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LA ILUSTRACIÓN EXTRANJERA


Tenemos una deuda de agradecimiento con la editorial Acantilado por haber difundido entre nosotros, en poco tiempo, los libros del intelectual francés Marc Fumaroli, cuya obra era prácticamente desconocida en España. Desde estas mismas páginas hemos reseñado algunos de sus ensayos (París-Nueva York-París, Las abejas y las arañas, La república de las letras) y traemos ahora la última de sus publicaciones aquí, Cuando Europa hablaba francés. Extranjeros francófilos en el Siglo de las Luces.

EL LATÍN DE LOS MODERNOS

Hubo un tiempo, efectivamente, en que toda Europa (y también en buena medida la América anglosajona) llegó a tener al idioma francés como lengua universal de la cultura, hasta convertirlo en el latín de los modernos. A ello contribuyeron sobre todo los filósofos de la Ilustración, los autores de L’Encyclopédie, pero también, en cierto modo, una serie de personajes menos conocidos, muchos no franceses, que promovieron su utilización en el mundo de las artes y de las letras. A estos últimos dedica Marc Fumaroli este ensayo que revela cómo algunos acontecimientos de la historia de aquellos siglos fueron tejidos con los hilos de la influencia del mundo de la cultura, a veces en forma de conspiraciones de sociedad que discurrían al margen del poder político. Fumaroli elabora en este libro una galería de retratos de extranjeros francófilos que a veces se entrecruzan: reyes y reinas, caudillos militares, embajadores, aventureros, grandes damas que, desde los salones en los que reinaban, influían sobre nobles, intelectuales y artistas. Todos fueron testigos de la Europa francesa del Siglo de las Luces, cuando París se convirtió en la capital del mundo.

MONARQUÍAS ILUSTRADAS

El último rey electo de Polonia, Estanislao II Poniatowski (hasta él, los reyes eran elegidos por una Dieta entre los aspirantes de las grandes familias monárquicas), fue educado por los padres trentinos, que le enseñaron el francés culto y elegante en el que escribió sus Mémoires, que Fumaroli califica de obra maestra de la lengua francesa. Una de sus primeras medidas fue invitar a Voltaire a Varsovia y enviar mensajes de amistad a intelectuales como Diderot y Friedrich Melchor Grimm. Amante en su juventud de la Gran duquesa Catalina, con el tiempo Catalina II de Rusia, que le apoyó en su elección, aunque más tarde influyó decisivamente en su caída, contagió a esta su francofilia, que la zarina practicó con vehemencia hasta el punto de adoptar en Rusia los principios de la Ilustración e importar la moda de los salones. Otro rey poderoso, Federico II de Prusia, solo quiso tener como única lengua el francés. Su hermana Sofía Guillermina también relató sus memorias en un francés del que Saint-Beuve hizo grandes elogios, como hiciera con el de Anthony Hamilton, un exiliado británico de la corte de los Estuardo. Otro de los influentes reyes europeos de aquel momento, Gustavo II de Suecia, se rindió a los encantos del idioma francés hasta el punto de crear en 1783 la Academia sueca, a partir del modelo de la Académie Française. Era un gran admirador de Voltaire y de la reina María Antonieta. Esta había tenido como amante a otro sueco, el aristócrata Hans Axel Fersen, quien, tras la revolución de 1789 consagró su actividad y su fortuna a preparar una fuga frustrada de la prisión en la que había sido encarcelada por el Terror. Tras la ejecución de la reina, su odio a la revolución le costó la vida: murió masacrado a pedradas y bastonazos al ser atacada su carroza por el populacho cuando acudía a los funerales del príncipe heredero de la corona de Suecia. Se pensaba que Fersen lo había envenenado para influir con más libertad en su padre Gustavo IV Adolfo contra la Francia revolucionaria.

