Читать книгу No se lo digas a nadie - Харлан Кобен - Страница 5
ОглавлениеOjalá se hubiera percibido un murmullo misterioso en el viento. O un profundo escalofrío en los huesos. Algo. Una canción etérea que sólo Elizabeth o yo pudiéramos oír. Una tensión en el aire. Alguna premonición de manual. Hay desgracias en la vida que casi esperamos —lo que les ocurrió a mis padres, por ejemplo— y después hay otros momentos oscuros, momentos de inesperada violencia, que lo cambian todo. Mi vida antes de la tragedia. Y mi vida de ahora. Desgraciadamente, las dos tienen poco en común.
El día de nuestro aniversario, Elizabeth estuvo callada durante el trayecto en coche, pero no me pareció extraño porque ya de niña era propensa a impredecibles rachas de melancolía. De pronto se quedaba callada y se abandonaba a alguna profunda reflexión o a un insondable retraimiento. No llegué a saber nunca cuál era la situación. Supongo que formaba parte del misterio, aunque aquella vez fue la primera que sentí que entre los dos se abría un abismo. Nuestra relación había sobrevivido a muchas cosas, pero hube de preguntarme si sobreviviría a la verdad. O dicho de otro modo, a las mentiras no manifestadas.
El aire acondicionado del coche ronroneaba en la posición azul de MAX. El día era caluroso, bochornoso, un día típico de agosto. Atravesamos la laguna de Delaware por el puente Milford y fuimos recibidos en Pensilvania por un amable cobrador de peaje. Pasados quince kilómetros, distinguí el poyo de piedra donde se leía: LAGO CHARMAINE – PARTICULAR. Allí me interné en el camino de tierra.
Los neumáticos se hundían en el suelo y proyectaban polvo como si de un caballo árabe desbocado se tratara. Elizabeth apagó la música del coche. Mirándola por el rabillo del ojo, habría asegurado que estudiaba mi perfil. Me pregunté qué veía y el corazón me latió con fuerza. Dos ciervos ramoneaban unas hojas a nuestra derecha. Se detuvieron, nos miraron, comprobaron que no llevábamos malas intenciones y continuaron paciendo. Seguí avanzando hasta que de pronto el lago apareció ante nuestros ojos. El sol se debatía en una agonía de muerte y marcaba en el cielo una espiral anaranjada y purpúrea. Las copas de los árboles parecían estar ardiendo.
—Es increíble que todavía sigamos con esto —dije.
—Fuiste tú quien empezó.
—Sí, tenía doce años.
Elizabeth sonrió apenas. Raras veces sonreía, pero cuando lo hacía... ¡paf!, directo a mi corazón.
—Es romántico —insistió.
—Es una cursilada.
—Lo romántico me encanta.
—Te encantan las cursiladas.
—Te jode hacerlo.
—Bueno, entonces llámame señor Romántico —dije.
—¡Venga, señor Romántico, que está haciéndose de noche! —se echó a reír y me cogió la mano.
El lago Charmaine. El nombre se lo puso mi abuelo, un nombre que ponía frenética a mi abuela. Habría querido que pusieran su nombre al lago. Se llamaba Bertha. El lago Bertha. Mi abuelo no quiso ni oír hablar del asunto. Dos puntos a favor de mi abuelo.
Cincuenta y tantos años atrás, el lago Charmaine fue asentamiento de un campamento de verano para niños ricos. Cuando el propietario estiró la pata, mi abuelo tuvo ocasión de comprar el lago y los campos de alrededor a precio de ganga. Arregló la casa del director del campamento y derribó la mayoría de edificios de la zona frontal del lago. Pero en el corazón del bosque, allí donde ya nadie se internaba, dejó abandonadas a la podredumbre las literas de los chicos. Mi hermana Linda y yo solíamos explorar y escudriñar las ruinas buscando tesoros, jugando al escondite, nos atrevíamos incluso a buscar al coco, convencidos de que nos acechaba y nos estaba esperando. Elizabeth rara vez se nos unía. Le gustaba saber dónde estaba todo. Esconderse la asustaba.
Cuando bajamos del coche, percibí enseguida a los fantasmas. Eran muchísimos, demasiados, se arremolinaban y pululaban a mi alrededor tratando de despertar mi atención. Mi padre había resultado vencedor. El lago seguía siendo tan sobrecogedor como siempre, pero habría jurado que resonaba aún en el aire el grito de placer de mi padre saliendo del muelle raudo como una bala, las rodillas apretadas contra el pecho, una sonrisa loca en los labios, el inminente chapoteo levantando una ola virtual en los ojos de su único hijo. A mi padre le gustaba desembarcar cerca de la balsa donde mi madre tomaba sus baños de sol. Aunque ella lo reñía, no podía disimular una sonrisa.
Un parpadeo hizo que las imágenes se desvanecieran, pero esto no me impidió recordar las risas y los gritos y el chapoteo que rizaba el agua y resonaba en la calma de nuestro lago, y hube de preguntarme si aquellos ecos y ondas del agua se extinguían del todo, si no habría algún lugar del bosque donde continuasen aún rebotando suavemente de árbol en árbol los alegres gritos de mi padre. Un pensamiento tonto pero real.
