Читать книгу El inocente - Харлан Кобен - Страница 10

4

Оглавление

Pasaron los segundos. Matt Hunter se imaginó que eran segundos. Miró fijamente el teléfono y esperó. No pasó nada. Su mente estaba completamente paralizada. Se reactivó y al momento deseó que volviera la parálisis.

El teléfono. Le dio la vuelta en la mano mirándolo como si no lo hubiera visto nunca. La pantalla, se recordó a sí mismo, era pequeña. Las imágenes temblaban. El tinte y el color estaban apagados. El deslumbramiento también era un problema.

Asintió para sí mismo. «Sigue así.»

Olivia no era rubia platino.

Bien. Más, más...

Él la conocía. La amaba. Él no era precisamente un buen partido. Era un ex convicto con pocas perspectivas. Tenía tendencia a retraerse emocionalmente. Ni amaba ni confiaba con facilidad. Olivia, en cambio, lo tenía todo. Era hermosa, inteligente, se había licenciado summa cum laude en la Universidad de Virginia. Incluso tenía un poco de dinero heredado de su padre.

Aquello no ayudaba mucho.

Sí. Sí, porque, a pesar de todo, Olivia le había elegido a él, al ex convicto con cero perspectivas. Era la primera mujer a la que había hablado de su pasado. Ninguna otra había durado tanto para llegar a ese punto.

¿Su reacción?

Bueno, no todo había sido idílico. La sonrisa de Olivia, esa sonrisa desarmante, se había ensombrecido un momento. Matt quiso dejarlo inmediatamente. Quiso marcharse porque de ninguna manera quería ser el responsable de ensombrecer, ni que fuera un momento, aquella sonrisa. Pero el pestañeo no había durado mucho. El resplandor volvió enseguida con todo el voltaje. Matt se había mordido el labio aliviado. Olivia le había tomado la mano por encima de la mesa y, en cierto sentido, ya no la había soltado.

Pero ahora, sentado allí, Matt recordó los primeros pasos dubitativos cuando salió de la cárcel, el cuidado con que entrecerró los ojos y cruzó la puerta, aquella sensación —aquella sensación que nunca le abandonaría del todo— de que el fino hielo bajo sus pies podía resquebrajarse en cualquier momento y hundirlo en aguas heladas.

¿Cómo explicar lo que acababa de ver?

Matt comprendía la naturaleza humana. Es más, comprendía la naturaleza subyacente. Había visto cómo el destino lo maldecía, a él y a su familia, lo suficiente para tener una explicación o, si se quiere, una antiexplicación para todo lo que sale mal: en resumen, no hay explicación.

El mundo no es ni cruel ni alegre. Sencillamente es azaroso, está lleno de partículas que se cruzan como un rayo, sustancias químicas que se mezclan y reaccionan. No existe un orden de verdad. No hay una maldición programada del mal ni protección de la virtud.

Caos, chicos. Es el caos y basta.

Y en el remolino de ese caos, Matt sólo tenía una cosa: Olivia.

Pero allí sentado, en su despacho, con los ojos fijos en el teléfono, su cabeza no quería dejarlo. Ahora, ahora mismo, en este preciso momento... ¿qué estaba haciendo Olivia en la habitación de un hotel?

Cerró los ojos y buscó una salida.

A lo mejor no era ella.

De nuevo: la pantalla era pequeña; el vídeo, tembloroso. Matt siguió insistiendo en ello, ondeando racionalizaciones parecidas a una bandera en el asta, esperando que alguna cuajara.

Pero no cuajó nada.

Sentía una opresión en el pecho.

Las imágenes lo avasallaban. Matt intentó batallar con ellas, pero eran apabullantes. El cabello negro azabache del hombre. Aquella sonrisa condescendiente. Pensó en la manera de echarse hacia atrás que tenía Olivia cuando hacían el amor, mordiéndose el labio inferior, los ojos medio cerrados, los tendones del cuello en tensión. Imaginó también sonidos. Primero gemidos apagados. Después gritos de éxtasis...

Basta.

Levantó la cabeza y vio que Rolanda seguía mirándole.

—¿Querías algo? —preguntó Matt.

—Quería.

—¿Qué?

—Hace tanto rato que estoy aquí que lo he olvidado.

