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Shauna y Linda vivían en un piso alquilado de tres dormitorios en Riverside Drive y la Calle 116, no lejos de la universidad de Columbia. Conseguí encontrar un sitio donde aparcar a una manzana de distancia, proeza normalmente equiparable a separar las aguas del mar o a bajar de una montaña cargado con unas tablas de piedra.

Shauna me llamó. Linda seguía en la fiesta. Mark se había dormido. Entré de puntillas en su habitación y le di un beso en la frente. Mark seguía colgado de la moda del Pokémon, como era muy evidente. Dormía envuelto en sábanas Pikachu y tenía acurrucada en sus brazos una muñeca Squirtle de peluche. La gente suele criticar este tipo de modas, pero a mí me recuerdan las obsesiones de mi niñez: Batman y el Capitán América. Lo contemplé unos segundos. Sé que no es original decirlo, pero las pequeñas cosas son las que más cuentan.

Shauna se quedó esperando en la puerta de la habitación. Cuando por fin entramos en la sala de estar, le dije:

—¿Me das algo de beber?

Shauna se encogió de hombros.

—Tú mismo.

Me serví dos dedos de bourbon.

—¿No me acompañas?

Negó con la cabeza.

Nos acomodamos en el sofá.

—¿A qué hora se supone que volverá Linda? —pregunté.

—Aquí me has pillado —dijo Shauna hablando con lentitud.

No me gustó cómo lo dijo.

—¡Lo que faltaba! —exclamé.

—Es temporal, Beck. Tú sabes que quiero a Linda.

—¡Lo que faltaba! —repetí.

Hacía un año que Linda y Shauna habían estado dos meses separadas, hecho que había repercutido negativamente en Mark.

—No es que me vaya ni nada que se le parezca —dijo Shauna.

—¿Qué ocurre, entonces?

—Más de lo mismo. Que yo tengo una profesión sofisticada y elegante. Que estoy rodeada continuamente de gente interesante y seductora. Hasta aquí nada nuevo, ¿verdad? Es de dominio público. Lo que pasa es que Linda se figura que soy propensa a echar canas al aire.

—¿Y es verdad? —dije.

—Sí, más o menos, pero no es ninguna novedad, ¿no te parece?

No respondí.

—Pero cuando termina la jornada, vuelvo a casa con Linda.

—¿Y no haces paradas de camino?

—Si las hago, no cuentan. Tú lo sabes. No me gusta estar encerrada en una jaula, Beck. Me gustan los paisajes abiertos.

—Una buena combinación de metáforas —dije.

—Sí, quedan bien, ¿no crees?

Bebí en silencio y estuve un momento sin decir nada.

—¿Beck?

—¿Sí?

—Ahora te toca hablar a ti.

—¿Qué quieres decir?

Me lanzó una mirada y esperó.

Pensé en la advertencia con que terminaba el mensaje: «No se lo digas a nadie». En el caso de que procediera realmente de Elizabeth, y me costaba suponerlo, sabía que, de decírselo a alguien, ese alguien sería Shauna. A Linda quizá no. Pero a Shauna... A ella se lo contaba todo. Se daba por sentado.

—Existe la posibilidad de que Elizabeth siga viva —dije.

Shauna no se inmutó.

—Se fugó con Elvis, ¿verdad?

Pero al ver mi cara, se cortó y dijo:

—Explícate.

Lo hice. Le conté lo del mensaje. Le conté lo de la escena callejera. Y le conté que había visto a Elizabeth en la pantalla del ordenador. Shauna no apartaba sus ojos de mí. No hizo gesto alguno ni me interrumpió. Cuando terminé, sacó con gran parsimonia un cigarrillo del paquete y se lo llevó a los labios. Hacía años que había dejado de fumar, pero seguía tonteando con el tabaco. Se quedó mirando fijamente el aviso de cáncer, le dio vueltas al paquete en las manos como si no lo hubiera visto nunca. Me parecía estar contemplando el funcionamiento de los engranajes de su cerebro.

—Perfecto —dijo finalmente—. O sea que parece que mañana a las ocho y cuarto de la noche recibirás el mensaje siguiente, ¿no es así?

Asentí.

—Pues esperemos a ver.

Volvió a meter el cigarrillo en el paquete.

—¿No te parece una locura?

Shauna se encogió de hombros.

—No sé qué decirte —contestó.

—¿Por qué?

—Pues porque hay varias posibilidades que pueden explicar lo que acabas de decirme.

—Que estoy loco, entre ellas.

—Sí, claro, ésta es contundente. Pero ¿de qué servirá que elaboremos hipótesis para desmentirlo? Supongamos que es verdad. Supongamos que ves lo que dices haber visto y que Elizabeth sigue viva. Si estamos en un error, no tardaremos en saberlo. Si es verdad... —frunció el ceño, se quedó pensativa y movió negativamente la cabeza—. ¡Oh, Dios mío, ojalá sea verdad!

La miré con una sonrisa.

