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Capítulo XIII

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Era el momento, como había escrito sir Austin, de la edad magnética: la edad de la atracción violenta, cuando oír hablar del amor es peligroso, y verlo, la transmisión de la enfermedad. Los habitantes de Raynham fueron avisados por el baronet, y criticaron duramente su reputación de sabio por las órdenes que creyó adecuado difundir con el mayordomo y el ama de llaves a los demás criados, para evitar que su hijo contemplara algún indicio de pasión. Despidieron a un criado y a dos criadas cuando Benson informó que estaban inmersos o inclinándose hacia ese estado, tras lo cual renunciaron una cocinera y una lechera, aseverando que «no es que desearan hombres jóvenes, sino que era intolerable ser vigiladas por un vejestorio», refiriéndose a que el mayordomo «era demasiado para una cristiana», y se mostraron muy mezquinas al desviarse a la calamidad marital de Benson, dando a entender que algunos hombres dan con la horma de su zapato. La vigilancia de Benson se volvió tan insoportable que Raynham se habría quedado sin sus mujeres si Adrian no hubiera intervenido, advirtiendo al baronet de la mano dura que ejercía el mayordomo. Sir Austin lo reconoció con desánimo.

—¡Solo demuestra —dijo, con su espíritu de justicia— que es imposible legislar donde hay mujeres!

—Sí —dijo Adrian, cuya discreción era maravillosa.

—No pasear en parejas —siguió el baronet—, no besarse en público. Ningún chico debería ser testigo de esas cosas. Cuando los dos sexos están juntos, se comportan como idiotas, y cuando están sobrealimentados, maleducados y desocupados hay que tomar cartas en el asunto. Que se sepa que solo quiero discreción.

Se ordenó, por tanto, que la discreción reinara en la abadía. Bajo la tutela de Adrian hasta las más bellas criadas adquirieron esa virtud.

La discreción también se mantenía en la parte superior de la casa. Sir Austin, que parecía no darse cuenta del caso del vicario de Lobourne, había pedido a la señora Doria que prohibiera, o al menos lo disuadiera de sus visitas, pues el hombre era un mar de suspiros.

—¡De verdad, Austin! —dijo la señora Doria, sorprendida de encontrar a su hermano más despierto de lo que suponía—. Nunca le di esperanzas.

—Házselo ver, entonces —respondió el baronet—, házselo ver.

—Es que me entretiene —dijo la señora Doria—. Sabes que las criaturas inferiores tenemos aquí pocos pasatiempos. Confieso que preferiría un organillo; me recuerda la ciudad y la ópera, y toca más de una melodía. Sin embargo, ya que piensas que mi compañía es mala para él, no vendrá más.

Con la devoción propia de una mujer, esperaba paciente el momento en que se hablara de su hija Clare y de su futuro. El corazón maternal de la señora Doria ya había prometido a los dos primos, Richard y Clare; los veía casados y con hijos. Por eso cedía el paso a los placeres, por eso se encerraba en Raynham, por eso soportaba un millón de tonterías, exacciones, inconvenientes, cosas abominables para ella, y Dios sabe qué formas de tortura y abnegación, con la sonrisa de la más voluntariosa mártir: una madre con una hija que casar. La señora Doria, una viuda agradable, se habría casado de no ser por su hija Clare. Tenía un pelo que a cualquier mujer le encantaría tener. Era el tema de su criada: la aureola natural de su cabeza. Era feliz, ingeniosa y lo suficientemente joven para exigir un destino, ¡y renunciaba a todo por su hija! Sacrificaba, con unas tijeras heroicas, pelo, ingenio, alegría… ¡No conviene enumerar más, pero podríamos seguir! Y era única entre un millón, un millón que no obtenía recompensa del héroe, pues estima el aplauso, la condolencia, la compasión y el honor. ¡Ellas, pobres esclavas, solo deben buscar la oposición de su sexo y el desprecio del nuestro! ¡Oh, sir Austin! ¡De no haber estado tan ciego, qué aforismo podría haber redactado con ese punto de vista! A la señora Doria le dijo con frialdad, de hermano a hermana, que en la edad magnética su hija no era bienvenida en Raynham. En lugar de ofenderse, su pensamiento fue la montaña de prejuicios contra los que tenía que luchar. Hizo una reverencia y dijo que Clare necesitaba el aire del mar; no se había recuperado de aquella aciaga noche. ¿Cuánto, quería saber la señora Doria, iba a durar el peculiar período?

