Читать книгу No se lo digas a nadie - Харлан Кобен - Страница 9

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Vic Letty miró a uno y otro lado antes de entrar renqueando en la sala de Buzones de Correo Etc del centro comercial. Recorrió con la mirada toda la sala. No lo miraba nadie. Perfecto. Vic no pudo reprimir una sonrisa. El chanchullo que había urdido no podía fallar. Habría sido imposible descubrirlo, lo que le permitiría hacerse rico de golpe.

Vic había comprendido que la clave de todo estaba en los preparativos. Los preparativos eran lo que marcaba la diferencia entre los buenos y los excelentes. Los buenos se limitaban a tapar sus huellas. Los excelentes se preparaban para todas las eventualidades.

Lo primero que hizo Vic fue hacerse con un carnet de identidad falso del desgraciado de su primo, Tony. Después, sirviéndose del carnet falso, Vic alquiló un buzón de correos bajo un nombre supuesto: UYS Enterprises. Ingenioso o no, usaba un carnet de identidad falso y un seudónimo. O sea que aun en el supuesto de que alguien hubiera pretendido sobornar al tío del mostrador, aunque alguien hubiera descubierto quién había alquilado el buzón a nombre de UYS Enterprises, lo único que habría averiguado habría sido que era un tal Roscoe Taylor, el nombre del carnet falso del que se había servido Vic.

No había posibilidad de dar con Vic.

Desde un extremo de la habitación, Vic trató de atisbar el contenido del buzón número 417 a través de la pequeñísima abertura del mismo. No acertó a ver demasiado, pero habría podido jurar que dentro había algo. ¡Magnífico! Vic sólo aceptaba dinero contante o giros postales. Nada de cheques, eso por descontado. Nada que pudiera dejar rastro. Además, cuando iba a recoger el dinero, iba siempre disfrazado. Como en ese momento. Llevaba una gorra de béisbol y un bigote postizo. Y fingía cojera. Había leído en alguna parte que la gente reparaba en los cojos, o sea que si preguntaban a un testigo que describiese al individuo que abría el buzón número 417, simplemente habría dicho que era cojo y que llevaba bigote. Por consiguiente, en caso de sobornar al imbécil del empleado, lo que habría sacado en limpio quien se encargase de hacerlo es que un sujeto llamado Roscoe Taylor era cojo y llevaba bigote.

Pero el auténtico Vic Letty no era cojo ni llevaba bigote.

Vic tomaba también otras precauciones. Jamás abría el buzón si había alguien por los alrededores. Nunca. En cuanto veía a alguien recogiendo su correo o merodeando por las inmediaciones, hacía como que abría un buzón que no era el suyo o que estaba rellenando un formulario de correos o cualquier cosa parecida. Cuando no había moros en la costa, y sólo cuando no había moros en la costa, se iba directo al buzón número 417.

Porque Vic sabía que todas las precauciones eran pocas.

También había tomado precauciones para llegar a los buzones. Había aparcado su furgoneta de trabajo —Vic se ocupaba de hacer reparaciones e instalaciones para Cable-Eye, la empresa de televisión por cable más importante de la costa este— a cuatro manzanas de distancia. Y para llegar al sitio, había pasado por dos callejones. Sobre el mono de uniforme llevaba una cazadora negra a fin de que nadie pudiera leer su nombre, «Vic», que llevaba cosido en el bolsillo derecho de la pechera.

Ya había empezado a hacer cábalas en torno a la importante cantidad que probablemente le esperaba en el buzón número 417, a menos de tres metros de distancia del lugar donde ahora se encontraba. Notaba la ansiedad en los dedos. Volvió a echar una ojeada a la sala.

Vio a dos mujeres abriendo sus buzones. Una se volvió hacia él y le sonrió con aire ausente. Vic se acercó a los buzones del otro lado de la habitación y, con el manojo de llaves que colgaba de la cadena en una mano —una de esas cadenas para llaves que se sujetan al cinturón—, hizo como que buscaba la adecuada. Mantenía la cabeza baja, lejos de las mujeres.

Más precauciones.

A los dos minutos las dos mujeres ya habían recogido su correspondencia y se habían marchado. Vic estaba solo. Atravesó rápidamente la habitación y abrió el buzón.

¡Vaya!

Dentro había un paquete dirigido a UYS Enterprises. Envuelto en papel de estraza. Sin remitente. Y era lo bastante voluminoso para contener una sustanciosa cantidad de billetes verdes.