UN IDIOMA PARA LA INTELECTUALIDAD

De los intelectuales de las Luces fue Voltaire quien más influencia ejerció entre los francófilos europeos y anglosajones. Catalina II de Rusia mantuvo una estrecha amistad con el filósofo, paralela a sus contactos con D’Alembert y Diderot. En una de sus cartas a Voltaire escribía: «Al leer vuestra Encyclopedie repetía lo que he dicho mil veces, que antes de vos nadie lo hizo como vos, y que dudo mucho que venga alguien después que os iguale». Por su parte, además de la zarina, Diderot mantuvo una amistad íntima con Ekaterina Románovna Vorontsova, princesa Dáshkova, cabeza del complot que apartó del poder a Pedro III, el incapaz esposo de Catalina II asesinado por Alékséi Orlov. La princesa también escribió sus memorias en francés, influida por la obra de Montesquieu, Boileau y Voltaire.

El veneciano Francesco Algarotti, crítico de arte que ejercía como uno de los corresponsales europeos de Voltaire, lo presentó a Federico II de Prusia a quien enseñó el francés académico que el rey llegó a manejar con soltura. También fue Voltaire quien hizo los mayores elogios del británico Henry Saint John, vizconde de Bolingbroke, a quien el filósofo francés dedicó su tragedia Bruto. Hombre de Estado tory, filósofo político y enemigo jurado del whig Robert Walpole, Bolingbroke llegó a tener mayor prestigio en Francia, donde se exilió de 1715 a 1725 tras la llegada al poder de Walpole, que en su propio país. En 1719 se casó con Marie Claire de Marcilly, marquesa de Villette. Otro de los extranjeros que recibieron el abrazo de Voltaire fue el bostoniano Benjamin Franklin, hijo de un humilde vendedor de velas y por ello despreciado por la aristocracia inglesa, que no apreció ni siquiera sus descubrimientos científicos. Francia acogió a Franklin con honores, quien buscó y obtuvo en este país el apoyo a la revolución americana y encabezó la delegación recibida por Luis XVI a sus promotores. Voltaire mantuvo asimismo una estrecha correspondencia con la danesa condesa de Bentinck, que lo tenía como «una divinidad a la que todo el mundo adora».

Otro filósofo que influyó sobre la aristocracia europea fue Jean Jacques Rousseau. Lord Chesterfield educó a su hijo según los principios de sus obras Emilio y El contrato social, a pesar del tradicional enfrentamiento de los whig, partido al que pertenecía, con el régimen político francés. Pero Chesterfield reconocía la superioridad de Francia, de la que adoraba sus salones, sus cenas, sus teatros, sus fiestas, sus intrigas galantes, su ciencia y sus placeres. Y no se retractó a pesar de descubrir, a la muerte de su hijo, que, pese a su educación, se había casado en secreto con una mujer undistinguished con la que había tenido dos hijos. Por su parte, el italiano Luigi Antonio Caraccioli, defensor de una Europa francesa y revolucionaria, afirmaba que el francés había proporcionado a los ingleses todos los términos científicos y artísticos.

El alemán Friedrich Melchor Grimm, uno de los mejores críticos de música y de literatura de la época, fue protegido de Catalina II. Dirigía la publicación bimensual Correspondance littéraire, philosophique et critique, considerada como la revista de las Luces, entre cuyos suscriptores figuraban, además de la zarina, Federico II, Gustavo III de Suecia, Estanislao Augusto de Polonia, el príncipe Enrique de Prusia, la princesa de Nassau-Saarbrücken, el duque de Sajonia, etc. A pesar de su origen germano, Grimm renunció a editar su revista en alemán. Perseguido por la Revolución, fue nombrado por Catalina II su ministro delegado en Hamburgo, una de las capitales de la emigración francesa.

LA POLITICA DE LOS SALONES

Desde los salones regidos por destacadas mujeres de la aristocracia se hacían y deshacían importantes acuerdos que llegaban a influir en las decisiones de los monarcas. Uno de los más destacados era el de la duquesa de Deffand, una anciana ciega que atraía a las mujeres y a los hombres con más talento de la Europa francesa. Su último amante fue Horace Walpole, veinte años más joven que ella, tercer hijo superviviente de sir Robert Walpole, el más temible enemigo de Francia. La ciega de las Luces, sobrenombre con el que se la conocía, mantuvo también una intensa correspondencia con Voltaire. En su salón se hacían y deshacían importantes tramas políticas y sociales.

