Читать книгу No se lo digas a nadie - Харлан Кобен - Страница 11

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Kim Parker, mi suegra, es una mujer guapa. Fue siempre tan parecida a Elizabeth que su cara era para mí la referencia de la que un día tendría mi mujer. Pero la muerte de Elizabeth había ido minando lentamente aquel rostro. Ahora estaba demacrada, sus rasgos se habían crispado y sus ojos eran como canicas gastadas de tanto rodar.

Desde los años setenta la casa de los Parker había experimentado muy pocos cambios: los mismos paneles adhesivos de madera en las paredes, la misma moqueta azul celeste moteada de blanco de hebra corta, la misma chimenea de piedra artificial con relieves a lo Brady Bunch. Bandejas plegables de plástico blanco con patas de metal dorado, para comer viendo la tele, alineadas en una pared. Pinturas de payasos y bandejas con escenas de Rockwell. La única cosa visible que se había renovado era el televisor. Con los años, el robusto televisor de doce pulgadas en blanco y negro se había transformado en un monstruoso aparato de cincuenta pulgadas a todo color instalado ahora en un ángulo.

Mi suegra se sentaba en el mismo sofá donde Elizabeth y yo nos habíamos acariciado tantísimas veces. Sonreí un momento y dije para mí: «Si ese sofá hablara...». A pesar de todo, aquel horrendo asiento, con su diseño floral chillón, rememoraba también otras cosas que nada tenían que ver con la lascivia. En él nos habíamos sentado Elizabeth y yo para abrir los sobres que contenían las cartas de admisión a la universidad. En él nos habíamos hecho arrumacos mientras veíamos Alguien voló sobre el nido del cuco o El cazador, además de todos los viejos filmes de Hitchcock. En él habíamos hecho los deberes, yo sentado y Elizabeth tendida con la cabeza apoyada en mi regazo. En él yo le había confiado que quería ser médico, cirujano de primera... eso creía yo, y ella me había dicho que quería estudiar derecho y trabajar con niños. Elizabeth no podía soportar el sufrimiento de los niños.

Recuerdo que, durante unas vacaciones de verano del primer curso, trabajó para Covenant House y se dedicó a rescatar niños extraviados y sin familia que deambulaban por las peores calles de Nueva York. Una vez la acompañé y, con la furgoneta de Covenant House, estuvimos patrullando arriba y abajo de la Calle 42 en los tiempos anteriores a la era Giuliani, tamizando aquellas inmundas charcas de cuasi humanidad en busca de niños necesitados de protección. Elizabeth descubrió a una prostituta de catorce años absolutamente drogada y sucia. No pude reprimir una mueca de asco. No estoy orgulloso de mi reacción. Admito que esa clase de personas son también seres humanos pero, si tengo que ser sincero, debo decir que la suciedad me repele. Colaboré, pero con una mueca.

Elizabeth no hacía nunca muecas. Era un privilegio suyo. Tomaba a los niños de la mano. Los cogía en brazos. En el caso de aquella niña, la limpió, la cuidó, se pasó toda la noche hablando con ella. La miró a los ojos. Elizabeth creía sinceramente que todo el mundo era bueno, que todos tenían su dignidad. También yo habría querido ser tan cándido.

Siempre me he preguntado si debió de morir pensando de la misma manera, con la misma ingenuidad intacta, fiel, a pesar de sus sufrimientos, en su fe en la humanidad y en todas esas maravillosas tonterías. Espero que así fuera, aunque sospecho que KillRoy hizo tambalear sus convicciones.

Kim Parker estaba sentada muy compuesta con las manos en el regazo. Yo siempre le había gustado, pese a que cuando Elizabeth y yo éramos niños a nuestros padres les preocupaba que estuviéramos tan unidos. Habrían querido que jugásemos con otros niños. Es natural, supongo.

Hoyt Parker, el padre de Elizabeth, todavía no había llegado, por lo que Kim y yo nos dedicamos a charlar acerca de naderías o, mejor dicho, a decir las mismas cosas pero de diferente manera. Hablamos de todo salvo de Elizabeth. Yo mantenía los ojos clavados en Kim porque sabía que, como los apartase de ella, irían indefectiblemente a la repisa de la chimenea, atiborrada de fotos de Elizabeth y de aquella sonrisa suya que me partía el alma.

