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Así es como encontraste al amor de tu vida.

Son las vacaciones de primavera de tu primer año de universidad. Casi todos tus amigos se van a Daytona Beach, pero la madre de un viejo amigo del instituto, Rick, trabaja en una agencia de viajes. Os consigue unas tarifas bajísimas para ir a Las Vegas, así que seis amigos y tú os vais a pasar cinco noches en el Flamingo Hotel.

En la última noche, vais a un nightclub en el Caesars Palace porque habéis oído que es un local estupendo para estudiantes de vacaciones. El nightclub, por supuesto, es ruidoso y está hasta los topes. Hay demasiados fluorescentes. No es tu sitio ideal. Estás con amigos, intentando oír lo que dicen por encima del estruendo de la música, cuando miras hacia la barra.

Entonces ves a Olivia por primera vez.

No, la música no se apaga ni suenan arpas celestiales. Pero te ocurre algo. La miras y sientes algo en el pecho, una punzada cálida, y notas que ella también lo siente.

Normalmente eres tímido, no sabes cómo acercarte a las mujeres, pero esa noche no puedes equivocarte. Te acercas a ella y te presentas. Todos tenemos alguna noche especial como ésa, piensas. Estás en una fiesta y ves a una chica guapa y ella te mira y empezáis a hablar y conectáis de una forma que os hace pensar en toda una vida en lugar de una noche.

Hablas con ella. Hablas durante horas. Ella te mira como si fueras la única persona del mundo. Os vais a un sitio más tranquilo. La besas. Ella responde. Empiezas a acariciarla. Os acariciáis toda la noche y no deseas que vaya más allá. La abrazas. Hablas. Te encanta su risa. Te encanta su cara. Te encanta todo de ella.

Os dormís abrazados, vestidos, y te preguntas si algún día volverás a ser tan feliz. Su cabello huele a lilas y bayas. Nunca olvidarás ese olor.

Harías lo que fuera para que durara, pero sabes que no durará. Este tipo de intercambios no están hechos para durar. Tienes una vida, y Olivia tiene un novio «en serio» en casa, en realidad es su prometido. Esto no tiene nada que ver. Aquí estáis vosotros dos, en vuestro propio mundo, durante un breve espacio de tiempo. Empacáis una pequeña vida en aquella noche, un ciclo completo de cortejo, relación, ruptura, en aquellas pocas horas.

Al final, tú volverás a tu vida y ella volverá a la suya.

No os molestáis en daros los números de teléfono, ninguno de los dos quiere fingir, pero te acompaña al aeropuerto y os despedís con un apasionado beso. Tiene los ojos húmedos cuando la sueltas. Vuelves a la facultad.

Sigues con tu vida, claro, pero nunca la olvidas del todo, ni aquella noche o cómo era besarla o cómo olían sus cabellos. Sigue contigo. Piensas en ella. No cada día, quizá ni siquiera cada semana. Pero sigue allí. El recuerdo es algo que sacas de vez en cuando, cuando te sientes solo, y no sabes si te consuela o te duele.

Te preguntas si ella también lo hace alguna vez.

Pasan once años. No la ves en todo ese tiempo.

Ya no eres la misma persona, por supuesto. La muerte de Stephen McGrath te desvía de la norma. Has cumplido condena en la cárcel. Pero ahora eres libre. Te han devuelto la vida, crees. Trabajas en el gabinete de abogados Carter Sturgis.

Un día te conectas e introduces su nombre en el Google. Sabes que es una estupidez y es inmaduro. Te das cuenta de que probablemente se casó con su prometido, tiene tres o cuatro hijos, quizá lleve el apellido del marido. Pero es un gesto inofensivo. No irás más allá. Sólo sientes curiosidad.

Hay varias Olivia Murray.

Buscas un poco más y encuentras una que podría ser ella. Esta Olivia Murray es directora de ventas de DataBetter, una consultoría que diseña sistemas de ordenador para empresas de tamaño medio. El sitio web de DataBetter tiene las biografías de sus empleados. La suya es breve, pero menciona que se graduó en la Universidad de Virginia. Ahí era donde iba tu Olivia Murray cuando la conociste hace tantos años.

Intentas olvidarlo.

