Читать книгу No se lo digas a nadie - Харлан Кобен - Страница 7

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En casa me esperaba otro susto del pasado.

Vivo a un lado del puente George Washington, enfrente de Manhattan, precisamente en la zona de Green River, Nueva Jersey, un lugar representativo del típico sueño americano y que, pese a su nombre, no tiene río y el verde va desapareciendo de día en día. La casa pertenece a mi abuelo. Me trasladé a vivir con él y con toda una caterva de enfermeras extranjeras cuando murió mi abuela hará de eso tres años.

Mi abuelo padece la enfermedad de Alzheimer. Su cabeza es como un televisor viejo en blanco y negro con una antena de interior averiada. Mi abuelo entra y sale, tiene algunos días mejores que otros, pero hay que colocar las antenas de determinada manera y no moverlas en absoluto y aun así, la imagen que aparece en la pantalla presenta rayas verticales intermitentes. Así era antes al menos, porque últimamente, y para seguir con la metáfora, el televisor casi no parpadea.

En realidad, a mí nunca me gustó mi abuelo. Era un hombre dominante a la antigua usanza, un tipo de esos que te aprietan las tuercas y cuyo afecto está en proporción directa al éxito que consigues. Era brusco, nada afectuoso y con un machismo de vieja escuela. Era lógico que su nieto le pareciera poco sensible y nada atlético, por muy buenas notas que sacara.

Si me fui a vivir con él fue porque, de no haberme mudado yo, mi hermana se lo habría llevado a su casa. Porque Linda era así. Cuando en el campamento de verano cantábamos: «Él tiene todo el mundo en sus manos», Linda se tomaba las palabras al pie de la letra. Se sentía en la obligación. Pero Linda tenía un hijo, además de pareja y responsabilidades. Yo no. Por eso consideré un deber irme a vivir con él. Además, vivir en su casa resultaba agradable, era un lugar tranquilo.

Chloe, mi perra, corrió hacia mí agitando el rabo. Le rasqué la zona detrás de las orejas caídas. Aguantó un momento, pero enseguida empezó a echar ojeadas a la traílla.

—Espera un minuto —le dije.

Es una frase que no le gusta a Chloe. Por eso me miró, lo que no deja de ser meritorio porque el pelo le cubre totalmente los ojos. Chloe es una collie barbuda, una raza más parecida al perro pastor que a los otros collies que conozco. Elizabeth y yo compramos a Chloe poco después de casarnos. A Elizabeth le gustaban mucho los perros. A mí no. Me gustan ahora.

Chloe apretaba el cuerpo contra la puerta frontal. No dejaba de mirar la puerta, luego a mí y de nuevo a la puerta. Era una indicación.

Mi abuelo estaba repantigado delante del televisor, que ahora emitía un programa de entretenimiento. No se volvió hacia mí, pero no parecía tampoco que mirase el programa. Su rostro había adquirido la fijeza y palidez congelada de la muerte. Sólo cuando le cambiaban las gasas parecía que se le fundía todo aquel hieratismo. Entonces se le afinaban los labios y su expresión se distendía, se le anegaban los ojos y hasta a veces se le escapaba una lágrima. Creo que su grado máximo de lucidez se producía en el momento exacto en que ansiaba la senilidad.

Dios tiene bastante sentido del humor.

La enfermera me había dejado una nota sobre la mesa de la cocina: LLAME AL SHERIFF LOWELL.

Y debajo, garrapateado, un número de teléfono.

Sentí unos violentos latidos en la cabeza. Sufro migrañas desde la agresión. Los golpes me provocaron una fractura de cráneo y estuve cinco días hospitalizado, aunque el especialista, compañero de la facultad, cree que las migrañas son más psicológicas que fisiológicas. Tal vez tenga razón. En cualquier caso, subsiste el dolor y el remordimiento. Habría debido esquivar los golpes. Habría debido verlos venir. No habría debido dejarme caer en el agua. Y finalmente, si conseguí reunir suficiente fuerza para salvarme, ¿por qué no había hecho lo mismo para salvar a Elizabeth?

Sé que ahora todo es inútil, lo sé.

Vuelvo a leer la nota. Chloe empieza a gimotear. Levanto un dedo. Deja de gemir pero vuelve a dirigir sus miradas hacia mí y a la puerta.

Hacía ocho años que no había vuelto a saber del sheriff Lowell, pero todavía lo recordaba inclinado sobre mi cama del hospital, recordaba su rostro desconfiado y cínico.

¿Qué querría ahora después de tanto tiempo?

Cogí el teléfono y marqué el número. Una voz respondió tras la primera señal.

—Gracias, doctor Beck, por haber respondido a mi llamada.

No soy un gran admirador del servicio secreto, para mi gusto se parece demasiado al Gran Hermano. Me aclaré la garganta y me salté las cortesías.

—¿Puedo servirle en algo, sheriff?