Vic sonrió y se preguntó: ¿abultarán así cincuenta de los grandes?

Con manos temblorosas cogió el paquete. Sintió en la mano su reconfortante peso. El corazón empezó a latirle con fuerza. ¡Dios bendito! Llevaba cuatro meses con aquella treta. Desde el primer día que había preparado las redes no paraba de atrapar sustanciosos pececillos. Pero ahora, ¡Jesús, había pescado una puta ballena!

Tras volver a inspeccionar los alrededores, Vic se embutió el paquete en el bolsillo de la cazadora y salió rápidamente. Esta vez, para volver a la furgoneta e ir a la empresa, tomó un camino diferente. Durante el trayecto, sus dedos buscaron el paquete en el bolsillo y lo acariciaron. Cincuenta de los grandes. Cincuenta mil dólares. La cabeza le daba vueltas al pensar en aquella cantidad.

Cuando Vic llegó a la factoría de CableEye ya era de noche. Aparcó la furgoneta en la parte trasera y atravesó a pie el puente que lo separaba de su propio coche, un desvencijado Honda Civic de 1991. Mientras lo contemplaba, frunció el entrecejo y pensó: «Te queda poco tiempo».

La zona de aparcamiento destinada a los empleados estaba tranquila. Sentía sobre su cuerpo el peso de la oscuridad. Oía sus pasos, el ruido pesado de sus botas de trabajo pisando el asfalto. El frío penetraba en su cuerpo a través de la cazadora. Cincuenta de los grandes. Tenía cincuenta de los grandes en el bolsillo.

Vic encorvó la espalda y apretó el paso.

La verdad era que esta vez Vic estaba asustado. Quería poner punto final a aquel chanchullo. Era un buen asunto, no cabía la más mínima duda. Casi genial. Pero acababa de meterse con peces gordos. Había puesto en tela de juicio la posibilidad del golpe, sopesado los pros y los contras y decidió finalmente que los grandes —los que dan realmente un viraje a sus vidas— son los que se lo juegan todo a una carta.

Y Vic aspiraba a entrar en el grupo de los grandes.

El chanchullo era simple, precisamente lo que lo hacía más extraordinario. Todas las casas con cable tenían instalada una caja de mandos en la línea telefónica. Cada vez que alguien solicitaba un canal importante, por ejemplo HBO o Showtime, el simpático encargado del cable asignado al barrio iba a la casa y accionaba determinadas clavijas. Era la caja de mandos, el corazón que daba vida al cable. Y lo que daba vida al cable daba vida a tu yo auténtico.

Las empresas dedicadas a la televisión por cable, así como los hoteles cuyas habitaciones disponen de televisión de circuito cerrado, declaran siempre que en la factura no figurará la lista de las películas que has visto. Es posible, pero esto no quiere decir que ellos no sepan cuáles son. Haga una reclamación y verá. Entonces le detallarán los títulos de todas las películas hasta sacarle a usted los colores.

Lo que Vic aprendió enseguida —y para ello no se precisaban grandes conocimientos técnicos— fue que la selección que uno hace por cable se cursa mediante unos códigos que sirven para conectar el pedido a través de la caja de clavijas con los ordenadores que la empresa tiene en la estación principal. Vic sólo debía encaramarse a los palos de teléfono, abrir las cajas y leer los números. Cuando volvía a la oficina, no tenía más que descifrar los códigos para estar al tanto de lo que sucedía en la calle.

Se enteraba, por ejemplo, de que el día 2 de febrero a las seis de la tarde usted y su familia vieron El rey león con el sistema pay-per-view o, para poner un ejemplo más elocuente, a las diez y media del 7 de febrero, usted pidió un programa doble que constaba de La cacería de la señorita Octubre y Sobre la rubia de oro por medio de Sizzle TV.

¿Ven el chanchullo?

Al principio Vic escogía las casas al azar. Escribía una carta al cabeza de familia. La carta tenía que ser breve y clara. En ella figuraban todas las películas porno que el interesado había visto, así como la hora y el día. Anunciaba que distribuiría copias de la lista entre todos los miembros de la familia del interesado y que las enviaría también a sus vecinos y a su jefe. Vic acababa pidiendo quinientos dólares por mantener cerrada la boca. No era una cantidad muy alta, pero Vic estimaba que era la justa: lo bastante alta para proporcionar un buen dinero a Vic, pero no tanto para que los interesados se negasen a pagarla.

