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Pasaron dos horas. Olivia no le devolvió la llamada.

Matt pasó aquellas dos horas con Ike Kier, un socio senior consentido que llevaba el pelo gris demasiado largo y peinado hacia atrás. Era de una familia acaudalada. Sabía relacionarse y poca cosa más, pero a veces con eso era suficiente. Tenía un Viper y dos Harley-Davidson. Su mote en el despacho era Mediana Edad, abreviado de crisis de la mediana edad.

Mediana Edad era lo bastante listo para saber que no era demasiado listo. En consecuencia, utilizaba mucho a Matt. Sabía que Matt estaba dispuesto a hacer el trabajo pesado y mantenerse en segundo plano. Esto permitía a Mediana Edad mantener las grandes relaciones corporativas con los clientes y dar buena imagen. Se imaginaba que a Matt le disgustaba, pero no tanto para hacer algo al respecto.

El fraude corporativo podía no ser bueno para Estados Unidos, pero era muy lucrativo para el gabinete de abogados de guante y camisa blancos de Carter Sturgis. Ahora estaban discutiendo el caso de Mike Sterman, el presidente de un gran laboratorio farmacéutico llamado Pentacol, que había sido acusado, entre otras cosas, de retocar los libros para manipular los precios de las acciones.

—En resumidas cuentas —dijo Mediana Edad, regalando a la sala su mejor voz de barítono para el jurado—, ¿nuestra defensa será...? —Miró a Matt esperando una respuesta.

—Echarle la culpa al otro —dijo Matt.

—¿Qué otro?

—Sí.

—¿Eh?

—Echaremos la culpa a quien podamos —dijo Matt—. Al jefe de finanzas —el cuñado de Sterman y su ex mejor amigo—, al departamento de informática, a lo que se nos ocurra, a los contables, a los bancos, a la junta, a los empleados de menor nivel. Diremos que algunos de ellos son unos gánsteres, que cometieron errores involuntarios que resultaron fatales.

—¿No es contradictorio? —preguntó Mediana Edad, uniendo las manos y bajando las cejas—. ¿Alegar a la vez malicia y errores? —Calló, le miró y asintió.

Malicia y errores. A Mediana Edad le gustaba el sonido.

—Pretendemos confundir —dijo Matt—. Si le echas la culpa a muchos, nada queda. El jurado acaba pensando que algo se hizo mal, pero no sabe a quién echarle la culpa. Los apabullamos con hechos y cifras. Sacamos a la luz todos los posibles errores, todas las «t» sin rabo y las «i» sin puntos. Nos comportamos como si todas las discrepancias fueran catastróficas, aunque no lo sean. Lo cuestionamos todo. Nos mostramos escépticos con todos.

—¿Y qué hay del bar mitzvah?

Sterman había celebrado un bar mitzvah de dos millones de dólares para su hijo, fletando un avión a Bermudas, donde habían actuado Beyoncé y Ja Rule. La cinta —de hecho era un DVD con sonido surround— se mostraría al jurado.

—Un gasto legítimo de empresa —dijo Matt.

—¿Cómo?

—Piensa en los invitados. Ejecutivos de los grandes laboratorios. Grandes clientes. Funcionarios gubernamentales de la FDA que aprueban los medicamentos y conceden licencias. Médicos, investigadores, todo. Nuestro cliente estaba agasajando a los clientes, una práctica empresarial americana legal desde antes del Boston Tea Party,[3] que se hizo por el bien de la empresa.

—¿Y el detalle de que la fiesta se celebrara en ocasión del bar mitzvah de su hijo?

Matt se encogió de hombros.

—Eso va en su favor, en realidad. Sterman estuvo genial.

Mediana Edad hizo una mueca.

—Piénsalo. Si Sterman hubiera dicho: «Celebro una gran fiesta para ganar clientes importantes», bueno, eso no le habría ayudado a crear las relaciones que estaba buscando. Así que Sterman, que es gato viejo, apostó por algo más sutil. Invita a los asociados de su empresa al bar mitzvah de su hijo. Así los pilla desprevenidos. Les parece encantador, ese padre de familia que los invita a algo personal en lugar de meterlos en una rígida celebración empresarial. Sterman, como cualquier gran ejecutivo brillante, tomó un camino creativo.

