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EL DERECHO PENAL SUSTANTIVO Y EL PROCESO PENAL. GARANTÍAS CONSTITUCIONALES BÁSICAS EN LA REALIZACIÓN DE LA JUSTICIA (2)

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La obra que debo comentar resulta trascendente, desde mi punto de vista, por la perspectiva constitucional que el autor le confiere. El propio título resulta indicativo de las preocupaciones que dan inicio a esta obra. El derecho penal sustantivo y el procesal penal, sí. Pero antes que todo, su íntima vinculación y, como nos indica la segunda parte, enfocados desde el derecho constitucional y con la vista puesta en la realización de la justicia.

Todo ello configura un todo homogéneo e inescindible, y quizás sea esta convicción que despierta en el lector, el principal aporte del texto. Nos presenta a este todo como a un instrumento formidable para enfrentarnos al uso arbitrario del poder estatal.

Este es un enfoque que el autor no hace expreso, pero que realiza y es, sin duda, de auténtica política criminal. La idea política que dá fundamento a la existencia del poder punitivo estatal es la necesidad de proteger a los individuos contra la violencia. Incluso (casi diría sobre todo, ante el peligroso aumento de ilicitudes de esta categoría) contra la estatal o la de la mayoría.

El sistema jurídico penal fue creado para reprimir estas conductas, pero también, para limitar este poder represivo estatal. Este es el hilo conductor de esta obra. La idea de límites. En el concepto mismo de Estado de derecho (y social), se encuentra la idea del poder limitado.

El autor nos indica que “todo freno y limitación del poder es una conquista de los pueblos, y el derecho penal es la mayor y mejor limitación o frontera respecto de los jueces y tribunales” (p. 100). Por todo lo antes dicho, resulta de trascendental importancia el enfoque desde la perspectiva constitucional. Es que los límites al poder punitivo estatal surgen desde el plano superior del ordenamiento jurídico. Es en la estructura de la Constitución donde hay que buscar su recepción. Es por allí por donde debe comenzar toda interpretación que pretenda hacer razonable al orden jurídico todo.

El modo de organizar el poder estatal en materia penal de manera limitada se realiza, en la Constitución, al otorgar a estos límites la forma de garantías, que juegan a favor de los individuos. Enrique Ruiz Vadillo nos da cuenta de la importancia fundamental de la función garantista del derecho penal. A la vez ello lo lleva a relacionarlo con el derecho procesal penal, a reconocer “la extraordinaria importancia del proceso penal y de su íntima conexión con el derecho penal sustantivo hasta el punto de que resulte muy difícil, por no decir imposible, su radical separación” (p. 63). Es que solo así se puede entender al poder punitivo, en su acepción democrática. Solo en el proceso pueden cobrar vigencia los principios (postulados constitucionales) que emergen como principal herencia de este trabajo. Como reflexión de lo antes dicho puede hacerse una crítica a los actuales planes de estudio que, artificialmente, reservan a esferas diferenciadas el estudio del derecho penal sustantivo y el del proceso penal, como si ello fuera posible y no privara de su fundamental contenido tanto a uno como a otro. El autor, con el tono prudente que lo caracteriza, no llega a realizar esta propuesta. Pero debe destacarse que, desde el punto de vista político, el derecho penal sustantivo y el procesal, configuran una unidad y son totalmente dependientes entre sí para realizar una política criminal coherente. Ambos deben ligarse estrechamente en la teoría y en la práctica, el derecho procesal penal no puede alejarse del derecho penal, cuya actuación es su razón de ser. Es necesario recordar que a nadie se le hubiera ocurrido escindir a esta materia en estas dos vertientes (formal y material) hasta entrado el siglo pasado y el auge de la codificación. La unidad entre derecho penal y derecho procesal penal deviene en que ambos ámbitos normativos son reguladores del poder penal del Estado.

Sobre el análisis de estos principios-garantías descansa la parte más importante del libro. Merecen especial atención el principio de doble instancia en materia penal, que a juicio del autor no quedaría satisfecho con la posibilidad de recurrir en casación; el principio de oralidad “garantía frente al justiciable y frente a la sociedad”; el principio de inmediación; el principio de contradicción; el principio de proporcionalidad; el principio acusatorio; el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas; la presunción de inocencia; así como lo referido a la recolección de las pruebas y sus límites de injerencia a la intimidad. Finalmente aboga por la conjunción de todos estos principios, al resultar evidente su íntima conexión para la configuración de un auténtico Estado de derecho. Este interes central del jurista se revela también con la transcripción íntegra de las llamadas Reglas de Mallorca, en páginas 61 a 63.