—Te quiero, ya lo sabes.

—Sí —dijo—, a mí todo el mundo me quiere.

Al llegar a casa me serví una última copa. Tomé un buen sorbo y dejé que el licor siguiera su camino hacia destinos que yo conocía muy bien. Sí, bebo. Pero no soy un borracho. No quiero disculparme. Sé que coqueteo con el alcoholismo. Sé también que coquetear con el alcoholismo es más o menos tan peligroso como coquetear con la hija menor de edad de un bandido. Pero hasta la fecha, el coqueteo no ha desembocado en la cópula. Sé lo suficiente para estar convencido de que esto no durará.

Chloe se me acercó sigilosamente con su expresión de costumbre, que habría podido resumirse de la siguiente manera: «Comida, paseo, comida, paseo». Los perros se rigen por una lógica admirable. La premié con una cosa sabrosa y la llevé a dar una vuelta a la manzana. El aire frío sentaba bien a mis pulmones, pero los paseos nunca me han aclarado las ideas. En realidad, pasear es aburridísimo. Pero me gustaba ver pasear a Chloe. Sé que parecerá extraño, pero compruebo que a los perros les encanta una actividad tan sencilla como ésta. El simple hecho de mirarla me llenaba de una felicidad zen.

De regreso a casa, me dirigí a la habitación procurando no hacer ruido. Chloe me siguió. Mi abuelo dormía. Y lo mismo su nueva enfermera, que roncaba emitiendo poderosas sonoridades, como en las películas de dibujos animados. Me fui directo al ordenador y me pregunté por qué no había vuelto a llamarme el sheriff Lowell. Pese a que era casi medianoche, estuve a punto de llamarle yo. «A por él», me dije, pensándolo mejor.

Cogí el teléfono y marqué el número. Lowell tenía móvil. Si ya estaba durmiendo, podía estar desconectado.

Respondió al tercer timbrazo:

—¿Qué tal, doctor Beck?

El tono de voz era tenso. Observé también que ya no me llamaba doc.

—¿Por qué no me ha vuelto a llamar? —pregunté.

—Estaba haciéndose tarde —dijo— y he pensado que hablaría con usted mañana por la mañana.

—¿Por qué me preguntó por Sarah Goodhart?

—Mañana —dijo.

—¿Cómo dice?

—Es tarde, doctor Beck. Ya no estoy de servicio. Además, esto es algo que prefiero tratar personalmente con usted.

—¿No puede por lo menos adelantarme...?

—¿Estará usted en la clínica mañana por la mañana?

—Sí.

—Pues iré a verle.

Y de manera educada, pero decidida, me deseó buenas noches y seguidamente se esfumó. Miré el teléfono y me dije que no entendía nada de todo aquello.

Quedaba descartado dormir. Dediqué gran parte de la noche a navegar por la red y visité panorámicas callejeras de diversas ciudades con la esperanza de descubrir la que buscaba. Era como buscar una aguja de alta tecnología en ese pajar que es el mundo.

En un determinado momento dejé de buscar y me deslicé bajo las mantas. La paciencia es parte integrante de la condición de médico. Me dedico continuamente a hacer pruebas a niños cuyas consecuencias son susceptibles de alterar su vida, cuando no de poner fin a la misma, y de decirles a ellos y a sus padres que esperen los resultados. No tienen opción. Tal vez cabía decir lo mismo de la situación en la que me encontraba. En aquel momento tenía delante muchas variables. Tal vez al día siguiente, cuando entrase en Bigfoot con el nombre de usuario Calle del Murciélago y la contraseña Adolescencia, podría enterarme de más cosas.

Me quedé un momento con los ojos fijos en el techo. Después miré a mi derecha. Allí había dormido Elizabeth. Yo siempre me dormía antes que ella. Solía quedarme así como estaba en ese momento, a su lado, mirándola mientras ella leía un libro, su rostro de perfil totalmente absorto en la lectura. Era la última imagen que veía antes de que se me cerraran los ojos y me deslizara en el sueño.

Después me di la vuelta y miré hacia el otro lado.

A las cuatro de la madrugada Larry Gandle dejó vagar la mirada por encima de los rizos rubio platino de Eric Wu. Wu era increíblemente disciplinado. Cuando no estaba enfrascado en sus proezas físicas, estaba delante de la pantalla de un ordenador. El color de su piel había cobrado un tinte enfermizo de un blanco azulado después de las miles de navegaciones por la red, pero su físico seguía siendo compacto como el hormigón.

—¿Y bien? —dijo Gandle.

Wu se quitó los auriculares de las orejas y plegó sobre el pecho aquellos brazos suyos que eran como columnas de mármol.

—Estoy hecho un lío —contestó.

—Cuéntame.

—Pues que el doctor Beck rara vez guarda sus mensajes. Sólo unos pocos que se refieren a pacientes. Nada de tipo personal. Pero en los dos últimos días ha recibido dos mensajes muy raros.