Otro influyente salón era el regentado por la condesa de Albany, que se trasladó a Florencia cuando en 1792 tuvo que abandonar París. Había nacido princesa alemana y fue reina morganática por su matrimonio con Carlos Eduardo de Inglaterra, quien después de haber perdido el poder se convirtió en un borracho prematuramente envejecido que la maltrataba cruelmente. Recibió ayuda económica de la reina María Antonieta y del poeta Alfieri, con quien mantuvo un tórrido romance. Fue él quien organizó su fuga del domicilio conyugal y fue con él con quien consiguió huir in extremis de los revolucionarios, que la buscaban para ejecutarla. Se instaló en Florencia acompañada de Alfieri, aunque su amor ya no era entonces más que una ficción social. A la muerte del poeta se relacionó con el pintor François-Xavier Fabre, a quien nombró su heredero universal.

LA ENCICLOPEDIA, EL SUEÑO DEL SIGLO

El siglo XVIII fue testigo del esfuerzo más gigantesco llevado a cabo por el mundo intelectual en toda la historia de la Humanidad: la Enciclopedia, una ambiciosa compilación de todo el saber, registrada en 17 tomos, cuyos avatares narra fielmente el historiador Philipp Blom en Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales (Anagrama).

Se señala con todo merecimiento a Denis Diderot la gloria de haber llevado a cabo la empresa de editar esta obra magna del conocimiento, a la que contribuyó con artículos de botánica, mitología, geografía, filología, artes y oficios… Su nombre figura en la portada de la obra junto a de D’Alembert, inmortalizados ambos como sus autores principales. Se atribuyen méritos inmerecidos a Rousseau y a Voltaire, que apenas contribuyeron con algunos artículos, y se relega casi al olvido a otros como Chevalier de Jaucourt, quien escribió más de 40.000 entradas y dedicó su vida y su fortuna a la empresa, de la que se convirtió en su motor cuando Diderot llegó a considerarla una carga y D’Alembert ya la había abandonado como editor. Jaucourt había sido el autor de un diccionario médico en seis volúmenes en el que había invertido veinte años de su vida. No se llegó a publicar porque los originales desaparecieron en el naufragio del buque que los llevaba a la imprenta de Amsterdam, pero volcó todos sus conocimientos en las páginas del nuevo proyecto.

La Encyclopédie nació en un momento favorable para las ideas que se querían divulgar desde sus páginas, el gran cambio social que se venía manifestando a través de la secularización, la extensión de la educación, la urbanización de las ciudades y el desarrollo de la burguesía como nueva clase social en auge. En el mundo de las ideas se iba abriendo paso la filosofía de Spinoza, Descartes y Locke.

El gran mérito de los autores de la Encyclopédie fue el de enfrentarse a la Iglesia y a la Corona, a la cultura oficial y a los inamovibles principios religiosos por los que se movía la vida intelectual y social de la época, para transmitir conocimientos basados en la razón y en la ciencia, exponiéndose sin embargo a ser encarcelados o ejecutados por ello. La mayoría de los enciclopedistas eran ateos, reformadores sociales y económicos, y críticos del absolutismo monárquico. Muchos se dedicaban a la escritura y edición de panfletos ilegales, cartas filosóficas y meditaciones heréticas donde denunciaban la vida de la corte, así como de textos eróticos en los que se ridiculizaba al rey y a sus ministros, a obispos lujuriosos, curas lascivos y monjas depravadas. Una estrategia utilizada por los enciclopedistas fue la de sustentar las opiniones progresistas en fuentes de autoridad oficialmente reconocidas. Diderot había pasado de los jesuitas al jansenismo, para terminar declarándose ateo. Sus Pensées philosophiques fueron quemados en público, y tuvo suerte de que no se hiciese lo mismo con el autor, como era costumbre. Fue arrestado en vísperas de la publicación del primer volumen de la Encyclopédie por su obra Lettre sur les aveugles, y sometido a un trato tan vejatorio que, para obtener la libertad, prometió que no volvería a publicar ningún escrito sin someterlo antes a la censura, una decisión que tuvo que lamentar toda su vida, ya que nunca más pudo escribir libremente. Otro de los méritos de la Encyclopédie fue el de relegar a un segundo plano la información acerca de reyes, grandes batallas o vidas de santos a favor de la de las herramientas del trabajo, los oficios y todo lo que mejoraba la vida de los seres humanos. Las láminas estaban pobladas de dibujos de artilugios y de rostros de gente corriente, sin que ni uno solo pueda reconocerse como el retrato de un noble, un general ni siquiera un genio. Se trataba de representar a la colectividad humana trabajadora y demostrar que el valor de una sociedad radicaba en el trabajo y en la productividad. Se daban situaciones curiosas, como la entrada de la palabra rey, en la que se habla primero de «un ave de aproximadamente el tamaño de una hembra de pavo», antes de pasar a hablar de los reyes de Francia.