Pero como conjunción de todos ellos, y como idea que inspira cada página, aparece el principio de humanidad. El autor se coloca en la senda de Dorado Montero y de Concepción Arenal y reivindica un tratamiento para con el acusado y para con el condenado que, aun marchando a contracorriente de las teorías hoy en boga entre quienes analizan la fundamentación de la pena, merecen un elogio por sus buenas intenciones.

Mucho dice del autor, del hombre que está detrás del libro reseñado, la perspectiva humana del derecho penal, garantista y resocializador, que se respira en cada página.

El autor recoge, a lo largo de la obra, gran cantidad de sentencias y resoluciones del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo. La jurisprudencia es el mayor apoyo que encuentra Ruiz Vadillo (un hombre vinculado desde siempre, casi, a la judicatura, como refiere en varias ocasiones) para explicar conceptos e ideas. El respeto a esta fuente hace que muchas veces no resulte lo crítico que se podría ser con algunas sentencias. También resulta criticable, desde mi punto de vista, el respeto reverencial que profesa para con las últimas instancias (que no me agrada tildar de “superiores”, como hace con insistencia el autor).

A pesar de ello, en muchas ocasiones el autor realiza tomas de postura, en cuestiones harto problemáticas, y por lo tanto con verdadera valentía. La crítica que puede formulársele en estas ocasiones es que abusa de referencias a lo “obvio”, a lo “sin duda”, o a lo “por todos conocido”. Ello resulta mucho más grave cuando lo “por todos conocido” es algo tan sensible como el plazo razonable de duración de un proceso –sobre esta cuestión merecería que se dedicara una tesis, y aun así dudo que lleguemos a conclusiones definitivas o lejos de la disputa académica y jurisprudencial-. Esto puede disculpársele al autor, en parte, al no tener esta obra grandes pretensiones académicas, y preferir un estilo diáfano y coloquial.

Entre estas posiciones vale destacar la que efectúa al referirse al debido proceso, sin dilaciones indebidas. Culmina por adoptar un mecanismo a aplicar, en estos casos, que el propio autor califica de no ortodoxo (p. 122). Propone aplicar la atenuante analógica del artículo 9, apartado 10 del CP al acusado que haya sufrido la demora indebida o darles la posibilidad a los jueces de rebajar la pena correspondiente en uno o dos grados al transcurrir un tiempo importante. Con estas soluciones pretende dar impulso tanto al legislador cuanto a los jueces pra que se ocupen del problema. La solución propuesta sea, probablemente, criticable. Pero no deja de ser importante que se preocupe por intentar encontrar una solución a este acuciante problema que afecta, principalmente, a los acusados, pero, indirectamente, a la propia justicia, ya que cuando se aleja la resolución de la causa de la fecha en que el delito se cometió, pierde la confianza de la sociedad. La justicia lenta no es justicia, y ello es advertido por el autor.

Merece aplauso también su decidida posición que indica que las diligencias probatorias nulas no pueden servir ni como “notitia criminis”. Lo contrario sería desvirtuar la razón de la existencia de las prohibiciones probatorias, privarlas de su contenido (que el Estado no puede aprovecharse de lo que él mismo ha prohibido, a la verdad solo puede arribarse por los medios y en la forma que la ley permite) y de su objetivo (desalentar la utilización de métodos ilegales de investigación).

Igualmente es loable, en mi opinión, su posición sobre una interpretación amplia del principio de oralidad y el de publicidad. En una cuestión que merece de la doctrina discusiones y donde se observan argumentos para uno y otro lado, el autor se inclina, claramente, en favor de la presencia de las cámaras de televisión, y del periodismo en general, en las vistas orales. Las audiencias deben ser públicas y ello en tanto “que todos puedan ver lo que sucede en un juicio representa uno de los controles sociales más efectivos” (p. 105).

Sin embargo, otras afirmaciones merecen la crítica de quien realiza esta reseña. Así las efectuadas en torno a la doble instancia. Es claro que esta posibilidad debe existir para el condenado, ya que para él configura una garantía. Pero no se entiende que se pueda aplicar un recurso de apelación “tradicional”, y ningún otro si la decisión fue absolutoria, sobre la decisión de un Jurado. El recurso confería la facultad al rey de revisar las sentencias de sus delegados en la administración de justicia. La doble instancia era natural en tiempos del sistema inquisitivo. Con la era moderna y los sistemas de enjuiciamiento orales (y por jurados) se hace incompatible la revisión del fallo. Aunque actualmente, y como una nueva garantía del acusado, resulta imprescindible la implementación de un nuevo juicio (ya que no se podrá valorar sobre el que ya ha sucedido), en caso de condena.