—Eso depende —dijo sir Austin—. Un año, quizá. Acaba de entrar en él. Me dolerá perderte, Helen. ¿Cuántos años tiene Clare?

—Diecisiete.

—Está en edad casadera.

—¿Casadera, Austin? ¡Tiene diecisiete años! Ni se te ocurra decir eso. No le robarán la juventud a mi hija.

—Nuestras mujeres se casan pronto, Helen.

—¡Mi hija no!

El baronet reflexionó un momento. No quería perder a su hermana.

—Con esa opinión, Helen —dijo—, quizá podamos arreglárnoslas para que te quedes con nosotros. ¿Qué te parecería mandarla unos meses a alguna institución, para aprender disciplina?

—¿A un sanatorio, Austin? —gritó la señora Doria, tratando de controlar su indignación.

—A algún selecto seminario, Helen. Existen.

—¡Austin! —exclamó la señora Doria, luchando contra las lágrimas—. ¡Es injusto! ¡Absurdo!

El baronet creía natural pensar que Clare debía ser estudiante o esposa.

—No puedo dejar a mi hija. —La señora Doria tembló—. Adonde vaya, voy yo. Soy consciente de que es la única de nuestro sexo, sin ningún valor para el mundo, pero es mi hija. Ya me encargaré, querido, de que no tengas queja de ella.

—Creía —dijo sir Austin— que estabas de acuerdo conmigo en la educación de mi hijo.

—Sí, en general —dijo la señora Doria, y se sintió culpable de no habérselo dicho antes y fuera demasiado tarde, que había creado un ídolo en su casa.

¡Un ídolo de carne y hueso! Más vengativo y abominable que uno de madera, de metal o de oro. Pero también ella se había sometido al ídolo. Se había visto obligada a llevar servilmente a cabo su proyecto. Había (lo percibía vagamente) cometido un grave error de táctica, enseñando a su hija a someterse al ídolo. Richard tomaba ese tipo de amor como un tributo. Era indiferente a los suaves ojos de Clare. El beso de despedida fue tan rápido y frío como su padre deseaba. Sir Austin elogió su proceder varonil, pero Richard sentía vacía su elocuencia; los intentos de ser su compañero, incómodos; sus aspiraciones y la vida misma, vanas e inútiles. ¿Con qué fin?, suspiraba el joven estéril, y lo gritaba cuando se libraba de la compañía de su padre. ¿Para qué servía? Hiciera lo que hiciese, escogiera el camino que escogiese, todos llevaban a Raynham. Hiciera lo que hiciese, por miserable y obstinado que se mostrase, confirmaba las previsiones de sir Austin. Tom Bakewell, el sirviente del joven, le entregaba al baronet un informe, junto con Adrian, de las acciones de su joven amo, y, aunque no había nada malo, Tom aclaró:

—Le gusta galopar como el fuego todos los días hasta Pig’s Snout —nombró el monte más alto del vecindario—, y quedarse allí contemplando el paisaje sin moverse, como un loco. Y luego vuelve triste, como si hubiera perdido una carrera.

—¡No hay ninguna mujer detrás de eso! —caviló el baronet—. Habría vuelto con el mismo brío —reflexionó el profundo humanista científico— si se tratara de una mujer. Evitaría los espacios abiertos, y buscaría la soledad y las sombras para ocultarse. El deseo de distancia anuncia vacío y hambre sin propósito; pero si el corazón está poseído por una imagen, escapamos al bosque, como los culpables.

El informe de Adrian acusaba a su pupilo de un extraordinario acceso de cinismo.

—Exacto —dijo el baronet—. Como predije. Un período de apetito insaciable viene acompañado de un paladar exigente. Solo la quintaesencia de la existencia y esos suministros inagotables satisfarán sus ansias, ¡que no debemos alimentar! De ahí esa amargura. La vida no puede proveer a un apetito como el suyo. La fuerza y la pureza de sus energías han alcanzado una altura casi divina, y vagan en lo vano. Poesía, amor, son drogas similares que la tierra ofrece a los elevados espíritus, como el libertinaje a los más viles. Es un signo, esta amargura, de que no está sujeto a los empirismos que hoy circulan. ¡Debemos mantenerlo libre de ellos!

Era más fácil que los Titanes arrasaran el Olimpo. Sin embargo, aún no se podía decir que hubiera fracasado el sistema de sir Austin. Al contrario, había criado a un joven apuesto, inteligente, bien educado y, observaban las damas con énfasis, inocente. ¿Dónde, se preguntaban, podría encontrarse otro joven así?

