Читать книгу Historia de Dios en una esquina - Francisco González Ledesma - Страница 6

2 UNA HISTORIA DE NIÑOS

Оглавление

—Yo, señor, aquí donde me ve, tengo una de las especialidades culturales más serias que existen. Yo, señor, soy un especialista en culos. No se ría, no piense que cualquiera puede llegar a hablar con un cierto sentido de la verdad, o sea con un cierto sentido de la eternidad, de esa forma redondeada y multiuso que define la personalidad tan bien como la cara, los movimientos de las manos o las finísimas insinuaciones de la lengua. Yo, señor, he llegado a ser un especialista en culos por afición, por observación directa. Es decir, por querencia y afición al bicho. Pero al margen de eso, he necesitado grandes dotes de observación y estudio, de paciencia y, por supuesto, una no desdeñable intuición para el análisis de resultados y el cubicaje de volúmenes. Una adecuada definición del culo, señor, del culo ajeno, usted me entiende, requiere todo eso cuando está inmóvil como en una academia de dibujo, pero cuando se mueve exige además al observador conocimientos sobre equilibrio de masas, y al margen de eso, una puesta a punto muy exacta de las leyes de la gravedad y, sobre todo, de las leyes del péndulo. Un culo en movimiento, es decir, ambulante, dotado del necesario balanceo, constituye uno de los fenómenos más dignos de observación que hay en la naturaleza. Usted habrá adivinado, señor, que me refiero exclusivamente al culo femenino, claro, porque el masculino se oculta detrás de geometrías carentes de imaginación y estímulo, y por lo tanto faltas de todo interés público. No soy tan tonto, sin embargo, para no darme cuenta de que el culo masculino se está introduciendo en la estética, la política y la banca, y que en el terreno comercial tiene, o va a tener, una eficacia demoledora.

Reus, el viejo periodista, hizo una pausa y miró las Ramblas desde la ventana que estaba junto a la mesa, aquella ventana del Círculo del Liceo casi acariciada por las ramas de los árboles, las alas de los pájaros y las manos de la noche, que le habían dado carácter año tras año. Chocó su copa con la de Méndez y ambos bebieron en silencio, sabiendo que estaban en un mundo, el del Liceo, donde nada les pertenecía. Méndez se atrevió a decir:

—Curiosa disciplina la del culo humano considerado como un arte, amigo mío. Pienso que alguien debería escribir sobre eso una tesis doctoral de lo más profunda. Tengo la sensación de que, dada la evolución de las costumbres, el culo masculino está expuesto a peligros innumerables y a asechanzas delicadísimas. ¿Qué le impide, por lo tanto, cuando es virgen, considerarlo como un objeto ético? Pero si usted me habla de estética, le diré que siempre me ha parecido, como simple observador callejero, claro, que el culo de los hombres está mejor construido que el de las mujeres. Porque es más firme, más ajustado y sobre todo más alto. El trasero femenino, incluido el de Venus, está sometido a unas leyes muy curiosas que son las leyes de la languidez. Habrá observado que tiende a caerse, y en consecuencia no ofrece ninguna garantía de buen uso.

—El culo femenino, eso es verdad, tiene enormes defectos estructurales —decretó Reus, el viejo periodista, interlocutor de Méndez—, pero es una obra de arte. Tiene el defecto de la languidez, claro, pero en cambio tiene las virtudes de la generosidad, la morbidez, la amplitud y la abundancia, sobre todo la abundancia. Todas esas virtudes lo hacen enormemente sugestivo, lo convierten en el refugio más acogedor que pueden encontrar los distintos atributos viriles, entre los que no desdeño una dentadura sana. Pero permítame insistir en la virtud de la abundancia, amigo Méndez, en su generosidad visual —le brillaron los ojillos—, en su amplitud esférica y su tan probada eficacia neumática. Yo no sé por qué las mujeres se avergüenzan de sus culos y los someten a privaciones y a bandos de guerra para que no crezcan. Es un error histórico que tendrá gravísimas consecuencias para la Humanidad, porque acabará matando la afición, cosa que ya empieza a suceder, y no nacerá gente.