Rolanda se encogió de hombros, giró sobre sí misma y salió del despacho, dejando la puerta abierta.

Matt se levantó y se acercó a la ventana. Miró la fotografía de los hijos de Bernie vestidos con el equipo de fútbol. Bernie y Marsha habían utilizado aquella foto para su felicitación navideña de hacía tres años. El marco era uno de esos chismes de bronce falso que venden en farmacias o ferreterías. En la fotografía, los hijos de Bernie, Paul y Ethan, tenían cinco y tres años y sonreían. Ahora ya no sonreían así. Eran buenos chicos, adaptados y todo eso, pero seguían viviendo con una tristeza subyacente, ineludible. Si los mirabas de cerca, las sonrisas actuales eran más cautas, un pestañeo en el ojo, un miedo a perder algo más.

¿Qué podía hacer?

Lo evidente, decidió. Llamar a Olivia. A ver qué pasaba.

Parecía racional por una parte y ridículo por otra. ¿Qué creía que pasaba? ¿Oiría de su esposa un jadeo pesado, una risa masculina de fondo? ¿O respondería con su habitual voz luminosa? Y entonces, ¿qué? Diría: «Hola, cariño. Oye, ¿qué es ese rollo del hotel? —En su cabeza ya no era una habitación de hotel, sino un motel de mala muerte, cambiar la «h» por la «m» le daba un nuevo significado—. ¿Y la peluca rubia platino y el tipo de la sonrisa de pelo negro?».

Aquello no procedía.

Se estaba dejando llevar por la imaginación. Seguro que había una explicación lógica. Quizá no la viera todavía, pero eso no significaba que no existiera. Matt recordaba haber visto especiales en la tele sobre los juegos de manos. Veías el truco y no tenías ni idea de cómo se hacía, pero en cuanto te lo enseñaban, te preguntabas cómo podías haber sido tan estúpido de no haber caído la primera vez. Esto era lo mismo.

Al no ver otra alternativa, Matt decidió llamar.

El móvil de Olivia estaba programado en su teclado con el número uno. Apretó la tecla y la mantuvo apretada. El teléfono empezó a sonar. Miró por la ventana y contempló la ciudad de Newark. Como siempre, sus sentimientos por la ciudad eran contradictorios. Ves su potencial, su vitalidad, pero sobre todo ves la decadencia y meneas la cabeza. Por alguna razón recordó el día en que Duff fue a verle a la cárcel. Duff se había echado a llorar, con la cara roja, como un chiquillo. Matt sólo podía mirarle. No había nada que decir.

El teléfono sonó seis veces antes de que saliera el buzón de voz de Olivia. El sonido de la voz animada de su esposa, tan familiar, tan... suya, hizo que su corazón se tambaleara. Esperó pacientemente a que Olivia terminara. Entonces sonó el bip.

—Hola, soy yo —dijo. Notaba la tensión en su voz y se esforzó por disimularla—. ¿Podrías llamarme cuando tengas un momento? —Calló.

Normalmente acababa con un rápido «te quiero», pero esta vez apretó la tecla de fin sin añadir lo que siempre le había salido con naturalidad.

Siguió mirando por la ventana. En la cárcel, lo que finalmente acabó con él no fue ni la brutalidad ni la repulsión. Todo lo contrario. Fue cuando todo aquello se convirtió en norma. Al poco tiempo a Matt empezaron a caerle bien sus hermanos de la Nación Aria, incluso disfrutaba de su compañía. Era un tipo perverso de síndrome de Estocolmo. La supervivencia es el secreto. La mente cambia para sobrevivir. Todo puede convertirse en normal. Eso fue lo que dio que pensar a Matt.

Pensó en la risa de Olivia. En que ella lo había apartado de todo aquello. Se preguntó ahora si aquella risa era real o sólo otro cruel espejismo, algo para ridiculizarlo con cariño.

Entonces Matt hizo algo muy raro.

Levantó la cámara alejándola de él, al brazo de distancia, y se hizo una foto. No sonrió. Sólo miró a la cámara. La fotografía ya estaba en la pequeña pantalla. Se miró la cara y sin estar seguro de lo que veía.

Marcó el número de Olivia y le mandó la foto.

El inocente

Подняться наверх