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CULTURA: EL NUEVO APOCALIPSIS4


En los años sesenta del siglo XX hizo fortuna el título de un libro que dio a conocer internacionalmente al semiólogo Umberto Eco. Apocalípticos e integrados en la cultura de masas (Ed. Lumen) recogía la polémica entre quienes defendían la importancia de la cultura de masas en la sociedad contemporánea y quienes la calificaban de seudocultura, afirmando que sus valores comerciales y de consumo no permitían integrarla en lo que tradicionalmente venía considerándose como cultura. La polémica no era nueva. Se trata de una constante que se viene planteando desde hace siglos en la historia de la cultura, una controversia similar a la que entre los siglos XVI y XVIII protagonizó la querella entre los Antiguos y los Modernos, la que en los años 30 del siglo XX trajo a España Ortega y Gasset con La rebelión de las masas (Espasa), reflejo asimismo de las propuestas de los filósofos de la Escuela de Frankfurt.

La publicación hace unos meses de La civilización del espectáculo (Alfaguara), el primer ensayo de Mario Vargas Llosa tras recibir el Nobel de Literatura, ha venido a renovar la polémica sobre el enfrentamiento entre las diferentes culturas presentes en nuestras sociedades.

ANTIGUOS Y MODERNOS

La querella entre los Antiguos y los Modernos fue la primera polémica registrada, primero en Italia y luego con más fuerza en Francia, entre los partidarios de la cultura antigua y los prosélitos de la modernidad, acusados por los Antiguos de promover la ruptura con el Renacimiento. En el ensayo de Marc Fumaroli Las abejas y las arañas. La querella de los Antiguos y los Modernos (Acantilado), se rescata la antigua teoría de Jonathan Swift recogida de Esopo, según la cual los Modernos se comparan con las orgullosas arañas, que extraen de su propio cuerpo y de sus excrementos el hilo con el que fabrican sus telas geométricas, trampas mortales en las que cae cautiva la víctima, mientras que los Antiguos deben su producción, como las abejas (que extraen su miel y su cera de las flores), a algo preexistente, con lo que obtienen sustancias esenciales para el gozo y la sabiduría humanas. Los Antiguos (Boileau, Racine) defendían el vigor de los genios de Grecia y Roma y criticaban la corrupción moral y política de los Modernos. Para ellos ni las obras de arte modernas ni la filosofía y la literatura alcanzaban la calidad y significación de las de la Antigüedad. Para los Modernos (Desmarets, Perrault, Fontenelle) cualquier poeta de la era cristiana era mejor que los antiguos, por estar iluminado por el Dios verdadero, ya que los de la Antigüedad estaban inspirados por falsos dioses. La alabanza del tiempo presente obligaba a los Modernos a menospreciar el tiempo pasado, mientras los Antiguos ya advertían en la cultura del siglo XVIII lo que quedaría como clásico y «lo que se desvanecerá con la moda y la efímera euforia del espectáculo».

LAS NUEVAS ARAÑAS Y ABEJAS

El libro de Vargas Llosa es una crítica feroz a la cultura actualmente dominante, una cultura basada en la banalización que, según el autor, se ha impuesto ya a nivel planetario al concepto tradicional de cultura que desde la antigüedad venían manejando las sociedades avanzadas. Frente a la cultura que trasciende el tiempo y permanece vigente durante siglos, la nueva cultura sería una cultura basada en la producción industrial masiva y en el éxito comercial instantáneo. Para los nuevos apocalípticos, los fenómenos culturales que protagonizan la vida contemporánea y las industrias del ocio y el entretenimiento llevan a conclusiones verdaderamente inquietantes en relación con la supervivencia de la alta cultura en nuestras sociedades y su sustitución por una cultura light, de consumo rápido, que busca el enriquecimiento fácil e instantáneo de sus promotores y cuyos objetivos residen únicamente en la diversión y el entretenimiento, una cultura que el sociólogo y periodista francés Frédéric Martel denomina mainstream (corriente dominante).

