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La subjetividad

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Es fundamental e interesante reflexionar que tanto la historia hasta aquí resumida como la evaluación de sus orígenes, observaciones, datos y consecuencias que dieron forma a lo que ha dado en llamarse el “estatuto de la infancia”, parten siempre de la mirada de los adultos y ocasionalmente si es que alguna vez, desde los niños, la que de todos modos es pasada, traducida, a través de la subjetividad de un adulto.

Este es un problema muy importante y a veces con graves consecuencias ya que se tiende a desubjetivizar a los niños por distintas razones y de diversas maneras. Como a veces no hablan o lo hacen mal, suponemos que no piensan, no escuchan o no sienten. Es posible entonces no hablarles, no escucharlos o ignorar sus conductas comunicativas de otro tipo y suponer que sienten lo mismo que nosotros, sin reconocer distancias y diferencias. Los tratamos como objetos y luego decidimos por ellos, ignorando, desconociendo o no respetando su demanda. Se entraría así en una circularidad señalada por algunos autores, en la que por la aparente falta de comunicación y comprensión se genera una falta de respuestas por parte del adulto a cargo, sean estos los padres o los docentes y así ambos términos se degradan en su funcionamiento, se aíslan y ocluyen posibilidades de comunicación y aprendizaje.

La gravedad es mayor cuando un niño tiene dificultades genuinas o cuando esas dificultades son agravadas y/o producidas por aquellos responsables de su crianza, enseñanza o del diagnóstico y tratamiento de sus problemas.

Por genuinas entiendo a aquellas fallas biológicas capaces por sí mismas de determinar discapacidades o inclusive incapacidad. Excluyo las vinculadas al medio en esta definición ya que el mismo actuaría secundariamente sobre un cuerpo en principio normal o quizás incrementando, gatillando y/o determinando la emergencia de fallas potenciales. Solo el abandono o las condiciones ambientales extremadamente adversas podrán considerarse genuinas a pesar de provenir del medio y en esos casos suelen ser incompatibles con la vida del sujeto.

¿Qué nos diría ese niño que no aprende, si pudiera, si lo alentáramos a que lo haga, si lo ayudáramos a hacerlo y por sobre todo si lo escucháramos? Puse aquí la palabra en primer lugar por su riqueza y valor simbolizante, pero es necesario reconocer que hay otros lenguajes igualmente ricos a disposición del niño y de los que lo rodean. Como profesionales estamos obligados y supuestamente capacitados para descubrirlos y utilizarlos como cuando hacemos zapping hasta que encontramos el canal deseado, tal como señalan Marisa y Ricardo Rodulfo, Esteban Levin y Silvia Bleichmar. Si no los escuchamos e interpretamos de alguna forma, negamos su ser profundo, aquello que los constituye e identifica como individuos humanos.

La subjetividad del niño, por ser un determinante tanto virtuoso como potencialmente riesgoso, construido a través de la subjetividad de un adulto en un proceso de ida y vuelta, nos debe llamar a reflexionar seriamente sobre el denominado estatuto de la infancia perteneciente a nuestra época, sociedad y cultura.

La escuela va creciendo en importancia y es el “segundo hogar”. Es ella la que delinea los aprendizajes, las normas, los hábitos y las actividades para cada edad en un contexto social, donde los actores principales e iniciales, madres y padres, a veces no pueden, saben o quieren hacerlo y allí se agiganta y consolida el rol de la maestra como “segunda madre”. Interesante para pensar por qué no el maestro “segundo padre”. Esta posición quizás dependa del rol materno como determinante fundamental en la crianza y educación de los niños en los estadios tempranos, en tanto que la figura masculina tiende a ser relegada a etapas posteriores en modelos de educación más formal y en particular en la adquisición de normas de respeto y obediencia que de otro modo llamamos “la ley”, muy bien delineadas en el psicoanálisis con la figura paterna, las prohibiciones y la aparición del no, el tabú del incesto, el complejo de Edipo y la constitución del súper yo.

Esto irá ensamblándose gradualmente como el basamento de la moral y la ética. La escuela es también un transmisor cultural junto con los padres; en conjunto deciden e imponen qué juegos, juguetes, lecturas, vestimenta, alimentos y actividades corresponden por ser socialmente aceptables, según edad, sexo, tiempo, lugar y, por supuesto, clase social o su equivalente nivel socioeconómico.