Mediana Edad arqueó una ceja y asintió lentamente.

—Oh, eso me gusta.

Matt ya se lo imaginaba. Miró el móvil, para asegurarse de que seguía encendido. Lo estaba. Comprobó si había mensajes o llamadas perdidas. No había nada.

Mediana Edad se levantó.

—¿Seguimos con los preparativos mañana?

—Claro —dijo Matt.

Se marchó. Rolanda metió la cabeza por la puerta. Miró hacia el pasillo en dirección a Mediana Edad, se colocó un dedo en la parte baja de la garganta y emitió un sonido ahogado. Matt miró el reloj. Era hora de ponerse en marcha.

Fue rápidamente al aparcamiento de la empresa. Su mirada vagaba, centrándose en todo y en nada. Tommy, el encargado del aparcamiento, le saludó con la mano. Todavía ensimismado, Matt le devolvió el saludo. Su plaza estaba atrás, bajo las cañerías que chorreaban agua. El mundo seguía su sistema de castas, incluso en los aparcamientos, como bien sabía él.

Alguien estaba limpiando un Jaguar verde perteneciente a uno de los socios fundadores. Matt se volvió. Una de las Harleys de Mediana Edad estaba allí, tapada con un plástico transparente. Había un carrito de la compra volcado, con tres de las cuatro ruedas arrancadas. ¿Qué se podía hacer con un carro de una rueda?

Los ojos de Matt vagaron por encima de los coches de la calle, la mayoría taxis ilegales, y notó un Ford Taurus gris porque la matrícula era MLH-472, y las iniciales del propio Matt eran MKH, casi igual, y esa clase de cosas le servían de distracción.

Pero una vez en el coche —de nuevo solo con sus pensamientos— otra cosa empezó a mortificarlo.

Bien, pensó, haciendo un esfuerzo para ser racional, suponiendo lo peor, que lo que había visto en la cámara fuera el momento inicial de alguna cita...

¿Por qué iba a mandarle la foto Olivia?

¿Qué sentido tenía? ¿Quería que la pillaran? ¿Era una petición de auxilio?

No encajaba.

Pero entonces se dio cuenta de otra cosa: Olivia no se lo había mandado.

Venía de su teléfono, sí, pero ella —suponiendo que fuera Olivia la de la peluca rubia platino— no parecía consciente de que la cámara la enfocara. Recordaba haberlo pensado. Ella era el tema de la filmación, lo filmado, por decirlo de algún modo, no quien filmaba.

¿Quién lo mandaba entonces? ¿Era el señor Cabellos Negros? En tal caso, ¿quién había hecho la primera foto, la de Cabellos Negros? ¿Se la había hecho él mismo?

Respuesta: No.

Cabellos Negros tenía la palma de la mano levantada, como saludando. Matt recordaba haber visto un anillo en su dedo, o lo que creía que era un anillo. No le apetecía mucho ponerse a mirar la foto otra vez. Pero pensó en ello. ¿Podría ser una alianza? No, el anillo estaba en la mano derecha.

Sea como fuere, ¿quién había sacado la foto de Cabellos Negros?

¿Olivia?

¿Por qué se la mandaría ella? ¿O se la habían mandado sin querer? ¿Habría apretado alguien una tecla equivocada?

Parecía improbable.

¿Había una tercera persona en la habitación?

Matt no lo había visto. Le dio unas cuantas vueltas más, pero no se le ocurrió nada nuevo. Ambas llamadas se habían originado en el teléfono de su esposa. Eso estaba claro. Pero si ella tenía una aventura, ¿por qué querría que lo supiera?

Respuesta —y, sí, sus razonamientos se estaban volviendo circulares—, no lo querría.

Entonces ¿quién?