En su ensayo Cultura mainstream. Cómo nacen los fenómenos de masas (Taurus), Fréderic Martel aplica este término a la cultura destinada a las grandes audiencias, que puede tener una connotación positiva si se entiende en el sentido de «cultura para todos», o negativa si se considera comercial y uniforme. Esta distinción es el campo de batalla en el que en la actualidad sitúan su pensamiento autores que se podrían considerar “integrados” (en la terminología de Eco), como Alessandro Baricco o Gilles Lipovetsky, frente a otros, “apocalípticos”, como Marc Fumaroli y el propio Vargas Llosa. Fredéric Martel no se plantea el choque entre culturas ni la deriva de la alta cultura hacia los nichos en los que se refugia la selecta minoría que continúa cultivándola. Martel da por hecho que en la sociedad contemporánea la cultura mainstream es ya la única que tiene presencia en todo el mundo y ha sustituido definitivamente a la alta cultura. Para él ya se ha terminado la época en la que Borges, Cortázar, Octavio Paz o García Márquez eran los embajadores culturales de América Latina en todo el mundo. Ahora, Jennifer López, Juanes, Ricky Martin y las telenovelas han tomado el relevo utilizando estrategias comunes basadas en una fuerte inversión publicitaria. El marketing es ahora el corazón de la cultura mainstream y la crítica ya no cuenta. La difusión de un producto depende ahora más de jóvenes de 16 años con monopatines que de los críticos, porque la cultura mainstream prefiere informaciones antes que juicios. La desaparición de la crítica y su sustitución por la publicidad habría sido un fenómeno decisivo para masificar esta cultura de la frivolidad. Las opiniones se han sustituido por frases autopromocionales elaboradas por las editoriales y las productoras. Harold Bloom ha sido sustituido por Oprah Winfrey. No se trata solo de un cambio en los contenidos: es un cambio de paradigma.

Frédéric Martel ha viajado por todo el mundo para documentar la expansión de la nueva cultura. En la India, la industria del cine de Bollywood mezcla todos los géneros para llegar a una amplia masa de espectadores. En Japón, las industrias del manga y los videojuegos se han convertido en la avanzadilla de una gigantesca cultura del entretenimiento globalizado. Las telenovelas brasileñas y venezolanas no solo se han expandido por los países del Magreb y la Europa central (donde ha desaparecido la cultura rusa, antes omnipresente) sino que han servido de modelo para los “drama” coreanos y los “culebrones del Ramadán” de los países árabes.

En la Europa occidental se produce aún una cultura de calidad, que a veces llega a considerables sectores sociales, pero que no se exporta porque ya no interesa a casi nadie fuera del continente. Europa se ha convertido, además, en el primer importador de cultura mainstream, con frecuencia norteamericana. La cultura nacional de los países de la Unión Europea, según Martel, es de consumo interno en cada uno de esos países, sin que exista un intercambio efectivo, mientras la cultura mainstream norteamericana es común a todos ellos. Esta sería, además, una de las causas de la decadente presencia cultural europea en el mundo. La Cultura, con mayúsculas, ya no figura en ningún estándar internacional en materia de flujo de contenidos. Las artes plásticas, la música clásica, la danza posmoderna o la poesía de vanguardia ya no cuentan frente a los blockbusters cinematográficos, los best sellers literarios y los hits musicales. Martel advierte: Si Europa no reacciona, se verá marginada y, frente a los países emergentes, quedará sumergida.

LA CULTURA COMO ESPECTÁCULO

Retomando uno de los principios de Notas de la definición de cultura (Encuentro) de T.S. Eliot, Vargas Llosa defiende, desde un planteamiento laico (son conocidas sus posiciones agnósticas), la interrelación entre cultura y religión, al afirmar que la primera nació en Europa en el seno de las creencias religiosas relacionadas con el cristianismo. En ello coincide con George Steiner (En el castillo de Barba Azul. Aproximación a un nuevo concepto de cultura (Gedisa)), si bien este generaliza el ámbito de las religiones al señalar que la cultura nace de una aspiración a la trascendencia. Vargas Llosa culpa de la sustitución de la gran cultura por la cultura del entretenimiento en las sociedades modernas a la separación entre cultura y religión. Steiner afirma que los filósofos de la Ilustración se equivocaron al pensar que una cultura laica haría desaparecer la violencia: librado de Dios, dice, el mundo fue dominado por el diablo, como demuestra que la cultura de finales del XIX y principios del XX (dadaísmo, surrealismo, futurismo) anunciara ya el cataclismo de las dos guerras mundiales y el Holocausto: «la barbarie que hemos experimentado refleja en numerosos y precisos puntos la cultura de que procede y a la que profana».

