Читать книгу No se lo digas a nadie - Харлан Кобен - Страница 6

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Ocho años después

Otra chica estaba a punto de partirme el corazón.

Tenía los ojos castaños, el cabello ensortijado y una sonrisa toda dientes. Unos dientes sujetos con hierros. Tenía catorce años y...

—¿Estás embarazada? —le pregunté.

—Sí, doctor Beck.

Conseguí no cerrar los ojos. No era la primera vez que visitaba a una adolescente embarazada, ni siquiera era la primera que veía aquel día. Desde que había terminado mi residencia en el vecino centro médico presbiteriano de Columbia, cinco años atrás, ejercía como pediatra en la clínica Washington Heights. La clínica presta servicios de medicina general a una población con derecho a la asistencia pública sanitaria (léase: «pobre») y entre ellos figuraban los de obstetricia, medicina interna y, por supuesto, pediatría. Hay quien cree que esto me convierte en un benefactor, un médico de corazón blando. No se trata de eso. Me gusta mi profesión de pediatra, pero no particularmente ejercerla en un barrio residencial, con mamás que juegan al fútbol y papás que se hacen la manicura. En fin, gente como yo.

—¿Y qué piensas hacer? —le pregunté.

—Pues mire usted, doctor Beck, Terrell y yo estamos muy contentos.

—¿Qué edad tiene Terrell?

—Dieciséis.

Levantó la vista y me miró contenta y feliz. Conseguí de nuevo no cerrar los ojos.

Lo que me sorprende siempre, siempre, es que la mayor parte de estos embarazos no son accidentales. Esos niños quieren tener niños. La gente no lo entiende. Se habla mucho de control de natalidad y de abstinencia y son cosas que están muy bien, pero el hecho es que todos esos chicos tienen compañeros que han tenido hijos y todos saben que esos compañeros suyos reciben todo tipo de atenciones, así que, oye, Terrell, ¿por qué no nosotros?

—Me quiere —me dijo la niña de catorce años.

—¿Se lo has dicho a tu madre?

—Todavía no —hizo un gesto evasivo y me miró casi como una niña de catorce años, los que tenía—. He pensado que usted podría ayudarme a decírselo.

—Sí, claro —asentí.

He aprendido a no juzgar. Escucho. Me pongo en el lugar del otro. Cuando era residente, soltaba sermones. Miraba a los demás desde arriba y me dignaba hacer partícipes a mis pacientes de mis ideas sobre lo destructivo que sería para ellos una determinada conducta. Hasta que una tarde fría de Manhattan topé con una muchacha de diecisiete años, hastiada de la vida, que iba a tener un tercer hijo de un tercer padre y que, mirándome a los ojos, me soltó una indiscutible verdad:

—Usted no sabe nada de mi vida.

Fue algo que me dejó sin habla. Por eso, ahora escucho. Ya no hago el papel de hombre-blanco-y-bueno, gracias a lo cual soy mejor médico. Lo que quiero ahora es ofrecer a esa niña de catorce años y a su bebé los mejores cuidados posibles. No le diré que Terrell no seguirá a su lado, que el futuro es consecuencia del pasado ni tampoco que, si es como la mayoría de pacientes que tengo en esa zona, antes de cumplir los veinte años volverá a encontrarse por lo menos dos veces más en la misma situación.

Si uno se pone a pensar en ello, acaba volviéndose tarumba.

Estuvimos hablando un rato o, para decirlo con más exactitud, habló ella y yo escuché. La sala de reconocimiento, anexa a mi despacho, tenía las dimensiones aproximadas de una celda carcelaria (debo decir que es un dato que no conozco por experiencia propia) y estaba pintada de color verde institucional, como los lavabos de las escuelas primarias. De la parte trasera de la puerta colgaba una de esas cartas para calibrar la agudeza visual donde hay que señalar la dirección a la que apuntan las letras E. Una de las paredes estaba salpicada de calcomanías descoloridas con dibujos de Walt Disney y ocupaba la otra un póster gigantesco con una pirámide de alimentos. Mi paciente de catorce años estaba sentada en una mesa de reconocimiento, protegida con el papel sanitario de un rollo del que tirábamos para renovarlo después de cada paciente. Por alguna razón, la manera de desenrollar el papel me recordaba cómo envolvían los bocadillos del Carnegie Deli.

El radiador emanaba un calor sofocante, aunque era un artilugio imprescindible en un lugar donde era habitual que los niños tuvieran que desnudarse. Llevaba mi indumentaria habitual de pediatra: pantalón vaquero, zapatillas de deporte Chuck Taylor, camisa con cuello de botones y una brillante corbata «Salvad la Infancia» que delataba a gritos el año 1994. No llevaba bata blanca. En mi opinión, asusta a los niños.

