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Capítulo XIV
ОглавлениеRichard yació toda la noche con el corazón como un potro al galope, y el cerebro cabalgándolo, atravesando un mundo de sabor desconocido, el gran reino del misterio del que ya no podían apartarlo. Durante meses había deambulado a las puertas del reino, suspirando, deseando ser admitido. Ahora tenía la llave. Su padre se la había dado. Su corazón era un corcel, le llevaba a inmensas regiones de extraña belleza, donde jinetes y damas se susurraban delicias en verdes praderas, derrochaban esplendor en los bosques salvajes, y los torneos y desfiles se celebraban en cortes doradas, iluminadas por los ojos de las damas; un par de ellos, de luz tenue, le seguían por la espesura, como a una presa, y él quería tomar una mano blanca, resplandeciente, perfumada como las flores con escarcha de una noche de mayo.
De pronto, su corazón se detenía por la conmoción: estaba a punto de consumar la felicidad con los labios en la pequeña mano. ¡Moriré con su contacto!, gritaba el joven magnético. ¡Echar la joya de la vida en esa copa y beberla! Estaba ebrio de expectación. Había nacido para eso. Ahí estaba, por fin, el propósito de su existencia, algo por lo que vivir. ¡Besar la mano de una mujer y morir! Saltaba del diván y se apresuraba a coger pluma y papel para mitigar la inquietud. Apenas se había sentado, apartaba la pluma y arrojaba el papel, exclamando:
—¿No había jurado que no volvería a escribir?
Sir Austin había cerrado esa válvula de seguridad. El sinsentido de la juventud podría haberse derramado sin causar daños, pero la urgencia de su ebullición era tan grande que olvidaba su juramento, y se encontraba sentado, bajo una lámpara, en el acto de la composición, con el orgullo a un lado. Es posible que el orgullo de Richard Feverel lo hubiera inundado si el acto de componer, en ese momento, fuera fácil y claro el pensamiento, pero un sinfín de ideas se postulaban; huéspedes caóticos como nubes tormentosas pugnaban por expresarse, y la desesperación de ponerlas por escrito, tanto como el orgullo (así resumía su incapacidad), rechazaban la inepta pluma y lo tendían, jadeando, sobre la cama, llevándolo a una tierra envuelta en color rosa.
Por la mañana, la locura de la fiebre amainó y salió al aire libre. Había una lámpara encendida en la habitación de su padre y Richard creyó ver su rostro vigilante. Al instante la luz se apagó y la ventana reflejó los fríos colores del alba.
La práctica del remo es un remedio excelente para la fiebre. Richard se entregó a ese deporte de manera instintiva. El agua clara y fresca, bruñida por el amanecer, centelleaba contra su proa; las suaves y profundas sombras se rizaban formando sonrisas en su quilla. La mañana solitaria se desplegaba sobre su cabeza, de brote a capullo y de capullo a flor; aun así, deliciosos cambios de luz y color, a cuya influencia era inmune, atravesaban sauces y álamos por los rápidos del río, espejos puros para la gloria; Richard era el único inquilino de la corriente. En algún punto en la dirección que remaba residía el origen del mundo; sus luces tenues se percibían aquí y allá. No era un sueño, lo sabía. Fuera había un secreto. Los bosques se colmaban de él, las aguas corrían con él, y el viento. ¡Oh, por qué en su época no se proveía de una hazaña caballeresca que hiciera descender del cielo los ojos de las mujeres, como en los días de Arturo! Suspiraba con estos pensamientos, remando con energía febril.
Pasado Bursley, tras la quietud contemplativa que sigue al ejercicio extenuante, oyó su nombre. No era una dama, ni un hada, sino el joven Ralph Morton, una irrupción de triste prosa masculina. Habría deseado que estuviera acostado, como el resto de la humanidad. Richard remó y saltó a la orilla. Ralph agarró su brazo de inmediato; quería hablar con él de corazón, y alejó al joven magnético de sus acuosos sueños por el césped húmedo, recién cortado. Lo que tenía que decir parecía difícil de expresar, y Richard, que apenas le escuchaba, se cansó pronto de la alegría de su rival por haberle encontrado y se mostró impaciente; Ralph, como quien se mete en asuntos ajenos, pero de importancia humana, le preguntó:
—¿Qué nombre de mujer te gusta más?
—No sé —dijo Richard con indiferencia—. ¿Por qué te has levantado tan pronto?
Ralph sugirió que el nombre de Mary era bonito.
Richard estuvo de acuerdo; el ama de llaves de Raynham, la mitad de las cocineras y las criadas tenían ese nombre; el nombre de Mary equivalía a mujer del hogar.
—Sí, ya sé —dijo Ralph—. Hay muchas Marys. Es tan común. ¡No es mi nombre favorito! ¿Qué piensas?
Richard lo veía como cualquier nombre.
—¿Sabes? —siguió Ralph, revelando la verdad—. Haría cualquier cosa por algunos nombres, por uno o dos. No Mary ni Lucy. Clarinda es bonito, pero de novela. Claribel me gusta. Prefiero los nombres que empiezan por «Cl». ¡Las «Cl» siempre son chicas gentiles y bonitas por las que uno podría morir! ¿No crees?
