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Capítulo VIII

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Al granjero Blaize no le sorprendió la visita de Richard Feverel como esperaba el joven caballero. El granjero, sentado en una butaca del pequeño salón de techo bajo de un antiguo caserío, con una larga pipa de arcilla en una mesa a su lado y un veterano pointer a sus pies, ya había recibido a tres miembros de la sangre Feverel que habían acudido por separado, con su acostumbrado secretismo, y con un objetivo.

Por la mañana atendió a sir Austin. Poco después de marcharse, llegó Austin Wentworth y, pegado a sus talones, Algernon, conocido en Lobourne como «el Capitán», célebre allá donde fuera. El granjero Blaize se reclinó sintiendo una inmensa euforia. Bajó los humos de sus visitantes. Los recibió con hospitalidad, como es propio del buen campesino británico, pero no dio su brazo a torcer: ni al baronet, ni al capitán, ni al bueno del señor Wentworth. El granjero Blaize era un auténtico inglés, y, al oír la sincera confesión del baronet y ver el aprieto en el que tenía a la familia, decidió aprovecharse y eximirlos a cambio de ventajas tangibles (compensación de su bolsillo, de su persona herida, de sus heridos sentimientos). La indemnización ascendía a trescientas libras, y una disculpa verbal del principal infractor, el joven Richard. Y aun así tenía reservas. Siempre y cuando, dijo el granjero, nadie hubiera sobornado a ningún testigo. En ese caso, podían quedarse su dinero, y deportaría a Tom Bakewell, como había jurado que haría. Y saldrían mal parados, también, si había un cómplice, añadió el granjero, vaciando la ceniza de su pipa. No quería causar una desgracia; respetaba a los habitantes de la abadía de Raynham, pues era su obligación, y lamentaría verlos metidos en problemas. Solo pedía que no sobornaran a los testigos. Era un hombre de ley. La clase era importante, y el dinero también, pero la ley era aún más importante. La ley, en este país, estaba por encima del soberano, y el soborno es una traición al reino.

—Vengo personalmente —explicó el baronet— a contarle con franqueza cómo me he enterado del terrible lío en que se ha metido mi hijo. Le prometo una indemnización por su pérdida, y una disculpa que complacerá sus sentimientos. Le aseguro que sobornar testigos no es propio de los Feverel. Lo que le pido a cambio es no presentar la acusación. Ahora la cuestión está en sus manos. Yo estoy obligado a hacer cuanto sea preciso por ese hombre apresado. Cómo y por qué mi hijo sugirió o participó en tal acto no puedo explicarlo, porque no lo sé.

—¡Hum! —dijo el granjero—. Yo sí.

—¿Conoce el motivo? —Sir Austin lo miró fijamente—. Le ruego que me lo haga saber.

—Al menos creo estar bastante cerca de adivinarlo —dijo el granjero—. Su hijo y yo no somos amigos, sir Austin, por decirlo de manera cortés. Soy un hombre al que no le gusta que los jóvenes caballeros cacen en mis tierras sin mi permiso. En especial cuando hay muchas aves. Parece que al joven Richard sí le gusta. En consecuencia, tuve que sacar el látigo, como en las carreras de caballos. ¡Esto es mío! Es lo que tengo que decir, y el que avisa no es traidor. Lo siento, pero es lo que pasó.

Sir Austin se marchó en busca de su hijo, para hablarle del asunto.

En su entrevista, Algernon se desvivió en promesas y cerveza. También le aseguró al granjero que ningún Feverel se vería afectado por sus condiciones.

Austin Wentworth no fue menos displicente. El granjero estaba satisfecho.

—El dinero está asegurado —se dijo—; ahora ¡a por la disculpa! —Blaize se reclinó en su butaca.

El granjero creyó, como era natural, que las tres visitas habían sido planeadas conjuntamente. Aun así, le sorprendía la franqueza del baronet, que no hubiera esperado al tercer juicio. Estaba considerando si eran sinceros o fútiles cuando se anunció la llegada del joven Richard.

