Читать книгу No te rindas - Харлан Кобен - Страница 9

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Reynolds y Bates quieren interrogarme ahora mismo.

—En el coche —insisto—. Quiero ver el escenario.

Los tres recorremos el camino de ladrillo que construyó mi padre con sus propias manos hace veinte años. Yo voy delante. Tienen que darse prisa para seguirme.

—Suponga que no queramos llevarlo —dice Reynolds.

Me detengo de pronto y me despido haciendo un gesto infantil con la mano.

—Pues adiós. Que tengan buen viaje de regreso.

—Podemos obligarlo a responder —replica Bates.

Está claro que no le gusto.

—¿Eso cree? Muy bien. —Me doy media vuelta para regresar a casa—. Ya me tendrán al corriente.

Reynolds se me pone delante, cortándome el paso.

—Estamos intentando encontrar a alguien que ha matado a un poli.

—Yo también.

Soy muy buen investigador —lo soy, no hay motivo para la falsa modestia—, pero tengo que ver el escenario personalmente. Conozco a los actores. Quizá pueda ayudar. En cualquier caso, si Maura ha vuelto, no voy a dejar pasar este asunto de ningún modo.

Pero todo esto no se lo quiero explicar a Reynolds y a Bates.

—¿Cuánto tardaríamos en llegar? —pregunto.

—Dos horas, si nos damos prisa.

Abro los brazos, como dándoles la bienvenida.

—Van a tenerme en el coche solo para ustedes durante todo ese tiempo. Imaginen todas las preguntas que me pueden hacer.

Bates frunce el ceño. No le gusta la idea, o quizás es que está tan acostumbrado a hacer el papel del poli malo con Reynolds que le sale en automático. Cederán. Todos lo sabemos. Es solo cuestión de cómo y cuándo.

—¿Cómo volverá aquí? —pregunta Reynolds.

—Porque nosotros no somos Uber —añade Bates.

—Sí, ya, el transporte para la vuelta —respondo yo—. Eso es en lo que deberíamos concentrar toda nuestra atención.

Vuelven a fruncir el ceño, pero ya está hecho. Reynolds se pone al volante; Bates, en el lugar del acompañante.

—¿Es que nadie va a abrirme la puerta? —pregunto.

No es que haga falta, pero qué demonios: antes de subir, saco el teléfono y busco en mis «Favoritos». Desde el asiento del conductor, Reynolds me mira con cara de «a ti qué te pasa ahora». Le levanto el dedo del medio para indicarle que solo va a ser un momento.

—Eh —responde Ellie.

—Tengo que cancelar lo de esta noche.

Los domingos por la noche colaboro como voluntario en el refugio de Ellie para mujeres maltratadas.

—¿Qué ocurre? —pregunta.

—¿Te acuerdas de Rex Canton?

—¿Del instituto? Sí, claro.

Ellie está felizmente casada y tiene dos hijas. Soy padrino de ambas, lo cual es algo raro, pero funciona. Ellie es la mejor persona que conozco.

—Era poli en Pensilvania —le digo.

—Creo que oí algo al respecto.

—Nunca me dijiste nada.

—¿Y por qué iba a decírtelo?

—Bien pensado.

—Bueno, ¿y qué le pasa?

—Lo han matado durante el servicio. Alguien le disparó durante un control de tráfico.

—Oh, eso es terrible. Lo siento mucho. —Hay personas que lo dicen, y no son más que palabras. Con Ellie, sentías la empatía—. ¿Y qué tiene que ver contigo?

—Ya te lo contaré luego.

Ellie no era de las que pierden el tiempo pidiendo detalles. Entiende que, si quiero contarle algo más, lo haré.

—Vale. Llámame si necesitas algo.

—Cuida a Brenda por mí —le digo.

Se produce una breve pausa. Brenda es madre de dos hijos y una de las mujeres maltratadas del refugio que vive una pesadilla continua por culpa de un hijo de perra violento. Hace dos semanas, Brenda llegó al refugio de Ellie huyendo en plena noche con una conmoción cerebral, un par de costillas rotas y ninguna pertenencia. Desde entonces vive tan asustada que no sale, ni siquiera para tomar el aire al patio cercado del refugio. Dejó tras de sí todo, menos sus hijos. Tiembla mucho. Vive encogida, crispada, como si se esperara un puñetazo en cualquier momento.

Quiero decirle a Ellie que esta noche Brenda podría ir a casa y recoger por fin sus cosas, que el abusador —un cretino apodado Trey— no volverá a casa en unos cuantos días, pero incluso con Ellie mantengo cierta discreción.

Lo deducirían. Siempre lo hacen.

—Dile a Brenda que volveré —le digo.

—Se lo diré —responde Ellie, y luego cuelga.