—Me encuentro en los alrededores —dijo—. Si no tiene inconveniente, me gustaría hacerle una visita.

—¿Una visita social? —pregunté.

—No, no es eso exactamente.

Se quedó esperando a que yo dijera algo, pero no dije nada.

—¿Sería oportuno que le visitase ahora? —preguntó Lowell.

—¿Le importaría decirme de qué se trata?

—Prefiero esperar hasta...

—Pues yo preferiría que no esperase.

Sentí la tensión de mi mano en el teléfono.

—De acuerdo, doctor Beck, comprendo perfectamente —se aclaró la garganta, como si tratase de ganar tiempo—. No sé si se habrá enterado por las noticias de que se han encontrado dos cadáveres en Riley County.

No me había enterado.

—¿Y qué?

—Pues que se encontraron cerca de su propiedad.

—La propiedad no es mía. Es de mi abuelo.

—Pero él está bajo su custodia legal, ¿no?

—No —dije—. Está bajo la custodia de mi hermana.

—Entonces quizá podría avisarla. Me gustaría hablar también con ella.

—Pero los cadáveres de que me habla no se encontraron en el lago Charmaine, ¿verdad?

—En efecto, los encontramos en la propiedad vecina, la de la parte oeste. Es decir, el terreno propiedad del condado.

—¿Qué quiere saber de nosotros, pues?

Hubo una pausa.

—Mire, estaré en su casa dentro de una hora. Por favor, procure que esté también Linda, ¿de acuerdo?

Y colgó.

Los ocho años transcurridos no habían sido misericordiosos con el sheriff Lowell, aunque había que admitir que nunca había sido un Mel Gibson. Siempre había sido un tipo escuchimizado de rasgos enjutos. La punta de la nariz era protuberante en extremo y constantemente sacaba del bolsillo un pañuelo usado hasta la saciedad, lo desdoblaba con cuidado y se frotaba la nariz con él, volvía a doblarlo con el mismo cuidado y se lo volvía a meter en las profundidades del bolsillo trasero del pantalón.

Había llegado Linda. Se sentó en el sofá con el cuerpo inclinado hacia delante, dispuesta a protegerme. Así era como solía sentarse. Linda era una de esas personas que te dispensan una atención total, sin compartirla con nada más. Clavaba en ti aquellos ojos grandes y castaños y ya no podías mirar a ningún otro sitio más que a sus ojos. Reconozco que en esto soy parcial, pero no conozco a nadie tan bueno como Linda. Cursi, si se quiere, pero el solo hecho de que exista Linda hace que yo tenga esperanza en este mundo. Saber que me quiere me devuelve lo que he perdido.

Nos sentamos en la ceremoniosa salita de mis abuelos, una habitación que yo procuraba evitar por todos los medios posibles. Era rancia y lúgubre, el sofá retenía olor a viejo. Me costaba respirar cuando estaba en ella. El sheriff Lowell tardó un rato en situarse. Se sonó un par de veces más y sacó un bloc del bolsillo, se mojó el dedo y buscó hasta dar con la hoja que buscaba. Con la más amable de sus sonrisas, empezó el interrogatorio:

—¿Le importaría decirme cuándo fue la última vez que estuvo en el lago?

—El mes pasado —dijo Linda.

Pero los ojos del hombre estaban fijos en mí.

—¿Y usted, doctor Beck?

—Hace ocho años.

Asintió con un gesto, como si aquélla hubiera sido la respuesta que esperaba.

—Como le dije por teléfono, hemos encontrado dos cadáveres cerca del lago Charmaine.

—¿Los han identificado? —preguntó Linda.

—No.

—¡Qué extraño!

Lowell se quedó pensativo mientras se inclinaba hacia delante y volvía a sacar el pañuelo.

—Sabemos que son hombres, adultos y de raza blanca. Ahora estamos revisando los archivos de las personas desaparecidas. Los cadáveres son antiguos.

—¿Cuánto tiempo? —pregunté.

El sheriff Lowell volvió a buscarme los ojos.

—Sería difícil decirlo. Los médicos forenses siguen haciendo pruebas, pero creemos que llevan muertos por lo menos cinco años. Y los enterraron bien, además. No los habríamos encontrado nunca de no haberse producido un corrimiento de tierras como consecuencia de las intensísimas lluvias y de no haber aparecido un oso con el brazo de un cadáver.

Mi hermana y yo nos miramos.

—¿Cómo ha dicho? —preguntó Linda.

El sheriff Lowell asintió con la cabeza.

—Sí, un cazador disparó a un oso y encontró un hueso junto al cuerpo. El oso lo tenía en la boca. Resultó que era un brazo humano. A partir de aquí iniciamos las averiguaciones. Ha sido laborioso, se lo aseguro. Todavía estamos haciendo excavaciones en la zona.

—¿Creen que puede haber más cadáveres?

—No podría asegurarlo.

Volví a sentarme. Linda seguía centrada en el asunto.

—¿Ha venido a pedirnos permiso para excavar en la zona del lago Charmaine?