Matt pensó otra vez en la sonrisa engreída de Cabellos Negros. Y su estómago se revolucionó. Cuando era más joven, era demasiado sensible. Ahora parecía mentira, pero Matt había sido demasiado sensible. Lloraba si perdía un partido de baloncesto, aunque no fuera de competición. Cualquier disgusto le duraba semanas. Todo aquello cambió la noche que Stephen McGrath murió. Si la cárcel te enseña algo, es a blindarte. No muestras nada. Jamás. No te permites sentir nada, ninguna emoción, porque la explotarían o te la robarían. Matt intentó hacer lo mismo ahora. Intentó amortiguar la sensación de opresión en su estómago.

No podía.

Volvieron las imágenes, algunas horribles mezcladas con recuerdos maravillosamente dolorosos, los que más dolían. Recordó un fin de semana que Olivia y él habían pasado en una pensión victoriana de Lenox, Massachusetts. Recordaba haber esparcido almohadas y mantas frente a la chimenea de la habitación y haber abierto una botella de vino. Recordaba a Olivia sosteniendo el pie de la copa, la forma como le miraba, la forma como el mundo, el pasado, sus indecisos y temerosos pasos se habían desvanecido, el fuego, que se reflejaba en sus ojos verdes, y entonces pensó en ella estando así con otro hombre.

De repente le asaltó otra idea: una idea tan horrible, tan insoportable que casi perdió el control del coche.

Olivia estaba embarazada.

El semáforo se puso rojo. Matt casi lo rebasó. Apretó los frenos en el último momento. Un peatón, que ya empezaba a cruzar la calle, retrocedió de un salto y le amenazó con el puño. Matt no soltó las manos del volante.

Olivia había tardado mucho tiempo en concebir.

Los dos tenían más de treinta años y en la cabeza de Olivia sonaba su reloj biológico. Ella deseaba tanto crear una familia... Durante mucho tiempo sus intentos de concebir habían fracasado. Matt había empezado a pensar —y no porque sí— que la culpa podía ser suya. En la cárcel había recibido buenas palizas. En la tercera semana que estuvo allí, cuatro hombres le habían agarrado y le habían separado las piernas mientras un quinto le pateaba la ingle. Casi se había desmayado de dolor.

De repente Olivia estaba embarazada.

Quería acallar su cerebro, pero no había manera. La rabia empezó a imponerse. Era mejor, pensó, que el dolor, el apabullante dolor de que le arrebataran otra vez algo que adoraba.

Tenía que encontrarla. Tenía que encontrarla inmediatamente.

Olivia estaba en Boston, un viaje de cinco horas desde donde estaba Matt. A paseo la inspección de la casa. Conduce y ve a verla.

¿Dónde se alojaba?

Lo pensó un momento. ¿Se lo había dicho? No se acordaba. Ésta era otra cosa con los teléfonos móviles. Ya no te preocupas tanto por eso. ¿Qué diferencia había entre estar en el Marriott o en el Hilton? Era un viaje de trabajo. Estaría de un lado para otro, en reuniones y cenas, y pasaría poco tiempo en su habitación.

Evidentemente era más fácil localizarla en su móvil.

Entonces ¿qué?

No tenía ni idea de dónde se alojaba. Y aunque lo supiera, ¿no sería más prudente llamarla primero? Pero la habitación que había visto en la cámara del teléfono podía no ser la misma. Podía ser de Cabellos Negros. Supongamos que sabía en qué hotel estaba. Supongamos que se presentaba, llamaba a la puerta y entonces, qué, ¿Olivia abría con un salto de cama y aparecía Cabellos Negros detrás de ella con una toalla alrededor de la cintura? ¿Qué haría Matt entonces? ¿Romperle la cara? ¿Señalarle con el dedo y gritar: «¡Ajá!»?

Intentó llamarla otra vez al móvil. No obtuvo respuesta. No dejó otro mensaje.

¿Por qué no le había dicho Olivia dónde se alojaría?

Está bastante claro a estas alturas, ¿no, Matt?

El telón rojo cayó sobre sus ojos.

Suficiente.

Probó en su despacho, pero saltó directamente su contestador: «Hola, soy Olivia Hunter. Estaré fuera de la oficina hasta el viernes. Si es urgente, habla con mi ayudante, Jamie Suh, marcando su extensión, el seis cuatro cuatro...».

