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CAPÍTULO IV Un sábado por la tarde, Vicente Vargas González y Felipe Aliaga jugaban pool. El pintor le preguntó al cantante si había visto a la mujer del sombrero:

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―¿La viste mientras estuve en la playa?

―No, nunca la vi.

Las bolas de la mesa chocaban entre ellas, sonando en todo el salón, y Johanna, que yacía en un rincón del local, reía cada vez que las oía.

―Necesito pasear por Puente Alto para ver si encuentro a la chica del sombrero.

―Quisiera ser… ―cantó burlesco Felipe un tema que le había oído a Jorge Negrete― la golondrina que al amanecer, a tu ventana llega para ver. ¡A través del cristal! Y despertarte muy dulcemente si aún estás dormida...

Vicente sonrió.

―No la busques, no la vas a encontrar ―dijo el cantante―. ¿Te has fijado en que cuando uno quiere que pase algo no pasa jamás? En resumidas palabras; si salgo con ganas de encontrar plata, nunca pasará. En cambio, si salgo con la mente vacía, de seguro encuentro cien pesitos.

―Necesito volver a ver el color de su aroma ―respondió el artista.

Vicente caminó por Puente Alto intentando no pensar en la mujer del sombrero, pero su mente era un caldero. Tenía dos imágenes de ella, solo dos recuerdos que paseaban por el torrente de su sangre sin detención. No comía hace días. El dinero que tenía acumulado, obtenido al realizar un par de retratos por encargo a carbón, lo gastó, casi entero, en un mendigo que necesitaba zapatos. “Lo que necesito es copete ―dijo el mendigo―, pero gracias, amigo, por los bototos”. Vicente lo dibujó. El hambre hizo que entrara a una fuente de soda. “Un Barros Luco, maestro, y una bebida”, pidió. Mientras comía, vio una partida de brisca que jugaban un feriante y un vendedor de arroz inflado en la mesa más lejana del local. El vendedor venció con una elegancia sin igual. Su victoria fue tan aplaudida y aplastante, que el feriante levantó su cuerpo de la mesa y sacó un cuchillo del porte de su antebrazo.

―¡Tú no tocas ni un billete, enanito! ―rezongó el feriante―. ¡De seguro tienes un naipe escondido en tu culo, tramposo!

El vendedor se quedó quieto como si supiera que alguien lo iba a defender.

―¡Sácale el cuchillo del cuello, conchetumare, sácaselo! ―gritó un hombre que punzaba al feriante en los riñones con un pedazo de vidrio.

Todo volvió a la calma. El feriante tomó desde el respaldo de la silla su chaqueta de cuero, se bebió el último sorbo de cerveza, ese de espuma y amargura, y se marchó en silencio. Vicente miró al vendedor de arroz inflado y le preguntó:

―¿Puedo sentarme con usted?

―Siéntese no más, mijo ―contestó el viejo.

El pintor pidió dos vasos de cerveza.

―Sé que usted es pintor, lo he visto en el centro ―dijo el vendedor―. No sé leer ni escribir, pero en memoria nadie me gana. Si acepta, vayamos a una quinta de más abajo. No quiero estar aquí.

A las seis de la tarde, ambos salieron del local. El vendedor de arroz inflado andaba en una pequeña bicicleta adornada con muchas cabezas de muñeca en el manubrio. Entraron a la quinta de recreo Santa María, un lugar amarillo según Vicente, pues había un guitarrista, de camisa abierta hasta el inicio de la panza, desatando una melodía tan aguda como un nudo de garganta, y una gorda de vestido blanco, vieja como la luna, cantando con la fuerza de un parto una tonada de Facundo Cabral.

Historia de dos partículas subatómicas

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