Una bella joven con las rosas de trece primaveras en las mejillas y abundantes tirabuzones rubios tropezó al ver al chico, y se recogió tímidamente tras el sillón del granjero para hurtar una mirada al apuesto recién llegado. Blaize informó al visitante de que era su sobrina, Lucy Desborough, hija de un coronel de la Marina Real y, aun mejor, aunque no lo dijo en voz alta, muy buena chica.

Ni la excelencia de su carácter ni su clase tentaron a Richard a inspeccionar a la joven damita. Hizo una torpe reverencia.

El granjero lanzó una mirada pícara.

—Su padre —dijo— luchó y murió por el país. Un hombre que lucha por su país puede ir con la cabeza bien alta. ¡Los Desborough de Dorset! ¿Conoce esa familia, muchacho?

Richard no la conocía y, por su aspecto, no parecía querer conocer a ninguno de sus descendientes.

—Sabe hacer natillas y tartas —continuó el granjero, sin apreciar el semblante serio de su oyente—. Es una señorita tan buena como la mejor. No me importa que sean católicos; los Desborough de Dorset son caballeros. Se le da bien el piano. Lo toca para mí por las noches. Yo prefiero las canciones tradicionales; ella, las modernas. Conmigo aprenderá cosas útiles. Sabe hablar francés bastante bien, pues estuvo en Francia un par de años. Aunque yo prefiero que cante a que hable. ¡Ven, Lucy! ¡Anímanos con una canción! ¿No quieres? Esa sobre Viffendeer, una mujer —tradujo el título de la canción— que lleva puesto… ¡Ya sabes qué! Y se pasa el rato con los soldados franceses: una desvergonzada de las buenas.

Mademoiselle Lucy corrigió el francés de su tío, pero se negó a hacer nada más. El apuesto joven se sentía tan impresionado que no podía hablar, y menos cantar en su presencia; se quedó de pie, sosteniéndose con una mano en una silla para no caerse, mientras decía «no» una docena de veces de manera diferente, y movía la cabeza mirando al granjero con atención.

—¡Ja! —rio el granjero, haciendo caso omiso—. Aprenden pronto la diferencia entre los jóvenes y los viejos. ¡Vamos, Lucy! Ve a estudiar la lección de mañana.

Reticente, la hija del coronel de la Marina Real desapareció. La cabeza de su tío la siguió hasta la puerta, donde se demoró un instante para echar un último vistazo al cabizbajo visitante. Y luego se marchó a toda velocidad.

El granjero Blaize rio entre dientes.

—¡No le tiene cariño ni nada a su tío! No es mala enfermera: tiene el alma más bella que se pueda encontrar. Te lee, te da de beber y te canta, si quieres y no está cansada. Es una buena cabezota. ¡Dios la bendiga!

El granjero quizá planeaba, con los elogios a su sobrina, dar tiempo a su visitante a recobrar la compostura, y establecer un tema de interés común. Sin embargo, sus comentarios irritaron y confundieron al joven carcomido por la vergüenza. La intención de Richard era llegar al umbral del granjero, llamarle y, con voz alta y orgullosa, echarse la culpa de la acusación contra Tom Bakewell. Había recobrado, de camino a Belthorpe, su anterior naturaleza, y verse forzado a entrar en la casa de su enemigo, apoyarse en la silla y aguantar que le presentara a su parentela, era más de lo que podía soportar. Comenzó a parpadear muy rápido preparándose para recibir la horrible dosis, cuyo retraso por la cordialidad del granjero añadía una amargura inconcebible. El granjero Blaize se sentía a gusto; no tenía prisa. Habló del tiempo y de la cosecha, de las recientes reformas de la abadía, comentó por encima los resultados de cricket del año y deseó que ningún Feverel volviera a perder una pierna cazando. Richard veía y oía «pirómano» en cada palabra. Parpadeó más deprisa según se acercaba la amarga copa. En un momento de silencio, la agarró y soltó un grito ahogado.

—¡Señor Blaize! He venido a decirle que yo prendí fuego a su pajar la otra noche…

Una extraña consternación se formó en la boca del granjero. Cambió de postura y dijo:

—¿Sí? Así que, ¿es eso lo que ha venido a decirme, señor?