«Está viva...»

No podía creerlo. Después de mi paso por el departamento de psiquiatría de la facultad de Medicina, por no mencionar, además, mi historia familiar, sabía que la mente posee poderes increíblemente distorsionadores. No me creía tan loco como para invocar su imagen, pero los locos tampoco creen estarlo. Pensé en su madre y me pregunté si era consciente de su propia salud mental suponiendo que todavía fuera capaz de una verdadera introspección.

Lo que no era probable.

Kim y yo hablamos del tiempo. Hablamos de mis pacientes. Hablamos de su nuevo trabajo a tiempo parcial en Macy’s. Y de pronto, Kim me dio una gran sorpresa.

—¿No tienes ninguna relación con nadie? —me preguntó.

Era la primera vez que me hacía una pregunta tan personal. Me cogió por sorpresa y me obligó a preguntarme qué quería que le contestara.

—No —le respondí.

Asintió con la cabeza y me miró como si quisiera añadir algo más. Hizo un gesto vago con la mano acercándosela al mismo tiempo a la cara.

—Pero alguna vez salgo —dije.

—Bien —respondió con un gesto muy enérgico—, haces bien.

Me miré las manos y me sorprendí al decir:

—¡Todavía la echo mucho de menos!

No quería hablar de esas cosas. Quería mantenerme tranquilo y moverme por los caminos seguros habituales. La miré a los ojos. Parecía triste pero agradecida.

—Lo sé, Beck —dijo—, pero no por eso tienes que sentir remordimientos si sales con otra persona.

—No es eso —dije—, no tiene nada que ver.

Descruzó las piernas y se inclinó hacia mí.

—¿Qué es, pues?

Me era imposible hablar. Habría querido hacerlo, sólo por ella, pero no podía. Me miró con su mirada herida que transmitía la necesidad evidente y tan viva de hablar de su hija. Pero no pude. Moví negativamente la cabeza.

Oí una llave en la cerradura. Nos volvimos los dos con gesto súbito, recomponiendo la postura, como amantes cogidos en falta. Hoyt Parker abrió la puerta empujándola con un hombro y llamó a su mujer por su nombre. Entró en la habitación y, exhalando un profundo suspiro, dejó caer una bolsa de deporte. Llevaba floja la corbata, arrugada la camisa, las mangas arremangadas hasta los codos. Hoyt tenía unos antebrazos como los de Popeye. Al vernos sentados en el sofá, soltó otro suspiro más hondo aún que el anterior que parecía traslucir un dejo de desaprobación.

—¿Qué tal estás, David?

Nos estrechamos la mano. Su apretón, como siempre, era excesivamente enérgico, áspero, brusco. Kim se excusó y salió de la habitación. Después de intercambiar algunas cortesías, el silencio se instaló entre nosotros. Hoyt Parker no se había sentido nunca a gusto conmigo. Su actitud tenía algo que ver con el complejo de Electra, yo siempre había pensado que me veía como una amenaza. Le comprendía. Su hijita siempre me había dedicado todo su tiempo. De todos modos, con los años los dos conseguimos vencer aquel resentimiento y establecer un remedo de amistad. Hasta la muerte de Elizabeth.

Sé que me cree culpable de lo ocurrido.

No me lo ha dicho nunca, por supuesto, pero lo leo en sus ojos. Hoyt Parker es un hombre musculoso y fuerte. Un americano con una honradez sólida como la roca. Siempre había procurado, por encima de todo, que Elizabeth se sintiera a salvo. Hoyt emanaba esa especie de aura protectora. Mientras Gran Hoyt estuviera junto a ella, su niña no sufriría ningún daño.

No creo haber brindado nunca esa seguridad a Elizabeth.

—¿El trabajo bien? —preguntó Hoyt.

—Muy bien —dije—. ¿Y el tuyo?

—Me falta un año para la jubilación.

