Читать книгу No te rindas - Харлан Кобен - Страница 8
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ОглавлениеTal como he dicho, dos polis: un hombre y una mujer.
La mujer es mayor, probablemente cincuentona, y lleva una chaqueta azul, vaqueros y zapatos cómodos. Veo el bulto de la pistola bajo la chaqueta, pero no me llama la atención especialmente. El hombre debe de tener unos cuarenta años y lleva un traje color marrón parduzco más propio de un director de escuela.
La mujer esboza una sonrisa forzada y dice:
—¿Agente Dumas?
Pronuncia mi apellido Du-mas. En realidad, es francés, du-má, como el famoso escritor. Leo y yo nacimos en Marsella. Cuando nos mudamos a Estados Unidos y al pueblo de Westbridge, a los ocho años de edad, a nuestros nuevos «amigos» les pareció increíblemente inteligente pronunciar Dumas como Dumb Ass, que significa «capullo» en inglés. Algunos adultos aún lo hacen, pero bueno... No votamos al mismo partido, por decirlo así.
No me molesto en corregirla.
—¿Qué puedo hacer por ustedes?
—Soy la teniente Stacy Reynolds —dice ella—. Este es el agente Bates.
No me gusta la sensación que tengo. Sospecho que están aquí para darme una mala noticia de algún tipo, como la muerte de alguien próximo. Yo también he tenido que dar el pésame unas cuantas veces estando de servicio. No es mi fuerte. Pero por triste que parezca, no puedo imaginarme a nadie que me importe lo suficiente como para que alguien me envíe un coche patrulla a casa. La única es Ellie, y está en Westbridge, en Nueva Jersey, no en Pensilvania.
Me salto lo de «encantado» y voy directo al grano.
—¿De qué va esto?
—¿Le importa que entremos? —dice Reynolds con una sonrisa fatigada—. Ha sido un largo viaje.
—Si me permite, me gustaría usar el baño —añade Bates.
—Ya irá más tarde —respondo—. ¿Por qué están aquí?
—No hace falta que se ponga impertinente —dice Bates.
—Tampoco hace falta ir con remilgos. Soy policía, han hecho un largo viaje. No alarguemos esto aún más.
Bates me mira fijamente a los ojos. No me importa una mierda. Reynolds apoya la mano en el arma para calmar los ánimos. Sigue sin importarme una mierda.
—Tiene razón —me dice Reynolds—. Me temo que tenemos malas noticias. —Espero—. Ha habido un asesinato en nuestro distrito.
—Ha muerto un policía —añade Bates.
Eso me hace reaccionar. Están los asesinatos. Y luego, los asesinatos de policías. No es que queramos que sean cosas diferentes, una peor que la otra, pero hay muchas cosas que no queremos y nos las tragamos.
—¿Quién? —pregunto.
—Rex Canton.
Esperan a ver mi reacción, pero no hay reacción. Estoy intentando atar cabos.
—¿Conocía al sargento Canton? —pregunta ella.
—Sí —respondo—. Pero de eso hace una eternidad.
—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
Yo sigo intentando entender por qué están aquí.
—No recuerdo. Quizás en la graduación del instituto.
—¿No ha vuelto a verlo desde entonces?
—No que yo recuerde.
—Pero ¿podría ser que sí?
Me encojo de hombros.
—Puede que viniera a alguna reunión de antiguos alumnos o algo así.
—Pero no está seguro.
—No, no estoy seguro.
—No parece que la noticia lo haya afectado mucho —observa Bates.
—Oh, sí, por dentro estoy destrozado —respondo—. Es que soy un tío superduro.
—Ese sarcasmo es innecesario —protesta Bates—. Ha muerto un agente.
—Tampoco hace falta que perdamos el tiempo de esta manera. Lo conocí en el instituto. Eso es todo. Desde entonces no lo he vuelto a ver. No sabía que viviera en Pensilvania. Ni siquiera sabía que fuera policía. ¿Cómo lo mataron?
—Le dispararon en un control de tráfico —aclara Reynolds.