Los principales enemigos de la Encyclopédie fueron los jesuitas, que la atacaron con furia desde su órgano de prensa Journal de Trévoux, molestos además por no haber sido invitados a colaborar en las entradas sobre Teología, que los enciclopedistas confiaron al abbé Mallet, quien llegó a relacionarla en algún momento con la adivinación y la magia negra. Los jesuitas influyeron para que el obispo nombrara nuevos censores y no llegaron a controlar la publicación gracias a los buenos oficios de Mme. De Pompadour, la amante del rey, firme defensora de las ideas progresistas en la corte.

La Encyclopédie tuvo que enfrentarse a otros problemas como el de la oposición de los poderes políticos tras la derrota de Francia ante Prusia, dada la manifiesta simpatía de los enciclopedistas por Federico II. Este movimiento se unió a quienes pedían la supresión de la publicación por propagar el materialismo, destruir la religión, alimentar la corrupción de la moral, dudar de la existencia de Dios y de la creación del mundo, tratar a las Escrituras como un libro de ficción, ridiculizar los dogmas o identificar religión con fanatismo. El proyecto sufrió prohibiciones temporales, secuestros y censuras, además de los ataques de los vendedores de información y forjadores de rumores, los rivales literarios y los curas intolerantes. También tenían en contra al rey Luis XV, que detestaba a los intelectuales, y a buena parte de la corte de Versalles, ridiculizada y cuestionada en su legitimidad. También a la Iglesia, al Parlamento e incluso al Papa, quien había condenado la obra. También enemigos internos, como Le Bretón, que llegó a mutilar decenas de artículos sin conocimiento de Diderot. Pero todas estas acciones aumentaban el talante desafiante de los enciclopedistas y alentaban la continuidad de su trabajo. Además, había personas en puestos de poder que simpatizaban con la Encyclopédie, como el director del Comercio del Libro, Lamoignon de Malesherbes, que escondió los ejemplares y los manuscritos, que el rey había mandado secuestrar, en el único lugar que no iba a ser registrado: su propio despacho.

Fue la economía la que iba a salvar la Encyclopédie, porque editores y libreros amenazaron con publicar los últimos volúmenes en Viena o en Moscú, si se les prohibía hacerlo en Francia. La gran riqueza que había reportado a la industria editorial francesa (daba empleo a un millar de impresores, grabadores, dibujantes, encuadernadores, entre otros oficios) y el prestigio internacional de la obra, decidieron al nuevo rey, Luis XVI, a permitir que se terminara su publicación.

A pesar de sus ideas progresistas, de su anticlericalismo y de sus críticas a la política oficial, muy pocos enciclopedistas tuvieron un papel activo en la Revolución francesa, con la excepción de Alexandre Deleyre. Es verdad que en 1789 la mayoría eran de edad avanzada, y algunos habían muerto, pero, por otra parte, más que en la Revolución, los enciclopedistas confiaban en la evolución. Los revolucionarios aplastaron algunos de los valores de los enciclopedistas e incluso llegaron a ejecutar a uno de ellos, Antoine Allut, y también a Malesherbes, que había sido su protector. El objetivo de la Encyclopédie era el de la revolución intelectual más que la social y económica, así como la contribución al triunfo de las nuevas ideas sobre la intolerancia y la ortodoxia, aunque sus autores no supieran ver la llegada de la revolución industrial, cuyo germen tanto habían contribuido a plantar.

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