Estoy solo en el asiento posterior del coche patrulla. Huele a coche patrulla, lo cual quiere decir a sudor, a desesperación y a miedo. Reynolds y Bates están delante, como si fueran mis padres. No empiezan a hacerme preguntas enseguida. Están completamente en silencio. ¿De verdad? ¿Es que se han olvidado de que yo también soy poli? Intentan hacerme hablar, que les revele algo, que suelte la lengua. Es el equivalente a la espera intencionada en la sala de interrogatorios, pero sobre ruedas.

No entro al trapo. Cierro los ojos e intento dormir. Reynolds me despierta.

—¿De verdad te llamas Napoleon de nombre?

—Pues sí —respondo. Mi padre, francés, odiaba ese nombre, pero mi madre, la americana en París, había insistido.

—¿Napoleon Dumas?

—Todo el mundo me llama Nap.

—Qué nombre tan estúpido —dice Bates.

— ¿Y a ti, Bates... —digo—, te llaman Norman?

—¿Eh?

A Reynolds casi se le escapa la risa. Por lo visto, Bates nunca ha oído hablar de Psicosis. De hecho, se queda pensando, con cara de tonto, pero al final se rinde.

—Eres un capullo, Dumas.

Esta vez pronuncia mi apellido correctamente.

—¿Qué? ¿Entramos en materia, Nap? —pregunta Reynolds.

—Adelante.

—Fuiste tú quien introdujiste a Maura Wells en el AFIS, ¿verdad?

AFIS. El sistema de identificación automática de huellas dactilares.

—Supongamos que la respuesta es sí.

—¿Cuándo?

Eso ya lo saben.

—Hace diez años.

—¿Por qué?

—Desapareció.

—Lo hemos comprobado —interviene Bates—. Su familia nunca denunció su desaparición.

No respondo. Dejamos que el silencio se prolongue un poco. Reynolds lo rompe:

—¿Nap?

No les va a gustar mucho. Lo sé, pero no puedo evitarlo.

—Maura Wells era mi novia en el instituto. En el último año, rompió conmigo con un mensaje de texto. Perdí el contacto con ella por completo. Se mudó. La busqué, pero nunca la encontré.

Reynolds y Bates cruzan una mirada.

—¿Hablaste con sus padres? —pregunta Reynolds.

—Con su madre, sí.

—¿Y?

—Y me dijo que el paradero de Maura no era asunto mío y que dejara de fisgonear en la vida de los demás.

—Un buen consejo —apunta Bates.

No pico el anzuelo.

—¿Y qué edad teníais? —pregunta Reynolds.

—Dieciocho.

—Así que buscaste a Maura, no la encontraste...

—Exacto.

—¿Y qué hiciste?

No quiero decirlo, pero Rex ha muerto y puede que Maura haya vuelto, y hay que ceder un poco para obtener algo.

—Cuando entré en el cuerpo, introduje sus huellas en el AFIS. Hice un informe de desaparición.

—En realidad, no estabas autorizado para hacer eso —señala Bates.

—Eso es cuestionable. Pero ¿habéis venido a trincarme por un asunto de protocolo?

—No —responde Reynolds.

—No sé... —reflexiona Bates, fingiendo incredulidad—. Una chica te deja tirado. Cinco años más tarde te saltas el protocolo introduciéndola en el sistema para... ¿qué? ¿Para intentar volver a ligar con ella? —Se encoge de hombros—. Suena a acoso.

—Como conducta es bastante inquietante, Nap —añade Reynolds.

Apuesto a que saben algo de mi pasado. Pero no lo suficiente.

—Supongo que buscarías a Maura Wells por tu cuenta, ¿no? —pregunta Reynolds.

—Un poco.

—Y supongo que no la encontraste.

—Exacto.

—¿Alguna idea de dónde haya podido estar los últimos quince años?

Ya estamos en la autopista, dirigiéndonos al oeste. Aún intento entender todo esto. Intento reubicar mis recuerdos de Maura pensando en Rex. Pienso en ti, Leo. Tú eras amigo de los dos. ¿Significa eso algo? Quizá, quizá no. Todos íbamos a la misma clase, así que nos conocíamos. Pero ¿qué relación tenían Maura y Rex? ¿La habría reconocido Rex por casualidad? Y si es así, ¿significa eso que lo ha matado ella?

—No —respondo—. Ni idea.

—Es curioso —observa Reynolds—. No se ha registrado ninguna actividad reciente de Maura Wells. Ninguna tarjeta de crédito, ninguna cuenta, ninguna declaración de impuestos. Aún estamos comprobando su rastro documental...

—No encontraréis nada.

—Ya lo has comprobado.

No es una pregunta.

—¿Cuándo desapareció del radar Maura Wells? —me pregunta ella.

—Por lo que yo sé —respondo—, hace quince años.

No te rindas

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