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Capítulo V

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La mañana que siguió a aquella noche estuvo plagada de rumores que corrieron entre Raynham y Lobourne. En el pueblo se decía que un pirómano había quemado la cosecha del granjero Blaize, de la granja de Belthorpe. Los establos habían ardido, y él mismo casi sucumbe al intentar rescatar su ganado, que había perecido casi por completo por las llamas. Raynham restó importancia al incendio atendiendo a la señorita Clare, que decía haber visto un fantasma en el ala izquierda de la abadía: una dama vestida de luto, con una cicatriz cruzándole la frente y un pañuelo ensangrentado en el pecho. ¡Una visión aterradora! No cabía duda de que la niña estaba muerta de miedo y yacía en la cama desesperada, a la espera de los médicos de Londres. Los criados amenazaban con marcharse y, para apaciguarlos, sir Austin prometió cerrar el ala izquierda, como buen caballero, pues ninguna persona decente, se decía en Lobourne, consentiría en vivir en una casa encantada.

Esta vez los rumores parecían tener una base más sólida. La pobre Clare estaba enferma, y la desgracia del granjero Blaize no era ninguna exageración. Sir Austin pidió que le informaran en el desayuno, y estaba tan deseoso de conocer el verdadero alcance del daño sufrido por el granjero que Benson bajó a inspeccionar la escena. Cuando volvió, siguiendo el malicioso consejo de Adrian, escribió un informe sobre la catástrofe que asolaba las nalgas del granjero y la aplicación de compresas frías en ciertas partes de su cuerpo. Sir Austin lo leyó detenidamente sin sonreír. Lo hizo delante de los dos jóvenes, que escuchaban con moderación, como si fuera un incidente que traía el periódico. Solo cuando el informe concretó los destrozos en la ropa y la extraña y alarmante posición en la que se encontraba en la cama el granjero Blaize, un indecoroso estornudo se apoderó de Ripton Thompson, y Richard se mordió el labio y estalló en carcajadas. Ripton se le unió, perdida completamente la compostura.

—Veo que os compadecéis de este pobre hombre —dijo a su hijo sir Austin con dureza. No vio la menor muestra de sentimiento.

Era difícil para sir Austin mantenerse inmutable con la esperanza de Raynham sabiéndole cómplice del incendio, y creyendo que había sido gratuito. Pero tenía que hacerlo, lo sabía, para que el chico se juzgara a sí mismo con justicia. Además, hay que decirlo: le complacía conocer su secreto. Le permitía actuar y, en cierta medida, sentirse como la Providencia. Le capacitaba para observar y prepararse para los movimientos de los jóvenes en la oscuridad. Por tanto, se comportó con el chico como siempre, y Richard no vio ninguna actitud en su padre que le hiciera pensar que sospechaba de él.

El joven no lo tuvo tan fácil con Adrian; este no cazaba ni pescaba. No hacía nada voluntariamente para apagar el impulso destructor, o lo que sea que alimenta la naturaleza humana. Así que, una vez en su poder, los dos culpables no iban a recibir la gentil mano de la merced, y Richard y Ripton ya habían pagado por muchas truchas y perdices desperdiciadas. Cada minuto, a Ripton le recorrían sudores fríos pensando en que podían ser descubiertos por algún comentario de Adrian. Se sentía como un pez con el anzuelo en las agallas, atrapado sin haber picado, y, por más que intentara sumergirse, estaba sometido a una fuerza mayor que lo empujaba a la superficie, momento que, le parecía, se aproximaba cuando sonaba la campana de la cena. En la velada solo se hablaba del granjero Blaize. Si cambiaban de tema, Adrian volvía a sacarlo, y su tono afectuoso hacia Ripton era como el del deportista entusiasta hacia la criatura que revela su talento y se esfuerza en que el mundo lo reconozca. Sir Austin apreciaba la maniobra y admiró la astucia de Adrian. Pero tenía que vigilar al joven abogado, pues el efecto de tanto análisis enmascarado sobre Richard empezaba a ser nocivo. Este pez también sentía el anzuelo en las agallas, pero se trataba de un lucio y nadaba en otras aguas, donde había viejos tocones y negras raíces que esquivar, y desafiaba tanto los fuertes empujones como la manipulación delicada. En otras palabras, Richard mostraba síntomas de querer refugiarse en la mentira.

—Tú conoces esas tierras, mi querido muchacho —observó Adrian—. Dime, ¿es fácil llegar al pajar sin ser visto? He oído que sospechan de un empleado que despidió el granjero.

—Yo no conozco esas tierras —replicó Richard con hosquedad.

—¿No? —Adrian fingió sorpresa—. ¿Creí que el señor Thompson dijo que ayer estuvisteis por allí?