La niña de catorce años —sí, éste es el límite de edad de mis pacientes— era, en realidad, una niña buena. Lo curioso del caso es que todas lo son. La envié a un ginecólogo conocido. Después hablé con su madre. Un hecho que no tenía nada de nuevo ni tampoco nada de sorprendente. Como ya he dicho, lo hago casi todos los días. Nos despedimos con un beso. Por encima del hombro de la niña, su madre y yo intercambiamos una mirada. Todos los días veo a veinticinco madres que me traen a sus hijos. Al cabo de la semana podría contar con los dedos de una mano las que están casadas.

Como he dicho antes, no juzgo. Sólo observo.

Cuando se fueron, garrapateé unas notas en el historial de la niña. Eché una ojeada a varias páginas atrás. La visitaba desde mis tiempos de residente, lo que significaba que había empezado a visitarla a los ocho años. Examiné su gráfica de crecimiento. Y la recordé a sus ocho años, pensé en el aspecto que tenía entonces. No había cambiado mucho. Al final cerré los ojos y los restregué.

Homer Simpson me interrumpió gritando:

—¡Correo! ¡Hay correo! ¡Uh, uh!

Abrí los ojos y me volví hacia el monitor. Tenía en la pantalla a Homer Simpson tal como aparece en el programa de televisión Los Simpson. Alguien había sustituido la monótona frase del ordenador: «Tiene correo» por el aviso de Homer. Me gustaba. Me gustaba mucho.

Estaba a punto de revisar mi correo electrónico cuando el graznido del interfono detuvo mi mano. Una de las recepcionistas, Wanda, dijo:

—Usted... ejem... usted... ummm. ¡Shauna al teléfono!

Comprendí su turbación. Le di las gracias y pulsé el botón parpadeante.

—Hola, encanto.

—¡No te molestes porque estoy aquí! —exclamó su voz.

Shauna colgó su móvil. Me levanté y salí al pasillo justo en el momento en que Shauna hacía su entrada desde la calle. Siempre que Shauna entra en una habitación parece que está haciendo un favor a alguien. Shauna era modelo de tallas especiales, una de las pocas conocidas simplemente por su nombre de pila: Shauna. Como Cher o Fabio. Un metro ochenta y cinco y ochenta y seis kilos. Como es lógico, era de las que hacía que la gente se volviera a mirarla, por lo que todas las cabezas de la sala de espera hicieron lo propio.

Shauna no se molestó en detenerse en recepción y las recepcionistas tampoco se molestaron en pararle los pies. Tras abrir la puerta, me saludó con estas palabras:

—¡A comer! ¡Ahora!

—Ya te dije que estaría ocupado.

—Anda, ponte la chaqueta, que fuera hace frío —dijo.

—Oye, que estoy bien. Además, el aniversario no es hasta mañana.

—No me vengas con cuentos.

Como dudé un momento, supo enseguida que me tenía en el saco.

—¡Venga, Beck! ¡Nos divertiremos! Como en los tiempos del instituto. ¿Te acuerdas de cuando íbamos a espiar a las calentorras?

—En mi vida he ido a espiar a las calentorras.

—¡No, claro! La que iba a espiarlas era yo. Anda, ponte la chaqueta.

Ya de vuelta en el consultorio, una de las madres me dijo con una enorme sonrisa, llevándome aparte:

—Vista al natural todavía es más guapa que en las fotos —murmuró en voz baja.

—¿Qué? —respondí.

—Usted y ella... —y la madre juntó las manos en un gesto elocuente.

—No, ella ya está comprometida —dije.

—¿De veras? ¿Con quién?

—Con mi hermana.

Comimos en un restaurante chino de mala muerte con un camarero chino que sólo hablaba español. Shauna, impecable con un traje azul de escote más bajo que el Lunes Negro, frunció el entrecejo:

—¿Cerdo mu shu en tortilla?

—Arriésgate —le aconsejé.

Nos conocíamos desde el día que ingresamos en la universidad. Por error de la oficina de registro, donde se figuraron que su nombre era Shaun, nos pusieron en la misma habitación. Ya nos disponíamos a informar de la equivocación cuando empezamos a charlar. Shauna me pagó una cerveza. Y a mí me empezó a gustar. A las pocas horas decidimos no reclamar ya que pensamos que a lo mejor nos adjudicaban a unos imbéciles por compañeros de habitación.

