Читать книгу No se lo digas a nadie - Харлан Кобен - Страница 12

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Las copas de champán tintineaban en armonía con la sonata de Mozart. Un arpa subrayaba el tono discreto de los comentarios de los invitados. Griffin Scope se movía, serpenteante, entre los negros esmóquines y los deslumbrantes trajes de noche. La gente empleaba siempre la misma palabra para calificar a Griffin Scope: multimillonario. A continuación podían añadir que era un empresario o un pez gordo o comentar de paso que era alto, que estaba casado, que era abuelo o que tenía setenta años. Podían también añadir algunos datos sobre su personalidad o su árbol genealógico o sobre la ética de sus actividades. Pero la primera palabra —en los periódicos, en la televisión, en los cotilleos— era siempre aquella que empezaba por la letra «eme»: multimillonario. El multimillonario Griffin Scope.

Griffin había nacido rico. Su abuelo había sido industrial desde los primeros tiempos, su padre había acrecentado la fortuna familiar, Griffin la había multiplicado por varias cifras. La mayoría de imperios económicos familiares se derrumban antes de la tercera generación. No así el imperio Scope. La razón, en gran parte, tenía relación con la educación que había recibido Griffin. Éste, por ejemplo, no había frecuentado instituciones educativas prestigiosas como Exeter o Lawrenceville como muchos de sus iguales. Su padre había insistido no sólo en que Griffin fuera a una escuela pública sino, además, en que lo hiciera en la ciudad grande más próxima, Newark. Su padre tenía oficinas allí, por lo que dar una residencia falsa no supuso ningún problema.

La zona este de Newark no era en aquellos tiempos un mal barrio, hoy sin embargo nadie en sus cabales se atrevería a cruzarla ni siquiera en coche. Entonces había sido una zona de clase trabajadora, de gente obrera, es decir, más dura que peligrosa.

A Griffin le encantó el barrio.

Sus mejores amigos de los tiempos del instituto seguían siéndolo después de cincuenta años. La fidelidad es una virtud que no abunda por lo que, cuando Griffin se tropezaba con ella, se aseguraba de recompensarla debidamente. Muchos de los invitados de esta noche eran amistades de los tiempos de Newark. Entre ellos había algunas personas que trabajaban para él, si bien tenía el prurito de no actuar con ellos como un jefe convencional.

La gala de esa noche conmemoraba la causa que Griffin Scope distinguía en lo más profundo de su corazón: la obra benéfica en memoria de Brandon Scope, que llevaba el nombre del hijo de Griffin, el que había muerto asesinado. Griffin había iniciado el fondo con una contribución de cien millones de dólares. Sus amigos se apresuraron a aumentar aquel fondo. Griffin no tenía un pelo de tonto. De sobra sabía que la contribución de muchos pretendía ganarse sus favores. Pero había algo más. Durante su corta vida, Brandon Scope había sabido llegar al corazón de la gente. Había disfrutado de una suerte y un talento que parecían innatos, poseía un carisma casi sobrenatural. La gente se sentía atraída hacia él.

Su otro hijo, Randall, no era más que un buen chico camino de convertirse en un buen hombre. Pero Brandon... Brandon tenía magia.

El dolor surgió de nuevo. Ni que decir tiene que estaba presente siempre a través de los apretones de manos y las palmadas en el hombro; aquella profunda pena permanecía junto a él, tan pronto en la mano posada en la espalda como en las palabras murmuradas al oído recordándole que la amistad era de por vida.

—¡Magnífica fiesta, Griff!

Griffin daba las gracias y continuaba saludando a la gente. Las mujeres, maravillosamente peinadas y con vestidos de noche que hacían resaltar sus bellos hombros desnudos, armonizaban con las esculturas de hielo —la afición favorita de la esposa de Griffin, Allison— y que iban derritiéndose lentamente sobre los manteles de lino importados. La sonata de Mozart se trocó por una de Chopin. Camareros con guantes blancos hacían la ronda con bandejas de plata cargadas de gambas de Malasia, solomillo de Omaha y un popurrí de entremeses rellenos indefectiblemente de tomates secos.

