Читать книгу No te rindas - Харлан Кобен - Страница 7

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Oculto el bate de béisbol detrás de la pierna, de modo que Trey —supongo que es Trey— no pueda verlo. El supuesto Trey se me acerca tan tranquilo, con su falso bronceado, su flequillo emo y los tatuajes tribales sin sentido que le cubren los bíceps hinchados artificialmente. Ellie me ha descrito a Trey como un «capullo bocazas». Sin duda, es él.

Aun así, tengo que estar seguro.

Al cabo de los años, he desarrollado una técnica deductiva realmente elaborada para saber si he encontrado a quien busco. Mira y aprende.

—¿Trey?

El capullo se detiene, me mira con su mejor fruncido de cejas a lo cromañón y responde:

—¿Quién quiere saberlo?

—¿Se supone que tengo que decir «Yo»?

—¿Eh?

Suspiro. ¿Ves con qué tipo de tarados tengo que tratar, Leo?

—Has respondido: «¿Quién quiere saberlo?» —añado—. Como para no soltar prenda. Si yo hubiera dicho: «¿Mike?», habrías dicho: «Te equivocas de tío, colega». Al responder: «¿Quién quiere saberlo?», ya me has dicho que eres Trey.

Deberías ver la expresión de perplejidad en la cara de este tío. Doy un paso más, con el bate escondido. Trey va disfrazado de duro, pero siento el miedo que emana. No es de extrañar. Yo soy un tipo de complexión generosa, no una de esas mujeres de metro y medio a las que puede abofetear para sentirse importante.

—¿Qué quieres? —me pregunta Trey. Doy un paso más.

—Hablar.

—¿De qué?

Golpeo agarrando el bate con una mano porque así es más rápido. El bate cae como un látigo sobre la rodilla de Trey. Grita, pero no cae al suelo. Ahora lo agarro con ambas manos. ¿Recuerdas cómo nos enseñó el entrenador Jauss a golpear en la liga juvenil, Leo? Bate atrás, codo arriba. Ese era su mantra. ¿Cuántos años teníamos? ¿Nueve?, ¿diez? No importa. Hago exactamente lo que nos enseñó el míster. Echo el bate atrás, codo arriba, y lanzo el golpe dando un paso adelante.

El grueso de la madera cae de lleno en la misma rodilla. Trey cae al suelo como si le hubiera disparado.

—Por favor...

Esta vez levanto el bate sobre la cabeza, como un hacha, y lo acompaño con todo mi peso, apuntando a la misma rodilla. Al impactar, oigo algo que se astilla. Trey suelta un aullido. Levanto el bate otra vez. A estas alturas, Trey se agarra la rodilla con ambas manos, intentando protegérsela. Qué diablos. Más vale asegurarse, ¿no?

Voy a por el tobillo. Cuando el bate impacta, el tobillo cede y se suelta. Se oye algo parecido al ruido de una bota al pisar unas ramitas secas.

—No me has visto la cara —le advierto—. Si dices una palabra, vuelvo y te mato.

No espero a que responda.

¿Te acuerdas de cuando papá nos llevó a nuestro primer partido de béisbol de primera, Leo? En el Yankee Stadium. Nos sentamos en aquella tribuna junto a la línea de tercera base. No nos quitamos el guante de béisbol en todo el partido, con la esperanza de que alguna bola nos cayera encima. Por supuesto, no sucedió. Recuerdo cómo papá dirigía el rostro hacia el sol, aquellas Ray-Ban Wayfarer que llevaba, la sonrisa apenas esbozada en su rostro. ¿No era un tipo genial? Al ser francés no conocía las normas —también era su primer partido de béisbol—, pero no le importaba. Era un día de fiesta con sus gemelos.

Aquello era más que suficiente para él.

Tres manzanas más allá, tiro el bate en un contenedor de un 7-Eleven. Me he puesto guantes, así que no habrá huellas. El bate lo compré hace años en un mercadillo de Atlantic City. No podrían relacionarlo conmigo de ningún modo. No es que me preocupe. La poli no se molestará en revolver un contenedor lleno de Slurpees de cereza para investigar una agresión a un comemierda profesional como Trey. En la tele quizá lo hagan. En el mundo real lo más fácil es que lo atribuyan a una pelea entre bandas, a un ajuste de cuentas por drogas, a una deuda de juego o a algo que haga creer que se lo merecía.

Cruzo el aparcamiento y doy un rodeo hasta llegar a mi coche. Llevo una gorra negra de los Brooklyn Nets —muy de moda urbana— y mantengo la cabeza gacha. Insisto en que no creo que nadie se tome el caso en serio, pero uno siempre puede encontrarse con un novato a quien le dé por repasar las grabaciones de circuito cerrado o algo así.

No me cuesta nada ser prudente.

Me subo al coche, tomo la interestatal 280 y voy directamente a Westbridge. Suena el móvil: una llamada de Ellie. Como si supiera lo que estoy haciendo. La señora Conciencia. De momento no lo cojo.