Richard no había conocido a ninguna «Cl» que le inspirara esa emoción. De hecho, esa consulta imprevista sobre su gusto en nombres femeninos a las cinco de la mañana le sorprendió, y apenas estaba preparado. Poco a poco percibió que Ralph había cambiado. En lugar del sano y escandaloso joven, su rival en las disputas que decía lo que pensaba y actuaba en consecuencia, tenía ante él a un joven tímido y ruborizado que reclamaba lastimosamente un amigo al que confiar su preocupación. Richard comprendió que también Ralph estaba en las fronteras del reino del misterio, quizá más adentrado que él, y, con un golpe de compasión, se le reveló la maravillosa belleza y el profundo significado de los nombres femeninos. De repente, el tema parecía nuevo y exquisito, perfecto para el tiempo y la hora. Pero la dificultad estribaba en que Richard no podía elegir un nombre. Todos eran el mismo: los apreciaba por igual.
—¿De verdad no prefieres los que empiezan por «Cl»? —insistió Ralph.
—No más que los que terminan en «a» o «y» —respondió Richard, y pensó que ojalá pudiera preferirlos, pues Ralph iba evidentemente delante de él.
—Vamos bajo esos árboles —dijo Ralph. Y allí Ralph se confesó. Su nombre estaba registrado en el ejército. Eton se había acabado para siempre. En pocos meses debía unirse a su regimiento, y antes de marcharse quería despedirse de sus amigos. ¿Podría darle Richard la dirección de la señora Forey? Había oído que vivía cerca del mar. Richard no recordaba la dirección, pero se mostró dispuesto a encargarse de enviar cualquier carta.
Ralph se metió la mano en el bolsillo.
—Aquí tienes. Pero que no la vea nadie.
—Mi tía no se llama Clare —dijo Richard, leyendo detenidamente el sobre—. Se la has enviado a Clare.
Era evidente.
—Emmeline Clementina Matilda Laura, condesa Blandish —dijo Richard en voz baja, uniendo los nombres como en una canción. Entonces dijo—: ¡Nombres de mujer! ¡Cómo las dulcifican!
Miró fijamente a Ralph. Si adivinó algo, no lo dijo; se despidió de su amigo, saltó a su embarcación y remó siguiendo la corriente. Cuando dejó atrás a Ralph, leyó la dirección. Se sorprendió pensando que su prima Clare era una criatura encantadora; recordó sus ojos, y especialmente la mirada de reproche que le dedicó cuando se fue. ¿Por qué le escribía Ralph? ¿No pertenecía Clare a Richard Feverel? Leyó las palabras una y otra vez: Clare Doria Forey. Sí, Clare era el nombre que más le gustaba, no, ¡lo amaba! Doria también; lo compartía con él. Sintió que el corazón bajaba rápidamente por su estómago. Se encontraba demasiado débil para remar. Clare Doria Forey. ¡Oh, perfecta melodía! Deslizándose con la marea, la oía resonar en el corazón del monte.
Cuando la naturaleza nos prepara para el amor, rara vez el destino se retrasa en construir un templo para albergar la llama.
Sobre las luces verdosas del dique, sacudido por el estruendo del agua, los lirios, dorados y blancos, se mecían entre los juncos. Las reinas de las praderas vibraban en los bancos, rodeadas de matojos de hierba y zarzamoras, y también la hija de la tierra. Su cara, ensombrecida por un ancho sombrero de paja con un ala flexible, dejaba sus labios y su barbilla al sol, y al inclinarse emergían a la luz unos ojos prometedores. Detrás de sus hombros fluían grandes rizos sueltos, marrones en la sombra, dorados donde la luz los tocaba. Vestía de manera sencilla, apropiada para la estación y la decencia. De cerca se veían sus labios manchados. Esta joven en flor comía zarzamoras. Crecían entre el banco del río y el agua. Parecía que había encontrado abundantes frutos, pues su mano subía con soltura a la boca. Quisquillosa juventud, a la que le asquea una mujer colmando su exquisita proporción con pan y mantequilla y (suponemos) se deleita viendo comer zarzamoras. En efecto, la manera de comerlas es refinada e induce a la reflexión. La zarzamora es la hermana inocente del loto. Cuando se comen, la boca, los ojos y las manos se atarean, y la mente queda libre para vagar. Esto le sucedía a la damisela allí arrodillada. Una pequeña alondra la sobrevoló, cantando a la esponjosa nube que atravesaba el cielo azul; desde un bosquecillo cubierto de rocío, sobre su sombrero inclinado, salió un mirlo, llamándola con voz suave; el martín pescador relució bajo el mimbre verde; una garza subió a la superficie; en busca de soledad, una embarcación se deslizaba hacia ella dirigida por un joven soñador; ella recogía y comía frutos, como si ningún príncipe invadiera su territorio y no deseara un príncipe, o no conociera esos deseos. Rodeada de prados verdes segados, del zumbido pastoral del verano, del estruendo del dique, blanco y sonoro, entre el aliento y la belleza de las flores salvajes, era una pequeña y adorable vida humana en un bello emplazamiento; es decir, una atracción terrible. El joven magnético se acercó al dique y contempló la bella imagen. La naturaleza se paralizó con el encuentro de dos nubes eléctricas. Su postura era tan grácil que, contemplándola desde el dique, no se atrevía a remar. Entonces una deliciosa zarzamora captó su mirada. Él se agitaba cerca, sin ser visto, y ella extendió la mano sin lograr su objetivo. Remó un poco y llegó a su lado. La damisela alzó la vista, consternada, y su cuerpo tembló en el borde. Richard saltó de la embarcación al agua. Con una mano empujó a la joven hacia arriba por los pies, que había metido en las derrumbadas orillas del banco para no caer. Logró que recuperara el equilibrio y volviera a tierra firme, y allí la siguió.