Méndez dijo que sí y volvió a mirar desde su ventana las Ramblas sector semicanalla —el canalla lo situaba él un poco más abajo, en las cercanías del monumento a Pitarra, quien en horario de cinco de la tarde a cinco de la madrugada perdonaba desde su asiento los pecados de la ciudad— y contempló sus edenes conocidos: El Café de la Ópera, el Llano de la Boquería, la entrada a Cardenal Casañas, aledaño de la calle Roca, donde en otro tiempo hubo mujeres dispuestas a todo, excepto a no cobrar. Méndez recordaba a algunas: la Chus, que siempre llevaba la misma bata; la Nieves, que rezaba antes de entrar en la habitación, y la Mae, que pretendía taparse con dos medallas un enorme lunar con pelo. Luego su mirada se deslizó sobre las cabezas de los chorizos más habituales, los drogatas, los moros, las mujeres que iban a hacer esquina en San Pablo y los macarras que las guiaban amorosamente hacia la tierra prometida. Extasiado ante aquel panorama de paz, Méndez se reconcilió con su espíritu.

—Yo, señor, también soy un especialista en noches —dijo el periodista Reus—. Yo he conocido diarios gloriosos y fétidos, como Las Noticias y La Publicitat, que se hacían en estas calles y en horas honorables, o sea después de las dos de la madrugada. En épocas mucho más recientes, como quien dice ayer, he conocido El Correo Catalán de la calle Baños Nuevos, con cucarachas en las lámparas, y el de las Ramblas, con redactores muertos de sueño que al amanecer pedían la extremaunción o la paga. Ahora se hace un periodismo de pura mañana, coincidiendo más o menos con el horario de las barberías, y eso ha significado mi muerte. Yo he conocido a un redactor histórico, Ángel Marsà, que cuando trasladaron El Correo desde las Ramblas al Ensanche entró en una especie de coma profundísimo y dejó de trabajar. Qué diría hoy, cuando se sabe que todos los periódicos acabarán haciéndose en la Zona Franca, junto a pilas de neumáticos y depósitos de pasta italiana. Pero no quiero cansarle, señor Méndez. Son cosas mías. Aquí me tiene usted, en el Círculo del Liceo, dispuesto a encontrar gente entendida que ponga a mi funeral música de Mozart.

—Usted no pertenece al Círculo del Liceo —dijo Méndez, que distinguía al primer golpe de vista la miseria urbana.

—Claro que no —contestó el viejo Reus—, y menos habiendo trabajado siempre como periodista de calle, o sea habiendo llevado una vida de lo más indigna. Nunca hubiera podido llegar a pagar ni el diez por ciento de la cuota. Pero estoy seguro de que usted tampoco pertenece al Círculo, Méndez, aunque me haya invitado a cenar en él.

—Por supuesto que no pertenezco a este centro de los aficionados a la perpetua memoria. Lo que ocurre es que hay almas bondadosas que me permiten entrar aquí como un socio más, husmear entre los cuadros de Ramón Casas que tienen en el salón, sentarme a esta mesa e invitar a un amigo a una cena. La cena la pago yo, amigo Reus, aunque estoy dispuesto a confesarle que a precio especial. Es el primer exceso que cometo desde que en mi madurez me lie con dos mujeres a un tiempo sin probar antes la resistencia de la cama.

Reus musitó:

—Gracias por la cena. Supongo que usted piensa, Méndez, que es aconsejable no morir sin haber practicado alguna obra de misericordia.

—No se preocupe: es una misericordia de fin de temporada.

—¿Por qué me ha invitado usted, Méndez? Los dos tenemos la misma edad, el mismo desencanto, la misma pobreza y la misma necesidad de que nos la levanten con una grúa. Pero ¿es ese el motivo? ¿Una conversación junto a los árboles de la Rambla? ¿No tiene que decirme nada más?

Méndez achicó los ojos.