—¡Oh! —dijo la señora Blandish a sir Austin—. Si las mujeres pudieran unirse a hombres inmaculados, ¡qué distintos serían los matrimonios! La que haga de Richard su marido será una mujer realmente feliz.

—¡Muy feliz, en efecto! —era la respuesta mordaz del baronet—. Pero ¿dónde encontraré a su igual y su pareja?

—Yo de niña era inocente —dijo la dama.

Sir Austin se reservó su opinión.

—¿Acaso cree que ninguna niña es inocente?

Sir Austin, galante, así lo pensaba.

—No es que no lo sean —respondió la dama—. Pero son más inocentes que los chicos, estoy segura.

—Por la educación, señora. Ya ve lo que un joven puede ser. Quizá, cuando se publique mi sistema, o más bien, para ser humilde, cuando se practique, volveremos al equilibrio con jóvenes virtuosos.

—Es demasiado tarde para mí —dijo la dama, haciendo un mohín y riéndose.

—Nunca es tarde para que la belleza despierte al amor —respondió el baronet, y siguieron charlando de nimiedades.

Se acercaban a la pérgola de Dafne. Entraron y se sentaron a saborear el frescor del atardecer de verano.

El baronet parecía de humor para bromas corteses; la dama, para hablar de asuntos serios.

—Podré creer de nuevo en los caballeros del rey Arturo —dijo—. Cuando era niña, soñaba con un caballero.

—¿En busca del Santo Grial?

—Por ejemplo.

—¿Y mostró su buen gusto de hacerse a un lado para dejar paso al más tangible santo Blandish?

—Claro, si ese es su punto de vista —suspiró la dama, algo molesta.

—Solo puedo juzgar a nuestra generación —dijo sir Austin, con un deje de homenaje.

La mujer abrió la boca:

—O somos muy fuertes o ustedes muy débiles.

—Ambos, mi señora.

—Pero, sea lo que sea, cuando somos malas, ¡somos malas! Amamos la virtud, la verdad y las almas elevadas de los hombres, y, cuando encontramos esas cualidades en ellos, somos constantes y lo daríamos todo por ellos. ¡Ah, conoce a los hombres, pero no a las mujeres!

—¿Los caballeros con esas distinciones deben ser jóvenes, presumo? —dijo sir Austin.

—¡Viejos o jóvenes!

—Pero, si son mayores, ¿de veras pueden conseguir algo en la vida?

—Son queridos por lo que son, no por sus hazañas.

—¡Ah!

—Sí, ¡ah! —dijo la dama—. El intelecto puede dominar a las mujeres, hacerlas esclavas, y ellas admiran la belleza tanto como usted. Pero aman para siempre y se emparejan si encuentran un espíritu noble.

Sir Austin la miró con tristeza.

—¿Y encontró al caballero de sus sueños?

—No entonces —bajó los párpados, con un gesto hermoso.

—¿Y cómo soportó la decepción?

—Mi sueño se quedó en el parvulario. El día que mi vestido se transformó en traje de novia y me llevaron al altar. No soy la única niña que se ha convertido en mujer en un día y ha sido entregada a un ogro en lugar de a un caballero.

—¡Cielo santo! —exclamó sir Austin—. Las mujeres tienen que soportar tanto.

Aquí la pareja intercambió sus estados de ánimo. La mujer recuperó la alegría y el baronet se puso más serio.

—Es nuestra suerte —dijo ella—. Y se nos permiten muchos entretenimientos si cumplimos el deber de tener hijos, que, como nuestra virtud, es su propia recompensa. Ahora, como viuda, disfruto de maravillosos privilegios.

—¿Y, para preservarlos, sigue viuda?

—Desde luego —respondió—. No tengo problema en dominar lo que el mundo llama carácter. Puedo sentarme con usted todo el día sin quejarme. Sí, otras también lo hacen, pero son unas excéntricas, y han dejado de lado su carácter.

Sir Austin se le acercó.

—Habría sido una madre admirable, señora.

Oír esto de sir Austin era como ser cortejada.

—Es una pena —contestó— que no lo sea.

—¿Usted cree? —dijo con humildad.

—Lo creería —dijo— si el cielo le hubiese dado una hija.

—¿La habría creído merecedora de Richard?

—¡Nuestra sangre, señora, habría sido una!

La mujer jugueteó con su sombrilla.

—Pero si soy madre —dijo—. Richard es mi hijo. ¡Sí! Richard es mi hijo —reiteró.