Yo fui al Amherst College, una institución exclusivista no de la Liga de la Hiedra pero casi, enclavada al oeste de Massachusetts. No sé si hay en el mundo lugar más pijo que éste, en todo caso yo no lo conozco. Elizabeth, que pronunció el discurso de despedida en el instituto, escogió Yale. Habríamos podido ir a la misma universidad, pero lo hablamos y decidimos que aquélla podía ser una prueba decisiva para lo nuestro. Una vez más, hicimos lo que correspondía que hicieran las personas sensatas que éramos. ¿Cuál fue el resultado? Pues que nos echábamos de menos como locos. La separación no hizo más que consolidar nuestro compromiso y dar a nuestro amor aquella dimensión que demuestra que no siempre la distancia es el olvido.

Es vomitivo, lo sé.

Entre bocado y bocado, Shauna me preguntó:

—¿Podrías hacer de canguro de Mark esta noche?

Mark era mi sobrino de cinco años. En el último curso Shauna comenzó a salir con mi hermana mayor, Linda. Hace siete años que celebraron su unión con una ceremonia de compromiso. Mark es el producto secundario de su amor, por supuesto con ayuda de la inseminación artificial. Linda se encargó de gestarlo y Shauna de adoptarlo. Como eran un poco anticuadas, querían que su hijo tuviera un modelo masculino en su vida. Y aquí es donde entro yo.

Hablamos al estilo de Ozzie and Harriet.

—No hay problema —dije—, no quiero perderme la nueva película de Disney.

—La nueva chica de Disney es una chica y media —dijo Shauna—. Desde Pocahontas no habían hecho nada tan bueno.

—Me alegra saberlo —dije—. ¿Se puede saber dónde vais tú y Linda?

—Salir me pega tres patadas. Desde que las lesbianas estamos de moda, tenemos una agenda muy apretada. Casi añoro los tiempos en que estábamos en el armario.

Pedí una cerveza. Seguramente no debí hacerlo, pero por una no llegaría la sangre al río.

Shauna también pidió una.

—O sea que has roto con aquella como se llame —comentó.

—Brandy.

—Eso. ¡Vaya nombrecito, dicho sea de paso! ¿No tendrá una hermana que se llama Whisky?

—No salimos más que dos veces.

—De acuerdo, pero era una bruja y, además, flaca. Te tengo reservada una que te iría como anillo al dedo.

—Gracias, pero no —dije.

—Tiene un cuerpo asesino.

—No quieras dirigir mi vida, Shauna, te lo pido por favor.

—¿Por qué no?

—¿Te acuerdas de la última vez que lo intentaste?

—Sí, con Cassandra.

—Ni más ni menos.

—¿Qué tiene de malo?

—Para empezar, era lesbiana.

—¡Por el amor de Dios, Beck, hay que ver lo estrecho que eres!

Sonó su móvil. Respondió echando el cuerpo hacia atrás y sin apartar los ojos de mí. Tras gruñir unas palabras, cerró el móvil.

—Tengo que irme —dijo.

Le indiqué la nota.

—Ven mañana por la noche —dictaminó.

Fingí un suspiro.

—¿Es que las lesbianas no tienen planes?

—Yo no, pero tu hermana sí. Piensa asistir a la ceremonia extraordinaria Brandon Scope.

—¿No vas con ella?

—No.

—¿Por qué?

—Pues porque no queremos que Mark esté dos noches seguidas sin una de las dos. Y Linda tiene que salir. Ahora la que manda es ella. En cuanto a mí, tengo la noche libre. O sea que ven mañana por la noche, ¿de acuerdo? Yo me encargo de todo, veremos vídeos con Mark.

«Mañana» era el aniversario. Si Elizabeth hubiera vivido, «mañana» habríamos grabado la inscripción número veintiuno en aquel árbol. Pero por extraño que pudiera parecer, «mañana» no será para mí un día particularmente triste. Estoy pertrechado para afrontar aniversarios, vacaciones o cumpleaños de Elizabeth, generalmente los vivo sin problema alguno. Lo que me cuesta son los días «normales». Los problemas surgen al enfrentarme con cosas antiguas, cuando tropiezo accidentalmente con algún episodio clásico del programa de The Mary Tyler Moore Show o de Cheers. O cuando entro en una librería y veo de pronto un nuevo libro de Alice Hoffman o de Anne Tyler. O cuando escucho a los O’Jays o a los Four Tops o a Nina Simone. Cosas tan corrientes como éstas.

—Prometí a la madre de Elizabeth que iría a verla —expliqué.

—¡Ah, Beck!... —iba a decir algo pero se contuvo—. ¿Y después?

—Sí, claro —dije.

Shauna me agarró por el brazo.