Aquellos ojos brillantes y quietos volvieron a ser durante unos segundos los de la serpiente vieja.

—Usted, Reus, conoce profundamente la anatomía del culo —dijo con voz sibilina.

—Ya se lo he explicado: pura afición al bicho. Pero en realidad conozco la anatomía de todo el cuerpo humano. Quizá demasiado. A veces incluso estoy harto.

—Tiene usted que aguantar a su hija, ¿verdad?

—Llevo siglos aguantándola y oyéndola. Siglos enteros encontrando sus librotes en la mesa del comedor.

—¿Aún vive con usted?

—¿Y con quién quiere que viva? Una mujer que es médico forense no se casa así como así, aunque sea guapa. En primer lugar, tiene dinero y hace lo que le da la gana, o sea que se ha vuelto algo egoísta. Y es lógico, ¿no? ¿Para qué va a renunciar a su nivel de vida? En segundo lugar, Eva Reus, pese a la indignidad de su ascendencia paterna, no puede casarse con cualquiera. Necesita un hombre superior, ¿comprende?, y los hombres superiores tampoco abundan. ¿Por qué se lo decía? Ah, sí, porque se ha vuelto exigente. Y también me parece lógico, no crea. En fin, que me he ido acostumbrando a la idea de que Eva no se casará y no me dará nietos, lo cual, según se mire, es un alivio de lo más considerable. Imagínelo usted, Méndez: dentro de unos años tendría que esconderme a toda prisa, para que no me vieran, cada vez que ellos entraran en una casa de putas.

Fue a vaciar su copa de vino, pero de pronto la volvió a depositar sobre la mesa, casi con brusquedad, mientras sus ojos se hacían tan duros y penetrantes como los de Méndez.

—No me diga... —barbotó.

—¿Decirle qué...?

—Que me ha invitado usted a cenar a causa de mi hija.

—No creerá que pienso pedirle su mano —se defendió Méndez—. Debe de ser complicadísimo eso de casarse, y a un tiempo tratar de funcionar con una médico forense. Cuando uno, después de arduos trabajos, esté en lo mejor, ella es capaz de decir: «Ahora empezarán a funcionar los conductos deferentes». Mire, amigo Reus, lo único honrado que le queda al sexo es la fantasía, es decir la mentira. Si a uno le van contando la batalla, está perdido. Por eso es verdad que no me interesa en absoluto su hija como mujer, pero también es verdad que quiero hablar con ella.

—Y para eso me ha utilizado a mí.

—Hombre, Reus, usted y yo nos conocemos hace un montón de años. Hasta un tipo como yo puede invitar a cenar a un amigo.

—Maldita sea, Méndez, cuando yo, hace años, invitaba a cenar a alguien, pagando el periódico, era para sacarle información. Si lo que quiere es eso, dígalo de una puñetera vez. Pero tendrá que ser con la condición de que pida otra botella de vino.

Méndez pidió un Viña Esmeralda fresco, que se bebía solo, aunque supuso que se le indigestaría a la hora de pagar. Luego confesó:

—Quiero hablar con su hija, Reus.

—¿De qué?

—Quiero que vulnere el secreto profesional. Ya sé que en este caso el secreto profesional no existe tal vez. O quizá no sea importante. Pero de todos modos quiero que se cisque en él.

—¿A qué asunto se refiere?

Méndez dijo rápidamente:

—Eva hizo la autopsia de una niña a la que yo encontré muerta ayer.

—Y a pesar de eso a usted no le quieren informar del caso, ¿verdad?

—No.

—¿Por qué?

—Porque el asunto ha pasado a Homicidios, y yo no soy más que el último inspector de la última comisaría de barrio de Barcelona. Yo soy el hombre de las pensiones baratas, de las tiendas de gomas, de los portales con jeringuillas oliendo a orines, de las esquinas con gata en celo. Nunca me explicarán nada. Redacté un informe sobre el hallazgo y ya está. Ni siquiera un «Gracias, Méndez». Y yo no estoy dispuesto a que me dejen al margen. Por eso quiero saber todo lo que hay. Por eso quiero seguir.