Se acercó a Linda Beck, la muchacha que estaba al frente de la obra benéfica de Brandon. El padre de Linda era uno de sus antiguos compañeros de Newark y ella, como tantas otras personas amigas, se había incorporado a las poderosas empresas de los Scope. Había empezado a trabajar para varias empresas Scope cuando todavía iba al instituto y tanto ella como su hermano se habían costeado su educación gracias a becas Scope.

—Estás deslumbrante —le dijo Scope, pese a que le notó aspecto de cansancio.

Linda Beck le sonrió.

—Gracias, señor Scope.

—¿Cuántas veces te he dicho que me llames Griff?

—Centenares —dijo ella.

—¿Cómo está Shauna?

—Un poco pachucha.

—Dale recuerdos.

—Lo haré, gracias.

—Tendríamos que vernos la semana que viene.

—Llamaré a su secretaria.

—De acuerdo.

Griffin le pellizcó la mejilla y en aquel mismísimo momento descubrió en el vestíbulo a Larry Gandle. Larry iba despeinado y tenía cara de sueño, aunque a decir verdad era su aspecto de siempre. Aunque se hubiera puesto un traje cortado por Joseph Abboud, una hora después habría tenido la pinta de haberse peleado con alguien.

A Larry Gandle no se le esperaba en la fiesta.

Los ojos de los dos hombres se encontraron. Larry hizo un gesto de asentimiento y se alejó. Griffin aguardó un momento y siguió después a su joven amigo por el pasillo.

También el padre de Larry, Edward, había sido un viejo compañero de Griffin en los tiempos de Newark. Hacía doce años que Edward Gandle había muerto a consecuencia de un repentino ataque cardíaco. ¡Lástima! Edward era un tipo excelente. Desde entonces su hijo ocupaba su puesto como asesor de máxima confianza de los Scope.

Los dos hombres entraron en la biblioteca de Griffin. La biblioteca había sido en otro tiempo una estancia maravillosa con muebles de roble y caoba y con las paredes cubiertas de estanterías y globos terráqueos antiguos desde el suelo hasta el techo. Hacía un par de años que Allison, cediendo a un antojo posmoderno, había decidido que la sala precisaba una radical remodelación. Así pues, se habían retirado de ella las estanterías de madera y la habitación era ahora blanca, elegante y funcional, aunque sin perder el calor propio de un cubículo de trabajo. Allison se sentía tan orgullosa de su obra que Griffin no había tenido valor para confesarle lo mucho que aquella habitación le desagradaba.

—¿Ha habido algún problema esta noche? —preguntó Griffin.

—No —respondió Larry.

Griffin indicó a Larry que se sentara, pero Larry no le obedeció y comenzó a pasearse de un lado a otro.

—¿No ha ido bien? —preguntó Griffin.

—Teníamos que asegurarnos de que no quedaran cabos sueltos.

—Eso por supuesto.

Como Randall, el hijo de Griffin, había sido objeto de un ataque, Griffin se veía obligado a devolver el golpe. Aquélla era una lección que no olvidaría nunca. No es posible quedarse sentado si tú o uno de los tuyos es objeto de una agresión. No había que actuar como el gobierno, con sus «respuestas proporcionales» y otras monsergas. Si alguien te ataca, hay que dejar a un lado la misericordia y la piedad y acabar con él. Y hasta abrasar la tierra si se tercia. Y asunto concluido. Los que rechazaban esta filosofía por considerarla excesivamente maquiavélica eran los que normalmente provocaban mayores destrucciones.

En resumidas cuentas, que si uno se apresuraba a eliminar el problema, había mucho menos derramamiento de sangre.

—¿Qué hay de malo, pues? —preguntó Griffin.