Sir Austin añadió con gentileza:

—Llámelo nuestro, señora. —Y acercó su cabeza para escuchar de sus labios la palabra que, sin embargo, ella decidió rechazar, o posponer.

Ambos se volvieron a contemplar el colorido del oeste, y sir Austin dijo:

—Como no va a decir que es nuestro, déjeme decirlo a mí. Y, como tiene los mismos derechos sobre el chico, le confiaré un proyecto concebido recientemente.

El anuncio del proyecto no tenía el sabor de una pedida de mano, pero para sir Austin confiarse a una mujer equivalía a una declaración. Así lo pensó la señora Blandish, y así lo expresó su sonrisa embelesada, mientras miraba detenidamente al suelo escuchando el proyecto. Tenía que ver con las nupcias de Richard. Ya tenía casi dieciocho años. Iba a casarse a los veinticinco. Mientras tanto, debían buscar a una dama algunos años más joven en los hogares de Inglaterra con la educación, el instinto y la sangre adecuadas (que sir Austin agrandó sin reservas) para desposar a un joven tan perfecto y aceptar el honorable deber de perpetuar a los Feverel. El baronet añadió que iba a ponerse en marcha de inmediato y dedicar un par de meses a su búsqueda.

—Me temo —dijo la señora Blandish, con el proyecto ya revelado— que se ha impuesto una tarea difícil. No debe ser demasiado exigente.

—Lo sé. —El baronet movió la cabeza con pena—. Incluso en Inglaterra será complicado. Pero no me limito a ninguna clase. Quiero que su sangre sea limpia, no que sea sangre azul. Mucha gente de la clase media tiene más cuidado y la sangre más pura que la aristocracia. Muéstreme entre ellos una familia temerosa de Dios que eduque a sus hijos. Preferiría una chica sin hermanos ni hermanas. Que la eduquen como una joven dama cristiana, igual que yo he educado a mi hijo, y no me importa que no tenga un penique. La comprometeré con Richard Feverel.

La señora Blandish se mordió el labio.

—¿Y qué le dirá a Richard de su ausencia en esa expedición?

—¡Oh! —dijo el baronet—. El muchacho acompañará a su padre.

—Entonces, déjelo. Su futura novia ahora es cursi y simple. Corretea, grita y sueña con jugar y comer pastel. ¿Qué le va a importar a él? A su edad, piensa en mujeres mayores como yo. Sin duda irá contra ella y destruirá su plan; créame, sir Austin.

—¿Sí? ¿Usted cree? —preguntó el baronet.

La señora Blandish le dio multitud de razones.

—¡Sí, cierto! —murmuró—. Adrian me dijo lo mismo. Que no debe verla. ¿Cómo se me ocurrió? Una niña es una mujer desnuda. La despreciaría, ¡naturalmente!

—¡Naturalmente! —repitió la dama.

—Bueno, entonces, señora —el baronet se levantó—, he de tomar una decisión. Debo, por primera vez en su vida, dejarle solo.

—¿Lo hará? —dijo la dama.

—Es mi deber, al haberlo criado así, asegurarme de que tenga la esposa adecuada, que no se lo traguen las arenas movedizas del matrimonio, como podría pasarle a un joven tan refinado. Al estar comprometido, quedará libre de un millón de trampas. Puede que le deje unos meses. Mis precauciones le han salvado de las tentaciones de esta temporada.

—¿Y quién quedará a su cargo? —inquirió la señora Blandish.

Habían salido del templo, y estaba junto a sir Austin en los escalones, bajo el limpio crepúsculo de verano.

—¡Señora! —Tomó su mano, y su voz fue tierna y gentil—. ¿Quién sino usted?

Al decirlo, el baronet alzó su mano y se la llevó a los labios.

La señora Blandish se sintió como si la hubieran cortejado y pedido la mano. No la retiró. El gesto del baronet era halagador y respetuoso. Era pausado, ejecutado con una ceremonia muy seria. Y él, que despreciaba a las mujeres, ¡la había elegido como ofrenda! La señora Blandish olvidó lo que le había costado llegar ahí. Había recibido el exquisito cumplido con su única dulzura, pues en el amor no debemos merecer nada o no habrá frutos.

La mano de la dama estaba aún retenida y el baronet en la misma posición, cuando un ruido en un hayedo próximo sobresaltó a los actores de esta pantomima cortés. Volvieron la cabeza y contemplaron a la esperanza de Raynham observando la escena a caballo. Después se alejó a galope.

Las tribulaciones de Richard Feverel

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