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NEWARK, NEW JERSEY

22 de junio

Loren Muse, investigadora de homicidios del condado de Essex, estaba sentada en la oficina de su jefe.

—Espera un momento —dijo—. ¿Me estás diciendo que la monja tenía implante de mamas?

Ed Steinberg, el fiscal del condado de Essex, estaba sentado detrás de su mesa frotándose su considerable tripa. Tenía ese tipo de corpulencia que visto desde atrás ni siquiera le hacía parecer gordo, sólo con el trasero plano. Se echó hacia atrás y cruzó las manos en la nuca. La camisa tenía las axilas amarillentas.

—Eso parece, sí.

—Pero murió por causas naturales —dijo Loren.

—Eso creíamos.

—¿Ya no?

—Yo ya no pienso nada —dijo Steinberg.

—Ahora podría hacerte un chiste, jefe.

—Pero no lo harás —suspiró Steinberg y se puso las gafas de leer—. La hermana Mary Rose, una profesora de estudios sociales de décimo curso, fue hallada muerta en su habitación del convento. Sin signos de lucha, ni heridas, tenía sesenta y dos años. A primera vista, una muerte corriente, un infarto, una embolia, algo por el estilo. Nada sospechoso.

—¿Pero? —añadió Loren.

—Pero ha surgido algo.

—Creo que es más exacto decir que «se ha sumado» algo.

—Ya está bien. Para.

Loren levantó las palmas de las manos hacia arriba.

—Sigo sin entender qué hago aquí.

—¿Qué te parece porque eres la mejor investigadora de homicidios de todo el condado?

Loren hizo una mueca.

—Ya, sabía que no tenía gracia. La monja —Steinberg se bajó las gafas de leer— enseñaba en St. Margaret’s High. —La miró.

—¿Y qué?

—Que tú estudiaste allí, ¿no?

—Repito: ¿y qué?

—Que la madre superiora tiene influencias en el cuerpo. Te ha pedido a ti.

—¿La madre Katherine?

Él echó un vistazo al papel.

—La misma.

—¿Te cachondeas o qué?

—No. Pidió un favor. Preguntó por ti.

Loren meneó la cabeza.

—La conoces, supongo.

—¿A la madre Katherine? Sólo porque siempre me mandaban a su despacho.

—Vaya. ¿No eras una niña buena? —Steinberg se llevó una mano al corazón—. Me dejas sin habla.

—Sigo sin entender por qué me quiere a mí.

—A lo mejor cree que serás discreta.

—Odiaba ese colegio.

—¿Por qué?

—Tú no fuiste a una escuela católica, ¿a que no?

Él levantó la placa con su nombre que había sobre la mesa y señaló las letras una por una.

—Steinberg —leyó lentamente—. Fíjate en Stein. Fíjate en Berg. ¿Ves muchos apellidos de éstos en la iglesia?

Loren asintió.

—Ya. Para mí es como enseñar música a un sordo. ¿Con qué fiscal trabajaré?

—Conmigo.

Eso la sorprendió.

—¿Directamente?

—Directa y únicamente. Nadie más se meterá en esto, ¿entendido?

Ella asintió.

—Entendido.

—¿Preparada, pues?

—¿Preparada para qué?

—Para la madre Katherine.

—¿Qué pasa?

Steinberg se levantó y dio la vuelta a la mesa.

—Está en la habitación de al lado. Quiere hablar contigo en privado.

Cuando Loren Muse estudiaba en la St. Margaret’s School para chicas, la madre Katherine medía tres metros y medio y tenía aproximadamente cien años. Los años la habían encogido y retardaban el proceso de envejecimiento, pero no mucho. La madre Katherine llevaba un hábito cuando Loren iba al St. Margaret’s. Ahora vestía indumentaria innegablemente casta, pero mucho más informal. El equivalente religioso a Banana Republic, se imaginó Loren.

—Las dejaré a solas —dijo Steinberg.

La madre Katherine estaba de pie, con las manos unidas en posición de plegaria. La puerta se cerró. Ninguna de las dos dijo nada. Loren conocía la técnica. Ella no hablaría primero.