Larry seguía paseándose de aquí para allá. Se frotó la parte frontal de la calva. A Griffin no le gustó ni pizca su actitud. Larry no era de los que pierden fácilmente las riendas de la situación.

—Sabes que no te he mentido nunca, Griff —dijo.

—Lo sé.

—Pero a veces es preciso el... aislamiento.

—¿El aislamiento?

—Me refiero, por ejemplo, a la gente que contrato. A ti no te doy nunca nombres. Tampoco a ellos.

—Eso no son más que detalles.

—Sí.

—¿Qué pasa, Larry?

Éste dejó de pasear.

—Recordarás que hace ocho años contratamos a dos hombres para un determinado trabajo.

A Griffin se le fue el color de la cara. Tragó saliva.

—Y lo hicieron de maravilla.

—Sí, lo hicieron bien, diría yo.

—No te entiendo.

—Hicieron bien el trabajo. O por lo menos en parte. Aparentemente, se eliminó la amenaza.

A pesar de que cada semana se hacía un barrido de la casa para detectar micrófonos ocultos, los dos hombres se abstenían de mencionar nombres en sus conversaciones. Era una de las normas de Scope. Larry Gandle no había logrado dilucidar si la norma obedecía a medidas de precaución o a un afán de despersonalizar las acciones que a veces se veían obligados a llevar a cabo. Sospechaba que se trataba más bien de lo último.

Por fin Griffin se desplomó en una butaca casi como si acabasen de empujarlo.

—¿Se puede saber por qué ahora me sales con esto? —preguntó en voz baja.

—Sé que es doloroso para ti.

Griffin no respondió.

—Pagué bien a los dos —continuó Larry.

—Eso creía yo.

—Sí —se aclaró la garganta—. Pues bien, yo suponía que después del incidente se mantendrían un tiempo calladitos. Como medida de precaución.

—Continúa.

—Y no volvimos a saber de ellos.

—Cobraron su dinero, ¿verdad?

—Sí.

—¿Qué te sorprende, pues? A lo mejor se largaron con aquella riqueza caída del cielo. A lo mejor se dedicaron a viajar por el país o cambiaron de identidad.

—Eso supusimos nosotros —dijo Larry.

—¿Pero no lo hicieron?

—La semana pasada encontraron sus cadáveres. Están muertos.

—Sigo sin ver dónde está el problema. Eran hombres violentos, no es extraño que tuvieran un final violento.

—Muertos hace mucho tiempo.

—¿Mucho tiempo?

—Llevaban muertos por lo menos cinco años. Los encontraron enterrados junto al lago donde... donde ocurrió el incidente.

Griffin abrió la boca, la cerró y volvió a intentar decir algo.

—No comprendo.

—Ni yo, si quieres que te hable con franqueza.

Aquello era demasiado. Demasiado. Griffin había porfiado toda la noche para reprimir las lágrimas que sentía brotar a causa de la conmemoración en honor de Brandon. Y de pronto volvía a aflorar a la superficie la tragedia del asesinato de su hijo. Hizo lo imposible para no derrumbarse.

Y mirando a su hombre de confianza, Griffin dijo:

—No podemos volver sobre lo mismo.

—Lo sé, Griff.

—Tenemos que descubrir qué ha pasado. Me refiero a todo lo que ha pasado.

—He hecho pesquisas sobre los hombres que hubo en la vida de ella. Y de manera especial sobre su marido. Por si acaso. He puesto todo mi empeño en el asunto.

—Muy bien —dijo Griffin—. Hay que mantener el asunto enterrado al precio que sea. Y me importa un comino si hay que enterrar con él a quien sea.

—Te entiendo.

—Una cosa, Larry.

Gandle esperó a que siguiera.

—Sé cómo se llama uno de los hombres que contrataste —se refería a Eric Wu.

Mientras se secaba los ojos y volvía junto a sus invitados, Griffin Scope añadió:

—Utilízalo.

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