.

—Un Saint-Emilion.

—No me hable de vinos gabachos que a la hora de la verdad tienen que ser reforzados con un cariñena.

—Entonces un Viña Ardanza. Y también del 70. Es mi última palabra, Padilla. La única vez que oí hacer una oferta así fue a cambio del culo de un funcionario público.

Padilla se dejó conmover.

—Yo también soy un funcionario público —se defendió de todos modos.

—Pero no pones el culo, sino el vestido de una niña.

—Trato hecho, Méndez. Mañana me lo devuelve.

Méndez lanzó una especie de gruñido.

Salió velozmente con el botín.

Pero no había hecho más que empezar. Sabía que ahora cada minuto contaba.

Abordó un taxi parado ante la puerta. El taxista, medio dormido, despertó de pronto y vio las ropas negras, la mirada negra, la cara lívida de Méndez.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Al cementerio?

—Su padre —dijo Méndez—. Lléveme a Jefatura, a la Vía Layetana. Y rápido. —Enseñó la placa—. ¿No ha visto esto? Bofia.

El otro voló por las calles de la ciudad, todavía cargadas de tráfico, sorteando coches de tíos que buscaban en cada esquina mujeres que nunca hubieran hecho la esquina, coches de matrimonios que volvían de cenar, de periodistas que no habían cenado y de abogados que a aquellas horas todavía buscaban un cliente. En Jefatura, Méndez hizo una rápida investigación, valiéndose de los medios que él, en la más sórdida comisaría de los barrios bajos, nunca hubiera poseído. Hubo que hacer tres llamadas, una de las cuales sacó de la cama —perteneciera la cama a quien perteneciera— a media delegación de Industria. Pero valió la pena, porque el fabricante estaba catalogado, era de buena fama, vivía en el paseo de la Bonanova y, según rumores, con una sola mujer.

Méndez también le telefoneó y le dijo que iba a visitarle inmediatamente. «Que me abra la puerta de la calle, oiga». Como el otro no se fiaba, Méndez le garantizó que iría en un coche oficial de la policía. Ni por esas. «No se preocupe —juró Méndez—. Usted me verá por los cristales de la puerta antes de abrir. Iré con mi placa de identificación en la boca».

Mal sitio el paseo de la Bonanova. Malos los sitios donde circula aire limpio, sin olores sociales, o sea sin esos olores que te comunican lo que ha comido la vecindad más inmediata. Allí, como máximo, se podía oler la fragancia de los limones salvajes del Caribe que las nenas se ponían en las partes íntimas. Méndez se hizo conducir hasta el paseo con aprensión, porque no estaba seguro de sobrevivir en un clima que viene marcado por la proximidad de la sierra de Collserola.

El coche se detuvo ante un edificio lujoso, en cuyo portal había luz, y Méndez —la palabra es la palabra— corrió hacia él con la placa de identificación en la boca.

Historia de Dios en una esquina

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