Читать книгу No se lo digas a nadie - Харлан Кобен - Страница 10
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ОглавлениеEstaba con la mirada fija, sin parpadear, ante la pantalla del ordenador.
No podía moverme. Mis sentidos habían sobrepasado el límite de carga soportable. Tenía entumecidas todas las partes del cuerpo.
Era imposible. Lo sabía. Elizabeth no se había caído de un yate y se la había dado por ahogada al no descubrir el cadáver. Elizabeth no había muerto abrasada y su cuerpo había quedado irreconocible. Encontraron su cuerpo en una cuneta de la carretera 80. Magullado, tal vez, pero había sido identificado.
«Tú no lo identificaste...»
Lo admito, pero lo identificaron dos familiares próximos: su padre y su tío. En realidad, fue mi suegro, Hoyt Parker, quien me notificó la muerte de Elizabeth. Fue a verme a la habitación del hospital donde yo estaba ingresado, acompañado de su hermano Ken, poco después de que yo recuperara la conciencia. Hoyt y Ken eran hombres fornidos, tenían el cabello entrecano y una cara que parecía esculpida en piedra. Uno era policía de Nueva York y, el otro, agente federal; los dos, veteranos de guerra, hombres fornidos con los músculos grandes y poco definidos. Se quitaron el sombrero y, con esa compasión algo distante de los profesionales, intentaron darme la noticia pero, como no quise darles crédito, no insistieron demasiado.
¿Qué era lo que acababa de ver?
En la pantalla seguían desfilando oleadas de viandantes. Yo los escudriñaba, deseoso de volver a verla. Pero no había manera. ¿Qué sitio era aquél, además? Una ciudad muy bulliciosa, no podía decir más. Quizá fuera Nueva York.
¡Busca indicios, idiota!
Traté de concentrarme. Vamos a ver, la ropa. Sí, había que fijarse en la indumentaria. La mayoría llevaban abrigos o chaquetas. En conclusión, seguramente era algún sitio del norte o por lo menos no particularmente caluroso. Fantástico. Por lo menos se podía descartar Miami.
¿Qué otra cosa? Observé a la gente. ¿Y los peinados? No, esto no me serviría de ayuda. Podía ver la esquina de un edificio de ladrillo. Busqué unas características que me permitieran identificarlo, algo que diferenciase aquel edificio de otros parecidos. Pero nada. Escudriñé la pantalla buscando alguna cosa que se saliera de lo habitual.
Bolsas de tiendas.
Algunas personas llevaban bolsas comerciales. Intenté leerlas, pero circulaban demasiado aprisa. Habría querido reducir la velocidad. No era posible. Seguí observando con la mirada a nivel de las rodillas. El ángulo de la cámara me era desfavorable. Acerqué tanto la cara a la pantalla que hasta notaba el calor que emitía.
Una R mayúscula.
Era la primera letra de una de las bolsas. Las restantes aparecían desdibujadas y confusas. No era posible descifrarlas. El tipo de escritura era elegante. Bien, ¿qué más? ¿Qué otras claves podía...?
El alimentador quedó en blanco.
¡Maldita sea! Pulsé la tecla para recargarlo. En la pantalla volvió a aparecer un aviso de error. Volví al mensaje electrónico original y pulsé con el ratón en el hipervínculo. Otro error.
El material había desaparecido.
Contemplé la pantalla en blanco y la verdad me golpeó de nuevo: acababa de ver a Elizabeth.
Intenté racionalizar los hechos. Pero no, no era un sueño. Algunas veces había soñado que Elizabeth estaba viva. Demasiadas veces. En la mayoría de los casos había aceptado que había vuelto de la tumba y esto hacía que me sintiera tan agradecido que no lo cuestionaba ni lo ponía en duda.
Recuerdo un sueño en particular en el que estábamos juntos; no recuerdo qué hacíamos ni siquiera dónde estábamos, pero, mientras soñaba y nos reíamos juntos, tuve de pronto la aplastante certidumbre de que estaba soñando y de que no tardaría en despertarme y encontrarme solo. Recuerdo el sueño: me agarraba a ella e intentaba acercarla a mí, trataba desesperadamente de arrastrarla hacia mí.
Sabía qué era soñar. Pero lo que había visto en la pantalla del ordenador no era un sueño.