No eres de los que creen en el destino o la predestinación, más bien al contrario, pero seis meses después, los socios de Carter Sturgis deciden que el sistema informático de la empresa necesita ponerse al día. Mediana Edad sabe que aprendiste programación durante tu estancia en la cárcel. Propone que formes parte de la comisión que desarrollará una nueva red para la oficina. Propones varias empresas que hagan una oferta.

Una de ellas es DataBetter.

Llegan dos personas de DataBetter a las oficinas de Carter Sturgis. Estás aterrado. A última hora, simulas una urgencia y no asistes a la presentación. Sería demasiado presentarse así. Dejas que los otros tres miembros de la comisión se encarguen de la entrevista. Te quedas en tu despacho. Te tiemblan las piernas. Te muerdes las uñas. Te sientes idiota.

A mediodía, llaman a la puerta de tu despacho.

Te vuelves y Olivia está allí.

La reconoces inmediatamente. Te sienta como un golpe físico. La punzada cálida ha vuelto. Apenas puedes hablar. Miras su mano izquierda. El dedo anular.

No lleva anillo.

Olivia sonríe y te dice que está en Carter Sturgis haciendo una presentación. Intentas asentir. Su empresa está haciendo una oferta para instalar el sistema informático de la casa, dice. Ha visto tu nombre en la lista de personas que deberían haber asistido a la reunión y se ha preguntado si serías el mismo Matt Hunter que conoció hace tantos años.

Todavía asombrado, le preguntas si le apetece tomar un café. Ella duda, pero dice que sí. Cuando te levantas y pasas a su lado, le hueles el pelo. Las lilas y las bayas siguen allí, y temes que se te humedezcan los ojos.

Os saltáis los típicos preliminares de puesta al día, a ti te parece estupendo. Te enteras de que en esos años ella también ha pensado en ti. El prometido desapareció hace tiempo. No se ha casado.

Tu corazón se hincha aunque te niegues a creer en tu suerte. No puede ser posible. Ninguno de los dos cree en el concepto de amor a primera vista.

Pero ahí estáis.

En las semanas siguientes descubres lo que es amor de verdad. Ella te enseña. Un día le cuentas la verdad sobre tu pasado. Ella lo supera. Os casáis. Ella se queda embarazada. Sois felices. Lo celebráis comprándoos móviles con cámara.

Y entonces, un día, recibes una llamada y ves a la mujer que conociste durante aquellas vacaciones de primavera —la única mujer que has amado— en una habitación de hotel con otro hombre.

¿Por qué habrían de seguirle?

Matt mantuvo las manos sobre el volante mientras daba vueltas a las posibilidades en la cabeza. Las fue repasando. Ninguna le convencía.

Necesitaba ayuda, de la buena. Y eso representaba visitar a Cingle.

Llegaría tarde a su cita con el perito de la casa. No le importaba mucho. De repente el futuro que se había permitido imaginar —casa, verja, la siempre hermosa Olivia, los 2,4 hijos, el perro labrador— parecía aterradoramente poco realista. Se estaba engañando, pensó. Un asesino convicto volviendo a los suburbios donde había crecido y creando una familia ideal; de repente, parecía un mal culebrón.

Matt llamó a Marsha, su cuñada, para decirle que llegaría más tarde, pero salió su contestador. Le dejó un mensaje y metió el coche en el aparcamiento.

En un edificio con mucho cristal, no muy lejos de la oficina, está MVD o Most Valuable Detection, una gran empresa de detectives que Carter Sturgis empleaba. Por norma general, Matt no era aficionado a los detectives privados. En la ficción eran tipos muy enrollados. En la realidad eran, en el mejor de los casos, policías retirados (con énfasis en la parte «tirados») y, en el peor, tipos que no habían llegado a polis y entraban en esa fauna peligrosa conocida como «aspirantes a polis». Matt había visto a muchos aspirantes trabajando como guardianes de prisión. La mezcla de fracasos y testosterona imaginaria producía consecuencias volátiles y a menudo poco agradables.

Matt se sentó en el despacho de una de las excepciones a la norma: la preciosa y controvertida Cingle Shaker. Matt no creía que ése fuera su nombre real, sino el que utilizaba profesionalmente. Cingle medía metro ochenta y tenía los ojos azules y el pelo de color miel. Su cara era bastante atractiva. Su cuerpo causaba arritmias cardíacas: era capaz de provocar un accidente de tráfico. Incluso Olivia había exclamado «Uau» al conocerla. Decían los rumores que Cingle había sido una rockette en Radio City Music Hall, pero que las demás chicas se quejaban de que estropeaba la «simetría». Matt no tenía ninguna duda.

