Читать книгу No te rindas - Харлан Кобен - Страница 11

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Hal, el barman del Larry and Craig Bar and Grille pone una mirada nostálgica.

—Estaba buenísima —recuerda Hal. Luego frunce levemente el ceño—. Demasiado buena para ese viejo, eso está claro.

Lo que también está claro es que el Larry and Craig Bar and Grille tiene un nombre muy largo para lo poco que ofrece. El suelo, pegajoso, está cubierto de serrín y cáscaras de cacahuete, y desprende un hedor a cerveza rancia y vómito que te llena la nariz. No necesito ir al baño, pero si tuviera que hacerlo sé que el urinario no tendría agua, aunque estaría lleno de cubitos de hielo.

Reynolds me mira y asiente. Me deja llevar la iniciativa.

—¿Qué aspecto tenía? —pregunto.

Hal sigue frunciendo el ceño.

—¿Qué parte de «buenísima» no he pronunciado bien?

—¿Pelirroja, castaña, rubia?

—Castaña es marrón, ¿verdad?

Miro a Reynolds.

—Sí, Hal. Castaña es marrón.

—Pues castaña.

—¿Algo más?

—Estaba buenísima.

—Sí, eso ya lo hemos pillado.

—Un cuerpazo —insiste Hal.

Reynolds suspira.

—Y estaba con un tipo, ¿verdad?

—Desde luego, él no estaba a su altura, eso se lo puedo decir.

—Ya lo ha hecho —le recuerdo—. ¿Entraron juntos?

—No.

—¿Quién entró primero? —pregunta Reynolds.

—El viejo. —Hal me señala con un gesto—. Se sentó justo donde está usted ahora.

—¿Qué aspecto tenía?

—Sesenta y pico, pelo largo, barba descuidada, nariz grande. Por la cara podía trabajar en una pocilga, pero iba vestido con un traje gris, camisa blanca y corbata azul.

—De él se acuerda —digo.

—¿Eh?

—De él se acuerda. Pero ¿y de ella?

—Si usted viera lo ceñido que le quedaba ese vestido negro, tampoco recordaría mucho más.

—Así que el tipo está ahí sentado, solo, bebiendo —dice Reynolds, intentando recuperar el hilo—. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí cuando entró la mujer?

—No lo sé. Veinte, treinta minutos.

—¿Entonces ella entra y...?

—Todo el mundo se la queda mirando. ¿Entiende lo que digo?

—Todos lo entendemos —contesto yo.

—Va directamente a donde está él —relata Hal con los ojos abiertos como platos, como si describiera el aterrizaje de un OVNI—, y empieza a darle conversación al tipo.

—¿Cabe la posibilidad de que se conocieran de antes?

—No lo creo. No lo parecía.

—¿Y qué es lo que parecía?

Hal se encoge de hombros.

—A mí me pareció que era una profesional. Eso es lo que yo habría dicho, si quieren saber la verdad.

—¿Pasan muchas profesionales por aquí? —pregunto.

Hal se pone en guardia.

—No nos importa una mierda la prostitución, Hal —le dice Reynolds para tranquilizarlo—. Estamos investigando la muerte de un poli.

—A veces sí. Hay dos clubs de estriptis a un kilómetro de aquí. A veces las chicas buscan algún cliente fuera de su local.

Miro a Reynolds, pero ella responde enseguida con un gesto de la cabeza.

—He mandado a Bates a investigar eso.

—¿La había visto aquí alguna otra vez? —pregunto.

—Dos.

—¿Se acuerda?

Hal abre los brazos, desesperado.

—¿Cuántas veces tengo que decírselo?

—Buenísima —digo yo por él.

Sé aceptar mis errores. Esa tía «buenísima» podría no ser Maura, aunque la descripción, por vaga que sea, encaja.

—Esas dos otras veces, ¿se fue con hombres?

—Sí.

