Читать книгу No te rindas - Харлан Кобен - Страница 13

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Tengo vida propia y tengo un trabajo, así que les digo que me pidan un coche para volver a casa.

Ellie me llama y me pide que la ponga al día, pero yo le digo que eso puede esperar. Quedamos para desayunar en el Armstrong Diner a la mañana siguiente. Desconecto el teléfono, cierro los ojos y duermo el resto del viaje. Pago al conductor y le digo que si quiere algo más para que pueda buscarse un motel y pasar la noche.

—No, tengo que volver —me dice.

Le doy una buena propina. Para ser poli, voy bastante bien de dinero. ¿Por qué no iba a ser así? Soy el único heredero de papá. Hay quien dice que el dinero es el origen de todos los males. Podría ser. Otros dicen que no sirve para comprar la felicidad. Quizá sea cierto. Pero si uno lo maneja bien, el dinero proporciona libertad y tiempo, y eso es algo mucho más tangible que la felicidad.

Es más de medianoche, pero aun así me subo al coche y me dirijo al Clara Maass Medical Center de Belleville. Enseño la placa y subo a la planta de Trey. Echo un vistazo dentro desde la puerta. Trey está dormido, con la pierna levantada, colgando del soporte, envuelta en un yeso enorme. Le enseño la placa a la enfermera y le digo que estoy investigando la agresión. Ella me dice que Trey no volverá a caminar en al menos seis meses. Le doy las gracias y me voy.

Regreso a casa y me la encuentro vacía; me meto en la cama y me quedo mirando al techo. A veces se me olvida lo raro que resulta para este barrio que haya un tipo soltero viviendo en una casa solo, pero a estas alturas ya me he acostumbrado. Pienso en lo bien que había empezado aquella noche. Volví a casa pletórico después de la victoria contra los de Parsippany Hills. Aquella noche había ojeadores de las grandes universidades. Dos de ellos me hicieron ofertas allí mismo. No veía el momento de contártelo, Leo. Me senté en la cocina con papá y esperamos a que volvieras. Una buena noticia nunca lo era del todo hasta que la compartía contigo. Por tanto, papá y yo charlamos y esperamos, pero ambos teníamos el oído puesto en la calle, a la espera de escuchar el motor de tu coche. La mayoría de los chavales del pueblo tenían una hora límite, pero papá nunca nos la puso. Algunos padres decían que eso era malcriar a los hijos, pero al oír eso papá se encogía de hombros y decía que confiaba en nosotros.

Así que no llegaste a las diez, Leo. Ni a las once, ni a las doce. Y cuando por fin paró un coche junto a la puerta, casi a las dos de la madrugada, salí corriendo a la puerta.

Solo que no eras tú, claro. Era Augie, en un coche patrulla.

Al día siguiente me levanto y me doy una larga ducha de agua caliente. Intento mantener la mente despejada. No hay novedades sobre Rex, y no quiero perder más tiempo especulando. Me subo al coche y me dirijo al Armstrong Diner. Si queréis saber cuáles son los mejores diners de un pueblo, preguntad a un poli. El Armstrong es una especie de híbrido. Tiene el aspecto de un clásico diner de Nueva Jersey, con cromados y neones en el exterior, un gran cartel con letras rojas en el tejado, una barra con varios dispensadores de refrescos, una pizarra con los platos del día escritos a mano y asientos de piel sintética. Sin embargo, en la cocina son modernos y tienen conciencia social. El café es de «comercio justo». Y los ingredientes, según dicen, van «de la granja a la mesa», aunque no sé qué otro camino podrían tomar los huevos.

Ellie me espera en la mesa de la esquina. Quedemos a la hora que quedemos, ella siempre llega antes. Me siento al otro lado de la mesa.

—¡Buenos días! —saluda, con su habitual alegría desbocada.

Hago una mueca. Eso le encanta. Desliza un pie por debajo del otro muslo y se sienta encima, para poder estar algo más alta.

Ellie es como un resorte. Da la impresión de que se está moviendo aunque esté sentada. Nunca le he tomado las pulsaciones, pero apuesto a que está a más de cien en estado de reposo.

—¿Por quién empezamos? —pregunta—. ¿Rex o Trey?

—¿Quién?

Ellie frunce el ceño.

—Trey.

Pongo cara de póquer.

—Trey es el novio maltratador de Brenda.

—Ah, vale. ¿Y qué?