La pantallización de la actual sociedad habría facilitado el consumo de la cultura light a nivel global y contribuido a convertir a los consumidores de cultura en consumidores de ilusiones. La entronización de los chefs de cocina y los modistos en el lugar que antes ocupaban filósofos, compositores y artistas en la escala de valores de la sociedad; la sustitución de los científicos y dramaturgos por músicos de rock y estrellas de cine en las campañas electorales de los políticos, serían algunas de las escenificaciones en las que la cultura de la banalización se habría impuesto sobre la alta cultura, y la evidencia de que la política se habría contaminado también por el espectáculo.

Como síntoma de la sustitución de la cultura auténtica por la subcultura se encuentra la subordinación sufrida por la palabra, por el texto, a manos de la imagen y de la música. Retomando el principio de Marshall McLuhan de que el medio es el mensaje, la televisión sería responsable de la banalización cultural, por su tendencia a convertir en espectáculo todos sus contenidos. De ahí el temor a que el futuro de la lectura y sus significados esté amenazado por la implantación de los nuevos soportes, fundamentalmente el e-book.

EL APOCALIPSIS DE LA NOVELA

Para Luis Goytisolo ese futuro ya está aquí. En Naturaleza de la novela (Anagrama) afirma, con Vargas Llosa, que el declive de la novela coincide con el auge de los productos audiovisuales y la pantallización de la cultura a través de la televisión, las consolas de videojuegos, el ordenador y los teléfonos móviles. El peligro de que la lectura se convierta en una actividad especializada, en algo prescindible para las mayorías, no es que constituya un riesgo para el futuro, sino que, según Goytisolo, «ya estamos en ello». El verdadero problema es que la desaparición de la lectura conduce a la desaparición de la creación literaria porque «una vocación de novelista difícilmente va a surgir en quien se ha formado en un medio donde la cultura y los conocimientos adquiridos y el empleo del tiempo libre poco o nada tengan que ver con la creación literaria». Para Goytisolo solo merecen el nombre de novela aquellos escritos que tengan una cierta calidad literaria y por eso, para este escritor, no es que la novela ya no exista, sino que lo que no existe es la buena literatura, sustituida en la actualidad por los best sellers, una literatura de consumo que propicia la infantilización y el adocenamiento del gusto. Según Goytisolo, el género de la novela ha dejado de renovarse, de abrir nuevos caminos, y quienes lo cultivan no hacen sino repetir las mismas fórmulas con mayor o menor talento. Para los apocalípticos de la literatura, la llamada crisis de la novela, que se viene manifestando desde la segunda mitad del siglo XX, está a punto de terminar con la desaparición de un género que ha durado alrededor de cuatro siglos, que se consolidó en el XIX con autores como Goethe, Stendhal, Balzac, Flaubert y Dickens, que alcanzó un gran nivel con la literatura rusa (Tolstoi, Dostoievski) y norteamericana (Melville, Henry James) y que llegó a su punto culminante en la primera mitad del siglo XX con Proust, Joyce, Thomas Mann, Kafka, Musil y la generación perdida americana (Fitzgerald, Dos Passos, Hemingway y sobre todo Faulkner). A partir de este punto, nada. La novela iniciaría un declive que en la actualidad la estaría llevando a su extinción como género.

Por el contrario, en Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación (Anagrama), Alessandro Baricco defiende los cambios en la industria del mundo editorial y afirma que hoy la literatura de calidad vende más libros que nunca, aunque la imagen que se impone a través de los media es la de las ventas millonarias de best sellers de ínfima calidad. En cuanto a la pantallización, Baricco señala que Google y los links (fenómenos comparables a lo que en su día supuso la aparición de la imprenta) son sus símbolos, mientras que la gran muralla china («una idea escrita con piedra») sería el paradigma de una cultura estática que pretende separar la civilización de la barbarie. La nueva cultura produce reality shows, hamburguesas, políticos de televisión y multitasking, ese fenómeno por el que «vuestro hijo, jugando con la Game Boy, come una tortilla, llama por teléfono a su abuela, sigue los dibujos en la televisión, acaricia al perro con un pie y silba la melodía de Vodafone», pero aporta otros valores que Baricco piensa que no debiéramos dejar pasar.

