Читать книгу El libro de escribir - Gabriela Bejerman - Страница 5
Prólogo
ОглавлениеEste es un libro de consignas compuestas a lo largo de años de dar talleres de escritura. Cada tanto, como buena hija de contadores, recopilaba las del último tiempo y las numeraba. Eran apuntes de instrucciones bien precisas, que después en los encuentros se ramificaban.
Cuando era chica jugaba a la maestra, en casa el pizarrón era mío y yo, tan alta como la señorita de rulos que nos dictaba esdrújulas, haciendo caer una lluvia de tildes sobre nuestros cuadernos. Con los años ejercí la docencia como si todavía estuviera jugando a la maestra o cumpliendo un deseo infantil. Dar taller se convirtió en mi trabajo, y me gusta decirlo así, con ese verbo. Dar. Preparaba la tetera y las tacitas fileteadas de dorado que mi abuela solo usaría en ocasiones especiales. Cada martes, cada jueves, eran fiestas íntimas para desenvolver tesoros temblorosos, el crudo devenir de los días hechos palabras. Después probé conducir grandes grupos que surgieron sin buscarlo. En estas embarcaciones aprendí nuevos gozos, asentándome en la confianza que recibía y el placer que me daba sorprender y volantear. Qué alegría cuando me venían esas claras visiones que provocaban del otro lado saltos de liberación. ¿Por qué la gente venía al taller? Para pedir permiso, y yo siempre decía que sí. Para saber si lo hacían bien, y yo decía: disfrutá.
De mis primeras experiencias como docente de inglés en quinto grado, aprendí a proyectar las clases. Hay algo que la pedagogía norteamericana llama warm up: un calentamiento. Al principio me parecía un poco inútil o demasiado fácil: charlar de un tema equis, por ejemplo las mascotas, o cómo te llevás con los domingos. Pero la realidad me probó que el entusiasmo es una cosa que se cocina. El público se entusiasmaba, cada quien tenía algo para decir y el calor del warm up nos fogueaba hasta que, en el instante justo, arrojaba la consigna para dar cauce a esa energía general.
Cuando iba al taller de biodrama de Vivi Tellas también hacíamos warm up. Charlábamos un buen rato mientras iban llegando los miembros del grupo. A mí me parecía que el trabajo debía empezar ya, que estábamos perdiendo el tiempo. Pero fui aprendiendo que esa era una parte sustancial del encuentro. Se llamaba “llegar”, y consistía en acercarnos todos a un fuego que prendíamos con la proximidad, con el interés por nuestros rostros ese día. Solo de esa forma íbamos dejando atrás la insistencia de nuestras preocupaciones, el peso de la calle y la rutina. Despojarnos de nosotros mismos nos permitía entrar de cuerpo entero en la clase, amalgamarnos en una transformación hacia la avidez.
Después nos levantábamos de la mesa porque venía el segundo momento del encuentro, que era bailar un buen rato, con distintos estilos que Vivi nos iba marcando. Nos elevábamos en el éxtasis ridículo de actuar como si perteneciéramos a la compañía de Pina Bausch, recién desembarcada en Buenos Aires para poner en escena una versión feminista del Martín Fierro en el teatro Colón. Mi pudor de carrera de Letras no tardaba en diluirse en un frenesí electrónico y moderno. La creación se abría a nuestros cuerpos entrados en calor. Desde ahí partía la clase, desde ese fuego risueño, de los matices del movimiento, entregados a nuestra guía sin dudar. Éramos cuerpos enteros, compactos y porosos a la vez, iniciando con entusiasmo la jornada de exploración en que seríamos médiums de nuestros sueños y pesadillas.
Para alguien dedicado a la escritura, cuyo medio es un narcisismo solitario y silencioso, la creación grupal era un oasis. Fuego refrescante, como solo una licencia poética lo puede llamar. Todos tirábamos para el mismo lado, y lo que surgía se revelaba en una trenza humana, con tiritas que se iban cruzando, ascendiendo en inspirada espiral, o como una búsqueda submarina de tesoros que iluminábamos, llevándonos los destellos hacia la superficie, para construir un museo animado, una perfo, un ritual. Este libro quiere acompañarte como si estuvieras escribiendo en comunidad, haciendo un taller.
Por esa época empecé a darme cuenta de que los textos que más me interesaban eran los que surgían de un ejercicio de gimnasia semanal que yo daba en mis talleres como antídoto contra la expresión indiscriminada de supuestos “sentimientos” (que parecían más construidos por manuales de poesía escolar que por la auténtica vida de las emociones) y contra la invención de personajes “de cartón” (identikits explícitos e inverosímiles). El ejercicio está en este libro, lo titulé “Abdominales”. Hay que consignar en un párrafo diario una escena que hayas vivido el mismo día en que escribís. Podés contar una situación ínfima, lo nimio vale oro. Lo difícil está en escribir evitando todo juicio de valor, espantando esas moscas que son las ganas de explicar, analizar o interpretar.