—Alguien lo ha atacado con un bate de béisbol. No podrá caminar en mucho tiempo.

—Vaya, qué lástima.

—Sí, ya veo que estás destrozado.

«Destrozado como la pierna de Trey», estoy a punto de decir, pero me contengo.

—Lo bueno —prosigue Ellie— es que Brenda ha podido volver a su casa. Ha cogido sus cosas y las cosas de los chavales y por fin puede dormir tranquila. Así que podemos dar gracias.

Ellie me mira un segundo más de lo que sería normal.

Asiento con la cabeza. Luego digo:

—Rex.

—¿Qué?

—Me has preguntado si quería empezar por Rex o por Trey.

—Estábamos hablando de Trey.

Ahora soy yo el que la mira.

—¿Así que ya podemos dejar el tema?

—Exacto.

—Vale.

Bunny, la camarera de toda la vida, con su lápiz ensartado en el moño teñido de rubio platino, se acerca y nos sirve café de comercio justo.

—¿Lo de siempre, chicos?

Asiento con la cabeza. Ellie también. Venimos mucho a este lugar. La mayoría de las veces pedimos sándwiches de huevo. Ellie prefiere el «sencillo»: dos huevos poco hechos en un panecillo de masa madre con cheddar blanco y aguacate. A mí me gusta lo mismo, pero con beicon.

—Bueno, cuéntame lo de Rex —dice Ellie.

—Encontraron huellas en el escenario del crimen —le explico—. Pertenecen a Maura.

Ellie parpadea y abre los ojos como platos. Supongo que la vida me ha asestado unos cuantos golpes: no tengo familia, ni novia, ni grandes expectativas, ni muchos amigos. Pero esta persona fantástica, esta mujer de una bondad absoluta que deslumbraría hasta en la más oscura de las noches, es mi mejor amiga. Es para pensárselo. Ellie me eligió precisamente a mí para ese papel —el de mejor amigo—, y eso significa que, por muchos jaleos en los que me pueda meter, algo debo de estar haciendo bien.

Se lo cuento todo.

Cuando llego a la parte de lo que hace Maura con los tipos del bar, Ellie arruga la nariz.

—Vaya, Nap.

—No pasa nada, no te preocupes —digo.

Me mira con una mueca de escepticismo que ya he visto muchas veces.

—No creo que estuviera prostituyéndose.

—¿Entonces?

—Podría ser algo peor.

—¿Cómo puede ser?

Meneo la cabeza, como para alejar la idea de la mente. No tiene sentido especular hasta que Reynolds me dé más información.

—Hablamos ayer —dijo Ellie—. Sabías lo de las huellas de Maura, ¿no?

Asiento con la cabeza.

—Te lo noté en la voz. O sea... Que haya muerto uno de nuestros amigos del instituto, sí, claro, es algo gordo, pero parecías... Bueno, el caso es que decidí tomar la iniciativa. —Ellie echa mano a un bolso del tamaño de un petate del ejército y saca un gran libro—. He encontrado algo.

—¿Eso qué es?

—Tu almanaque del curso —dice, colocándolo sobre la mesa de fórmica—. Lo solicitaste al inicio del último año de instituto, pero nunca lo recogiste, por motivos obvios. Así que te lo he guardado yo.

—¿Durante quince años?

Ahora es Ellie la que se encoge de hombros.

—Era jefa del comité del almanaque.

—Cómo no.

La Ellie del instituto era una chica ejemplar, correcta y formal, de las que llevaban jerséis y collares de perlas. Era la primera de la clase, la típica que siempre sufre porque va a suspender un examen, y luego lo acaba la primera, saca un sobresaliente y se pasa el resto de la hora haciendo los deberes. Llevaba varios lápices del número 2 perfectamente afilados en todo momento, por si acaso, y su cuaderno siempre tenía el aspecto que otros perdían el segundo día de clase.

—¿Y por qué me lo das ahora?

—Tengo que enseñarte algo.

Observo que algunas páginas están marcadas con notas en pósits de color rosa.

Ellie se humedece el dedo y lo abre por una página, hacia el final.

—¿Alguna vez te preguntaste cómo resolvimos lo de Leo y Diana?

—¿Qué había que resolver?

—En el almanaque. El comité no se ponía de acuerdo. ¿Dejamos sus fotos en su sitio normal, en orden alfabético, como el resto de la clase, como cualquier otro alumno de último año, o las destacamos y hacemos algún tipo de homenaje hacia el final?