—En parte, sí.

Esperamos a que añadiera algo más. Se aclaró la garganta y volvió a mirarme.

—Doctor Beck, si no me equivoco, usted pertenece al grupo sanguíneo B positivo, ¿verdad?

Abrí la boca, pero Linda me puso una mano protectora en la rodilla.

—¿Se puede saber qué tiene que ver eso con el caso? —preguntó.

—Hemos encontrado otras cosas —dijo Lowell—. En el sitio donde estaban enterrados.

—¿Qué cosas?

—Lo siento pero es confidencial.

—Entonces váyase al cuerno —dije.

Lowell no pareció particularmente sorprendido ante mi salida de tono.

—Lo único que quiero es tratar de...

—Ya se lo he dicho, váyase.

El sheriff Lowell no se movió de su sitio.

—Sé que el asesino de su esposa compareció ante la justicia —dijo— y sé que debe de ser muy doloroso para usted tener que remover todas estas cosas.

—No quiera protegerme —dije.

—No es mi intención.

—Hace ocho años usted creía que yo la había matado.

—Eso no es verdad. Usted era su marido. En casos como éste, las probabilidades de que un miembro de la familia esté involucrado...

—Si no hubiera perdido tanto tiempo con aquel tipejo, quizá la habría encontrado antes... —me eché hacia atrás, sentí que me ahogaba.

Salí. ¡Maldito hombre! Linda salió corriendo detrás de mí, pero yo no me detuve.

—Mi deber era agotar todas las posibilidades —continuó con su monótona cantilena—. Las autoridades federales nos secundaban. Incluso su suegro y el hermano de él estaban al tanto de todas las novedades. Nosotros hicimos todo cuanto estaba en nuestra mano.

No podía soportar ni una palabra más.

—¿Qué demonios quiere, Lowell?

Se levantó y se arregló los pantalones sobre la tripa. Creo que quería aprovechar la ventaja que le daba la estatura. Seguramente para intimidarme.

—Una muestra de sangre —dijo—. De hecho, de su sangre.

—¿Por qué?

—Cuando secuestraron a su esposa, también lo atacaron a usted.

—¿A qué viene eso?

—Lo atacaron con un objeto de punta roma.

—Es cosa sabida.

—Sí —dijo Lowell. Volvió a sonarse, se metió el pañuelo en el bolsillo y empezó a pasearse de un lado a otro—. Cuando encontramos los cadáveres, encontramos también un bate de béisbol.

Volví a sentir aquel latido doloroso dentro justo de la cabeza.

—¿Un bate?

Lowell asintió.

—Enterrado junto con los cadáveres. Un bate de madera.

—No entiendo qué tiene que ver esto con mi hermano —intervino Linda.

—El bate tenía manchas de sangre seca. Hemos descubierto que pertenece al grupo B positivo —volvió la cabeza hacia mí—. Su mismo grupo, doctor Beck.

Una vez más, volvíamos sobre lo mismo. El aniversario de la inscripción en el árbol, el baño en el lago, el ruido de la puerta de un coche, mi frenética carrera hasta la orilla.

—¿Recuerda haber caído en el lago? —me preguntó Lowell.

—Sí.

—¿Y haber oído gritar a su mujer?

—Sí.

—¿Y luego se desmayó? ¿Y se cayó en el agua?

Asentí con la cabeza.

—¿Qué profundidad diría usted que tiene el lago? Me estoy refiriendo al lugar donde usted cayó.

—¿No la comprobaron hace ocho años? —pregunté.

—Sea indulgente conmigo, doctor Beck.

—No lo sé. Es profundo.

—¿No se hace pie?

—No.

—Muy bien. ¿Qué recuerda de lo ocurrido después?

—El hospital —dije.

—¿No recuerda nada entre el momento en que cayó al agua y el momento en que se despertó en el hospital?

—Nada en absoluto.

—¿No recuerda haber salido del agua? ¿No recuerda haberse acercado a la cabina ni haber llamado a una ambulancia? Sin embargo, lo hizo, ¿sabe? Lo encontramos tendido en el suelo de la cabina. El teléfono seguía descolgado.

—Lo sé, pero no consigo recordarlo.

Linda tomó la palabra.

—¿Cree usted que estos dos hombres son otras víctimas de... —titubeó— ... de KillRoy?

Lo dijo con un hilo de voz. KillRoy. Su solo nombre inundó de frío la habitación.

Lowell tosió dentro del puño.

—No lo sabemos con seguridad, señora. Las víctimas de KillRoy son siempre mujeres. No nos consta que hubiera escondido nunca un cadáver... por lo menos no tenemos conocimiento de ningún caso. Y como la piel de esos dos hombres está descompuesta tampoco podemos asegurar si fueron marcados o no.

«Marcados...» La cabeza había empezado a darme vueltas. Cerré los ojos y me esforcé en no oír nada más.

No se lo digas a nadie

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