La idea de la escuela “segundo hogar” presupone la existencia de un “primer hogar” y la distribución aditiva de los aprendizajes. En la escuela se aprenden ciertas cosas y en casa otras. No hace falta señalar aquí los conflictos posibles a partir de ambos ámbitos, independientemente o en su interrelación cuando fallan en su rol, ya sea por déficit o por exceso y aún en algunos casos por inexistencia.

La medicalización de la sociedad actual lleva a la priorización de lo biológico a través de la pediatría con el establecimiento de pautas de crianza, actividades, riesgos, prevención, diagnóstico, tratamiento y cronogramas. Los aspectos positivos de estas intervenciones suelen opacarse cuanto más se alejan de las consideraciones por el niño sano, para mantenerlo como tal y se acercan a una mirada hacia y desde la patología.

En el campo de la salud mental esta postura es muy riesgosa si no se la sostiene criteriosamente, ya que el concepto de salud y enfermedad habitan un terreno escabroso y resbaladizo. Carecemos en la mayoría de los casos de conocimientos ciertos, seguros y profundos del funcionamiento cerebral y por ende de las conductas emergentes. Solemos catalogar como normales a aquellas exhibidas por la mayoría de las personas en determinadas circunstancias, usando criterios estadísticos que solo señalan la corrección del tratamiento de los datos, pero no son criterio de verdad o realidad. Aquí la ciencia es por el momento insuficiente cuando al tropezar con la subjetividad del observador intenta ignorar la subjetividad del observado.

Por lo tanto, los diagnósticos y tratamientos no siempre pueden asentarse en bases sólidas y, como todo conocimiento científico, debe ser considerado siempre tentativo, provisorio y sujeto a constante escrutinio.

Finalmente me interesa señalar aquellos determinantes sobresalientes de las conductas del niño en nuestras sociedades contemporáneas. Su análisis ha surgido desde numerosos ámbitos más allá de la biología. En primer lugar, el valor supremo de las imágenes. El hombre ha sido llamado animal óptico y ello se debe al importante desarrollo de su sistema visual, no solo de sus receptores, sino más importante aún, de su capacidad para procesar este tipo de estímulos y convertirlos de sensaciones en percepciones ligadas en redes de complejidad creciente. Eso ocurre en nuestro cerebro y es una de nuestras ventajas evolutivas. Una consecuencia ventajosa es la capacidad de elaboración, integración y asociación transensorial. Es este proceso el que posibilita que al mirar un objeto sepamos qué es, cómo se usa, para qué sirve, qué características físicas tiene, si lo conocíamos, si nos interesa, si entraña peligro, si será bueno acercarnos o mejor huir. Consecuencia de esta ventaja es que cada vez más, sólo se conoce y se cree aquello que es visible. Santo Tomás ha hecho escuela. El problema es que lo que el niño mira no es lo que finalmente ve, y por otro lado hay otro, un adulto, más raramente otro niño, que al menos inicialmente ve junto con él y le proporciona las imágenes a observar. Una doble traducción perceptiva y subjetiva. Esta situación puede y de hecho es manipulada con variadas intenciones. Dos ejemplos antagónicos son el material didáctico desarrollado para la enseñanza escolar y la publicidad/propaganda.

El procesamiento a su vez debe ser hecho con suma rapidez, ya que la transmisión de imágenes y datos es cada vez más veloz y abundante, el tiempo de exposición más breve y el cambio y variedad de los estímulos, en especial visuales, cada vez mayor. La manera privilegiada de procesar para mantenerse “al día” es la copia automática a la que parecen estar destinadas las neuronas espejo, o el pasaje rápido desde una red extensa a un circuito pequeño, memorizado y disponible en forma automática.

Como podemos ver, esto parece ser contrario al análisis, elaboración y cotejo que asociamos a nuestras conductas racionales, presumiblemente con menos margen de error y evolutivamente más exitosas aunque más onerosas y demandantes de esfuerzo.