Tomo un sorbo de agua.

—¿De verdad hablasteis de eso?

—Probablemente no te acuerdes, ya que entonces tampoco nos conocíamos tan bien, pero yo te pregunté qué te parecía.

—Lo recuerdo.

Le había soltado que no me importaba un comino, aunque probablemente con palabras más duras. Leo estaba muerto. ¿A quién le importaba una mierda lo que hicieran con el almanaque del curso?

—Al final, el comité decidió darles visibilidad y crear un apartado para recordarlos. La secretaria de la clase... ¿Recuerdas a Cindy Monroe?

—Sí.

—A veces se ponía muy quisquillosa.

—Querrás decir que era una pesada de narices.

Ellie echa el cuerpo adelante.

—¿No es eso lo que significa «quisquillosa»? El caso es que Cindy Monroe nos recordó que, técnicamente, el listado principal de nombres y fotos era para alumnos que se graduaran.

—Y Leo y Diana murieron antes de graduarse.

—Exacto.

—¿Ellie?

—¿Sí?

—¿Podrías ir al grano?

—Dos sándwiches de huevo —anuncia Bunny, sirviéndonos los platos—. Que aproveche.

El olor que desprenden me impregna las fosas nasales y se me instala en el estómago. Agarro el sándwich con ambas manos, con delicadeza, y le doy un bocado. La yema se revienta y empieza a empapar el pan.

Ambrosía. Maná. Néctar de los dioses. Cada uno que le ponga el nombre que quiera.

—No quiero estropearte el desayuno —dice Ellie.

—Ellie...

—Vale.

Abre el libro por esa página de la parte de atrás. Y ahí estás, Leo. Llevas mi americana porque, aunque éramos gemelos, yo siempre había sido algo más grande. Recuerdo cuando compré aquella chaqueta, en octavo. La corbata es de papá. Se te daba fatal hacerte el nudo. Papá siempre te lo hacía, y lo hacía con mucha gracia. Alguien ha intentado peinarte ese pelo rebelde, pero no lo ha conseguido. Sonríes, Leo, y no puedo evitar devolverte la sonrisa.

No soy la primera persona que pierde a un hermano aún joven. No soy el primero que pierde un gemelo. Tu muerte tuvo un efecto catastrófico, sin duda, pero no me quitó la vida. Me recuperé. Volví a clase dos semanas después de «aquella noche». Incluso jugué en el partido de hockey del sábado siguiente contra los de Morris Knolls; me fue bien para distraerme, aunque probablemente estuve demasiado agresivo. Me pitaron una sanción de diez minutos por estampar a un chaval contra el cristal. Te habría encantado. Sí, en clase estaba un poco taciturno. Durante unas semanas todos me colmaron de atenciones, pero aquello fue pasando. Cuando suspendí en historia, recuerdo que la señora Freedman me dijo, con delicadeza pero muy firme, que tu muerte no era excusa. Tenía razón. La vida sigue, como no puede ser de otro modo, pero por otra parte es una atrocidad. Cuando alguien tiene un dolor así, al menos tiene algo. Pero cuando desaparece el duelo, ¿qué le queda? Sigue adelante, y yo no quería seguir adelante.

Augie dice que ese es el motivo por el que me obsesiono con los detalles y no acepto lo que es tan obvio para los demás.

Me quedo mirando esa foto tuya. Cuando hablo por fin, la voz me tiembla un poco.

—¿Por qué me enseñas esto?

—Mira la solapa de Leo.

Ellie alarga la mano sobre la mesa y con el dedo señala una pequeña insignia plateada. Vuelvo a sonreír.

—Son las dos ces cruzadas.

—¿Ces cruzadas?

Sigo sonriendo, recordando esa tontería tuya.

—Se llamaba Club de la Conspiración.

—En Westbridge High no había un Club de la Conspiración.

—Oficialmente no. Se suponía que era una especie de sociedad secreta.

—¿Y tú lo conocías?

—Claro.

Ellie coge el libro y lo abre por otra página más hacia delante. Le da la vuelta para que lo vea. Ahí está mi foto. Tengo una postura forzada y una sonrisa tensa. Parezco más bien una marioneta. Ellie señala la solapa de mi americana, vacía.

—Yo no pertenecía al club.

—¿Y quién más pertenecía al club?