—Vuelves a hacerte el huidizo, Beck.

No respondí.

—Te quiero, ya lo sabes. Quiero decir, si tuvieras alguna clase de atractivo sexual, del tipo que fuera, probablemente habría ido a por ti en lugar de dirigirme a tu hermana.

—Es muy halagador —dije—, de veras.

—No me rehúyas. Si me rehúyes, rehúyes a todo el mundo. Habla conmigo, ¿quieres?

—De acuerdo —contesté.

Lo que pasa es que no puedo hablar.

A punto estuve de borrar el mensaje.

Es tanta la basura que llega con el correo electrónico, la propaganda, la avalancha de misivas, que el dedo se va automáticamente a la tecla de suprimir. Lo primero que hago es leer la dirección del remitente. Si es alguna persona conocida o alguien del hospital, estupendo. En caso contrario, pulso la tecla borradora con gran entusiasmo.

Me senté ante mi escritorio y revisé el plan de la tarde. Una tarde llena a rebosar, lo que no era ninguna sorpresa para mí. Hice girar la silla, preparando el dedo borrador. Sólo un mensaje. El que había hecho soltar un alarido a Homer hacía un momento. Hice una lectura rápida y mis ojos se detuvieron en las dos primeras letras del asunto.

¿Qué era aquello...?

La ventana de la pantalla estaba formateada de tal manera que lo único que podía ver eran aquellas dos letras y la dirección electrónica del remitente. La dirección me resultaba desconocida: unos números@comparama.com.

Entrecerré los ojos y pulsé la tecla de avance a la derecha. El contenido del mensaje fue apareciendo carácter por carácter. Tras cada uno iba acelerándose el ritmo de las pulsaciones de mi corazón. Mantuve el dedo en la tecla y esperé.

Cuando habían aparecido todas las letras, volví a leer el asunto y sentí un golpe sordo y profundo en el pecho.

—¿Doctor Beck?

Mi boca se negó a hablar.

—¿Doctor Beck?

—Un minuto, Wanda.

Wanda vaciló. Siguió un momento en el interfono. Después la oí desconectar.

Yo seguía con la mirada fija en la pantalla.

Para: dbeckmd@nyhosp.com

De: 13943928@comparama.com

Asunto: E.P.+D.B./////////////////////

Veintiuna barras. Ya las había contado cuatro veces.

Era una broma cruel, morbosa. No podía decir otra cosa. Cerré las manos, que se transformaron en puños, y me pregunté qué jodido cabrón hijo de puta me había enviado aquel mensaje.

No costaba mucho guardar el anonimato en el correo electrónico, se había convertido en el mejor refugio de los tecnocobardes. Sin embargo, el caso era que muy pocos sabían lo del árbol o lo de nuestro aniversario. Los medios de comunicación no llegaron a enterarse de esos detalles. Shauna, por supuesto, estaba enterada. Y Linda. Tal vez Elizabeth se lo hubiera contado a sus padres o a su tío. Pero dejando aparte a esas personas...

Así, pues, ¿quién lo había enviado?

Por supuesto que quería leer el mensaje, pero había algo que me retenía. La verdad es que pienso en Elizabeth más de lo que debiera; no quiero engañar a nadie, pero no hablo nunca de ella ni sobre lo que ocurrió. La gente se figura que quiero dármelas de macho o de valiente, que lo hago para no atosigar a mis amigos o para evitar su conmiseración o cualquier otra tontería de ese género. Pero no tiene nada que ver con eso. Hablar de Elizabeth me duele. Y mucho. Hablar de ella me devuelve su último grito. Me devuelve todas las preguntas que han quedado sin respuesta. Me devuelve los «podría haber...» (puedo asegurar que pocas cosas son tan devastadoras como esa frase: «podría haber...»). Devuelven el remordimiento y la sensación, por irracional que sea, de que un hombre más fuerte que yo, mejor que yo, podría haberla salvado.

Dicen que se tarda mucho en asimilar una tragedia. Uno se queda anonadado, incapaz de aceptar la espantosa realidad. Una vez más, eso no es cierto. En todo caso, no lo es para mí. Yo comprendí plenamente todas las consecuencias que presupuso el hallazgo del cadáver de Elizabeth. Comprendí que no volvería a verla nunca más, que no volvería a tenerla en mis brazos, que ya no podríamos tener hijos ni envejecer juntos. Comprendí que aquel hecho marcaba el final, que no era un aplazamiento, que no había nada que cambiar o negociar.

