Читать книгу No te rindas - Харлан Кобен - Страница 14

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Tomamos el viejo camino de detrás de la escuela de secundaria Benjamin Franklin. Cuando íbamos a clase, a este camino lo llamábamos el Camino. Muy creativos, ¿no?

—Aún no me puedo creer que el Camino siga aquí —comenta Ellie.

Arqueo una ceja.

—¿Tú solías venir por aquí?

—¿Yo? Nunca. Aquí venían los alborotadores.

—¿Alborotadores?

—No quería decir «gamberros» o «rebeldes» —puntualiza, cogiéndome del brazo—. Tú solías venir por aquí, ¿no?

—El último año, sobre todo.

—¿Alcohol? ¿Drogas? ¿Sexo?

—Las tres cosas —confieso. Y con una sonrisa triste añado algo que solo le diría a ella—: Pero a mí lo del alcohol y las drogas no me interesaba demasiado.

—Maura.

No tengo que responder. La arboleda que había detrás de la escuela de secundaria era el lugar donde los chavales íbamos a fumar, a beber, a colocarnos o a ligar. Hay un lugar así en cada pueblo. Westbridge no es diferente de los demás. Empezamos a subir la colina. El bosque es largo y estrecho, pero no profundo. Uno se siente como si estuviera a kilómetros de la civilización, pero en realidad en ningún momento está a más de unos cientos de metros de un barrio residencial.

—El lugar donde se ligaba —señala Ellie.

—Pues sí.

—Solo que aquí se hacía mucho más que ligar.

No hace falta que responda. No me gusta estar aquí. No he vuelto a este lugar desde «aquella noche», Leo. No es por ti. En realidad, no es eso. A vosotros os mataron en esas vías de tren del otro extremo del pueblo. Westbridge es bastante grande. Tiene treinta mil vecinos. Seis escuelas de primaria, dos escuelas de secundaria y un instituto. El pueblo tiene casi cuarenta kilómetros cuadrados. Tardaría al menos diez minutos en ir en coche desde aquí hasta el lugar en que moristeis Diana y tú, y eso si tengo suerte con los semáforos.

Este bosquecillo me hace pensar en Maura. Me recuerda cómo me hacía sentir. Me recuerda que, después de ella, nadie —y sí, ya sé cómo suena eso— me ha hecho sentir así.

¿Estoy hablando de lo físico?

Pues sí, seré un cerdo, pero sí. Lo único que puedo decir en mi defensa es que creo que lo físico está ligado a lo emocional, que el increíble placer sexual que este chico de dieciocho años alcanzó con ella no era una simple cuestión de técnica, de novedad, de experimentación o de nostalgia, sino de algo más profundo.

Aunque tampoco soy tan tonto como para no reconocer que quizá todo eso no sean más que tonterías.

—La verdad es que no conocía bien a Maura —confiesa Ellie—. Llegó... ¿Cuándo? ¿Hacia finales del penúltimo año?

—Ese verano, sí.

—Me intimidaba un poco.

Asiento con la cabeza. Tal como he dicho, Ellie era la primera de la clase. En el almanaque hay una fotografía mía y de Ellie porque nos votaron como «Los más prometedores» de la promoción. Curioso, ¿no? Nos conocíamos un poco antes de posar para aquella foto, pero yo siempre había pensado que Ellie era una mojigata. ¿Qué podíamos tener en común? Probablemente podría trazar una cronología mental y describir los pasos que llevaron a nuestra amistad después de que se hiciera esa foto, cómo fuimos intimando después de perder a Leo y a Diana, cómo mantuvimos la amistad mientras ella estudiaba en la Universidad de Princeton y yo me quedaba en casa, todo eso. Pero a bote pronto no recuerdo los detalles, qué vimos el uno en el otro aparte del dolor, cuáles fueron las señales. De todos modos, agradezco que sucediera.

—Parecía mayor —recuerda Ellie—. Maura, quiero decir. Más experimentada. Era, no sé, como... sexi.

Eso no se lo voy a discutir.

—Algunas chicas tienen eso, ¿sabes? Todo lo que hacen parece insinuante, quieran o no. Eso sonará sexista, ¿no?

—Un poco.

—Pero entiendes lo que quiero decir.

—Sí, claro.

—Bueno, los otros dos miembros del Club de la Conspiración —prosigue— eran Beth Lashley y Hank Stroud. ¿Los recuerdas?

Los recuerdo.

—Eran amigos de Leo. ¿Tú los conocías?

—Hank era un genio de las matemáticas. Recuerdo que estaba en mi clase de cálculo de primer año y que tuvieron que hacerle un programa adaptado a sus capacidades. Acabó yendo al MIT, creo.

—Sí, fue al MIT.

—¿Sabes qué fue de él? —pregunta Ellie, adoptando un tono más serio.

—En parte. Por lo que sé, aún sigue por aquí. Juega algún que otro partido de baloncesto improvisado en las pistas municipales.

—Lo vi hace unos seis meses cerca de la estación de tren —añade Ellie, meneando la cabeza—. Hablando solo, mascullando. Fue terrible. Una historia muy triste, ¿no crees?

—Desde luego.

Se detiene y se apoya en un árbol.

—Pensemos por un momento en los miembros del club. Supongamos por un momento que Diana también lo era, ¿vale?

—Vale.

—Pues tenemos seis miembros en total. Leo, Diana, Maura, Rex, Hank y Beth.

Echo a caminar otra vez. Ellie viene a mi lado y sigue hablando.

—Leo está muerto. Diana está muerta. Rex está muerto. Maura está desaparecida. Hank, bueno, es... ¿Cómo debería decirlo? ¿Un sintecho?

—No —la corrijo—. Es paciente externo del Essex Pines.

—O sea, ¿que tiene una enfermedad mental?