Me lo imagino. Tres veces en este antro. Tres veces yéndose con hombres. Maura. Trago saliva. Duele.

—Aunque, pensándolo bien, quizá no sea una profesional —dice Hal, frotándose la barbilla.

—¿Qué le hace pensar eso?

—No es el tipo.

—¿Y cuál es el tipo?

—Es como lo que dijo aquel juez sobre el porno: sabes que lo es cuando lo ves. Bueno, podría serlo. Probablemente lo sea. Pero también podría ser otra cosa. También podría ser una tía rara. ¿Saben? A veces pasan por aquí mujeres adultas, felizmente casadas, con tres niños en casa. Vienen, ligan y se llevan algún tío a la cama y..., no sé. Tías raras. Quizá sea una de esas.

Qué tranquilizador.

Reynolds se impacienta. Me ha traído aquí por un motivo específico, y no es para seguir esta línea de interrogatorio.

Hay que ir al grano. La miro y asiento. Ya es hora.

—Vale —le dice Reynolds a Hal—. Enséñele la grabación de vídeo.

La pantalla es un viejo monitor. Hal lo ha apoyado sobre la barra. Se ven dos clientes en la barra, pero ambos parecen enamorados de los vasos que tienen delante, ajenos a todo lo demás. Hal aprieta el botón. La pantalla cobra vida, primero en forma de punto azul y luego, treinta segundos más tarde, en forma de rabiosa electricidad estática. Hal echa un vistazo a la parte trasera del monitor.

—Se ha soltado el cable —dice, y vuelve a enchufarlo. El otro extremo del frágil cable está conectado a un reproductor de vídeo Zenith. Tiene la tapa de la ranura rota, así que se ve la vieja casete dentro.

El botón de puesta en marcha baja con un sonoro clic. La calidad de la imagen es un asco: amarilla, granulada, desenfocada. La cámara está situada sobre el aparcamiento para cubrirlo todo y, precisamente por eso, casi no cubre nada. Distingo algún modelo de coche, quizás, y algún color, pero no hay modo de leer ninguna matrícula.

—El jefe usa las cintas una y otra vez hasta que se rompen —explica Hal.

Ya me conozco la historia. Probablemente la compañía de seguros exige que haya cámaras de vídeo, así que el jefe cumple con la normativa del modo más barato posible. La cinta avanza renqueando. Reynolds señala un coche en el rincón superior derecho.

—Creemos que ese es el coche de alquiler.

Asiento con la cabeza.

—¿Podemos acelerar la imagen?

Hal le da al botón. Acelera al viejo estilo, de modo que se ve todo, pero más rápido. Suelta el botón en el momento en que salen dos personas. Dan la espalda a la cámara. Están a cierta distancia, demasiado lejos, y la imagen es borrosa.

Pero veo cómo camina la mujer.

El tiempo se detiene. Algo en mi pecho hace tictac lentamente. Y luego siento el bum en el momento en que el corazón me estalla en mil pedazos.

Recuerdo la primera vez que vi aquel modo de caminar. A mi padre le encantaba una canción de Alejandro Escovedo titulada Castanets. ¿La recuerdas, Leo? Por supuesto que sí. Un verso habla de una mujer increíblemente sexi: «Cuando más me gusta es cuando se va». Nunca estuve de acuerdo: a mí me gustaba más cuando Maura caminaba hacia mí —con los hombros atrás, atravesándome con la mirada—, pero desde luego lo comprendía perfectamente.

El último año de instituto ambos gemelos Dumas se enamoraron. Yo te presenté a Diana Styles, la hija de Augie y Audrey, y una semana más tarde tú me presentaste a Maura Wells. Incluso en eso —ligar, salir con chicas, enamorarnos— teníamos que ir sincronizados, ¿no, Leo? Maura era la guapa que no pegaba nada con tu pandilla de cerebritos. Diana era la buena chica, animadora y vicepresidenta del consejo escolar. Su padre, Augie, era capitán de policía y mi entrenador de fútbol. Recuerdo que bromeaba diciendo que su hija salía con «el Dumas bueno».