Cingle tenía los pies apoyados en la mesa. Llevaba botas camperas que le añadían cinco centímetros a su altura, y vaqueros oscuros ajustados como mallas. En la parte de arriba, llevaba un jersey de cuello alto negro que en algunas mujeres podría considerarse ceñido pero que en el caso de Cingle se podía considerar legítimamente apto de recibir una denuncia por indecencia.

—Era una matrícula de Nueva Jersey —dijo Matt por tercera vez—. MLH-472.

Cingle no se había movido. Apoyó la barbilla en la L formada por su pulgar y su dedo índice. Le miró a los ojos.

—¿Qué? —dijo Matt.

—¿A qué cliente tengo que facturar?

—A ningún cliente —dijo Matt—. Me lo facturas a mí.

—Entonces a ti.

—Sí.

—Mmm. —Cingle bajó los pies al suelo, se estiró y sonrió—. ¿Es personal, entonces?

—Vaya —exclamó Matt—, eres buena. Te digo que me lo factures a mí, que es para mí, y, pam, deduces que es personal.

—Son años de ser detective, Hunter. No dejes que eso te intimide.

Matt se esforzó por sonreír.

Ella no dejó de mirarle.

—¿Quieres oír una de las diez reglas del Libro de resoluciones de Cingle Shaker?

—No, francamente.

—Resolución número seis: Cuando un hombre te pide que busques una matrícula por motivos personales, puede ser sólo por dos razones. Una —Cingle levantó un dedo—: cree que su esposa le engaña y quiere saber con quién.

—¿Y dos?

—No hay dos. Te he mentido. Sólo hay una.

—No es eso.

Cingle meneó la cabeza.

—Normalmente los ex convictos mienten mejor.

Matt lo dejó pasar.

—Vale, pongamos que te creo. ¿Por qué, dime, quieres que te localice esa matrícula?

—Es personal. ¿Te acuerdas? Me facturas a mí, a mí, personal.

Cingle se levantó, cuan larga era, y se puso en jarras. Lo miró con mala cara. Matt no exclamó «Uau» como Olivia, en voz alta, pero tal vez lo pensó.

—Piensa en mí como tu consejera religiosa —dijo ella—. La confesión es buena para el alma, ya lo sabes.

—Sí —dijo Matt—. Religión. En eso estaba pensando. —Se sentó—. ¿Me ayudarás o qué?

—Está hecho. —Lo miró un momento más. Matt no se arredró. Cingle volvió a sentarse y puso otra vez los pies sobre la mesa—. Lo de ponerme de pie y en jarras normalmente ablanda a los tíos.

—Soy de piedra.

—Sí, claro, así es más divertido.

—Ja, ja.

Ella volvió a mirarlo inquisitivamente.

—Quieres a Olivia, ¿verdad?

—No voy a hablar de eso contigo, Cingle.

—No tienes que contestarme. Te he visto con ella. Y a ella contigo.

—Entonces ya lo sabes.

Ella suspiró.

—Dame otra vez esa matrícula.

Matt se la dio y esta vez Cingle la apuntó.

—No tardaré más de una hora. Te llamaré al móvil.

—Gracias. —Matt fue hacia la puerta.

—Matt.

Se volvió a mirarla.

—Tengo cierta experiencia en estas cosas.

—Me consta.

—Abrir esta puerta —Cingle blandió el papelito con el número de matrícula— es como iniciar una pelea. En cuanto llamas ya no se sabe lo que pasará.

—Vaya, Cingle, qué sutil.

Ella hizo una mueca.

—La sutileza se acabó para mí el día que entré en la pubertad.

—Hazme este favor, ¿de acuerdo?

—Lo haré.

—Gracias.

—Pero —levantó un dedo índice—, si consideras necesario seguir adelante, quiero que me prometas que me dejarás ayudarte.

—No seguiré adelante —dijo Matt, y la expresión que vio en la cara de ella le dejó claro lo poco que le creía.