Los recuerdos, es cosa sabida, duelen. Los buenos duelen más que ninguno.
—¿Estás bien, Beck? —me preguntó Elizabeth.
—Voy a joderme, ¿de acuerdo? —dije, volviéndome hacia ella.
—¡Pervertido!
Avanzó camino adelante, la cabeza levantada, la espalda recta. La observé un segundo y me acordé de la primera vez que la vi caminando de aquella manera. Yo tendría siete años y estaba a punto de montar en mi bicicleta —la que tenía el asiento en forma de banana y una calcomanía de Batman—, dispuesto a hacer una incursión a través de Goodhart Road. Goodhart Road era una calle empinada y azotada por el viento, el lugar perfecto para un ciclista exigente como yo. Me lancé sin manos cuesta abajo, sintiéndome todo lo tranquilo y arrollador que puede sentirse un niño de siete años. El viento me echaba los cabellos para atrás y me hacía lagrimear los ojos. Fue entonces cuando descubrí el camión de mudanzas delante de la vieja casa de los Ruskin, me volví y —¡oh, primer impacto!— la vi, vi a mi Elizabeth con su columna vertebral de titanio, tan equilibrada ya entonces, cuando no era más que una niña de siete años con zapatitos de charol, pulsera y muchas pecas en la cara.
Nos conocimos dos semanas más tarde en la clase de segundo de la señorita Sobel y a partir de aquel momento —¡por favor, no se rían!— nos convertimos en amigos del alma. La gente mayor juzgaba nuestra amistad a un tiempo enfermiza y encantadora, una amistad que nos hacía inseparables y que iba camino de convertirse en amor y obsesión adolescente y en las típicas citas puramente hormonales de instituto. Todo el mundo esperaba que nos hiciésemos mayores. También nosotros. Los dos éramos alumnos brillantes, sobre todo Elizabeth, estudiantes por encima de la media, racionales incluso ante un amor tan irracional como el nuestro. Entendíamos las diferencias.
Pues bien, allí estábamos, teníamos veinticinco años, hacía siete meses que estábamos casados y volvíamos al lugar donde, a los doce años, nos dimos el primer beso de verdad.
Vomitivo, lo sé.
Nos abrimos paso a través de las ramas y de una humedad tan densa que se palpaba. El olor pegajoso de los pinos hendía el aire. Avanzábamos con trabajo a través de altas hierbas. Nos seguía como una estela el zumbido de mosquitos y otros insectos que se perdía en lo alto. Los árboles proyectaban largas sombras que uno podía interpretar como quería, igual que cuando buscas un parecido a una nube o a una mancha del test Rorschach.
Dejamos aquel camino y seguimos abriéndonos paso a través de una maleza más espesa aún. Elizabeth abría la marcha. Yo la seguía a dos pasos de distancia, una posición que era todo un símbolo según lo veo ahora. Siempre creí que nada podía separarnos —nuestra historia lo probaba de manera irrefutable, ¿no?—, pero ahora más que nunca soy consciente de que presentí que el origen del problema estaba en arrancar a Elizabeth de mi lado.
Mi culpa.
Elizabeth, al frente, se desvió en ángulo recto al llegar a la gran roca de forma semifálica. A la derecha estaba nuestro árbol. Sí, allí estaban nuestras iniciales, grabadas en la corteza:
E.P.
+
D.B.
Y sí, estaban rodeadas por un corazón. Debajo del corazón, doce rayas, testimonio de cada uno de los aniversarios de aquel primer beso. Ya estaba a punto de soltar una agudeza de las mías acerca de lo repulsivo de todo aquello cuando, al ver el rostro de Elizabeth, las pecas habían desaparecido o apenas se distinguían, la inclinación de su cadera, el cuello largo y grácil, los ojos verdes de mirada decidida, los oscuros cabellos enlazados en una trenza que le caía por la espalda como una cuerda, me detuve. A punto estuve de decírselo entonces, pero algo me contuvo.
—Te quiero —le dije.
—Estás jodido.
—¡Oh!
—Yo también te quiero.
—Está bien, está bien —dije, fingiendo desconcierto—, también tú lo estarás.
Sonrió pero me pareció ver inseguridad en su sonrisa. La abracé. Cuando ella tenía doce años y por fin hicimos acopio del suficiente valor para pasar a la acción, olí el maravilloso perfume a cabellos limpios y a Pixie Stix de fresa que emanaba. La novedad del acto me conturbó como no podía ser menos, y también la excitación, la exploración. Hoy Elizabeth olía a lilas y a canela. Como una cálida luz, el beso salió del centro mismo de mi corazón. Cuando nuestras lenguas se tocaron, aún me sobresalté. Elizabeth se apartó, falta de aliento.
—¿Quieres hacer los honores?
Me tendió la navaja y grabé la raya número trece en el árbol. Trece. Al volver la vista atrás, se me antoja que quizá fuera una premonición.