—Seguir, ¿hasta dónde?

—Hasta donde sea.

—¿Por qué, Méndez?

—Por los ojos de la niña.

La mano derecha del viejo Reus estaba sosteniendo la botella de vino. De pronto aquella mano tembló. Depositó la botella sobre la mesa mientras musitaba:

—Los tenía abiertos, ¿verdad?

—Sí. Y el cielo se había metido en ellos.

—¿Qué está diciendo, Méndez?

—No sé explicarlo. Solo tuve la sensación de que el cielo se había metido en ellos. Y eso fue como un mensaje para mí.

—Solo los niños tienen ese privilegio —bisbiseó Reus—: recoger un pedacito de cielo en sus ojos.

—Quiero hablar con su hija, Reus. Necesito hablar con ella.

—No hará falta.

—¿Por qué no?

—Porque me lo ha contado todo. Me ha enseñado el informe que ha entregado a la policía, ese mismo informe que a usted no le quieren enseñar. Ya supondrá que, siendo padre e hija y además habiendo vivido siempre juntos, nos contamos nuestras cosas. Bueno, pues ella me ha dado todos los detalles. Y hasta si usted quiere, Méndez, y sin necesidad de que pague otra botella de vino, le puedo facilitar una copia del informe.

—Amigo Reus, me emociona usted. Y conste que no me emociono desde que Franco dijo en 1945 que España era una democracia orgánica.

Reus vació su vaso, produjo un chask con la lengua y murmuró:

—Pregunte lo que quiera.

—Edad.

—Doce años.

—Hijo de puta.

—Usted es partidario de la pena de muerte, ¿verdad, Méndez?

—Claro que soy partidario de la pena de muerte. Y ejecutada en garrote, un viernes de cuaresma y a manos de un verdugo de Albacete. Pero vaya usted a buscarlo. Me han dicho que profesionales tan buenos como esos ya no quedan.

—Lo que no queda es ley. Siga, Méndez.

—Nombre.

—No se sabe aún.

—¿Cómo que no se sabe aún?

—Es lógico. A mi hija le entregaron el cadáver tal como estaba, y ella sabe que no llevaba ningún documento encima. Normal, ¿no? ¿Qué coño de documentos va a llevar una niña de doce años? Y en el cuerpo no había tatuajes, claro. Ni señales especiales. Supongo que la policía ya sabe lo que tiene que hacer en esos casos.

—Sí —dijo Méndez con voz incierta—: investigar a partir de las huellas dactilares, aunque dificultará el trabajo el hecho de que esa niña no tuviera Documento Nacional de Identidad. Y husmear en las denuncias de Desaparecidos. Por cierto, si no saben quién es la niña, ¿cómo ha sabido Eva que tenía doce años?

—Por el desarrollo general del cuerpo y porque aún no se había producido ovulación. De todos modos, ese dato de la edad es solo aproximado, claro.

La mirada de Méndez se hizo más dura, más penetrante. Pareció rebotar como algo metálico en los árboles de las Ramblas, antes de volver al rostro del viejo Reus.

—¿La violaron? —preguntó de pronto.

—No.

—¿Ningún abuso sexual?

—Ninguno.

—¿Seguro?

—Mi hija no se equivocaría en una cosa así, Méndez. Y además fue lo primero que buscó.

Méndez suspiró ruidosamente.

—Me tranquiliza —susurró.

—¿Y qué más le da? Ella está muerta.

—Leches, no es lo mismo. Y hasta puede que le ahorrara al asesino lo del verdugo de Albacete. Me conformaría con uno de Sevilla, que tenían fama de simpáticos y terminaban la faena mientras contaban un chiste.

—Bueno, pues si eso le tranquiliza de alguna manera, le diré que no cometieron con ella ningún abuso sexual, Méndez. Solo la mataron, si es que eso le parece a usted poco.

—¿Cómo la mataron?