Tampoco era un fantasma. No es que crea en ellos pero, en caso de duda, mejor mantener la mente abierta. Los fantasmas no tienen edad. El de Elizabeth que había visto en la pantalla la tenía. Aunque no eran muchos, habían pasado ocho años. Los fantasmas tampoco se cortan el pelo. Pensé en la larga trenza que le caía sobre la espalda aquella noche a la luz de la luna. Pensé en la melenita corta y tan moderna que acababa de verle en el ordenador. Y pensé en sus ojos, aquellos ojos que no había dejado nunca de mirar desde mis siete años.
Era Elizabeth. Y estaba viva.
Sentí que volvían las lágrimas a mis ojos, pero esta vez las reprimí. Era extraño. A mí siempre me había costado poco llorar, pero desde que había llorado la muerte de Elizabeth era como si ya me fuera imposible volver a llorar. No era que se me hubieran secado las lágrimas ni que me sintiera impotente de llorar de nuevo. No, no se trataba de ninguna de estas tonterías. No era tampoco que, después de tanto sufrimiento, me hubiera quedado embotado, aunque tal vez había algo de esto. Creo que lo que había ocurrido en realidad era que yo, instintivamente, estaba a la defensiva. Cuando murió Elizabeth, abrí las puertas de par en par y dejé entrar la pena. Me empapé de ella. Sufrí mucho. Fue tanto lo que sufrí que ahora consideraba primordial no volver a sufrir.
No sé cuánto tiempo me quedé allí sentado. Tal vez media hora. Quise respirar con más calma, procuré tranquilizarme. Quería actuar con sensatez. Necesitaba actuar con sensatez. A esa hora los padres de Elizabeth me estarían esperando en su casa, pero no soportaba la idea de enfrentarme con ellos.
Entonces recordé otra cosa.
Sarah Goodhart.
El sheriff Lowell me había preguntado si aquel nombre me decía algo. La respuesta era sí.
Elizabeth y yo, cuando niños, habíamos practicado un juego infantil. Tal vez lo conozcan ustedes. Se toma el segundo nombre y se convierte en el primero, se le añade a continuación el nombre de la calle donde uno vive y se convierte en el apellido. Por ejemplo, mi nombre completo es David Craig Beck y, como yo había vivido en Darby Road, mi nombre pasaba a ser Craig Darby. Y el de Elizabeth era...
Sarah Goodhart.
Pero ¿qué diablos estaba sucediendo?
Cogí el teléfono. Primero llamé a los padres de Elizabeth, que seguían viviendo en la casa de Goodhart Road. Contestó su madre. Le expliqué que se me había hecho tarde. La gente suele aceptar esta excusa cuando la da un médico. Una de las ventajas de la profesión.
Cuando llamé al sheriff Lowell me respondió su voz a través del contestador. Le dije que me llamara al busca cuando tuviera oportunidad. No tengo teléfono móvil. Sé que esto me sitúa entre la minoría, pero bastante me tiene atado el busca al mundo exterior.
Volví a sentarme, pero Homer Simpson me arrancó del trance con otro: «¡Tiene correo!». Me precipité sobre el ratón. La dirección del remitente no me era familiar, pero el asunto decía: Street Cam. El corazón volvió a saltar en mi pecho.
Pulsé en el pequeño icono y apareció el mensaje:
«Mañana misma hora más dos horas en Bigfoot.com. Allí te espera un mensaje.
»Tu nombre de usuario: Calle del Murciélago.
»Tu contraseña: Adolescencia».
Debajo de esto, casi al pie de la pantalla, unas palabras más:
«Vigilan. No se lo digas a nadie».
Larry Gandle, el tipo del peinado peculiar, observaba a Eric Wu que, con absoluta calma, se ocupaba de limpiar el suelo.
Wu, un coreano de veintiséis años cuyo cuerpo lucía un asombroso surtido de perforaciones y tatuajes, era el hombre más mortífero que Gandle se había tirado a la cara. Tenía la estructura de un tanque del ejército, pero eso de por sí no contaba demasiado. Gandle conocía a mucha gente con un físico como el suyo. Es habitual que los músculos muy espectaculares sean inútiles.
No era el caso de Eric Wu.