—Ya te he dicho que se suponía que era una sociedad secreta. En teoría, nadie sabía nada. No era más que un grupito de empollones con las mismas ideas...

Vuelve a cambiar de página, y voy bajando el volumen hasta quedarme sin voz.

Es la foto de Rex Canton. Lleva un corte de pelo militar y sonríe con sus dientes separados. Tiene la cabeza algo ladeada, como si la foto lo hubiera pillado por sorpresa.

—Bueno, pues esto es lo curioso —dice Ellie—. Cuando mencionaste a Rex, lo busqué en el almanaque. Y vi esto.

Vuelve a señalar. Rex lleva esas minúsculas letras en la solapa, CC.

—¿Tú sabías que él pertenecía al club?

Niego con la cabeza.

—Pero nunca se lo pregunté. Era una cosa secreta entre chavales. Nunca hice mucho caso.

—¿Conoces a algún otro miembro?

—Se suponía que no debían hablar de ello, pero... —Nos miramos a los ojos—. ¿Maura sale en el almanaque?

—No. Cuando se mudó, eliminamos su foto. ¿Ella pertenecía al club...?

Asiento con la cabeza. Maura había llegado al pueblo hacia finales del curso anterior. Era un misterio para todos nosotros, una tía buenísima que no parecía tener el menor interés en ninguna de las actividades del instituto. Solía ir a Manhattan los fines de semana. Había ido por toda Europa con la mochila al hombro. Era un personaje oscuro y misterioso, la atraía el peligro, la típica chica que uno se imaginaba saliendo con universitarios o con profesores. Todos nosotros le pareceríamos unos mojigatos. ¿Cómo hiciste amistad con ella, Leo? Eso nunca me lo contaste. Recuerdo que un día llegué a casa y los dos estabais haciendo deberes en la mesa de la cocina. No me lo podía creer. Tú con Maura Wells.

—También... he comprobado la foto de Diana —añade Ellie, y esta vez es ella la que tiene que tragar saliva. Ellie había sido la mejor amiga de Diana desde primaria. Esa es una de las cosas que nos unió: el dolor. Yo te perdí a ti, Leo. Ella perdió a Diana—. Diana no lleva la insignia. Supongo que me habría hablado de ese club, si hubiera pertenecido a él.

—Ella no se habría apuntado —digo—, al menos antes de salir con Leo.

Ellie agarra su sándwich.

—Vale, ¿y de qué va ese Club de la Conspiración?

—¿Tienes unos minutos, cuando hayamos acabado de desayunar?

—Sí.

—Pues demos un paseo. Quizás así sea más fácil de explicar.

Ellie da un bocado, se mancha las manos de yema, se limpia las manos y la cara.

—¿Tú crees que hay alguna relación entre esto y...?

—¿Lo que les pasó a Leo y a Diana? Quizá. ¿Tú qué crees?

Ellie coge un tenedor y pincha la yema de su huevo.

—Yo siempre creí que la muerte de Leo y de Diana había sido un accidente —sostiene, y levanta la vista—. Tus otras hipótesis siempre me parecieron..., bueno..., poco creíbles.

—Eso nunca me lo dijiste.

Se encoge de hombros.

—También me pareció que te iría bien tener una aliada, en lugar de una amiga que te dijera que estabas loco.

No estoy muy seguro de cómo responder a eso, así que opto por lo único que se me ocurre:

—Gracias.

—Pero ahora... —Ellie frunce el ceño, como concentrándose.

—¿Ahora qué?

—Conocemos el destino de al menos tres miembros del club.

Asiento con la cabeza.

—Leo y Rex están muertos.

—Y resulta que Maura, que desapareció hace quince años, estaba en el escenario donde mataron a Rex.

—Por otra parte —añado—, quizá Diana también se uniera al club después de la fecha en que tomaron esa foto. ¿Quién sabe?

—Eso sumaría tres muertos. En cualquier caso, creer que es una coincidencia, que sus destinos no están conectados de algún modo... Bueno, eso sí que es poco creíble.

Cojo mi bocadillo y le doy otro bocado. No levanto la vista, pero sé que Ellie me está mirando.

—¿Nap?

—¿Qué?

—Me he repasado todo el almanaque con una lupa. He examinado todas las solapas en busca de esa insignia.

—¿Y has encontrado alguna otra?

Ellie hace un movimiento afirmativo con la cabeza.

—Dos más. Otros dos compañeros de clase la llevaban.

No te rindas

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