Matt estaba entrando en su antigua ciudad de Livingston cuando volvió a sonar el móvil. Era Jamie Suh, la ayudante de Olivia, que por fin le devolvía la llamada.

—Lo siento, Matt. No encuentro la reserva del hotel.

—¿Cómo es posible? —soltó Matt sin pensar.

Hubo un silencio demasiado largo. Intentó suavizarlo.

—A ver, ¿lo normal no es que deje el nombre del hotel? Por si hay alguna urgencia.

—Tiene el móvil.

Matt no supo qué decir.

—Además casi siempre le reservo yo el hotel —añadió Jamie.

—¿Esta vez no lo hiciste?

—No. —Y añadió rápidamente—: Pero tampoco es muy raro. A veces lo hace ella misma.

Matt no supo qué deducir de eso.

—¿Has hablado con Olivia hoy?

—Ha llamado esta mañana.

—¿Te ha dicho dónde estaría?

Hubo otro silencio. Matt sabía que su comportamiento se consideraría más allá de la normal curiosidad marital, pero decidió arriesgarse.

—Sólo ha dicho que tenía varias reuniones. Nada concreto.

—De acuerdo, si vuelve a llamarte...

—Le diré que la estás buscando.

Después Jamie colgó.

Otro recuerdo le asaltó. Él y Olivia habían tenido una pelea fenomenal, una de esas discusiones brutales en las que sabes que no tienes razón pero no bajas del burro. Ella se marchó llorando y no llamó durante dos días. Dos días enteros. Él la llamaba pero no contestaba. La buscó pero no la encontró. Aquello se le incrustó en el corazón, lo recordó en ese momento. La idea de que no volviera nunca más le dolía tanto que le costaba respirar.

El inspector de la casa estaba a punto de terminar cuando él llegó. Hacía nueve años, Matt había salido de la cárcel después de cumplir cuatro por matar a un hombre. Ahora, por increíble que pareciera, estaba a punto de comprarse una casa, compartirla con la mujer que amaba y criar a un hijo.

Meneó la cabeza incrédulamente.

La casa formaba parte de un tramo de la urbanización construido en 1965. Como casi todo Livingston, la zona había sido agrícola. Todas las casas eran muy parecidas, pero si eso había desanimado a Olivia, lo había disimulado muy bien. Había contemplado la casa con un fervor casi religioso y había susurrado: «Es perfecta». Su entusiasmo disipó todas las dudas sobre regresar a su ciudad que Matt podía seguir albergando.

Matt estaba en lo que pronto sería su jardín delantero e intentó imaginarse a sí mismo viviendo allí. Se le hacía raro. Ya no se sentía de allí. Eso lo había sabido hasta... bueno, hasta Olivia. Ahora había regresado.

Un coche patrulla paró detrás de él. Bajaron dos hombres. El primero iba de uniforme. Era joven y estaba en forma. Echó un vistazo policial a Matt. El segundo vestía de civil.

—Hola, Matt —gritó el hombre del traje marrón—. Cuánto tiempo.

Hacía mucho tiempo, desde el instituto al menos, pero Matt reconoció inmediatamente a Lance Banner.

—Hola, Lance.

Los dos hombres cerraron las puertas del coche de un portazo como si hubieran coordinado sus movimientos. El uniformado cruzó los brazos y permaneció en silencio. Lance se acercó a Matt.

—¿Sabes que vivo en esta calle? —dijo.

—No me digas.

—Sí.

Matt no dijo nada.

—Ahora soy detective de la policía.

—Felicidades.

—Gracias.

¿Cuánto tiempo hacía que conocía a Lance Banner? Desde segundo curso, al menos. Nunca fueron amigos, ni enemigos. Jugaron en el mismo equipo de la Liga de Alevines durante tres años. Fueron juntos a una clase de gimnasia en octavo y a una clase de estudio en el primer año de instituto. Livingston High School era un instituto grande: seiscientos chicos por curso. Ellos se movían en círculos diferentes.

—¿Cómo te ha ido? —preguntó Lance.

—Muy bien.

Salió el perito. Llevaba un sujetapapeles en la mano.

—¿Qué te ha parecido, Harold? —preguntó Lance.

Harold levantó la cabeza y asintió.

—Muy sólida, Lance.

—¿Seguro?

Algo en su tono hizo que Harold se detuviera. Lance volvió a mirar a Matt.

