Читать книгу No se lo digas a nadie - Харлан Кобен - Страница 8

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Al día siguiente, por la mañana, volé a mi despacho. Llegué dos horas antes de la hora programada para mi primer paciente. Me lancé al ordenador, busqué el extraño mensaje electrónico que había recibido y pulsé el hipervínculo. De nuevo apareció un error. En realidad, no fue para mí ninguna sorpresa. Me quedé mirando fijamente el mensaje y lo leí una y otra vez buscando en él algún significado oculto. Pero no lo encontré.

Anoche me sacaron sangre. Tardarán semanas en obtener el resultado de la prueba del adn, pero el sheriff Lowell dijo que habría un resultado preliminar. Traté de sacarle más datos, pero no abrió la boca. Sabía que nos ocultaba algo, pero no tenía idea de lo que podía ser.

Sentado en la sala de reconocimiento y mientras esperaba a mi primer paciente, estuve rememorando la visita de Lowell. Pensé en los dos cadáveres que habían encontrado. Y en el bate de madera ensangrentado. Y hasta me permití pensar en las marcas.

El cadáver de Elizabeth fue hallado en la carretera 80 cinco días después del secuestro. El forense dictaminó que llevaba dos días muerta, lo que significaba que había estado tres días viva con Elroy Kellerton, alias KillRoy. ¡Tres días sola con un monstruo! Tres amaneceres y tres atardeceres aterrada en la oscuridad y sometida a terribles sufrimientos. Hago enormes esfuerzos para no pensar. Hay lugares de la mente que no deben visitarse, bastante presentes se hacen.

Tres semanas más tarde detuvieron a KillRoy. Confesó que había matado a catorce mujeres, una lista que se iniciaba con una colegiala de Ann Arbor y terminaba con una prostituta del Bronx. Las catorce mujeres se encontraron tiradas a un lado de la carretera, como si fuesen basura. Todas llevaban marcada la letra K. Como cabezas de ganado. En otras palabras, Elroy Kellerton cogió un atizador de metal, lo puso a calentar al fuego —para lo cual se protegió la mano con un mitón— hasta que estuvo al rojo vivo y después quemó con él la suavísima piel de mi Elizabeth, que emitió un sibilante siseo.

Mi mente se extravió por extraños vericuetos y comenzaron a fluir las imágenes. Cerré con fuerza los ojos y quise apartarlas. Pero el procedimiento no surtió efecto. Dicho sea de paso, el asesino sigue vivo. Me refiero a KillRoy. Gracias al procedimiento de apelación, ese monstruo tiene la oportunidad de respirar, leer, hablar, conceder entrevistas a la CNN, recibir visitas de benefactores, sonreír. Y mientras tanto sus víctimas se pudren bajo tierra. Como ya he dicho, Dios tiene sentido del humor.

Me eché agua fría en la cara y me miré en el espejo. Mi aspecto era espantoso. Los pacientes empezaron a llegar a las nueve en punto. Eso me distrajo, por supuesto. Mantuve un ojo en el reloj de la pared, esperando que llegase «la hora del beso», las seis y cuarto. Las manecillas avanzaban penosamente, como si estuviesen empapadas en un jarabe espeso.

Me sumergí en mis pacientes. Siempre he tenido esta capacidad. Cuando era pequeño, podía estudiar horas y horas. Ya médico, consigo abstraerme en mi trabajo. Fue lo que hice después de la muerte de Elizabeth. Algunos me dicen que mi trabajo me sirve de evasión, que he optado por trabajar en lugar de vivir. Pero a ese tópico respondo con una simple frase: «Es su punto de vista».

A mediodía me zampé un bocadillo de jamón y una Coca-Cola light y vi a algunos pacientes más. El año pasado un niño de ocho años hizo ochenta visitas a un quiropráctico para una «alineación de la columna vertebral». Al niño ni siquiera le dolía la espalda. Se trataba simplemente de una estafa urdida por varios quiroprácticos de la zona. Suelen regalar un televisor o un vídeo a los padres si les llevan a sus hijos a la consulta, lo que les permite facturar las visitas a la asistencia pública sanitaria.

Ésta es un servicio maravilloso y necesario, del que sin embargo se abusa tanto como abusa Don King de los teloneros. Una vez llevaron en ambulancia al hospital a un chico de dieciséis años porque había sufrido quemaduras de sol leves. ¿Por qué una ambulancia y no un taxi o el metro? Su madre me dio la explicación: de utilizar el taxi o el metro habría tenido que pagarlos de su bolsillo y esperar a que el gobierno le reembolsara el dinero, mientras que la asistencia sanitaria pública, Medicaid, pagaba la ambulancia sin rechistar.