Cuando volvimos al lago ya había oscurecido. La pálida luna rasgaba la oscuridad como un faro solitario. Era una noche silenciosa, ni siquiera se oían los grillos. Elizabeth y yo nos desnudamos rápidamente. Al mirarla a la luz de la luna, sentí un nudo en la garganta. La primera en sumergirse fue ella, apenas una ondulación en el agua. La seguí con torpeza. El agua del lago estaba extrañamente cálida. Elizabeth nadaba con brazadas precisas y regulares, cortando el líquido y abriéndose un camino en él. Yo chapoteaba detrás de ella. Producíamos el ruido que provocan las piedras lanzadas al agua. Elizabeth volvió a mis brazos. Su piel era cálida y húmeda. Me encantaba su piel. Nos abrazamos con fuerza, sus pechos apretados contra mí. Sentía los latidos de su corazón y oía su respiración. Sonidos de vida. Nos besamos. Mi mano se extravió en la deliciosa curva de su espalda.
Cuando terminamos, y todo volvió a su estado normal, agarré un madero que flotaba y me desplomé sobre él. Jadeante, despatarrado, con los pies colgando, oscilantes en el agua.
Elizabeth, enfurruñada, dijo:
—¡Vaya!, ¿vas a dormir ahora?
—Y a roncar.
—¡Qué hombre!
Me tumbé boca arriba con las manos detrás de la cabeza. Por delante de la luna pasó una nube que transformó la noche azul en algo pálido y gris. El aire estaba tranquilo. Oí a Elizabeth salir del agua y dirigirse al embarcadero. Intentaba acostumbrar los ojos a la oscuridad. Apenas podía distinguir su silueta desnuda. Era, sencillamente, impresionante. La vi doblarse por la cintura y escurrirse el agua de los cabellos. Después arqueó la espalda y echó la cabeza hacia atrás.
El madero que me sostenía iba a la deriva y alejándose de la orilla. Traté de reflexionar sobre lo que me había ocurrido sin acabar de entenderlo. El madero seguía moviéndose. Empezaba a perder de vista a Elizabeth. Cuando se confundió con la oscuridad, tomé una decisión: se lo diría, se lo diría todo.
Asentí para mí con la cabeza y cerré los ojos. Me sentía un cero. Escuché al agua lamer suavemente el madero.
Entonces oí la puerta de un coche al abrirse.
Me senté.
—¿Elizabeth?
Salvo mi respiración, el silencio era absoluto.
Volví a buscar su silueta. Era difícil distinguirla, pero la entreví un momento. O me lo figuré. Ya no estoy seguro; ni siquiera sé si importa. En cualquier caso, estaba totalmente inmóvil, tal vez vuelta hacia mí.
Quizá parpadeé —en realidad, tampoco estoy muy seguro— pero, cuando volví a mirar, ya había desaparecido.
El corazón me golpeó la garganta al gritar:
—¡Elizabeth!
No hubo respuesta.
El pánico se apoderó de mí. Caí de la tabla y nadé hacia el embarcadero. Las brazadas eran ruidosas, ensordecedoras a mis oídos. No podía escuchar lo que ocurría suponiendo que ocurriera algo. Me detuve.
—¡Elizabeth!
Pasó un largo rato durante el cual no oí nada. La nube seguía tapando la luna. Tal vez Elizabeth se había metido en la cabaña. Tal vez había ido a buscar algo al coche. Abrí la boca para volver a gritar su nombre.
Fue entonces cuando escuché su grito.
Bajé la cabeza y me puse a nadar, a nadar con todas mis fuerzas, moví furiosamente brazos y piernas. Pero todavía estaba lejos del embarcadero. Intentaba mirar mientras nadaba, pero estaba demasiado oscuro para ver algo, la luna proyectaba débiles haces de luz que no iluminaban en absoluto.
Oí un ruido áspero de algo llevado a rastras.
Podía ver el embarcadero enfrente. No estaba a más de seis metros. Nadé con más ahínco. Tenía los pulmones a punto de reventar. Tragué un poco de agua, tendí los brazos hacia delante, buscando con la mano a tientas en la oscuridad. Y la encontré. La escalera. Me agarré a ella y subí, salí del agua. El embarcadero estaba mojado del agua de Elizabeth. Miré hacia la cabaña. Demasiado oscuro. No se veía nada.
—¡Elizabeth!
Algo parecido a un bate de béisbol me golpeó en el plexo solar. Los ojos casi se me saltaron de las órbitas. Me doblé por la cintura y sentí que me ahogaba. Me faltaba el aire. Otro golpe. Esta vez me dio en la parte superior del cráneo. Oí un crujido dentro de la cabeza y tuve la sensación de que me habían hundido un clavo en la sien a golpe de martillo. Me fallaron las piernas y caí de rodillas. Totalmente desorientado, me llevé las manos a los lados de la cabeza tratando de protegerla. El golpe siguiente, el final, me dio en plena cara.
Caí hacia atrás de nuevo en el lago. Se me cerraron los ojos. Oí que Elizabeth volvía a gritar —esta vez lo que gritó fue mi nombre— pero el sonido, todos los sonidos, se perdieron en un gorgoteo mientras yo me iba hundiendo en el agua.