Eso fue lo que hizo Matt. Jamie contestó al tercer timbre.

—Despacho de Olivia Hunter.

—Hola, Jamie, soy Matt.

—Hola, Matt.

Mantuvo las manos al volante y habló utilizando el manos libres, que siempre le hacía sentir raro, como si fueras un chalado que hablara con un amigo imaginario. Cuando hablas por teléfono, deberías tener el aparato en la mano.

—Quería preguntarte algo.

—Adelante.

—¿Sabes en qué hotel se aloja Olivia?

No tuvo respuesta.

—¿Jamie?

—Sigo aquí —dijo ella—. Lo miraré si esperas un momento. Pero ¿por qué no la llamas al móvil? Es el número que dejó para los clientes si había alguna urgencia.

Matt no sabía muy bien cómo contestar a eso sin parecer desesperado. Si le decía que lo había intentado y le había salido el buzón de voz, Jamie Suh se preguntaría por qué no podía esperar a que ella le devolviera el mensaje. Se estrujó el cerebro buscando algo que pareciera plausible.

—Sí, ya lo sé —dijo—. Pero quería mandarle unas flores. Una sorpresa.

—Ah, ya. —Su voz no traslucía ningún entusiasmo—. ¿Es una ocasión especial?

—No. —Después añadió sin ninguna convicción—: Pero es que la luna de miel aún no ha acabado.

Se rió de su lastimosa gracia. Aunque Jamie no. Hubo un largo silencio.

—¿Sigues ahí? —dijo Matt.

—Sí.

—¿Puedes decirme dónde se aloja?

—Lo estoy mirando. —Se oyeron sus dedos tecleando el ordenador. Después—: Matt...

—Sí.

—Me llaman por la otra línea. ¿Puedo llamarte cuando lo encuentre?

—Claro —dijo, muy poco entusiasmado.

Le dio su teléfono móvil y colgó.

¿Qué diablos pasaba?

Su teléfono volvió a vibrar. Miró el número. Era de su despacho. Rolanda no se molestó en saludar.

—Problemas —dijo—. ¿Dónde estás?

—Acabo de llegar a la Setenta y ocho.

—Vuelve. Washington Street. Van a desahuciar a Eva.

Matt maldijo en voz baja.

—¿Quién?

—La pastora Jill está allí con esos dos gordinflones que tiene por hijos. Han amenazado a Eva.

La pastora Jill. Una mujer que se había sacado el título de pastora en la red y montaba cosas de caridad para los jóvenes mientras cobraran lo suficiente en vales de comida. Los timos que se hacen contra los pobres van más allá del delito. Matt hizo girar el coche a la derecha.

—Voy para allá —dijo.

Diez minutos después paró en Washington Street. El barrio estaba cerca de Branch Brook Park. De pequeño, Matt solía jugar a tenis allí. Jugó en competiciones una temporada, y sus padres le llevaban a los torneos en Port Washington cada dos fines de semana. Incluso llegó a entrar en la lista de los menores de catorce años. Pero la familia dejó de ir a Branch Brook mucho antes de eso. Matt nunca comprendió qué le había ocurrido a Newark. Había sido una ciudad próspera y maravillosa. Los más ricos se fueron mudando durante la migración suburbana de los años cincuenta y sesenta. Era natural, por supuesto. Sucedía en todas partes. Pero Newark estaba abandonada. Los que se marcharon —incluso los que sólo se alejaron unos kilómetros— nunca miraron atrás. En parte fue culpa de las revueltas de finales de los sesenta. En parte fue por simple racismo. Pero había algo más en este caso, algo peor, y Matt no sabía exactamente qué era.

Bajó del coche. El barrio era predominantemente afroamericano. Como casi todos sus clientes. Matt pensó en ello un momento. Durante su estancia en la prisión, oyó la palabra con «n» más veces que ninguna otra. Él mismo la había dicho, para encajar al principio, pero se volvió menos repulsiva con el tiempo, lo que evidentemente era lo más repulsivo de todo.