—Éste es un buen barrio.

—Por eso lo hemos elegido.

—¿Estás seguro de que es una buena idea, Matt?

—¿El qué, Lance?

—Volver aquí.

—He cumplido mi condena.

—¿Y crees que con eso acaba todo?

Matt no dijo nada.

—Ese chico que mataste sigue muerto, ¿no?

—Lance...

—Ahora soy el detective Banner —dijo.

—Detective Banner, vengo a ver...

—He leído tu caso. Incluso llamé a un par de compañeros, para enterarme de lo que había pasado.

Matt lo miró. Tenía manchas grises en los ojos. Había engordado. Los dedos le escocían y a Matt no le gustaba la forma como le sonreía. La familia de Lance Banner había trabajado aquella tierra. Su abuelo, o quizá su bisabuelo, había vendido aquella tierra por una bicoca. Los Banner seguían considerando Livingston su ciudad. Ellos eran la tierra. El padre bebía demasiado. Lo mismo que los dos aburridos hermanos de Lance. En cambio, a Matt, Lance siempre le había parecido bastante listo.

—Entonces ya lo sabes: fue un accidente —dijo Matt.

Lance Banner asintió lentamente.

—Es posible.

—Entonces ¿a qué viene esto, Lance?

—A que eres un ex convicto.

—¿Crees que debía ir a la cárcel?

—Es difícil de decir —dijo, frotándose la barbilla—. Pero, por lo que he leído, creo que tuviste mala suerte.

—¿Y?

—Y te pringaron. Fuiste a la cárcel.

—No te entiendo.

—La sociedad quiere vender esa mierda de la rehabilitación en público, y a mí me da igual. Pero yo —dijo, señalándose a sí mismo— sé cómo va. Y tú —dijo, señalando a Matt— sabes cómo va.

Matt no dijo nada.

—Puede que fueras una bellísima persona cuando entraste. Pero ¿vas a decirme que eres la misma persona ahora?

Era una pregunta sin respuesta. Se volvió y se fue hacia la puerta.

—A lo mejor el inspector de la casa encuentra algo y te da una excusa para retractarte —dijo Lance.

Matt entró y acabó los trámites con el perito. Había algunos detalles —algún problema de cañerías, un distribuidor de electricidad sobrecargado— pero todo problemas pequeños. Cuando terminaron, Matt fue a casa de Marsha.

Aparcó en la calle bordeada de árboles donde vivían sus sobrinos y su cuñada... ¿Se la seguía considerando cuñada si el hermano había muerto? Sin duda «ex» sonaba fatal. Los niños, Paul y Ethan, estaban en el jardín recogiendo hojas. Estaban con la canguro, Kyra, una estudiante de primer curso de la universidad que seguía unas clases de verano en la Universidad William Paternon. Le alquilaba una habitación a Marsha encima del garaje. Kyra había venido muy bien recomendada por alguien de la iglesia de Marsha, y aunque Matt era al principio escéptico con la idea de tener a una canguro viviendo en casa (aunque fuera una universitaria), tenía que reconocer que el acuerdo funcionaba de maravilla. Kyra resultó ser una chica fantástica, una cara nueva rebosante de una alegría muy necesaria, procedente de uno de los estados con «I» del Medio Oeste, nunca se acordaba de cuál.

Matt bajó del coche. Kyra hizo visera con la mano sobre los ojos y le saludó con la otra. Sonreía como sólo sonríen los jóvenes.

—Hola, Matt.

—Hola, Kyra.

Los chicos oyeron la voz de Matt y volvieron la cabeza como perritos al oír a sus dueños hurgando en el cajón de las chucherías. Se lanzaron hacia él gritando:

—¡Tío Matt! ¡Tío Matt!

Matt sintió que se le aligeraba el peso del pecho. Una sonrisa se dibujó en sus labios al ver correr a los niños hacia él. Ethan se agarró a la pierna derecha de Matt. Paul se colgó de su cintura.

—McNabb la pasa —dijo Matt, haciendo su mejor imitación de Greg Gumbel—. ¡Cuidado! Strahan ha atravesado la línea y tiene una pierna...

Paul lo soltó.

—¡Quiero ser Strahan! —exigió.

Ethan no quiso saber nada.