Asentí con un gesto y volvimos a sumirnos en el silencio. Camino de la casa de mis suegros, me había propuesto no hacerles ningún comentario sobre lo del ordenador. Aparte de que tenía todos los visos de tratarse de una chifladura, aparte de que habría abierto nuevas heridas y les habría hecho sufrir, la verdad es que yo no tenía ninguna explicación que darles. Cuanto más tiempo pasaba, más desatinado me parecía aquel episodio. Decidí, pues, que me tomaría el mensaje al pie de la letra: «No se lo digas a nadie». Ignoraba de qué se trataba y por qué ocurría, pero las consecuencias que pudiera sacar del hecho eran de una inconsistencia total.

Aun así, procuré asegurarme de que Kim no oyese lo que me disponía a decir. Me acerqué, por tanto, a Hoyt y le dije con un hilo de voz:

—¿Puedo preguntarte una cosa?

No respondió, se limitó a lanzarme una de sus miradas cargadas de indiferencia.

—Quisiera saber... —me callé—, quisiera saber cómo la encontraste.

—¿Cómo la encontré?

—Me refiero a cuando fuiste al depósito. Me gustaría saber cómo la viste.

En su rostro ocurrió algo, como si unas minúsculas explosiones hubieran acabado de socavar sus cimientos.

—Pero, ¡por el amor de Dios! ¿Por qué me haces esta pregunta?

—Lo he estado pensando —dije torpemente—, será por el aniversario y demás.

Se levantó bruscamente y se secó las palmas de las manos en las perneras de los pantalones.

—¿Quieres beber algo?

—Sí, claro.

—¿Va bien un bourbon?

—Me parece magnífico.

Se acercó a un viejo carro de bebidas cerca de la chimenea y cerca, por tanto, de las fotos. Miré al suelo.

—¿Hoyt? —insistí.

Abrió una botella.

—Eres médico —dijo, señalándome con un vaso—. Has visto cadáveres.

—Sí.

—Entonces ya puedes hacerte una idea.

Me la hacía.

Me pasó el vaso. Lo cogí con exagerada avidez y tomé un sorbo. Me miró y se llevó el suyo a los labios.

—Sé que no te había preguntado nunca por los detalles —empecé—. Es más, había evitado a propósito que me los dieras. Otros «familiares de las víctimas», según se referían a ellos los medios de comunicación, se empaparon de ellos. Estuvieron presentes todos los días en el juicio de KillRoy, escucharon lo que se dijo y lloraron. Yo no. Supongo que esto les ayudó a canalizar sus sufrimientos hacia fuera. Yo opté por canalizar los míos hacia dentro.

—No querrás conocer los detalles, Beck.

—¿Tenía huellas de golpes?

Hoyt pareció estudiar el contenido del vaso.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Necesito saberlo.

Me miró por encima del vaso. Recorrió mi rostro con los ojos. Tuve la sensación de que me taladraba la piel. Sostuve su mirada.

—Tenía huellas de golpes, sí.

—¿Dónde?

—David...

—¿En la cara?

Entrecerró los ojos como si acabara de descubrir algo inesperado.

—Sí.

—¿También en el cuerpo?

—No vi el cuerpo —dijo—. Pero sé que la respuesta es sí.

—¿Por qué no viste el cuerpo?

—Fui en calidad de padre, no de policía. La finalidad era identificarla.

—¿No te costó? —pregunté.

—¿A qué te refieres?

—Identificarla. Has dicho que tenía la cara desfigurada por los golpes.

Se puso tenso. Dejó el vaso y sentí que me invadía el temor de haber ido demasiado lejos. Habría debido ceñirme al plan establecido. Habría debido callar.

—¿De veras quieres saberlo?

«No», pensé. Pero asentí.

Hoyt Parker apartó el vaso, se cruzó de brazos y se puso de pie.

—Elizabeth tenía el ojo izquierdo hinchado, cerrado. La nariz rota y aplastada como si fuera de arcilla mojada. Tenía un navajazo en la frente, hecho probablemente con un cortaplumas. Su mandíbula estaba desencajada, con los tendones a la vista —hablaba con voz totalmente monocorde—. En la mejilla derecha tenía la letra K marcada a fuego. Todavía era perceptible el olor a carne chamuscada.

Se me hizo un nudo en el estómago.

Los ojos de Hoyt se posaron en los míos.

—¿Quieres saber lo peor, Beck?

Lo miré y esperé.

—Que, pese a todo, tardé muy poco —dijo—. Supe al momento que era Elizabeth.

No se lo digas a nadie

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