EL AUDIOVISUAL Y EL APOCALIPSIS DEL ARTE

En La cultura-mundo. Respuesta a una sociedad desorientada (Anagrama) Gilles Lipovetsky y Jean Serroy afirman que la nueva cultura ha desvanecido más que ninguna otra los límites entre la alta cultura y la cultura comercial, las fronteras que separaban el cultivo del espíritu de la banalidad con la que hoy se rellena el ocio de los ciudadanos. Una cultura en la que lo comercial es reconocido como cultural, mientras que manifestaciones auténticamente culturales como el arte y la literatura se han insertado en el comercio y solo obedecen a las reglas de la economía. A diferencia de los clásicos, los artistas y escritores de hoy tienen como objetivo ganar dinero y ser célebres. Buscan más la popularidad mediática que la gloria inmortal porque es la celebridad lo que hace subir la cotización de sus obras. Lo que parecía que debía escapar al mercantilismo (el mundo de la creación y la belleza), se hace cada vez más comercial y mediático, sustentado por las estrategias del espectáculo y la seducción. La nueva cultura llega envuelta, además, en la retórica de la simplicidad, no exige apenas esfuerzo para ser comprendida. Ha nacido para divertir, para proporcionar una evasión fácil. Una cultura que ha adquirido mayor protagonismo cuando se ha revelado como una de las producciones más rentables de todas las economías (en EE.UU., la más rentable), hasta el punto de ser uno de los objetivos prioritarios de las industrias nacionales. Como añadido, el maridaje entre la hipertecnología y el liberalismo económico ha dado como resultado un productivismo desenfrenado y una comercialización ilimitada de productos culturales de consumo, lo que ha hecho saltar las alarmas de las economías más débiles y las ha llevado a elaborar normas para protegerse de la colonización de los productos culturales extranjeros. Europa tuvo que aprobar leyes, primero de excepción cultural y más tarde de diversidad cultural, para frenar la invasión de productos audiovisuales norteamericanos, comercializados a través de viejas y nuevas pantallas.

El cine se reveló desde los primeros años del siglo XX como el producto cultural de masas de mayor impacto. Trajo consigo el nacimiento del star-system, que transformaba en estrellas a simples seres humanos cuyos valores eran los de la belleza y la seducción. El star system se trasladó con el tiempo a otros ámbitos menos glamourosos, como la política (Che Guevara), la ciencia (Einstein), el humanismo (Ghandi), el deporte (Pelé), hasta que en la actualidad ningún ámbito escapa a su dominio: la cultura de hoy está en gran parte alimentada por el vedettismo. Las industrias de mayores ingresos están ligadas a un nombre propio conocido: Michael Jackson, Madonna, Brad Pitt, Vargas Llosa, Plácido Domingo, Miquel Barceló, Naomi Campbell. Incluso ha nacido una nueva clase de vedette, el famoso, cuyo único mérito es ser conocido durante un tiempo, aunque sea para nada (Paris Hilton). El star system ha dado lugar a una prensa especializada poblada por profesionales del chisme, paparazis y videorazis, y ha llegado a su culminación con la televisión, la otra gran pantalla del siglo XX, durante cuyos últimos años hizo su aparición la tercera gran pantalla, la del ordenador, que multiplicó su impacto cuando se convirtió en soporte de internet. Después, las otras pantallas, las del GPS, la blackberry, la videovigilancia, la tableta, el teléfono multifunción… un mundo de pantallas cada vez más móviles, interconectado a través de internet, que ha desregulado el espacio-tiempo de la cultura.

La nueva cultura ha traído consigo desorientación, incertidumbre, desconcierto. La confusión ha venido a sustituir a la certeza dogmática que proporcionaban la religión y las grandes ideologías de la Historia, mientras el poder de los intelectuales ha sido desplazado por el poder de los medios. Para Lipovetsky y Serroy la cultura-mundo significa globalización de la cultura, pero no abolición de la diversidad cultural. La prueba es que en un mundo cada vez más globalizado se reivindique con más fuerza, por ejemplo, la legitimación de la idea de nación, con la multiplicación de nacionalismos regionales, identitarios y lingüísticos, y la multiplicación de países: la ONU estaba formada por 51 países en 1945; en 2008 eran ya 192. Hay un temor extendido a que se arrebate a los pueblos sus identidades y por eso los países quieren vender su diferencia, aquello que los identifica. Junto a la globalización se extiende un modelo de heterogeneización, diversidad e hibridación que enriquece las culturas, fortalece la identidad cultural de los pueblos y contribuye a su creatividad y renovación, por eso cada vez se impone con más fuerza el término glocalización, mezcla de lo global y lo local, combinación de lo universal y lo particular. La cultura-mundo ciertamente acarrea males, pero al mismo tiempo dispone de un inmenso potencial, como lo demuestra el interés por la multiculturalidad.