Rex Canton. Lo conocí tiempo atrás, por supuesto, pero era más bien amigo tuyo, Leo. Parte de tu cuadrilla del instituto. Recuerdo la fotografía cómica que os sacasteis todos, disfrazados de una patética banda de rock para el concurso de talentos de la escuela. Rex tocaba la batería. Tenía los incisivos separados. Parecía un buen chaval.
—¿Podemos ir al grano? —pregunto.
—¿En qué sentido?
No estoy de humor para todo esto.
—¿Qué es lo que quieren de mí?
Reynolds me mira a los ojos, y su rostro quizás esconda una sonrisa.
—¿No tiene ninguna sospecha?
—Ninguna.
—Déjenos usar el baño antes de que me mee en su felpudo. Luego hablamos.
Me hago a un lado y los invito a pasar. Reynolds entra primero. Bates espera, cambiando de postura a menudo. Me suena el móvil. Ellie otra vez. Corto la llamada y le mando un mensaje diciéndole que la llamaré en cuanto pueda. Oigo el agua del grifo; Reynolds se está lavando las manos. Sale; entra Bates. El muchacho se deja oír. Parece que estaba realmente apurado.
Pasamos al salón y nos acomodamos. Ellie también arregló esta estancia. Quiso darle un estilo «masculino pero agradable para las mujeres»: paneles de madera y una gran pantalla de televisión, pero con una barra acrílica y divanes de polipiel en un tono malva indefinido.
—¿Y bien? —pregunto.
Reynolds mira a Bates. Él asiente, y ella vuelve a mirarme a mí.
—Hemos encontrado huellas.
—¿Dónde fue? —pregunto.
—¿Cómo dice?
—Han dicho que a Rex le dispararon en un control de tráfico.
—Así es.
—¿Y dónde encontraron su cuerpo? ¿En el coche patrulla? ¿En la calle?
—En la calle.
—¿Y dónde encontraron esas huellas, exactamente? ¿En la calle?
—El lugar no es importante —responde Reynolds—. Lo importante es de quién son.
Espero. Nadie dice nada, así que hablo yo:
—¿Y de quién son las huellas?
—Bueno, en parte ese es el problema —dice ella—. No hemos encontrado coincidencias en ninguna base de datos de detenidos. La persona no tiene antecedentes. Pero aun así estaban en el sistema.
Siempre he oído la expresión «se me ha erizado el vello de la nuca», pero no creo haber sabido bien lo que era hasta este momento. Reynolds espera, pero no le doy la satisfacción. La pelota está en su campo. Dejaré que sea ella la que la lleve hasta la línea de meta.
—Las huellas dieron una coincidencia —prosigue ella— porque hace diez años usted, agente Dumas, las introdujo en el sistema, con la descripción «persona de interés». Hace diez años, cuando ingresó en el cuerpo, pidió que se lo notificáramos si se producía una coincidencia algún día.
Intento no demostrar mi asombro, pero no tengo la impresión de conseguirlo. Estoy volviendo al pasado, Leo. Estoy retrocediendo quince años. Estoy volviendo a aquellas noches de verano cuando ella y yo paseábamos bajo la luz de la luna hasta aquel claro de Riker Hill y extendíamos una manta sobre la hierba. Retrocedo y siento de nuevo aquella pasión, la exquisitez y la pureza de aquel deseo, pero sobre todo rememoro el después, yo estirado boca arriba, recuperando el aliento, con la mirada fija en el cielo nocturno, su cabeza en mi pecho, su mano en mi vientre, y los primeros minutos que pasábamos en silencio, para empezar luego a hablar en un modo que me dejaba claro —lo sabía— que nunca me cansaría de hablar con ella.
Tú habrías sido el padrino de bodas.
Tú me conoces. Nunca he necesitado tener muchos amigos. Te tenía a ti, Leo. Y la tenía a ella. Luego te perdí a ti. Y luego la perdí a ella.
Reynolds y Bates me están mirando, escrutándome.
—¿Agente Dumas?
Vuelvo de golpe a la realidad.
—¿Me están diciendo que las huellas pertenecen a Maura?
—Sí, así es.
—Pero aún no la han encontrado.
—No, todavía no —responde Reynolds—. ¿Quiere explicárnoslo?
—Lo haré de camino —dijo, agarrando mi cartera y las llaves de casa—. Vamos.