Más que cualquier otra cosa, me gustaba leer estos ejercicios diarios, hechos para desmitificar lo que se considera poético, para bajarle los humos al ego escritor, para esmerarnos en describir con detalle y fijar la atención en el afuera, en vez de masturbar en público un triste corazón. Gimnasia para aprender a recortar segmentos temporales en vez de resumir novelas en una carilla (mustio vicio al que fui sometida como guía de taller) y, por último, para recibir la revelación de que cualquier cosa puede convertirse en literatura, con solo ajustar el foco y ahondar, manteniendo esa mezcla de distancia e inmersión que propone la consigna y que ayuda a sostener el interés y la escritura.
Si no, aparecemos en primer plano, saludándonos desde el espejo, diciéndonos: ahí estás escribiendo otra vez, muy bien, te queda bárbaro. O bien: borrá esa porquería que estás redactando, esa oración va a morir muy pronto, ¿por qué no hacés algo genial?, ¿por qué no abandonás todo ya?
El foco ahí afuera, en esa escena diaria, nos entrena en situarnos así para escribir. Nos entrena en corrernos a la vez que entregamos cuerpo y alma, es decir, el presente de la escritura. Nada peor para quien escribe que pensar en el futuro: qué difícil lo que me queda por delante. O para atrás: los reyes de la literatura no se dignan aceptarme en su palacio, ¡pobre de mí! Nada peor que el juicio de valor en el momento de avanzar por las oraciones. Ya habrá tiempo para corregir y desmalezar, para limpiar el terreno, para reconocer los atisbos, los retoños.
Las consignas de este libro son invitaciones a bailar, a encender el fuego del warm up, pero contienen también la posibilidad de girar, de virar. Mezclar dos consignas es un ejemplo de cómo traernos las ganas. No hay una manera correcta de hacerlo, no estamos a la busca de una palmadita en la espalda. Lo que queremos es volcarnos, saltar, perdernos, vislumbrar. Buscamos el calor. Fuego, entusiasmo, sostén y cinturita para no chocar contra los míseros “No” que vienen a perturbar nuestra llama de entusiasmo, nuestra alegría creadora. Una misma consigna es muchas. Podrías realizarla más de una vez, porque el punto de partida se modifica con el tiempo, y también el estado de ánimo, los vericuetos de la mente y los sueños que andan hilando por lo bajo.
Traer agua para tu molino podría ser una buena metáfora de cómo usar este libro. No tenés que arrancarte de tu sitio, forzarte. No estás en el mal lugar. Start where you are, como dice la maestra budista Pema Chodron. Estate ahí, donde estás. Este es tu punto de partida y no otro, mejor, más lejano, ideal. No hay un escritorio perfecto, ni un día perfecto, ni un estado de ánimo sublime. Por eso, una de las consignas de este libro es “escribir el mal humor”. Solo escribiendo podrás moverte de lugar, pero sin buscarlo. No te preocupes: el sintagma, esa línea de letritas que avanzan paso a paso, que componen el tiempo, te llevará. Llevar la escritura y dejarte llevar, como si toda vos, todo vos, fueras una pareja que baila tango. Impulso y audacia. Voluntad y picardía. Qué pareja.
En una época tuve una alumnita adolescente que tomaba el taller sola porque era muy tímida. Nos encontrábamos en una gran confitería de Villa Crespo. Ella se pedía un té, yo le daba la consigna. Revolvía temblando su taza mientras pronunciaba las indefectibles palabras de cada semana: ¿y si no me sale nada?
Te parece dulce y gracioso, ves su fragilidad con una gran ternura de persona adulta y dueña de sí. Pero, ¿no te pasa igual? ¿No sentís el mismo bloque de hormigón que te impide entrar de un salto en el placer y deslizarte por las palabras? Admitamos que nos tiembla el pulso, que tenemos miedo derramar el té, de quemarnos o de que nos quede demasiado dulce.
Pero todo va a estar bien. Algo va a salir. Vas a salir de vos. Vas a entrar. Vas a moverte por las palabras, revolviendo con la cucharita aunque tiembles. Vas a seguir ese tintineo hacia tu infinito interior. Vas a tomar tu té. Vas a bailar.
Como si de la cabeza largáramos trenzas, como si las palabras se encendieran hipnóticas, tangibles. Bailemos. Que las oraciones sean moldes esponjosos donde macerar frutos, ramaje viejo y alto deseo.
¿Cuál es la felicidad de escribir? Flotar por encima de todo temor. Viajar en válvulas blandas, componiendo a tientas, por el puro placer de entrar en movimiento, sin apuro por llegar ni por escapar.
Este es el lugar donde el mundo no tiene límites. No necesitamos mecenas ni tecnologías. El viejo lenguaje dispuesto a darse vuelta ante nuestro comando. Las palabras, que fueran rabiosas de veneno, ahora se someten al delirio nuestro, al capricho de la invención. Todo puedo, digo, hago.
Este libro es el lugar donde macerar las ganas y calentar el cuerpo para lanzarnos al entusiasmo de escribir. Está hecho de consignas que pretenden guiar la búsqueda de un espacio donde las reglas ajenas caen, los miedos caducan y escribir es posible.