Sin apartar los ojos de la pantalla, Eric Wu tendió a Larry dos trozos de papel por encima de la enorme pelota que era su hombro. Larry Gandle echó una ojeada a los mensajes y preguntó, frunciendo el ceño:

—¿Qué significan?

—No lo sé.

Gandle pasó por encima del mensaje que hablaba de pulsar algo con el ratón a «la hora del beso». No entendía de ordenadores... ni quería entender, por otra parte. Sus ojos se desplazaron a la parte superior de la hoja y leyó el asunto.

E.P.+D.B. y toda una serie de rayas.

Gandle se quedó pensando en D.B. ¿Sería David Beck? Y E.P....

De pronto, como si acabase de caerle un piano encima, vio claro el sentido. Con un gesto lento, devolvió el papel a Wu.

—¿Quién lo ha enviado? —preguntó Gandle.

—No lo sé.

—Entérate.

—Imposible —dijo Wu.

—¿Por qué?

—El remitente hizo un reenvío anónimo.

Wu hablaba con una monotonía paciente y casi de otro mundo. Empleaba el mismo tono de voz cuando hablaba de un informe meteorológico que para pegar un navajazo en la mejilla de alguien.

—No utilizaré la jerga informática, pero sí te diré que no hay manera de averiguarlo.

Gandle desvió la atención hacia el otro mensaje, el de la Calle del Murciélago y Adolescencia. No le encontraba pies ni cabeza.

—¿Y éste? ¿Éste lo puedes rastrear?

Wu movió negativamente la cabeza.

—También un reenvío anónimo.

—¿Están enviados por la misma persona?

—Sé lo mismo que tú.

—¿Y el contenido? ¿Tienes idea del sentido?

Wu pulsó algunas teclas y en la pantalla apareció el primer mensaje.

—¿Ves esas letras azules? Pues es un hipervínculo. El doctor Beck tenía que pulsar aquí e iba directamente a algún lugar, puede que a un sitio de la red.

—¿Qué sitio?

—Es un vínculo roto. No se puede retroceder.

—¿Y eso tenía que hacer Beck a «la hora del beso»?

—Eso dice aquí.

—¿No es un término informático eso de la hora del beso?

Wu esbozó una media sonrisa.

—No.

—O sea que no sabes a qué hora se refiere el mensaje, ¿verdad?

—Exactamente.

—Ni tampoco si esa hora ha pasado ya, ¿verdad?

—Ha pasado —dijo Wu.

—¿Cómo lo sabes?

—El navegador de la red está programado para dejar ver los últimos veinte sitios que él visitó. Hizo clic en el vínculo. Más de una vez.

—Pero ¿tú no puedes seguirlo hasta donde vaya?

—No. El vínculo no sirve.

—¿Qué me dices de este otro mensaje?

Wu volvió a pulsar más teclas. Cambió la pantalla y en ella apareció el otro mensaje.

—Éste es más fácil de desentrañar. Es muy básico, además.

—Te escucho.

—El remitente anónimo ha abierto una cuenta electrónica para el doctor Beck —explicó Wu—. Ha dado al doctor Beck un nombre de usuario y una contraseña y vuelve a mencionar la hora del beso.

—Déjame ver si lo entiendo —dijo Gandle—. Beck va a un sitio de la red, escribe su nombre de usuario, da la contraseña y encuentra un mensaje para él, ¿no es eso?

—En teoría es eso.

—¿Y no podemos hacer lo mismo nosotros?

—¿Servirnos de ese nombre de usuario y de esa contraseña?

—Sí. Y leer el mensaje.

—Lo intenté, pero la cuenta ya no existe.

—¿Por qué?

Eric Wu se encogió de hombros.

—El remitente anónimo podría programar la cuenta para más tarde. Para un momento más próximo a la hora del beso.

—Por tanto, ¿qué conclusión podemos sacar de todo esto?

—Para decirlo en pocas palabras —la luz de la pantalla dejó de danzar en los ojos ausentes de Wu—, hay alguien que se toma una gran cantidad de molestias para mantenerse en el anonimato.

—¿Cómo sabremos entonces quién es?

Wu tenía en la mano un pequeño artilugio parecido a los que se ven en las radios transistores.

—Hemos instalado uno de estos aparatitos en el ordenador de su casa y en el del trabajo.

—¿Y eso qué es?

—Un rastreador digital de la red. Ese rastreador envía señales digitales desde sus ordenadores al mío. Si el doctor Beck recibe algún mensaje o visita algún sitio de la red, incluso si escribe una carta, nos enteraremos de todo en tiempo real.

—Por lo tanto, no nos queda más que esperar y mirar —dijo Gandle.

—Sí.

Gandle se quedó reflexionando sobre lo que Wu le acababa de decir acerca de que alguien se estaba tomando muchísimas molestias para mantenerse en el anonimato, y sintió que una sospecha terrible se agitaba en la boca de su estómago.

No se lo digas a nadie

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