A las cinco de la tarde me despedí del último paciente. El personal auxiliar termina su trabajo a las cinco y media. Esperé a que el despacho estuviese vacío para sentarme delante del ordenador. Los teléfonos de la clínica seguían sonando como una música de fondo. Después de las cinco y media hay un contestador que se encarga de responder a las llamadas y que ofrece varias opciones a la persona que ha marcado el número, pero, por alguna razón que ignoro, el contestador no se dispara hasta la décima señal. El ruido es enloquecedor.

Bajé el correo, busqué el mensaje y volví a pulsar en el hipervínculo. Siguió sin aparecer nada. Me quedé pensando en aquel extraño mensaje y en los cadáveres. Tenía que existir alguna relación. Mis pensamientos seguían dando vueltas a aquel hecho en apariencia sencillo. Comencé a barajar posibilidades.

Posibilidad uno: aquellos dos cadáveres eran víctimas de KillRoy. Aunque sus otras víctimas eran mujeres y había sido fácil encontrar los cadáveres, esto no le impedía ser el autor de otro tipo de muertes.

Posibilidad dos: KillRoy había convencido a aquellos hombres de que lo ayudasen a raptar a Elizabeth. Esto explicaría muchas cosas. Para empezar, lo del bate de madera, si se demostraba que la sangre de las manchas era la mía. También despejaría el único interrogante que yo había planteado en relación con el rapto. En teoría, KillRoy, como todos los asesinos en serie, operaba solo. ¿Cómo, entonces, había conseguido arrastrar a Elizabeth hasta el coche y permanecer a la espera de que yo saliera del agua? Antes de descubrir el cadáver de Elizabeth, los agentes supusieron que había más de un raptor. Pero tan pronto como se descubrió el cadáver marcado con la letra K, aquella hipótesis quedó descartada. Se especuló con la posibilidad de que lo hubiera hecho KillRoy, de haber esposado o sujetado de algún modo a Elizabeth antes de ir a por mí. No es que el rompecabezas encajara del todo pero, con un poco de esfuerzo, era posible completarlo.

Ahora existía, además, otra explicación: tenía cómplices y los había matado.

La posibilidad tres era la más sencilla: la sangre del bate no era mía. No es que el grupo B positivo sea de los más corrientes, pero tampoco es tan raro. Lo más probable era que aquellos cadáveres no tuvieran nada que ver con la muerte de Elizabeth.

Pero no me convencía.

Miré la hora en el reloj del ordenador. Se regía por algún satélite y era exacta.

6:04.42 P.M.

Faltaban diez minutos y dieciocho segundos.

¿Para qué?

Los teléfonos seguían sonando. Los desconecté y comencé a tamborilear con los dedos. Ya sólo faltaban diez minutos. De tener que producirse algún cambio en el hipervínculo, ya habría ocurrido. Puse la mano en el ratón y aspiré profundamente.

Sonó el busca.

Yo no estaba de guardia aquella noche. Aquello significaba que se trataba de un error, lo que era frecuente entre los empleados de noche de la clínica, o de una llamada personal. Volvió a sonar. Debía de ser una urgencia. Miré la pantalla.

Era una llamada del sheriff Lowell y señalaba URGENTE.

Ocho minutos.

Me quedé un momento pensativo, no mucho. Cualquier cosa, lo que fuera, antes que seguir enfrascado en mis cavilaciones. Decidí llamarlo.

También Lowell supo quién lo llamaba antes de coger el aparato.

—Siento molestarle, doc —ahora me llamaba doc, como si hubiéramos comido en el mismo plato—, sólo quería hacerle una simple pregunta.

Puse la mano sobre el ratón, moví el cursor sobre el hipervínculo y pulsé. El navegador de la red cobró vida.

—Usted dirá —dije.

Esta vez el navegador tardó un poco más. No apareció el mensaje de error.

—¿Le dice a usted algo el nombre de Sarah Goodhart?

Por poco dejo caer el teléfono.

—¿Doc?

Aparté el aparato y fijé en él los ojos como si acabara de materializarse en la mano. Iba reuniendo una pieza tras otra. Cuando recuperé la voz, volví a acercarme el aparato al oído.

—¿Por qué me lo pregunta?