Al final había tenido que traicionar todo lo que siempre había creído, la mentira suburbana liberal de que el color de la piel no importaba. En la cárcel, el color de la piel era lo único que importaba. Fuera, en un mundo enteramente diferente, importaba lo mismo.

Su mirada se paseó por el escenario. Se detuvo en un interesante amasijo de graffiti. En una pared de ladrillo desconchado, alguien había pintado con aerosol dos palabras en letras de diez centímetros de alto.

¡PUTAS MENTIRAS!

Normalmente Matt no se habría parado a mirar algo así. Pero lo hizo. Las letras eran rojas e inclinadas. Aunque no supieras leer, habrías percibido la rabia. Matt pensó en su autor, en lo que le había impulsado a escribir eso. Se preguntó si aquel acto de vandalismo habría diluido la ira del creador o habría sido su primer paso hacia una mayor destrucción.

Caminó hacia el edificio de Eva. El coche de la pastora Jill, un Mercedes 560 completamente equipado, estaba allí. Uno de sus hijos hacía guardia con los brazos cruzados y la cara apretada en una mueca. Los ojos de Matt iniciaron otra vez su barrido. Los vecinos estaban fuera y cerca. Un niño pequeño de unos dos años estaba sentado sobre un viejo cortacéspedes. Su madre lo utilizaba de cochecito. Hablaba sola y parecía tensa. La gente miraba a Matt, un blanco no era una rareza, pero despertaba curiosidad.

Los hijos de la pastora Jill lo miraron furiosos al verle acercarse. La calle quedó en silencio, como en una película del Oeste. La gente se preparaba para un espectáculo.

—¿Cómo estáis? —preguntó Matt.

Los hermanos podrían haber sido gemelos. Uno siguió mirando a Matt. El otro empezó a cargar las pertenencias de Eva en el maletero. Matt no pestañeó. Siguió sonriendo y caminando.

—Quiero que dejéis de hacer eso ahora mismo.

Brazos Cruzados dijo:

—¿Tú quién eres?

La pastora Jill salió. Miró a Matt y también puso mala cara.

—No puedes echarla —dijo Matt.

La pastora Jill lo miró por encima del hombro.

—Esta residencia es mía.

—No, es propiedad estatal. Tú dices que son alojamientos de caridad para los jóvenes del municipio.

—Eva no ha seguido las normas.

—¿Qué normas?

—Somos una institución religiosa. Tenemos un código moral estricto. Eva lo violó.

—¿Cómo?

La pastora Jill sonrió.

—No creo que sea de su incumbencia. ¿Puedo preguntar cómo se llama?

Sus dos hijos intercambiaron una mirada. Uno dejó en el suelo las cosas de Eva. Se volvieron a mirarlo. Matt señaló el Mercedes de la pastora Jill.

—Bonito coche.

Los hermanos fruncieron el ceño y avanzaron hacia él. Uno hizo crujir el cuello mientras trotaba. El otro abrió y cerró los puños. Matt sentía que le hervía la sangre. Curiosamente, la muerte de Stephen McGrath —el «incidente»— no le había vuelto temeroso de la violencia. Tal vez de haber sido más agresivo aquella noche, no menos... pero ahora ya no importaba. Aprendió una lección valiosa sobre los enfrentamientos físicos: no se puede predecir nada. Está claro, el primero que pega suele ser el que gana. El más grande también suele salir victorioso. Pero una vez que se empieza, una vez que el rojo tornado se apodera de los combatientes, puede suceder cualquier cosa.

Crujecuello dijo otra vez:

—¿Quién eres?

Matt no pensaba arriesgarse. Suspiró y sacó su teléfono con cámara.

—Soy Bob Smiley, del Canal Nueve de Noticias. Eso los detuvo. Apuntó la cámara en su dirección y fingió que la encendía.

—Si no les importa, voy a grabar lo que hacen aquí. El equipo del Canal Nueve de Noticias llegará en tres minutos para grabar unas tomas mejores.

Los hermanos miraron a su madre. La cara de la pastora Jill cambió a una beatífica sonrisa, por falsa que fuera.

—Ayudamos al traslado de Eva —dijo—. A un lugar mejor.

—Ah...