—Sí —dijo Richard con firmeza.

—¿Y eso es todo?

—¡Sí! —reiteró Richard.

El granjero volvió a cambiar de postura.

—Entonces, muchacho, ha venido a contarme una mentira.

Miró directamente al chico, impertérrito ante la descarga de ira que acababa de provocar.

—¡Se atreve a llamarme mentiroso! —gritó Richard.

—¡He dicho —el granjero renovó su primer énfasis, y se golpeó el muslo para demostrarlo— que eso es mentira!

Richard extendió el puño.

—¡Me ha insultado dos veces! ¡Me ha golpeado! ¡Se ha atrevido a llamarme mentiroso! Me habría disculpado. Le habría pedido perdón para sacar a ese tipo de la cárcel. ¡Sí! Me habría rebajado para que otro hombre no sufriera por mis actos.

—¡Bastante correcto! —replicó el granjero.

—Y aprovecha esta oportunidad para insultarme de nuevo. ¡Es usted un cobarde, señor! Nadie salvo un cobarde me habría insultado en su propia casa.

—Siéntese, siéntese, señorito —dijo el granjero, señalando la silla y aplacando el estallido con la mano—. Siéntese. No tenga prisa. Si no hubiera tenido prisa el otro día, habríamos quedado como amigos. Siéntese, señor. Siento haberle creído un mentiroso, señor Feverel, o a cualquiera con su nombre. Respeto a su padre, aunque sea de la oposición. Estoy dispuesto a pensar bien de usted. Lo que digo es que eso que afirma no es verdad. Que sepa que por ello no pienso mal de usted. Pero insisto en que no es así. ¡Eso es todo! Lo sabe tan bien como yo.

Richard, negándose a mostrarse apaciguado, volvió a sentarse con enfado. Lo que decía el granjero tenía sentido, y el chico, después de haber hablado con Austin, percibía vagamente que una elevada pasión rara vez justifica una mala conducta.

—Vamos —siguió el granjero con amabilidad—, ¿qué más tiene que decir?

Richard volvió a probar la amarga copa que ya había vaciado hasta el fondo. ¡Ay, pobre naturaleza humana que vacía hasta los posos una docena de malditas bebidas para evadirse de la única que el destino, menos cruel, solicita!

El chico parpadeó y soltó de carrerilla:

—He venido a decirle que me arrepiento de mi venganza por haberme pegado.

El granjero Blaize asintió.

—¿Ya ha acabado, joven?

¡Todavía quedaba otra copa!

—Me complacería —comenzó Richard con formalidad, pero se le revolvió el estómago. Solo podía beber y beber, y acumulaba un desagrado que amenazaba con hacer imposible su penitencia—. Me complacería mucho —repitió—, mucho, si fuera tan amable… —Se dio cuenta de que, si hubiera empezado por ahí, lo habría dicho de manera más persuasiva y digna para su orgullo; más honesta, de hecho, pues la sensación de que lo que decía era falso le daba vergüenza y le hacía fingir humildad para engañar al granjero; cuanto más hablaba, menos sentía sus palabras, y al sentirlas menos las exageraba más—. Tan amable —tartamudeó—, tan amable —«¿Te imaginas a un Feverel pidiendo un favor a este patán?»—, de hacerme el favor —«Un favor, ¿a mí?»—, de hacer el esfuerzo —«todo esto es para satisfacer a Austin»—, el esfuerzo de, eh… —«¡No puedo decirlo!».

Era la gota que colmaba el vaso. Richard se lanzó de nuevo.

—Lo que venía a pedirle es si sería tan amable de hacer lo posible —«¡Qué vergüenza infame tener que arrastrarse así!»— por salvar, por asegurar, si pudiera tener la amabilidad… —Tragarse el orgullo parecía una tarea imposible. La idea se le hacía más y más abominable. Proclamar la propia inmoralidad y disculparse por sus ofensas era factible, pero pedir un favor a la parte ofendida, eso iba más allá de la humillación que un Feverel consentiría. El orgullo, sin embargo, lidiaba una batalla inevitable contra él, y abrió las puertas de la prisión del pobre Tom, gritando otra vez: «¡Obedece a tu Benefactor!». Con esas palabras ardiendo en sus oídos, Richard se tragó la dosis—: Bueno, en fin, quería, señor Blaize, si no le importa, ¿me ayudaría a librar al pobre Bakewell de su castigo?