En la pantalla del ordenador comenzaba a aparecer algo. Yo lo miraba de reojo. Era como uno de esos anuncios que se ponen en el cielo. O en las calles. A eso se habría podido comparar. Desde hacía un tiempo eran frecuentes en la red. A mí me resultaban útiles a veces los de tráfico, sobre todo para saber qué retraso había por las mañanas en la circulación por el puente de Washington.

—Es una historia muy larga —dijo Lowell.

—Lo volveré a llamar, entonces —contesté. Necesitaba librarme de él.

Colgué. Sarah Goodhart. Sí, aquel nombre me decía algo. Me decía mucho.

¿Qué demonios estaba ocurriendo?

El navegador dejó de cargar. En la pantalla apareció la escena de una calle en blanco y negro. El resto de la página estaba vacía. No había rótulos ni títulos. Sabía que era posible bajar sólo parte del contenido. Esto era lo que ahora aparecía en pantalla.

Comprobé el reloj del ordenador.

Eran las 6:12.18 P.M.

La cámara enfocaba una esquina con mucho ajetreo, desde unos cuatro metros y medio de la acera. No sabía de qué esquina se trataba ni a qué ciudad pertenecía. Se trataba evidentemente de una ciudad importante. La mayoría de los peatones circulaban de derecha a izquierda, casi todos con la cabeza baja, los hombros caídos, cargados con las carteras, agotados después de una jornada de trabajo, camino probablemente del tren o del autobús. En el extremo de la derecha se veía el bordillo. Los viandantes aparecían a oleadas, coordinadas a buen seguro con el cambio de las luces de un semáforo.

Fruncí el entrecejo. ¿Por qué me enviaban aquella imagen?

El reloj señaló en ese momento las 6:14.21 P.M. Faltaba menos de un minuto.

Seguí con los ojos clavados en la pantalla, contando el paso del tiempo como en la víspera de Año Nuevo. Se me aceleró el pulso. Diez, nueve, ocho...

Otra oleada de seres humanos circuló de derecha a izquierda. Aparté los ojos del reloj. Cuatro, tres, dos. Esperé conteniendo la respiración. Al volver a mirar el reloj, leí:

6:15.02 P.M.

No había ocurrido nada. Pero ¿acaso podía esperar otra cosa?

La oleada de seres humanos disminuyó y, una vez más, por espacio de uno o dos segundos, apareció la pantalla desierta de gente. Volví a recostarme en el respaldo, respiraba afanosamente. A buen seguro, era una broma. Una broma pesada, por descontado. De mal gusto, incluso. Sin embargo...

Precisamente en ese momento apareció alguien debajo mismo de la cámara. Como si aquella persona hubiera estado escondida allí todo el tiempo.

Me incliné hacia delante.

Era una mujer. No podía decir otra cosa puesto que estaba de espaldas. Llevaba el cabello corto, pero era evidente que se trataba de una mujer. Desde el ángulo donde yo me encontraba no me era posible distinguir los rostros. Aquél era uno más. Pero sólo al principio.

La mujer se detuvo. Miré a la parte superior de su cabeza, casi como esperando que la levantara. Dio otro paso. Ahora estaba en el centro de la pantalla. Pasó alguien más. La mujer estaba inmóvil. De pronto dio media vuelta y levantó lentamente la barbilla hasta encararse con la cámara.

Se me paró el corazón.

Me llevé el puño a la boca y ahogué un grito. Me costaba respirar. No podía pensar. Se me llenaron los ojos de lágrimas y me resbalaron por las mejillas. No las enjugué.

La miré. Y ella me miró.

Otro grupo de peatones atravesó la pantalla. Algunos toparon con ella, pero ella no se movió. Tenía los ojos fijos en la cámara. Levantó una mano como si quisiera tocarme con ella. La cabeza me daba vueltas. Era como si alguien hubiera cortado el hilo que me unía a la realidad.

Me quedé flotando en el aire sin poder hacer nada.

Seguía con la mano levantada. Lentamente conseguí también levantar la mano. Rocé con los dedos la superficie cálida de la pantalla tratando de enlazar mi mano con la suya. Noté que mis ojos volvían a llenarse de lágrimas. Acaricié suavemente el rostro de aquella mujer hasta sentir que mi corazón se rompía en pedazos y al mismo tiempo se enardecía.

—Elizabeth —musité.

Todavía se quedó uno o dos segundos más. Después articuló unas palabras a la cámara. Aunque no podía oírlas, las leí en sus labios.

—Lo siento —dijeron los labios de mi esposa muerta.

Y después se alejó.

No se lo digas a nadie

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