—Usted lo sabe mejor que yo, Méndez.

—Me pareció una cuchillada en el cuello —dijo el viejo policía.

—Cierto. Un navajazo certero, sin vacilaciones, tan limpio como el de un profesional. Eva dice que se utilizó la mano derecha, que el arma fue una navaja barbera, el corte iba del lado derecho del cuello de la chica al izquierdo, el asesino era más alto que la víctima, cosa natural, y para mantenerle el cuello tenso la levantó sujetándola por el pelo.

—Levantarla por el pelo... ¡Qué curioso...!

—Mi hija da este último dato como seguro, y lo ha recalcado en el informe a la policía porque sin duda el asesino se llevaría pelos de la víctima. Otros detalles anotados: a la pequeña no la mataron allí, sino que la trasladaron desde otro sitio. El cuerpo fue abandonado entre las ruinas la noche anterior probablemente. Y ahora sé que me va usted a hacer una pregunta, Méndez. Mi hija también lo pensó mientras trabajaba.

—Exacto. ¿Cómo era el sitio en que mataron a la niña?

Reus vació otra copa de vino.

—Usted sabe, Méndez, que el sitio donde ha estado un cadáver puede identificarse a través de sus ropas y de su piel —dijo—. Por lo tanto Eva, que no quería dejar ningún cabo suelto, realizó el análisis más meticuloso de su vida. ¿Qué encontró? Bueno, pues encontró las manchas producidas por los cascotes de la casa en ruinas, pero ninguna más, lo cual significa que la víctima había estado probablemente en un sitio limpio. No había tampoco suciedad en sus uñas ni en su pelo. Ni en las suelas de los zapatos, que parecían haber estado pisando alfombras. De todo eso deduce Eva que la niña pasó sus últimas horas en una habitación bastante bien instalada, donde probablemente fue asesinada. Luego un coche también limpio, y al fin aquel paisaje de cascotes y de ruinas, como si fuese un animal lanzado al vertedero.

Méndez carraspeó.

Sus ojos tenían una fijeza hipnótica.

Deslizó nuevamente la mirada por las Ramblas, como si en la luz de los quioscos, la nostalgia de las farolas, la tristeza de las ventanas y el deambular de las putas hubiese de hallar alguna respuesta.

—¿Qué más? —preguntó—. ¿Solamente ha podido saberse que estuvo en una habitación limpia y fue transportada en un coche confortable?

—No —musitó el viejo Reus—. Mi hija Eva cree haber averiguado algo más, pero esa es una impresión puramente personal, de modo que no la ha puesto aún en el informe. Ella cree que detrás de la muerte de esa chiquilla hay una historia de niños, algo que de momento se le hace inexplicable, pero que está fundado en unos cuantos detalles concretos. Por ejemplo, en las yemas de los dedos de la víctima había unos restos microscópicos de polvo, que según mi hija es polvo dejado por una barra de tiza. Por ejemplo, entre sus dientes había partículas insignificantes de goma de borrar; usted sabe que algunos pequeños las mastican. Por ejemplo, tenía en el lóbulo derecho, quiero decir en la oreja derecha, una manchita casi insignificante de color verde, que podía haber sido causada por la punta de un lápiz de dibujo. En fin, que son detalles que Eva aún no se ha atrevido a poner, porque teme que a la policía le parezcan ridículos. Pero antes de que yo saliese a cenar con usted, Méndez, poniendo en peligro mi vida, ella dijo que redactaría con todos esos detalles un complemento de informe. ¿Conclusión? Detrás de esa niña tiene que haber una historia de otros niños, Méndez. Mi hija cree que la víctima pudo ser asesinada en un sitio donde se reunían otras personas de su edad, ¿comprende? Podía haber sido un colegio. Y es que los colegios son, en mi opinión, lugares peligrosísimos y muy crueles. Lo primero que piensan los niños es que su madre los ha abandonado. Lo segundo que piensan —cosa bastante más útil— es lo buena que está la maestra.

Historia de Dios en una esquina

Подняться наверх