Yo, al menos, creo que era broma.

Lo sé, es una tontería, pero aún me pregunto qué habría pasado si las cosas hubieran sido diferentes. Nunca hablamos de cómo sería la vida después del instituto, ¿no? ¿Habríamos ido los dos a la misma universidad? ¿Habría seguido con Maura? ¿Y tú con Diana...?

Qué tontería.

—¿Y bien? —dice Reynolds.

—Esa es Maura.

—¿Estás seguro?

No me molesto en responder. Sigo observando la grabación. El tipo de cabello gris le abre la puerta del coche, y Maura se deja caer en el asiento del acompañante. Le veo dar la vuelta al coche y ponerse al volante. Hace marcha atrás y luego se dirige hacia la salida. Observo atentamente hasta que desaparece.

—¿Cuánto bebieron? —le pregunto a Hal.

Hal vuelve a mostrarse desconfiado.

Reynolds le recuerda la gravedad del caso del mismo modo que antes:

—No nos importa la cantidad de alcohol que les haya servido, Hal. Se trata del asesinato de un poli.

—Sí, bebieron bastante.

Lo pienso e intento buscarle un sentido.

—Por otra parte... —dice Hal—, no se llamaba Maura. Vamos, que no es ese el nombre que usó.

—¿Y qué nombre usó? —pregunta Reynolds.

—Daisy.

Reynolds me mira con un gesto de sincera preocupación.

—¿Estás bien?

Sé lo que piensa. Mi gran amor, la persona que me ha tenido obsesionado durante quince años, ha estado rondando por esta letrina, usando un nombre falso, saliendo con hombres desconocidos. El hedor de este lugar empieza a afectarme. Me pongo en pie, le doy las gracias a Hal y me dirijo a la puerta a toda prisa. La abro y salgo al mismo aparcamiento que acabo de ver en el vídeo. Aspiro una bocanada de aire fresco. Pero no es por eso por lo que estoy aquí.

Miro hacia el lugar donde estaba aparcado el coche de alquiler. Reynolds aparece detrás de mí.

—¿Qué piensas?

—El tipo le abrió la puerta del coche.

—¿Y qué?

—No se tambaleaba. No le costó encontrar la llave. No perdió los modales.

—Eso no significa nada.

Echo a caminar por la calle.

—¿Adónde vas? —me pregunta.

Sigo caminando. Reynolds me sigue.

—¿Cuánta distancia hay hasta el desvío?

Ella duda un momento; supongo que ya ve adónde quiero llegar.

—Es la segunda a la derecha.

Es lo que me suponía. A pie, desde el bar hasta la escena del crimen, tardamos menos de cinco minutos. Cuando llego, me vuelvo a mirar en dirección al bar y luego el lugar donde cayó Rex.

No le encuentro sentido. Aún no. Pero me estoy acercando.

—Rex no tardó nada en pararlos —observo.

—Probablemente estaba acechando a los que salían del bar.

—Apuesto a que si repasamos todo el vídeo veremos tipos mucho más borrachos saliendo.

—¿Por qué ellos, entonces? —cuestiona Reynolds, encogiéndose de hombros.

—Quizá los otros fueran de la zona. Este tipo llevaba matrícula de coche de alquiler.

—¿Pillar al forastero?

—Claro.

—¿Que curiosamente iba en un coche con una chica que Rex conocía del instituto?

El viento está arreciando. Reynolds se aparta unos mechones de pelo que le cubren el rostro.

—He visto mayores coincidencias —dice.

—Yo también.

Pero esta no es una de ellas. Intento imaginármelo. Empiezo por lo que sé: Maura y el viejo en el bar, saliendo juntos, él le abre la puerta, se ponen en marcha, Rex los para.

—¿Nap?

—Necesito que compruebes una cosa.

No te rindas

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