El otro valor asignable es la velocidad, sobrevalorada actualmente. En principio la rapidez puede ser ventajosa en la toma de decisiones vitales y también en el procesamiento de estímulos abundantes y cambiantes o rutinarios, pero por otro lado existen límites biológicamente determinados que no podemos traspasar en forma natural. Podemos hacerlo prostéticamente con la ayuda de procesadores, pero igualmente en algún momento nuestra capacidad hace agua. De alguna manera, como dice Mario Bunge, debemos reconocer que el saber ocupa lugar y que su adquisición y manipulación lleva tiempo.

Como en toda transacción, puede no haber ganancias netas y la adquisición acompañarse de pérdidas equivalentes. Mayor rapidez significa mayor automatización y menos evaluación racional, lo que fuera de situaciones vitales puede provocar errores. Es bueno alejarnos automáticamente del dolor o de una variación peligrosa de nuestro medio interno, pero no lo es tanto para decidir un plan de vida, una pareja o las características de nuestro hábitat o de nuestra alimentación. En el fondo vivimos con una mezcla variable de procesamientos. La proporción de esa mezcla según circunstancias y tarea, hace que esta se realice de la manera más eficaz y eficiente posible. No obstante, algunas equivocaciones pueden ser insalvables o artificiosamente inducidas. Sobre este tema Daniel Kahneman ha elaborado brillantemente en su libro Thinking fast and slow.

En las sociedades desarrolladas, gradualmente se ha privilegiado la rapidez por sobre el juicio y la elaboración, aunque no tanto en el ámbito educacional y en especial en la educación superior y menos aún en los reservorios de pensamiento como son los think tanks, los departamentos de I&D (investigación y desarrollo) y otros por el estilo. Este proceso no ha sido inocentemente propuesto, desarrollado y aplicado en especial a las grandes masas poblacionales.

Expresiones como “el tiempo es oro”, el premio de un videojuego al mayor logro en el menor tiempo, la rápida instauración y desaparición de las noticias y de la información, las limitaciones impuestas al debate o el intercambio de ideas en cualquier charla, particularmente en la TV con la excusa de que el “tiempo es tirano”, son diversas maneras de automatizar y no permitir el pensamiento reflexivo con las consecuencias de su empobrecimiento junto a la precarización de algunos aprendizajes.

Pareciera que tenemos muchos estímulos disponibles, pero la realidad es que no podemos utilizarlos a todos. No podemos ni debemos “tragar sin masticar”. El texto en papel que permite el marcado, las anotaciones al margen que indican un tiempo de reflexión, el uso de un lenguaje rico y preciso, la construcción, utilización y comprensión adecuada de metáforas, junto con el diálogo respetuoso aun cuando apasionado, van siendo reemplazados por formas degradadas como el twitteo, la comunicación breve y pobre vía internet, el teléfono celular que además trae imágenes, y los medios de comunicación audiovisual, frecuentemente vociferantes y con lenguaje paupérrimo. En su conjunto van pasando a ser la cultura masiva vigente. A ella se oponen algunas minorías y entre ellas algunos docentes. Es una lucha desigual y llena de contradicciones.

¿Qué asegura más éxito, una pura habilidad física, un atributo físico exhibido obscenamente, la violencia y el poder a cualquier precio, la habilidad marketinera o el paciente y esforzado aprendizaje y desarrollo de una capacidad compleja que lleva tiempo, talento y constancia? Creo que cualquier lector, no solo argentino, puede intentar una respuesta a favor de la primera opción. Estamos hablando de la banalización de la cultura.

Esto es importante para la perspectiva que utilicemos al juzgar conductas y definirlas como anormales por no ajustarse a una norma que algunos imponen y con las que parece más apropiado convivir que desafiar, pero que entran en conflicto cuando aparece el doble estándar o las contradicciones. Un niño inquieto, explorador y desafiante del estatus quo, puede ser visto como “anormal” (ADHD), cuando quizás sea el mejor adaptado a la propuesta con la que es bombardeado.

Un adulto puede ser modificado por nuevos aprendizajes, un niño es directamente modelado por esos aprendizajes.

Viene a mi mente algo aprendido en la secundaria y aplicable a esta encrucijada en que nos encontramos; son las famosas “Redondillas de Sor Juana Inés de la Cruz”, cuando frente a una particular contradicción decía: “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis. Si con ansia sin igual solicitáis su desdén, por qué queréis que obren bien si las incitáis al mal. Parecer tiene el denuedo de vuestro proceder loco al niño que pone el coco y luego le tiene miedo”.

El niño problema

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