Sostener que una instancia ulterior pueda modificar la decisión soberana de un Jurado (si esta es absolutoria), es desconocerle su potestad, desconocer a los ciudadanos su participación en esta función importantísima del estado, desconfiar de ellos. Esta desconfianza, recelo sobre las opiniones diferentes (que también se revela en su inclinación a ponderar sobremanera las decisiones de tribunales “superiores”, en su rechazo al “uso alternativo del derecho” por parte de algunos jueces, etc.) queda definitivamente plasmado en su posición (que linda con lo antidemocrático para mí) de preferir la decimonónica Ley de Enjuiciamiento Criminal, de corte inquisitivo, por sobre la Ley del Jurado. Para el autor “juzgar es una operación intelectual y jurídica extraordinariamente difícil y delicada” y para ello hacen falta, a su juicio, “Jueces preparados técnicamente e independientes” (p. 115). Esta defensa, casi “gremial”, de personas que no son menos ni más humanas que el resto de los mortales, implica desconocer la participación ciudadana en el poder estatal del que siempre ha solido estar relegada (en el ejecutivo y el legislativo lo hace mediante el voto). La existencia del tribunal de jurados es también un principio-garantía frente a los abusos de poder, implica la mayor descentralización posible, antes de poner en funcionamiento el aparato coactivo estatal. Protege, finalmente, a los ciudadanos, de quedar a merced de una especie de “casta sacerdotal” que aplique un derecho convertido casi en “instrumento esotérico”, de imposible comprensión para quienes debe servir.

Tampoco estoy de acuerdo con su definición del principio de oportunidad como “la antítesis de cuanto creemos que debe configurar un buen proceso penal que realice los valores de la justicia punitiva” (p. 118). Si tomamos en cuenta que la cantidad de causas que llegan a los tribunales constituyen una ínfima proporción de los hechos denunciados, y que estos son, a su vez, muy pocos, en comparación con los hechos que podrían ser delictivos que ocurren, deberíamos preguntarnos en manos de quién está esa efectiva selección de las causas. Empíricamente está demostrado que el sistema penal se aplica tan solo a unos pocos hechos punibles ¿Realmente el autor prefiere dejar la aplicación de estos efectivos criterios de oportunidad en las víctimas, el personal policial, la selección del propio sistema judicial o en el azar? ¿O es que no se percata de lo hipócrita del criterio de persecución de todos los delitos, ante su demostrada imposibilidad? La selección que efectivamente se realiza escapa a todo control jurídico o político. La afirmación “ciega” del principio de legalidad, que se niega a advertir lo que sucede en la realidad, provoca graves disfunciones en el sistema. La selección se oculta, carece de transparencia y provoca más problemas de los que podría provocar la vigencia del principio de oportunidad.

De cualquier forma, a pesar de las críticas, es destacable, en el autor de esta obra, la permanente preocupación por la dignidad del acusado, reflejado en el tratamiento que debe dispensársele (tanto para el caso en que finalmente resulte inocente, o, incluso con más razón parece decir Ruiz Vadillo, si resulta culpable, ya que en el proceso ya comienza a ejercerse la función ejemplarizante del derecho penal).

Finalmente, la obra puede interpretarse como un doble puente entre los postulados teóricos del Estado de derecho, la ciencia constitucional y penal, y la jurisprudencia y el quehacer diario de los magistrados. Resulta un intento más que válido de sistematizar, prácticamente, el sistema de garantías que emerge de la Constitución.

Todo ello, con el mérito de encontrarse escrito con una diafanidad que facilita la comprensión y agiliza al lector, posibilitándole una lectura crítica, que no siempre coincide con las ideas del autor.

2- El derecho penal sustantivo y el proceso penal. Garantías constitucionales básicas en la realización de la Justicia, Enrique Ruiz Vadillo, Madrid, Colex, 1997. Comentario publicado en Nueva Doctrina Penal, Buenos Aires, Del Puerto, 1999/A, pp. 359 a 363.

Sobre delitos y penas: comentarios penales y criminológicos

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