Tener músculos como rocas estaba bien, pero el verdadero secreto de la fuerza arrolladora de Wu residía en sus encallecidas manos, que eran dos bloques de cemento con unos dedos como garras de acero. Wu dedicaba horas a sus manos: golpeaba bloques de hormigón, las exponía a temperaturas extremas de calor y frío, hacía flexiones apoyándose en un solo dedo. Cuando Wu se servía de sus dedos, era inimaginable la destrucción de huesos y tejido que podía causar.
Sobre hombres como Wu, la mayoría de los cuales eran escoria, circulaban oscuros rumores, pero Larry Gandle había presenciado cómo Wu despachaba a un hombre limitándose a hundirle los dedos en las zonas blandas de la cara y del abdomen. También había visto con sus propios ojos cómo Wu agarraba a un hombre por las orejas y se las arrancaba de cuajo como quien arranca dos plumas. Lo había visto matar de cuatro maneras muy distintas y sin usar nunca la misma arma.
Ninguna de las muertes había sido rápida.
Nadie sabía exactamente de dónde había salido Wu, pero la historia más aceptada aseguraba que su manera de ser era consecuencia de una infancia brutal en Corea del Norte. Pero Gandle no había hecho nunca preguntas. Hay caminos insondables que es mejor no atravesar; el lado oscuro de Eric Wu —también tenía su lado luminoso— era uno de ellos.
Cuando Wu terminó de envolver en el plástico protector del pavimento el protoplasma en que se había convertido Vic Letty, levantó la cabeza y miró a Gandle con aquellos ojos suyos. «Ojos muertos», pensó Larry Gandle para sus adentros. Los ojos que tienen los niños en los noticiarios de guerra.
Wu no se había molestado en quitarse los auriculares de las orejas. Su música estereofónica personal no atronaba sus oídos con hip hop, ni rap ni siquiera con rock and roll. Él escuchaba ininterrumpidamente discos compactos de los temas sedantes que se escuchan en Sharper Image, música con nombres como Brisa Oceánica o Agua del Arroyo que Fluye.
—¿Se lo llevo a Benny? —preguntó Wu.
Tenía una voz lenta y extrañamente cadenciosa, parecía un personaje de las historietas Peanuts.
Larry Gandle asintió. Benny tenía un horno crematorio. Polvo eres y en polvo te convertirás. O en ceniza. En aquel caso, mierda eres y en ceniza te convertirás.
—Y así nos desembarazamos de esto.
Gandle tendió la veintidós a Eric Wu. El arma era un objeto insignificante e inútil en la mano gigantesca de Wu. Éste frunció el ceño, contrariado quizá porque Gandle la había escogido antes que sus talento, y se metió el arma en el bolsillo. Cuando se operaba con una veintidós, rara vez había heridas de salida. Lo cual significaba menos pruebas. En cuanto a la sangre, había quedado en la lámina de vinilo. Donde no hay ruido todo es silencio.
—Hasta luego —dijo Wu, llevándose el cadáver con una mano como si se tratara de una maleta.
Larry Gandle se despidió de él con un movimiento de cabeza. No le había complacido especialmente ver sufrir a Vic Letty, por eso ahora sentía un especial malestar. De hecho, se trataba de un asunto muy sencillo. Gandle debía cerciorarse de que Letty operaba solo y de que allí no quedaban pruebas. Y esto suponía apurar todas las posibilidades. No se podía hacer otra cosa.
Al final se había encontrado ante una disyuntiva: o la familia Scope o Vic Letty. Los Scope eran buena gente. Jamás habían hecho daño a Vic Letty. En cambio, Vic Letty se había apartado de su camino con el único fin de perjudicar a la familia Scope. Sólo uno de los dos podía salir indemne: la víctima inocente y bien intencionada o el parásito que estaba tratando de cebarse en la desgracia ajena. Si uno se detenía a reflexionar en el caso, veía que no había otra opción.
El móvil de Gandle vibró. Lo cogió y dijo:
—¿Sí?
—Han identificado los cadáveres del lago.
—¿Y qué?
—Que son ellos. ¡Oh, Dios, son Bob y Mel!
Gandle cerró los ojos.
—¿Y eso qué significa, Larry?
—Pues no lo sé.
—¿Qué haremos?
Larry Gandle sabía que no había opción. Tenía que hablar con Griffin Scope. Aquello removería recuerdos desagradables. Ocho años. Después de ocho años. Gandle negó con la cabeza. Tendría que volver a destrozar el corazón del viejo.
—Yo me ocuparé de esto —dijo.