—Digámoslo así.

—Eso nos deja a Beth.

—¿Qué sabes de ella?

—Nada. Se fue a la universidad y no volvió por aquí. Como coordinadora del comité de exalumnos la he buscado, he intentado conseguir una dirección de correo, ya sabes, para invitarla a las reuniones y fiestas de aniversario. Nada.

—¿Qué hay de sus padres?

—Lo último que supe era que se habían trasladado a Florida. También les escribí, pero no me respondieron.

Hank y Beth. Tendría que hablar con ellos. ¿Y qué les iba a decir exactamente?

—¿Adónde vamos, Nap?

—No falta mucho —respondo.

Quiero enseñárselo, o quizás es que quiero verlo yo mismo. Estoy resucitando viejos fantasmas. El olor de los pinos flota en el aire. De vez en cuando vemos una botella de alcohol rota o un paquete vacío de cigarrillos por el suelo.

Ya estamos cerca. Será mi imaginación, seguro, pero de pronto parece que el aire se queda inmóvil. Es como si hubiera alguien ahí, mirándonos, aguantando la respiración. Me detengo junto a un árbol y paso la mano por la corteza. Encuentro un viejo clavo oxidado. Paso al árbol siguiente, toco la corteza y encuentro otro clavo oxidado. Por un momento me entran dudas.

—¿Qué pasa? —pregunta Ellie.

—Nunca he ido más allá.

—¿Por qué?

—Estaba prohibido. ¿Ves estos clavos? Aquí antes había carteles.

—¿De «Prohibido pasar»?

—No, decían: «Zona de acceso restringido» en unas grandes letras rojas. Debajo había un texto larguísimo en letra pequeña que daba miedo. Decía que la zona había sido declarada de acceso restringido en virtud de algún código, y que podían confiscarte cualquier cosa que llevaras, que no se podían hacer fotos, que te registrarían, y bla, bla, bla. La última frase, en negrita, decía: «En caso de infracción está autorizado el uso de armas. Peligro de muerte».

—¿De verdad decía eso? ¿Lo de peligro de muerte?

Asiento con la cabeza.

—Tienes buena memoria —comenta, y sonrío.

—Maura robó uno de los carteles y se lo colgó en el dormitorio.

—Estarás de broma.

Me encojo de hombros.

—Te gustaban las chicas malas —dice Ellie, para chincharme.

—Quizás.

—Y siguen gustándote. Ese es tu problema.

Seguimos caminando. Resulta raro rebasar el lugar donde estaban los carteles, como si un campo de fuerza invisible hubiera cedido por fin y nos dejara avanzar. A los cincuenta metros vemos los restos de una alambrada. Al acercarnos, distinguimos las ruinas de unos barracones entre la maleza.

—Yo hice un trabajo sobre esto el penúltimo año de instituto —me cuenta.

—¿Sobre qué?

—Tú sabes lo que había aquí, ¿no?

Lo sé, pero quiero que sea ella quien lo diga.

—Una base de misiles Nike. Mucha gente no se lo cree, pero eso es lo que fue en un principio. Durante la guerra fría, y hablo de los años cincuenta, el ejército escondía estas bases en poblaciones de segundo orden como la nuestra. Las ocultaban en granjas o en zonas de bosque como esta. La gente pensaba que eso no era más que una leyenda, pero era de verdad.

No se oye una mosca. Nos acercamos más. Veo lo que debieron de ser viejos barracones. Intento imaginarme la escena: los soldados, los vehículos, las bases de lanzamiento.

—Desde aquí podían lanzar misiles Nike de trece metros con cabezas nucleares —recuerda Ellie, entornando los ojos y mirando hacia delante como si aún los viera—. Probablemente, este lugar esté a menos de cien metros de casa de los Carlino, en Downing Road. Se suponía que los Nike estaban para proteger Nueva York de un eventual ataque aéreo soviético o de la llegada de algún misil.

Me va bien que me refresque la memoria.

—¿Sabes cuándo abandonaron el programa de misiles Nike?

—Principios de los setenta, creo —dice ella.

Asiento con la cabeza.

—Este centro lo cerraron en 1974.

—Un cuarto de siglo antes de que fuéramos al instituto.

—Exacto.

—¿Y qué?

—Pues que si preguntas a los viejos del lugar, la mayoría te dirán que si estas bases eran secretas, eran el secreto peor guardado del norte de Nueva Jersey. Todo el mundo sabía que estaban aquí. Un tipo me dijo que una vez hasta habían puesto un misil en una carroza para el desfile del 4 de Julio. No sé si será cierto o no.

Seguimos caminando. Quiero entrar en la vieja base —no sé por qué—, pero la verja oxidada sigue cerrada y se niega a ceder, como un soldado veterano. Nos quedamos mirando a través de la cadena.

—La base Nike de Livingston ahora es un parque —dice Ellie—. Para artistas. Los viejos barracones se han convertido en estudios. La base de lanzamiento de East Hanover se demolió y en su lugar se construyeron viviendas. Hay otra base en Sandy Hook, convertida en museo sobre la guerra fría.

Nos inclinamos hacia delante. El bosque está en completo silencio. No hay cantos de pájaros ni murmullo de hojas. Solo oigo mi propia respiración. El pasado no desaparece sin más. Fuera lo que fuera lo que pasara aquí, aún flota en el ambiente. Esas cosas a veces se perciben, cuando alguien visita ruinas antiguas o viejas granjas, o cuando está solo en el bosque, como ahora. Los sonidos van menguando, los ecos desaparecen, pero no acaba de hacerse el silencio.

—¿Y qué fue de esta base Nike después de que cerrara? —me pregunta Ellie.

—Eso es lo que quería descubrir el Club de la Conspiración —respondo yo.

No te rindas

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