Recuerdo que rompí a llorar de inmediato, sollocé de forma irreprimible. Estuve sollozando casi una semana entera sin que nada pudiera calmarme. Sollocé en el funeral. No dejaba que nadie me tocara, ni Shauna ni Linda. Dormí solo en nuestra cama, enterraba la cabeza en la almohada de Elizabeth tratando de recuperar su olor. Abría sus armarios y apretaba su ropa contra mi rostro. Nada de eso me consolaba. Era algo extraño, y dolía. Pero recuperaba su olor, una parte de su persona, y seguía haciéndolo de todos modos.

Amigos bien intencionados —suelen ser los peores— me decían las frases manidas y habituales, así que me encuentro en buena posición de aconsejar a la gente que se limite a dar el pésame y basta. Que no me dijesen que era joven. Que no me dijesen que el tiempo lo cura todo. Que no me dijesen que ahora ella estaba en paz. Que no me dijesen que lo que había ocurrido era la voluntad de Dios. Que no me dijesen que yo había tenido la suerte de conocer un amor como aquél. Cada uno de esos tópicos me mortificaba y por cruel que suene, me hacía mirar al idiota o a la idiota que lo decía y preguntarme por qué él o ella seguía respirando mientras mi Elizabeth estaba pudriéndose.

Todavía oigo aquella sandez del «mejor haber amado y haber perdido». Otra mentira más. Créanme si les digo que no es mejor. Que no me enseñen el paraíso para cerrarlo después. Aquello formaba parte del cuadro. Era la faceta egoísta. Lo que más me hería, lo que me hacía más daño, era sentir que Elizabeth había quedado excluida de muchas cosas. No sabría decir cuántas veces he visto o he hecho algo y al momento he pensado que a Elizabeth le habría gustado compartirlo conmigo, y los remordimientos me golpean de nuevo.

La gente me pregunta si estoy arrepentido de algo. Y la respuesta es que sí, sólo de una cosa. Me arrepiento de las muchas oportunidades que desperdicié de hacer feliz a Elizabeth.

—¿Doctor Beck?

—Un momento, por favor —dije.

Puse la mano en el ratón y moví el cursor hasta el icono de LECTURA. Lo pulsé y apareció el contenido del mensaje:

Para: dbeckmd@nyhosp.com

De: 13943928@comparama.com

Asunto: E.P.+D.B. /////////////////////

Mensaje: Haga clic en este hipervínculo, hora del beso, aniversario.

Sentí un peso insoportable dentro de mí.

¿Hora del beso?

Aquello era una broma, tenía que serlo. No se me dan bien los enigmas. Tampoco sirvo para esperar.

Volví al ratón y desplacé la flecha sobre el hipervínculo. Pulsé y oí el chirrido primitivo del módem, la invitación a la llamada de la maquinaria al apareamiento. En la clínica tenemos un sistema anticuado. Tardó bastante en aparecer el navegador de la red. «Hora del beso, ¿cómo saben lo de la hora del beso?», pensé mientras esperaba.

Apareció el navegador. Detectaba error.

Fruncí el entrecejo. ¿Quién demonios me enviaba aquello? Probé por segunda vez y apareció de nuevo el mensaje señalando error. Se trataba de un enlace roto.

«¿Quién demonios sabía lo de la hora del beso?»

No se lo había dicho nunca a nadie. Elizabeth y yo no solíamos hablar mucho del asunto, probablemente porque no tenía demasiada importancia. Éramos algo cursis, al estilo Pollyanna, la eterna optimista, y procurábamos guardarnos para nosotros este tipo de cosas. Será una estupidez, pero la primera vez que nos besamos, hace veintiún años, tomé nota de la hora. Por pura diversión. Al terminar miré la hora en mi reloj Casio y dije:

—Las seis y cuarto.

Y Elizabeth añadió:

—La hora del beso.

Volví a leer el mensaje. Estaba empezando a ponerme nervioso. Aquello era más que una broma. Una cosa es enviar un mensaje electrónico cruel y otra...

«La hora del beso.»

Bien, la hora del beso eran las seis y cuarto del día siguiente. No había otra opción. Tendría que esperar hasta entonces.

Así sería, pues.

Guardé el mensaje en un disquete, por si acaso. Bajé las opciones de impresión y pulsé «imprimir todo». No entiendo mucho de ordenadores, pero sé que a veces se puede averiguar el origen de un mensaje a través de todo el galimatías de la parte inferior. Oí el ronroneo de la impresora. Eché otra ojeada al asunto. Volví a contar las barras. Sí, veintiuna.

Y me quedé pensando en aquel árbol y en aquel primer beso y entonces, allí, en mi despacho cerrado y sofocante, olí de nuevo el perfume de Pixie Stix de fresa.

No se lo digas a nadie

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