—¡No, yo quiero ser Strahan!

—¡Eh, los dos podéis ser Strahan! —dijo Matt.

Los dos pequeños miraron a su tío como si fuera el tonto de la clase.

—No puede haber dos Michael Strahan —dijo Paul.

—Eso —se apuntó el hermano.

Entonces apretaron los hombros y volvieron a lanzarse sobre él. Matt representó a un quarterback a punto de ser derribado a lo Al Pacino. Se tambaleó, buscó desesperadamente un apoyo imaginario, falló un pase con su invisible balón, y finalmente cayó a cámara lenta.

—¡Uau! —Los chicos se levantaron, chocaron las palmas de las manos y se golpearon pecho contra pecho.

Matt gimió incorporándose y Kyra disimuló una risita.

Paul y Ethan seguían con su danza de celebración cuando apareció Marsha en la puerta. Estaba muy bonita, pensó Matt. Llevaba un vestido y maquillaje. Su pelo estaba cuidadosamente despeinado. Las llaves del coche se balanceaban en su mano.

Al morir Bernie, ellos dos se habían hundido y habían intentado crear algo a la desesperada donde Matt pudiera ejercer de marido y padre.

Fue un desastre.

Matt y Marsha, después de un tiempo prudencial —seis meses—, una noche, sin hablarlo, pero sabiendo lo que iba a pasar, se emborracharon. Marsha tomó la iniciativa. Le besó, le besó con pasión y después se echó a llorar. Aquello había sido el final.

Antes del «incidente», la familia de Matt había tenido mucha suerte, o había sido ingenuamente feliz. Matt tenía veinte años y sus abuelos seguían vivos y con buena salud; en Miami y en Scottsdale. La tragedia había golpeado a otras familias, pero había esquivado a los Hunter. El incidente lo había cambiado todo. Los había dejado mal preparados para lo que pasó después.

La tragedia tiene esta forma de funcionar: en cuanto se instala dentro, elimina las defensas y permite a sus secuaces un fácil acceso donde nutrirse. Tres de sus cuatro abuelos murieron durante la permanencia de Matt en la cárcel. La angustia mató a su padre y minó a su madre. La madre huyó a Florida. Su hermana huyó a Seattle, al oeste. Bernie tuvo el aneurisma.

Así, sin más, todos desaparecieron.

Matt se levantó y saludó a Marsha con la mano. Ella le devolvió el saludo.

—¿Puedo marcharme? —preguntó Kyra.

Marsha asintió.

—Gracias, Kyra.

—De nada. —Kyra se cargó la mochila—. Adiós, Matt.

—Adiós, guapa.

Sonó el móvil de Matt. El identificador de llamadas le dijo que era Cingle Shaker. Hizo un gesto a Marsha indicándole que tenía que contestar. Ella le dio a entender que no se preocupara. Matt se acercó a la calzada y contestó.

—Hola.

—Tengo información sobre la matrícula —dijo Cingle.

—Adelante.

—Es de alquiler. Un Avis del aeropuerto de Newark.

—¿Significa esto que hemos llegado a un punto muerto?

—Para muchos investigadores, sin duda. Pero tú cuentas con una experta o casi.

—¿Casi?

—Intento ser modesta.

—No te va, Cingle.

—Ya, pero se intenta. He llamado a un contacto del aeropuerto. Me lo ha mirado. El coche lo ha alquilado un tal Charles Talley. ¿Le conoces?

—No.

—Creía que el nombre te sonaría.

—No.

—¿Quieres que investigue a ese Talley?

—Sí.

—Te llamaré.

Colgó. Matt recogía la antena cuando vio al mismo coche patrulla doblando la esquina. Redujo la velocidad al pasar frente a la casa de Marsha. El policía uniformado que había hablado con él le miró. Matt le devolvió la mirada y sintió que se le encendía la cara.

Paul y Ethan se quedaron mirando el coche patrulla. Matt se volvió a Marsha. Ella se percató. Matt intentó sonreír y quitarle importancia. Marsha frunció el ceño.

Entonces su teléfono volvió a sonar.

Sin dejar de observar a Marsha, Matt se llevó el teléfono a la oreja sin mirar el identificador.

—Hola —dijo.

—Hola, cariño, ¿cómo te ha ido?

Era Olivia.

El inocente

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