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RENO, NEVADA

18 de abril

El timbre de la puerta sacó a Kimmy Dale de su pacífico sueño.

Se agitó en la cama, gimió y miró el reloj digital de la mesita.

Las 11:47 de la mañana.

A pesar de que fuera de día, la caravana seguía a oscuras. Así era como le gustaba a Kimmy. Trabajaba de noche y tenía el sueño ligero. En su época de cabeza de cartel en Las Vegas se había pasado años probando persianas, cortinas, estores, antifaces, hasta que encontró una combinación que impedía que el implacable sol de Nevada se inmiscuyera en su sueño. Los rayos de Reno eran un poco más clementes, pero seguían buscando y explotando la más mínima rendija.

Kimmy se sentó en su inmensa cama. El televisor, un modelo sin marca que había comprado de segunda mano a un motel local que se había decidido por fin a hacer reformas, seguía encendido con el volumen apagado. Las imágenes flotaban fantasmagóricamente en un mundo distante. Ahora mismo dormía sola, pero ésa era una condición en flujo constante. Había una época en la que cualquier visita, cualquier pareja en potencia, traía consigo esperanza a su cama, aportaba un optimismo —éste podría ser él—, que, en el fondo, Kimmy reconocía como ilusorio.

Ya no había esperanza.

Se levantó despacio. El pecho hinchado por la última cirugía estética le dolió con el movimiento. Era su tercera operación en aquella zona, y ya no era una niña. Ella no quería hacerlo, pero Chally, que creía tener ojo para esas cosas, había insistido. Sus propinas estaban bajando. Su popularidad se desvanecía. Así que aceptó. Pero la piel de la zona estaba demasiado tensa por los últimos abusos quirúrgicos. Cuando Kimmy se echaba boca arriba, esas malditas cosas caían hacia los lados y parecían ojos de pez.

El timbre de la puerta volvió a sonar.

Kimmy se miró las piernas de ébano. Treinta y cinco años, no había tenido hijos, pero las venas varicosas crecían como gusanos. Demasiados años de pie. Chally querría que se las operara también. Seguía estando en forma, todavía tenía un tipazo y un trasero espectacular, pero vaya, treinta y cinco años no son dieciocho. Tenía algo de celulitis. Y esas venas. Como un maldito mapa en relieve.

Se metió un cigarrillo en la boca. La caja de cerillas era de su actual lugar de empleo, un local de estriptís llamado Eager Beaver. En una época había sido cabeza de cartel en Las Vegas, con el nombre artístico de Black Magic. No echaba de menos esos días. En realidad, no echaba de menos ningún día.

Kimmy Dale se echó encima una bata y abrió la puerta del dormitorio. La sala no tenía protección contra el sol. El resplandor la agredió. Se tapó los ojos y parpadeó. Kimmy no tenía muchas visitas —nunca llevaba clientes a casa— y se imaginó que sería un testigo de Jehová. A diferencia de casi todo el resto del mundo libre, a Kimmy no le importaban sus intrusiones periódicas. Ella siempre invitaba a pasar a los enardecidos religiosos y les escuchaba con atención, envidiosa de que hubieran encontrado algo, deseando poder creer en sus tonterías. Como con los hombres de su vida, esperaba que éste fuera diferente, que éste la convenciera y ella fuera capaz de creer.

Abrió la puerta sin preguntar quién llamaba.

—¿Es usted Kimmy Dale?

La chica que esperaba en la puerta era joven. Dieciocho, veinte años, algo así. Y no, no era testigo de Jehová. No tenía su sonrisa de cabeza hueca. Por un momento, Kimmy se preguntó si sería uno de los fichajes de Chally, pero no podía ser. La chica no era fea ni mucho menos, pero no era para Chally. A Chally le gustaban llamativas y rutilantes.

—¿Quién eres tú? —preguntó Kimmy.

—Eso no importa.

—¿Cómo dices?

La chica bajó los ojos y se mordió el labio inferior. Kimmy vio algo vagamente familiar en ese gesto y sintió una punzada en el pecho.

—Conocía a mi madre —dijo la chica.

Kimmy jugó con el cigarrillo.

—Conozco a muchas madres.

—Mi madre —dijo la chica— era Candace Potter.

Kimmy pestañeó al oírlo. Hacía más de treinta grados fuera, pero de repente se apretó la bata.

—¿Puedo pasar?

¿Dijo Kimmy que sí? No sabría decirlo. Se apartó y la chica se metió en la caravana.

—No comprendo —dijo Kimmy.

—Candace Potter era mi madre. Me dio en adopción el día en que nací.

Kimmy intentó mantener el tipo. Cerró la puerta de la caravana.

—¿Quieres beber algo?

—No, gracias.

Las dos mujeres se miraron. Kimmy cruzó los brazos.

—No estoy segura de lo que quieres —dijo.

La chica habló como si lo llevara ensayado.

—Hace dos años me enteré de que era adoptada. Quiero mucho a mi familia adoptiva, o sea que no quiero que se imagine algo equivocado. Tengo dos hermanas y unos padres maravillosos. Han sido muy buenos conmigo. No se trata de ellos. Es sólo que... cuando te enteras de algo así, necesitas saber.

Kimmy asintió, sin saber muy bien por qué.

—Así que empecé a buscar información. No fue fácil. Pero hay grupos que ayudan a los hijos adoptados a encontrar a sus padres biológicos.

Kimmy se sacó el cigarrillo de la boca. Le temblaba la mano.

—Pero sabrás que Candi... Me refiero a tu madre... Candace.

—... está muerta. Sí, lo sé. La asesinaron. Me enteré la semana pasada.