—Pero si prefiere quedarse...

—Prefiere quedarse —dijo Matt.

—Milo, vuelve a meter sus cosas en el apartamento.

Milo, alias Crujecuello, miró a Matt rabioso. Matt levantó más la cámara.

—Mantén esa pose, Milo.

Milo y Puños Cerrados empezaron a sacar las cosas de la furgoneta. La pastora Jill fue corriendo a su Mercedes y esperó en el asiento de atrás. Eva miró a Matt desde la ventana y silabeó un «gracias» en silencio. Matt asintió y se fue.

Fue entonces, al volverse, sin mirar nada en concreto, cuando vio el Ford Taurus gris.

El coche pasaba a unos treinta metros detrás de él. Matt se quedó clavado. Había Ford Taurus grises a montones, por supuesto, quizás era el coche más popular del país. Ver dos el mismo día no era especialmente raro. Matt se imaginaba que probablemente había otro Ford Taurus en aquel mismo tramo de calle. A lo mejor dos o tres. Y no le sorprendería enterarse de que uno de ellos fuera gris.

Pero ¿tendría una matrícula que empezara por MLH, tan parecida a sus propias iniciales, MKH?

Sus ojos se quedaron pegados a la matrícula.

MLH-472.

El mismo coche que había visto frente a la oficina.

Matt intentó controlar su respiración. Sabía que podía tratarse sólo de una coincidencia. Haciendo un esfuerzo, incluso pensaba que era una fuerte posibilidad. Una persona podía ver el mismo coche dos veces en un día. Sólo estaba, ¿cuánto?, a un kilómetro de su oficina. Aquél era un barrio bastante congestionado. No era una gran sorpresa.

En un día normal —es más, casi cualquier otro día— habría permitido que esa lógica lo convenciera.

Pero no hoy. Dudó, pero no mucho rato. Después se dirigió al coche.

—Eh —gritó Milo—, ¿adónde vas?

—No pares de descargar, grandullón.

Matt no había dado ni cinco pasos cuando las ruedas delanteras del Ford Taurus empezaron a girar para salir de la plaza. Matt apresuró el paso.

Sin más ni más, el Taurus dio un salto adelante y salió disparado hacia la calle. Las luces traseras blancas se encendieron y el coche retrocedió. Matt se dio cuenta de que el conductor pensaba hacer un giro de 180 grados. El conductor apretó el freno y giró el volante rápida y violentamente. Matt estaba a sólo un par de metros de la ventana trasera.

Matt gritó:

—¡Espera!

Como si pudiera servir de algo. Echó a correr y saltó frente al coche.

Un error.

El Taurus resbaló con la grava, chirrió y salió disparado hacia él.

No redujo la velocidad, ni vaciló. Matt saltó a un lado. El Taurus aceleró. Matt estaba en el suelo, en horizontal. El parachoques le dio en el tobillo. Una explosión de dolor se le difundió hasta el hueso. El impulso lanzó a Matt por los aires. Cayó de cara y se protegió encogiendo el cuerpo y rodando. Aterrizó de espaldas.

Por un momento, Matt se quedó pestañeando de cara al cielo. La gente se agolpó a su alrededor.

—¿Se encuentra bien? —preguntó alguien.

Él asintió y se sentó. Se palpó el tobillo. Lacerado, pero no roto. Alguien le ayudó a ponerse de pie.

Toda la escena —desde que había visto el coche hasta que éste había intentado atropellarle— había durado quizá cinco o diez segundos. Sin duda no mucho más. Matt miró a lo lejos.

Alguien le había estado siguiendo, como mínimo.

Se palpó el bolsillo. El móvil seguía allí. Fue cojeando al apartamento de Eva. La pastora Jill y sus hijos se habían marchado. Se aseguró de que Eva estaba bien. Después se metió en su coche y respiró hondo. Pensó en lo que tenía que hacer y decidió que el primer paso era bastante obvio.

Marcó el número de su línea privada. Cuando Cingle contestó, Matt preguntó:

—¿Estás en el despacho?

—Sí —dijo Cingle.

—Estaré allí dentro de cinco minutos.

El inocente

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