Para ser justos con el granjero, debemos decir que esperó con paciencia, aunque no entendía por qué no había aceptado a la primera oportunidad.

—¡Ah! —dijo, cuando hubo oído y considerado la petición—. ¡Hum! Lo veremos mañana. Si es inocente, desde luego, no le haremos culpable.

—¡Lo hice yo! —declaró Richard.

La expresión divertida del granjero se agudizó.

—Entonces, joven caballero, ¿lo lamenta?

—Me encargaré de que le compensen por sus pérdidas.

—Gracias —dijo el granjero con sequedad.

—Y si sueltan a este pobre hombre mañana, no me importa el precio.

El granjero Blaize movió la cabeza dos veces en silencio. «Soborno», expresaba un movimiento; «corrupción», el otro.

—Ahora bien —dijo, inclinándose y apoyando los codos en las rodillas mientras examinaba el caso—, perdone el atrevimiento, pero me gustaría saber de dónde saldrá el dinero, y me pregunto si sir Austin lo sabe.

—Mi padre no sabe nada —respondió Richard.

El granjero se reclinó en su silla. «Mentira número dos», decían sus hombros, amargado por la aversión británica a la conspiración, en lugar de actuar abiertamente.

—¿Y tiene listo el dinero, joven caballero?

—Tendré que pedírselo a mi padre.

—¿Y se lo dará?

—¡Claro que sí!

Richard no tenía la mínima intención de consultar a su padre.

—Unas trescientas libras, ¿le parece? —sugirió el granjero.

Sin considerar el alcance de los daños y el tamaño de la suma, el afectado Richard dijo con osadía:

—No se negará cuando le pida esa suma.

Era natural que el granjero sospechara que la garantía de un joven rara vez equivale a la predisposición de su padre a desembolsar tal cantidad, salvo que previamente hubiera recibido el permiso y la autoridad.

—¡Hum! —dijo—. ¿Por qué no lo dijo antes? —soltó con objetable sorna, lo que hizo que Richard apretara los dientes y mirara hacia arriba.

El granjero estaba convencido de que mentía.

—¿Seguro que usted incendió el pajar? —preguntó.

—¡Es culpa mía! —dijo Richard, con la nobleza de un patriota de la antigua Roma.

—¡No, no! —El honrado británico lo apartó—. Lo hizo o no. ¿Lo hizo, o no?

Arrinconado, Richard dijo:

—Lo hice.

El granjero tocó la campanilla. Apareció enseguida la pequeña Lucy, que recibió órdenes de buscar un empleado en Belthorpe que respondía al nombre de Gallo Enano, y salió como había entrado, con los ojos en el extraño joven.

—Bueno —dijo el granjero—, estos son mis principios. Soy un hombre sencillo, señor Feverel. Juegue limpio conmigo y no tendrá problemas. Juegue sucio, y seré un mal adversario. No le mostraré animosidad. Su padre paga, usted se disculpa. ¡Es suficiente para mí! Deje que Tom Bakewell se las vea con la ley, y yo me ocuparé. La ley no estaba ahí cuando ocurrió, ¿no? Así que la ley no es un testigo. Pero yo sí. Al menos el Gallo Enano sí. Le digo, joven caballero, que el Gallo Enano lo vio. ¡No sirve de nada que niegue esta evidencia! ¿Y qué bien hace, señor? ¿Qué sale de ahí? Sea usted o sea Tom Bakewell, ¿no son todos igual? Si yo me retracto, ¿no es algo parecido? ¡Es la verdad lo que quiero! Ahí viene —añadió el granjero, al ver a Lucy escoltando al Gallo Enano, quien tenía una curiosa figura capaz de devolver a la vida a una extraña divinidad.

Las tribulaciones de Richard Feverel

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