Ripton, complacido de poder decir la verdad, se apresuró a aclarar a Adrian que no era él quien había dicho eso.

—¿No? Pero os lo pasasteis bien, caballeros, ¿verdad?

—¡Oh, sí! —farfullaron las miserables víctimas, enrojeciendo al recordar, por el tono rústico de Adrian, la primera vez que el granjero Blaize se dirigió a ellos.

—Supongo que también tú estabas anoche entre los adorados del fuego, ¿no? —insistió Adrian—. He oído que en algunos países viven mejor por la noche y que cazan con antorchas. Debe ser bonito de ver. Después de todo, el país sería aburrido si de vez en cuando un imbécil no nos deleita con un gran incendio.

—¿Un imbécil? —rio Richard, con pesar de su amigo por el atrevimiento—. No te referías a Rip, ¿no?

—¿El señor Thompson ha prendido fuego al pajar? A este paso, sospecharé de ti, querido mío. Sois conscientes, jóvenes caballeros, de que es un asunto muy grave, ¿no? En este país, los terratenientes han sido los favoritos de las leyes. Por cierto —siguió Adrian, como si cambiara de tema—, ayer conocisteis a dos caballeros en la carretera en vuestras exploraciones, a dos gitanos. Si yo fuera el magistrado del condado, como sir Miles Papworth, sospecharía de ellos. Hojalatero y labrador, creo que dijiste que eran, señor Thompson. ¿No? Bueno, digamos dos campesinos.

—Probablemente dos hojalateros —dijo Richard.

—Bueno, si quieres excluir al campesino… ¿O es que no tenía trabajo?

Ripton, con los ojos de Adrian clavados en él, balbuceó un sí.

—¿El hojalatero o el campesino?

—El campe… —El ingenuo Ripton miró a su alrededor, para ayudarse a sí mismo a decir la verdad, y de repente vio el rostro de Richard ensombreciéndose, por lo que se tragó la mitad de la palabra.

—¡El campesino! —terminó Adrian con jovialidad—. Entonces tenemos un campesino sin trabajo. Dado que hay un campesino sin trabajo y un pajar quemado, yo diría que la quema del pajar es una venganza, y que el campesino desempleado es un animal vengativo. El pajar y el campesino se yuxtaponen. Habiendo establecido los motivos, solo tenemos que probar su cercanía a cierta hora, y nuestro campesino viajará allende los mares.

—¿Ese es el castigo por quemar pajares? —inquirió Richard, horrorizado.

Adrian habló con solemnidad:

—Te rapan la cabeza. Te esposan. La dieta consiste en pan duro y cáscaras de queso. Trabajas en grupos de veinte y treinta. Te marcan como pirómano con hierro candente en la espalda con una enorme P. Los trabajos teológicos y la recreación literaria están reservados a quien se porta bien y lo merece. Considerad el destino de este pobre tipo, y a lo que empuja una venganza. ¿Sabéis su nombre?

—¿Cómo iba a saber su nombre? —dijo Richard, con una presunción de inocencia que daba pena ver.

Sir Austin apuntó que pronto se sabría, y Adrian observó que seguía tan callado como siempre, maravillándose por la ceguera del baronet ante lo evidente. No se lo diría, pues arruinaría su influencia sobre Richard; quería que le reconocieran los méritos por su criterio y devoción. Los chicos se levantaron de la mesa y, tras discutir un buen rato, acordaron un código de conducta que consistía en compadecer ante el granjero Blaize con aspavientos, para parecerse a los demás como les fuera posible a dos jóvenes malhechores, uno ya sintiendo la enorme A de Adrian devorando su espalda con la ferocidad de un águila prometeica, y aislándolo para siempre de la humanidad.

Adrian se deleitó con sus nuevas tácticas, y les empujó a lamentarse largas horas por el granjero Blaize. Hicieran lo que hiciesen, habían picado. El látigo del granjero les había reducido a criaturas que se retorcían, pero había sido comedido comparado con los retorcimientos espirituales a los que les sometió Adrian. Ripton no habría tardado en convertirse en un cobarde, y Richard en un mentiroso. A la mañana siguiente Austin Wentworth llegó de Poer Hall con la noticia de que un campesino llamado Thomas Bakewell había sido arrestado bajo sospecha del incendio provocado y estaba en la cárcel, donde sería juzgado por el magistrado Papworth. Austin miró a Richard cuando detallaba estos terribles acontecimientos. La esperanza de Raynham le devolvió la mirada, completamente tranquilo, y tuvo la sangre fría de no mirar a Ripton.

Las tribulaciones de Richard Feverel

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