Westbridge es el clásico pueblo periférico de sueño americano que los medios de comunicación calificarían de «familiar», de «burgués» quizás, o incluso de «elegante», aunque en realidad no es ni «respetable». Acoge barbacoas del Rotary Club, desfiles del 4 de Julio, carnavales del Kiwanis Club y mercados de productos ecológicos los sábados por la mañana. Los partidos de fútbol americano del instituto registran una buena entrada, especialmente cuando jugamos contra nuestro rival, Livingston. La liga juvenil de béisbol sigue teniendo mucho tirón. El entrenador Jauss murió hace unos años, pero le pusieron su nombre a uno de los campos.

Sigo parándome frente a ese campo, aunque ahora en un coche patrulla. Sí, soy ese tipo de poli. Pienso en ti, Leo, plantado en el exterior derecho. Tú no querías jugar al béisbol —ahora lo sé—, pero te diste cuenta de que yo no habría querido apuntarme si tú no lo hacías. Algunos aún se acuerdan de mí, como el lanzador que en aquel partido de semifinales de la liga estatal consiguió que el equipo contrario no bateara ni una bola. Tú no estabas a la altura de aquel equipo, así que los poderes establecidos de la liga juvenil te colocaron como estadístico. Supongo que lo hicieron para tenerme contento. En aquel momento no me di cuenta.

Tú siempre has sido más listo, Leo, más maduro, así que probablemente tú sí que te darías cuenta.

Llego a casa y aparco delante. Tammy y Ned Walsh, los vecinos —mentalmente lo veo como Ned Flanders, porque tiene el mismo bigote y esos ademanes exagerados— están limpiando los canalones. Ambos me saludan con la mano.

—Hola, Nap —dice Ned.

—Hola, Ned —saludo—. Hola, Tammy.

Así de simpático soy. El típico vecino encantador. En realidad, soy un raro ejemplar en los barrios residenciales de la periferia —aquí un hombre hetero, soltero y sin hijos llama más la atención que un cigarrillo en un gimnasio—, así que trabajo duro para que me vean como un tipo normal, aburrido, de confianza.

Inofensivo.

Papá murió hace cinco años, por lo que ahora supongo que algunos de los vecinos me ven como ese tipo de soltero, el que no se ha ido de casa y merodea por ahí como Boo Radley, el de Matar a un ruiseñor. Por eso intento tener la casa cuidada. Por eso intento asegurarme de traer a mis citas a casa durante las horas de luz, aunque sepa que la cita no va a durar mucho.

Hubo un tiempo en que un tipo como yo sería considerado un excéntrico encantador, un soltero redomado. Ahora creo que a los vecinos les preocupa que sea un pedófilo o algo por el estilo. Así que hago todo lo que puedo por quitarles el miedo. La mayoría de los vecinos, además, conocen nuestra historia, por lo que les parece lógico que siga aquí.

Sigo de charla con Ned y Tammy.

—¿Cómo va el equipo de Brody? —pregunto. No me importa, pero una vez más, hay que cuidar las apariencias.

—Han ganado ocho de nueve —responde Tammy.

—Eso es fantástico.

—Tienes que venir a ver el partido del próximo miércoles.

—Me encantaría —respondo.

Y también me encantaría que me quitaran un riñón con una cuchara sopera.

Sonrío una vez más, saludo con la mano como un idiota y entro en casa. Ya no duermo en nuestra antigua habitación, Leo. Tras aquella noche —siempre la llamo «aquella noche», porque no puedo aceptar lo de «suicidio doble» o «muerte accidental», ni siquiera, aunque nadie crea realmente que fue eso, lo del «asesinato»—, no podía soportar ver nuestra vieja litera. Me fui a dormir a la planta de abajo, a la habitación que llamábamos «nuestra madriguera». Probablemente uno de los dos debía de haberlo hecho años atrás, Leo. Nuestro dormitorio no estaba mal para dos chavales, pero era pequeño para dos adolescentes varones.

Aunque nunca me importó. Y no creo que a ti tampoco te importara.

Cuando papá murió, me trasladé al dormitorio principal, en la planta de arriba. Ellie me ayudó a convertir nuestra vieja habitación en un despacho, con esos armarios empotrados de un estilo que ella llama «rústico urbano moderno». Aún no sé qué significa eso.

Me dirijo al dormitorio y empiezo a quitarme la camisa, cuando suena el timbre. Me imagino que serán los de UPS o FedEx. Son los únicos que se presentan sin avisar antes. Así que no me molesto en bajar. Cuando oigo otra vez el timbre, me pregunto si habré pedido algo que requiera una firma. No se me ocurre. Miro por la ventana del dormitorio.

Polis.

Van vestidos de paisano, pero yo siempre los distingo. No sé si será la postura o algo intangible, pero no creo que sea solo porque yo también lo soy, una cosa entre polis. Son un hombre y una mujer. Por un segundo se me ocurre que pueda tener relación con Trey —una deducción lógica, ¿no?—, pero echo una mirada rápida al coche de incógnito, que resulta tan evidente que es un coche de policía que parece que lleve las palabras «coche de policía de incógnito» escritas con pintura de bote a ambos lados, y veo que tiene matrícula de Pensilvania.

Enseguida me pongo un chándal gris y me miro al espejo. La única palabra que me viene a la mente es «rompedor». Bueno, no es la única, pero me quedo con esa. Bajo los escalones a toda prisa y giro el pomo de la puerta.

No tenía ni idea de lo que me supondría abrir esa puerta. No tenía idea, Leo, de que te traería de nuevo a mi vida.

No te rindas

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