En su penúltimo año en la Livingston High School, Loren había sido etiquetada de «estudiante problemática» y la habían mandado a St. Margaret’s. Entonces Loren era una niña diminuta, de apenas metro y medio de altura, y no había crecido mucho posteriormente. Los otros investigadores, todos varones y más listos que nadie, la llamaban Tapón.

Investigadores. Si no les paras los pies, te hacen pedazos.

Pero Loren no siempre había sido una niña problemática. Cuando estaba en la escuela elemental, era una muchachota pequeñaja, un azogue que pegaba patadas a la pelota y antes habría muerto que ponerse algo rosa. Su padre trabajaba para empresas de transporte. Era un hombre tranquilo y cariñoso que cometió el error de enamorarse de una mujer demasiado hermosa para él.

El clan Muse vivía en la sección de Coventry de Livingston, Nueva Jersey, una zona de los suburbios muy por encima de sus recursos sociales y económicos. La madre de Loren, la cautivadora y exigente señora Muse, había insistido en ello porque, maldita sea, se lo merecía. Nadie, lo que se dice nadie, miraría a Carmen Muse por encima del hombro.

Agobiaba a su marido, exigiéndole que trabajara más, que pidiera más préstamos, que encontrara la manera de seguir adelante, hasta que —exactamente dos días después de que Loren cumpliera los catorce— él se voló los sesos en su garaje biplaza.

Visto en perspectiva, Loren había llegado a la conclusión de que su padre probablemente era bipolar. Ahora lo veía. Tenía un desequilibrio químico en el cerebro. Un hombre se suicida y no es justo echar la culpa a los demás. Pero Loren lo hacía. Echaba la culpa a su madre. Se preguntaba cómo habría sido la vida de su cariñoso y tranquilo padre si se hubiera casado con alguien menos ambicioso que Carmen Valos de Bayonne.

La joven Loren se tomó la tragedia como era de esperar: se rebeló como una loca. Se dio a beber, a fumar, se juntó con indeseables, se acostó con más de uno. Era injusto que a los chicos con múltiples parejas sexuales se los reverenciara mientras que a una chica se la trata de furcia. Pero por mucho que a Loren le fastidiara admitirlo, por mucho que intentara consolarse racionalizándolo desde un punto de vista feminista, la verdad era que su grado de promiscuidad era adversamente (aunque directamente) proporcional a su grado de amor propio. Es decir que, cuando su autoestima estaba baja, ascendía su tendencia a desmadrarse. Los hombres no parecían sufrir el mismo destino, o, si era así, lo disimulaban bien.

La madre Katherine rompió el silencio.

—Me alegro de verte, Loren.

—Lo mismo digo —dijo Loren con una voz insegura muy poco propia de ella. ¿Es que empezaría a morderse las uñas otra vez?—. El fiscal Steinberg me ha dicho que quería usted verme.

—¿Nos sentamos?

Loren se encogió de hombros. Se sentaron. Loren se cruzó de brazos y se encogió un poco en la silla. Cruzó las piernas. Recordó que tenía un chicle en la boca. La cara de la madre Katherine mostró desaprobación. Para no dejarse intimidar, Loren aceleró la masticación hasta convertirla en un rumiaje bovino.

—¿Quiere contarme qué pasa?

—Ésta es una situación delicada —empezó la madre Katherine—. Exige... —Miró hacia arriba como si pidiera ayuda al Señor.

—¿Delicadeza? —acabó Loren.

—Sí. Delicadeza.

—De acuerdo —dijo Loren, arrastrando la palabra—. Se trata de la monja con tetas nuevas, ¿no?

La madre Katherine cerró los ojos, y los abrió de nuevo.

—Sí. Pero creo que has olvidado lo más importante.

—¿Qué?

—Que ha muerto una profesora estupenda.

—Se refiere a la hermana Mary Rose. —Pensando: «Nuestra Señora del Escote».

—Sí.

—¿Cree que murió por causas naturales? —preguntó Loren.

—Sí.

—¿Pues?

—Es difícil hablar de ello.

—Me gustaría ayudar.

—Eras una buena chica, Loren.

—No, era una pesada.

La madre Katherine disimuló una sonrisa.

—Bueno, sí, eso también.

Loren le devolvió la sonrisa.