En el último capítulo de París-Nueva York-París. Viaje al mundo de las artes y de las imágenes (Acantilado), Marc Fumaroli arremete precisamente contra los postulados del libro de Lipovetsky y Serroy, que considera generalidades aterradoras inclinadas hacia la ciencia ficción, y propone el rechazo total de esa cultura hipermoderna, a la que califica de fundamentalista. Fumaroli se acerca en este ensayo al arte del último siglo a través de sus profundos conocimientos de la historia y de la cultura del pasado, y en algunos aspectos coincide sin embargo con los análisis de Lipovetsky, como cuando asegura que la ideología dominante actualmente es la del consumismo en una economía planetaria.

La crítica más destacable del libro de Marc Fumaroli se centra en el Arte Contemporáneo, al que contempla devorado por el marketing y convertido en un engranaje más de la producción industrial y comercial. A través del concepto de otium y de sus diversos sentidos a lo largo de la historia, hasta devenir en el actual entertainment, Fumaroli traza un panorama donde el Arte Contemporáneo, rama de esa industria global del entretenimiento, se ha ido instalando en el lugar hegemónico del mercado mundial. Lanzado en Nueva York a finales de los años 50 del pasado siglo, el Arte Contemporáneo vino a liquidar las enriquecedoras aportaciones del expresionismo abstracto de Pollock, de Rothko, de De Kooning y de Newman, cuando se trata únicamente, dice Fumaroli, de una versión industrial y bursátil de un dadaísmo aburguesado, una mercancía comercial con la etiqueta “arte”, un mero sector del mercado. Los “confusos garabatos” de Cy Twombly pintarrajeados de churretones, los “juguetes sofisticados” de Jeff Koons, los “horrores” de Louise Bourgeois, las “farsas y engañifas” del arte pop… son para Fumaroli artefactos producidos por “plásticos”, denominación que da a estos artistas: personas que han colgado los hábitos de todas las artes con el fin de subvertirlas todas a un tiempo, sin saber dibujar, ni pintar, ni esculpir, ni bailar, ni cantar… inversión caricaturesca del hombre desalienado de Marx y de su empleo del tiempo libre. Para Fumaroli, es dramático que autoridades e instituciones fomenten la presencia de este “arte” y cedan sedes como el Louvre, la capilla de La Sorbona o el Palais Bourbon para sus instalaciones y exposiciones, facilitando la transferencia al museo de los contenidos del supermercado. Gracias a este tipo de actitudes, el fenómeno de Andy Warhol y su Factory, el de los Young British Artists de Saatchi como el tiburón en formol de Damien Hirst o la cama deshecha de Tracey Emin, los cadáveres humanos disecados de von Hagens, los escándalos del Piss Christ (un crucifijo sumergido en orina) de Andrés Serrano y los pájaros y ratas embalsamadas de Jan Fabre («meando y cagando, ¡se ve que no tienen remedio!») se han instalado en el mundo del arte como los sucesores de Van Gogh, como los Leonardos de la cultura global, cuando, dice Fumaroli, no son más que el capricho de una ínfima minoría de multimillonarios. El autor critica que en el Arte Contemporáneo se trate de ver quién llega más lejos en la instalación efímera de desperdicios, de inmundicias, de abyecciones, de fotografías escatológicas… cuya posesión solo se puede permitir la clientela millonaria de los nuevos ricos de la economía global. Un arte sin arte a remolque de las industrias de la publicidad y de la cultura-entretenimiento, impostura globalizada del antiarte y de la contracultura, subproducto del gran comercio del lujo, de cuya posesión se enorgullecen los banqueros y los magnates, y que ha venido a suplantar los valores creativos de los auténticos artistas. Arte contemporáneo, señala Fumaroli, plenamente en concordancia con el mundo actual de la globalización, de la deslocalización y de los flujos migratorios, mientras las obras maestras del “arte antiguo” enterradas en sus museos, no dicen ya nada a las masas en movimiento de hoy.

4 Originalmente publicado el 28 de marzo del 2015.

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