Sin embargo —y esto hubo de sorprender al principio a Vic—, únicamente respondía a la carta el diez por ciento. Vic no entendía por qué. A lo mejor lo de ver películas porno no era ya un estigma como lo fuera en otros tiempos. O quizá la mujer del sujeto en cuestión sabía ya que su marido las veía. Y hasta, ¡qué demonios!, a lo mejor la mujer las veía con él. Pero el problema real era que el asunto de Vic era excesivamente incierto.

Tenía que concentrarse. Tenía que seleccionar los golpes.

Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de centrarse en personas de determinadas profesiones, las que tenían más que perder si se divulgaba la información. Una vez más, los ordenadores de la televisión por cable disponían de toda la información que necesitaba. Al principio atacó a los maestros de escuela, a los empleados de centros de beneficencia, a los ginecólogos. A todos los que podían resultar más perjudicados en caso de difundir un escándalo de esas características. Los que más se asustaban eran los maestros, pero también eran los que disponían de menos dinero. Aprendió, además, a hacer más específicas las cartas que enviaba. Al referirse a la esposa, la mencionaba por su nombre. En el caso de los maestros, juraba que se chivaría a la Junta Educativa y a los padres de los alumnos y que lo denunciaría con «pruebas de su perversión», frase que se le ocurrió a Vic sin ayuda de nadie. En cuanto a los médicos, amenazaba a éstos con enviar «las pruebas» a las entidades que velan por la moral, a los periódicos locales, a los vecinos y a los pacientes.

El dinero entraba en sus bolsillos cada vez con mayor rapidez.

Hasta la fecha, Vic había conseguido recaudar cerca de cuarenta mil dólares. Y acababa de conseguir el pez gordo, tan gordo era que en un primer momento Vic consideró la posibilidad de abandonar aquel juego. Pero no, no podía. No podía tirar por la borda el negocio más provechoso de su vida.

Sí, acababa de dar en el blanco. En el mismísimo blanco: Randall Scope. Joven, guapo, rico, mujer despampanante, dos hijos y medio, aspiraciones políticas, supuesto heredero de la fortuna familiar de los Scope. Y además, resultaba que Scope no había pedido sólo una película. O dos.

En el curso de un mes, Randall Scope había pedido veintitrés películas porno.

Casi nada.

Vic dedicó dos noches a hacer un borrador de sus exigencias, pero acabó ciñéndose a lo básico y se limitó a ser breve, frío y muy específico. Pidió a Scope cincuenta de los grandes. Y le pidió, además, que se los enviase a su apartado de correos aquel día. A menos que Vic se equivocara, aquellos cincuenta de los grandes estaban quemándole el bolsillo de la cazadora.

Vic se moría de ganas de ver los billetes. Habría querido verlos en aquel mismísimo momento. Pero si alguna cualidad tenía Vic era la disciplina. Esperaría a llegar a casa. Abriría la puerta, se sentaría en el suelo, desenvolvería el paquete y desparramaría a su alrededor todos los billetes verdes.

Vaya golpe magnífico.

Vic dejó el coche aparcado en la calle y emprendió a pie el camino de entrada hasta su casa. La visión de su vivienda —un piso sobre un asqueroso garaje— era deprimente. No viviría allí mucho más. Cogería los cincuenta grandes y los añadiría a los casi cuarenta grandes que tenía escondidos en casa, más los diez grandes que tenía ahorrados...

Al percatarse de la cantidad de dinero que había reunido, no pudo por menos de quedarse boquiabierto. Tenía cien mil dólares en dinero contante y sonante. ¿Sería posible?

Ahuecaría el ala rápidamente. Cogería el dinero y se iría directo a Arizona. Allí tenía un amigo, Sammy Viola. Él y Sammy emprenderían un negocio propio, a lo mejor abrían un restaurante o un club nocturno. Vic estaba hasta las narices de Nueva Jersey.

Había llegado el momento de emprender el vuelo. Y de empezar a partir de cero.

Vic se dirigió a la escalera que conducía a su piso. Dicho sea de paso, Vic no había cumplido nunca sus amenazas. No había enviado cartas a nadie. Si el aludido no pagaba, la cosa terminaba allí. De nada habría servido insistir en perjudicarlo. Vic era un artista del chanchullo. Vivía de su cerebro. Amenazaba, eso sí, pero no llevaba adelante sus amenazas. No sólo habría enfurecido al interesado, sino que habría corrido el riesgo de ponerse en evidencia.

