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CULTURA EN LA ENCRUCIJADA7


En los años de tránsito entre los siglos XX al XXI hemos asistido a una revolución que va a influir de una manera decisiva en las costumbres culturales de nuestra civilización. En apenas dos décadas se ha producido un cambio trascendental en los soportes de los que se han servido las industrias culturales hegemónicas del último siglo. Primero fue la música, que pasó del vinilo al CD y luego al mp3 y a su escucha a través del streaming. Más tarde el cine, que se estableció primero en los dominios del video y del DVD y ahora campa por los mil caminos de la Red, cuya aplicación a las salas de exhibición va a suponer una verdadera revolución en los sistemas de distribución y consumo. Mientras, estos días se consolida otra importante migración: la del papel de los libros al soporte digital de los e-readers. Y todos ellos, junto con la televisión, concentrando ya su oferta en la telefonía móvil, cada vez más sofisticada y con más prestaciones. Es este un cambio que va a afectar (está ya afectando) profundamente a la sociedad en su conjunto. Las formas de consumir cultura se están alterando de una manera progresiva y están provocando un vuelco en las economías de las industrias culturales. Pero no será el económico-comercial el impacto más decisivo, aun siendo muy importante. Para lo que se entiende por cultura serán más trascendentes los cambios sociológicos que se operen en el consumo de productos culturales, en los modos de creación de esos productos y hasta en el concepto mismo de artista, un concepto que permanecía inalterado desde el Renacimiento. Si Marcel Duchamp demostró que cualquier objeto puede ser una obra de arte (como en el caso de su famoso urinario-Fountain), Joseph Beuys asegura ahora que «todo ser humano es un artista». Tanto los modos de creación de la cultura como sus creadores se acercan cada vez más al modelo copista y reproductor (I want to be a machine, decía Andy Warhol): la innovación se centra no en la calidad de las propuestas sino en la calidad de su reproducción. Además, se persigue la diversión antes que la gratificación intelectual, y tanto los creadores como las industrias se alejan cada vez más de cualquier originalidad que pueda comprometer la rentabilidad económica.

CULTURA DE CONSUMO

La Universidad de Alicante ha dedicado unas jornadas coordinadas por el profesor Virgilio Tortosa a analizar los últimos fenómenos de la cultura contemporánea. Sus planteamientos ven ahora la luz en una publicación con el expresivo título de Mercado y consumo de ideas. De industria a negocio cultural (Biblioteca Nueva), que acoge en sus páginas interesantes reflexiones de profesores, sociólogos, editores, críticos, periodistas, etc. sobre el arte, el teatro y la literatura, pero también sobre el cine, el diseño, la publicidad, la canción popular y fenómenos culturales emergentes como los videojuegos y los videoclips musicales. En una de las ponencias recogidas aquí, la profesora Fouces González advierte sobre la aparición de un nuevo mecenazgo que denomina postcapitalista, que encamina el sistema cultural hacia la uniformización comercial y la monocultura de los índices de ventas. Centra sus observaciones en la deriva del mundo de la edición, uno de los pilares sobre los que se asienta la democracia, y asegura que está destruyendo las condiciones de existencia del libro como órgano de difusión de las ideas al transformarlo en un objeto de usar y tirar, en un producto de consumo.

La rentabilidad de la literatura se basa ahora en el éxito inmediato y fugaz que provoca la vertiginosa sucesión de libros en las mesas de novedades. Añade el escritor y editor Constantino Bértolo que es el mercado el que se está apropiando de la capacidad para legitimar lo que es un producto literario, sustituyendo a instancias como «la fuerza de la cultura humanista, el aparato educativo, el peso de la tradición o las ideologías políticas de resistencia». La industria ha hecho de la fugacidad el fundamento para la supervivencia del sistema y por eso le interesa identificar calidad con índices de ventas. Así, lo más consumido y vendido termina siendo lo mejor y lo más respetado socialmente y por lo tanto es así como la cantidad se transforma en calidad.

HACIA UNA CULTURA DEL ESPECTÁCULO

Durante el siglo XX las preocupaciones sociales en relación con la cultura se centraban en los modos de explotación comercial de productos culturales y en la degradación de su calidad para conseguir un consumo mayor. Las denuncias de los intelectuales de la Escuela de Frankfurt advertían del peligro de un nuevo fascismo a través de la inyección de una cultura de la banalización impuesta a los consumidores a través de los medios de comunicación de masas. Actualmente las industrias culturales de la economía neoliberal, apoyadas en las nuevas tecnologías, han multiplicado ese riesgo. En este libro el profesor Juan Oleza señala que la industria cultural no es más que un subsistema del sistema industrial capitalista, pero su papel de conducción de las masas le coloca en un primer plano operativo. De ahí su responsabilidad social.

El sintagma Industria cultural ha de justificar su sentido en los elementos que lo componen; por una parte, el económico-comercial de su carácter de industria y por otra en el componente intelectual-creativo del término cultural. Sentado el principio de que el objetivo de la industria ha sido siempre el beneficio económico, el componente cultural ha mantenido una parcela cuya importancia varía de unas a otras industrias. Pero últimamente esa parcela se está reduciendo de manera alarmante en todas ellas: se amplía el espacio dedicado a los productos de consumo mientras se reduce cada vez más el reservado a la calidad. Simultáneamente se está imponiendo la espectacularización, siguiendo la estela marcada por el cine, un medio al que los avances tecnológicos están convirtiendo en una sucesión de sofisticados efectos especiales y de postproducción que han transformado su estética en una estética de videojuego. Sorprende que la espectacularidad se haya contagiado al mundo de las artes escénicas, donde cada vez se acusa más el efecto Fura dels Baus; al mundo de las artes plásticas, en el que para el consumidor el valor no reside ya en la contemplación de la obra de arte sino en la visita al museo-contenedor salido del diseño de un arquitecto de renombre; o al de la lectura, donde hay que estar al corriente de las listas de best sellers y donde con frecuencia el éxito del escritor se debe más a su protagonismo mediático que a la calidad de su obra.

La responsabilidad de la crítica y del periodismo cultural y su papel en la nueva sociedad es otra de las facetas que se abordan en las páginas de Mercado y consumo de ideas. Mientras en el mundo de las artes plásticas la figura del crítico apenas tiene ya influencia en la consideración de las obras, que ha pasado al comisario, a la galería y a las salas de subastas, para el profesor Ramón Acín, la crítica literaria actual está perdiendo su papel orientador al buscar sobre todo agradar a la industria editorial y carecer de formación suficiente para hacer recomendaciones al lector. Ignacio Echevarría cuenta aquí las peripecias de su defenestración como crítico literario del suplemento cultural del diario El País a raíz de una dura crítica a una novela de Bernardo Atxaga. Se interpretó en su momento que la separación de Echevarría se produjo porque su crítica lesionaba los intereses del Grupo Prisa, al que pertenece el diario y también Alfaguara, la editorial que publicó la novela, lo que el crítico viene a confirmar con su testimonio. En todo caso, Echevarría aporta un valioso elemento para la reflexión sobre la situación y el papel de la crítica en el mercado de las industrias culturales multimedia.

7 Originalmente publicado el 26 de junio del 2010.

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