—Hay distintas clases de liantas —dijo la madre Katherine—. Eras rebelde, sí, pero siempre tuviste buen corazón. Nunca fuiste cruel con los demás. Para mí, eso ha sido siempre la clave. A menudo te metías en líos para proteger a alguien más débil.

Loren se echó hacia delante y se sorprendió a sí misma: le tomó la mano a la monja. La madre Katherine también reaccionó con sorpresa al gesto. Miró a Loren con sus ojos azules.

—Prométeme que lo que te contaré quedará entre tú y yo —dijo la madre Katherine—. Es muy importante. Sobre todo con este ambiente. Si se huele el escándalo...

—No taparé nada.

—No quiero que lo hagas —dijo ella, dedicándole el tono teológico de ofensa—. Es necesario llegar a conocer toda la verdad. He pensado muy en serio en dejarlo —hizo un gesto con la mano—, en olvidarlo. A la hermana Mary Rose la enterrarían discretamente y se acabó.

Loren sostenía la mano de la monja. La mano de la mujer mayor era oscura, como si estuviera hecha de madera de bálsamo.

—Haré lo que pueda.

—Debes entenderlo. La hermana Mary Rose era una de nuestras mejores profesoras.

—¿Enseñaba estudios sociales?

—Sí.

Loren rebuscó en los archivos de la memoria.

—No me acuerdo de ella.

—Llegó cuando tú ya te habías graduado.

—¿Cuánto tiempo había estado en St. Margaret’s?

—Siete años. Y te diré algo: era una santa. Sé que la palabra parece exagerada, pero no hay otra forma de describirla. La hermana Mary Rose nunca aspiró a la gloria. No tenía ego. Sólo quería hacer lo correcto.

La madre Katherine apartó la mano. Loren se echó hacia atrás y volvió a cruzar las piernas.

—Adelante.

—Cuando nosotras..., me refiero a dos hermanas y a mí misma, cuando la encontramos por la mañana, la hermana Mary Rose iba en camisón. Ella, como nosotras, era una mujer muy modesta.

Loren asintió, con intención de animarla.

—Nos angustiamos, por supuesto. Había dejado de respirar. Intentamos hacerle el boca a boca y compresiones en el tórax. Un policía local nos había visitado hacía poco para enseñar a los niños técnicas de salvamento. Y lo intentamos. Así que le hice las compresiones y... —Se le quebró la voz.

—¿Y entonces se dio cuenta de que la hermana Mary Rose llevaba implantes mamarios?

La madre Katherine asintió.

—¿Lo comentó con las otras hermanas?

—Oh, no. Por supuesto que no.

Loren se encogió de hombros.

—La verdad es que no entiendo el problema —dijo.

—¿No?

—La hermana Mary Rose probablemente tuvo una vida antes de ser monja. Quién sabe cómo era.

—Ése es el problema —dijo la madre Katherine—. No la tenía.

—No sé si la entiendo.

—La hermana Mary Rose llegó desde una parroquia muy conservadora de Oregón. Era huérfana y entró en el convento a los quince años.

Loren se lo pensó.

—¿Entonces no tenía ni idea de que...? —Hizo un gesto torpe pasándose las manos frente al pecho.

—Ni la menor idea.

—¿Cómo se lo explica, entonces?

—Creo —dijo la madre Katherine mordiéndose el labio— que la hermana Mary Rose se presentó con algún subterfugio.

—¿Qué clase de subterfugio?

—No lo sé. —La madre Katherine la miró expectante.

—Y ahí es donde entro yo —dijo Loren.

—Bueno, sí.

—Quiere que averigüe qué se traía entre manos.

—Sí.

—Discretamente.

—Es lo que me gustaría, Loren. Pero tenemos que saber la verdad.

—¿Aunque sea mala?

—Sobre todo si es mala. —La madre Katherine se levantó—. Esto es lo que se hace con las cosas malas del mundo, sacarlas a la luz de Dios.

—Sí —dijo Loren—. A la luz.

—Ya no eres creyente, ¿verdad, Loren?

—Nunca lo fui.

—Bueno, yo no diría tanto.

Loren se levantó, pero la madre Katherine seguía mirándola desde arriba. «Sí —pensó Loren—, tres metros y medio.»

—¿Me ayudarás?

—Sabe que sí.

El inocente

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