De hecho, nunca había hecho daño a nadie. ¿Para qué?

Llegó al rellano y se paró ante la puerta de su casa. La noche era oscura como boca de lobo. La maldita bombilla que tenía junto a la puerta se había vuelto a fundir. Suspiró y sacó la cadena de las llaves. Entrecerró los ojos intentando distinguir la llave en la oscuridad. La identificó por el tacto. Buscó a tientas la cerradura hasta que la llave dio con ella. Abrió la puerta de par en par y, en cuanto entró, notó alguna cosa extraña.

Algo se arrugó bajo sus pies.

Vic frunció el ceño. «¿Plástico?», dijo para sí. Lo que pisaba era plástico. Uno de esos plásticos que los pintores colocan en el suelo para protegerlo. Accionó el interruptor y entonces vio al hombre. Iba armado.

—Hola, Vic.

Vic soltó un bufido y retrocedió un paso. El hombre que tenía ante él debía de tener unos cuarenta años. Era alto y gordo, con una barriga prominente enzarzada en una lucha con los botones de la camisa, de la cual, por lo menos en un sitio, había salido victoriosa. Llevaba aflojada la corbata e iba peinado de la peor manera que pueda imaginarse: ocho mechones entrelazados de oreja a oreja, grasientos y pegados a la calva. Sus facciones eran blandas, la barbilla se le desmoronaba en pliegues adiposos. Descansaba los pies en el baúl que Vic utilizaba como mesilla para el café. De haber sustituido en su mano el arma por el mando a distancia del televisor, se habría tomado fácilmente al hombre por un padre de familia cansado después de una jornada de trabajo.

El otro, el que bloqueaba la puerta, era el reverso de la moneda: un muchacho de veintitantos años, asiático, achaparrado, con músculos de granito y una estructura corporal cúbica, cabello rubio teñido, uno o dos aros en la nariz y los auriculares amarillos de un walkman pegados a las orejas. El único sitio donde cabía imaginar juntos a aquellos dos hombres era el metro: el tipo entrado en carnes enfrascado en la lectura del periódico, cuidadosamente doblado, y el muchacho asiático mirándote y balanceando suavemente la cabeza al compás de la atronadora música que estaba escuchando.

Vic trató de pensar. Quería descubrir cuáles eran sus intenciones, razonar con ellos. «Eres un artista del chanchullo —se recordó a sí mismo—. Un tipo listo. Saldrás de ésta.» Vic irguió el cuerpo.

—¿Qué queréis? —les preguntó.

El hombre corpulento peinado de manera extraña apretó el gatillo.

Vic oyó un estampido y a continuación su rodilla derecha estalló. Abrió mucho los ojos. Gritó y cayó desplomado en el suelo, las manos agarradas a la rodilla. La sangre se le iba escurriendo entre los dedos.

—Es una veintidós —dijo el hombre fornido señalando la pistola—. Un calibre pequeño. Lo que más me gusta de ella, como podrás comprobar, es que permite hacer muchos disparos y no llega a matarte.

Sin sacar los pies de encima de la mesilla, el hombretón volvió a disparar. Esta vez el tiro penetró en el hombro de Vic. Vic notó cómo se le astillaba el hueso. El brazo quedó como desarticulado, parecía la puerta de un establo con la bisagra rota. Vic se derrumbó boca arriba y su respiración se transformó en un jadeo. Estaba poseído por un espantoso cóctel de miedo y dolor. Seguía con los ojos desencajados, sin parpadear y, a través de la niebla en que ahora estaba sumido, ató cabos.

El plástico del suelo.

Había caído sobre él. Es más, sangraba sobre él. Para eso estaba el plástico donde estaba. Aquellos dos hombres lo habían puesto en el suelo para ensuciar menos.

—¿Quieres hacer el favor de decirme lo que quiero oír o prefieres que siga disparando? —preguntó el hombretón.

Vic comenzó a hablar. Lo contó todo. Les dijo dónde tenía el dinero restante. Les dijo dónde tenía las pruebas. El hombretón le preguntó si tenía algún cómplice. Les dijo que no. El hombre corpulento disparó a Vic en la otra rodilla. Volvió a preguntarle si tenía cómplices. Vic volvió a decir que no. El hombre entonces le disparó en el tobillo derecho.

Pasada una hora, Vic le suplicó al hombretón que le disparara en la cabeza.

Dos horas más tarde, le complació.

No se lo digas a nadie

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