Kimmy empezaba a sentir las piernas como si fueran de goma. Se sentó. Los recuerdos se agolpaban y dolía. Candace Potter. Conocida como «Candi Cane» en los clubes.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Kimmy.

—He hablado con el detective que investigó su asesinato. Se llama Max Darrow. ¿Se acuerda de él?

Oh, sí, se acordaba del viejo Max. Ya lo conocía antes del asesinato. Al principio, el detective Max Darrow apenas se había molestado en investigar. Lo consideraba un caso de baja prioridad. Una stripper muerta, sin familia. Otro cactus moribundo en el paisaje, eso era lo que Candi era para Darrow. Kimmy se había involucrado, intercambiando favores por favores. Así funciona el mundo.

—Sí —dijo Kimmy—, le recuerdo.

—Ahora está retirado. Me refiero a Max Darrow. Dice que saben quién la mató, pero que no saben dónde está. Kimmy sintió que se le saltaban las lágrimas.

—Fue hace mucho tiempo.

—¿Mi madre y usted eran amigas?

Kimmy logró asentir con la cabeza. Todavía lo recordaba todo, por supuesto. Candi había sido más que una amiga para ella. En esta vida no se encuentran tantas personas con las que puedas contar de verdad. Candi había sido una, tal vez la única desde que había muerto su madre cuando Kimmy tenía doce años. Habían sido inseparables, Kimmy y esa chica blanca, y a veces se habían hecho llamar, profesionalmente al menos, Pic y Sayers, por la vieja película La canción de Brian, y entonces, como en la película, la amiga blanca murió.[1]

—¿Era prostituta? —preguntó la chica.

Kimmy meneó la cabeza y dijo una mentira que sonaba a verdad.

—Nunca.

—Pero hacía estriptís.

Kimmy no dijo nada.

—No la estoy juzgando.

—¿Qué quieres, pues?

—Quiero saber cosas de mi madre.

—Ahora ya no importa.

—A mí me importa.

Kimmy recordó cuando se enteró de lo que había pasado. Estaba actuando, cerca de Tahoe, haciendo un número para el público de mediodía, el mayor grupo de fracasados de la historia de la humanidad, hombres con polvo en las botas y agujeros en los corazones que la visión de mujeres desnudas no hacía más que ensanchar. Hacía tres días que no veía a Candi, pero era normal porque Kimmy estaba de viaje. En aquel escenario fue donde empezó a oír los rumores. Se dio cuenta de que había pasado algo malo. Rezó para que no tuviera que ver con Candi.

Pero sí tenía que ver con ella.

—Tu madre tuvo una vida muy dura —dijo Kimmy.

La chica se sentó, extasiada.

—Candi creía que encontraríamos la forma de salir de esto, ¿sabes?

Al principio creía que sería con algún tipo del club. Nos vería y nos llevaría lejos, pero eso es una estupidez. Algunas de las chicas lo intentan. Pero nunca funciona. El hombre quiere una fantasía, no a ti. Tu madre lo aprendió muy deprisa. Era una soñadora, pero con un objetivo.

Kimmy se calló, abrumada.

—¿Y? —apremió la chica.

—Y entonces ese cabrón la aplastó como si fuera una cucaracha.

La chica se agitó en la silla.

—El detective Darrow me dijo que se llamaba Clyde Rangor.

Kimmy asintió.

—También mencionó a una mujer llamada Emma Lemay. ¿Era su compañera?

—En algunas cosas, sí. Pero no conozco los detalles.

Kimmy no lloró al enterarse de la noticia. Estaba por encima de eso. Pero había dado la cara. Se había arriesgado, contando al maldito Darrow lo que sabía.

La verdad es que en esta vida no hay muchas ocasiones de defender tus principios. Pero Kimmy no traicionaría a Candi, ni siquiera entonces, cuando era demasiado tarde para ayudarla. Porque cuando Candi murió, también murió lo mejor de Kimmy.

Por eso habló con la policía, sobre todo con Max Darrow. El asesino —y sí, ella estaba segura de que habían sido Clyde y Emma— podía matarla también a ella, pero no se echaría atrás.

Sin embargo, Clyde y Emma no la habían agredido. Habían huido.

De eso hacía diez años.

—¿Sabía que yo existía? —preguntó la chica.

Kimmy asintió lentamente.

—Me lo dijo tu madre, pero sólo una vez. Le dolía demasiado hablar de ello. Tienes que comprenderlo. Candi era demasiado joven cuando ocurrió. Quince o dieciséis años. Te separaron de ella en el momento en que naciste. Ella ni siquiera supo si habías sido niño o niña.

El silencio se hizo pesado. Kimmy deseó que la chica se marchara.

—¿Qué cree que ha sido de él? Me refiero a Clyde Rangor.

—Estará muerto —dijo Kimmy.

Pero no lo creía. Las cucarachas como Clyde no mueren. Salen de la madriguera y siguen haciendo daño.

—Quiero localizarlo —dijo la chica.

Kimmy la miró.

—Quiero encontrar al asesino de mi madre y entregarlo a la justicia. No soy rica, pero tengo algo de dinero.

Las dos se quedaron calladas un momento. El ambiente era pesado y pegajoso. Kimmy no sabía cómo decirlo.

—¿Puedo decirte algo? —empezó.

—Por supuesto.

—Tu madre se mantuvo firme hasta el final.

—¿Firme en qué?

Kimmy siguió:

—Casi todas las chicas se rinden. Pero tu madre nunca lo hizo. No se la podía doblegar. Ella tenía sueños. Pero no podía ganar.

—No lo entiendo.

—¿Eres feliz, niña?

—Sí.

—¿Sigues estudiando?

—Acabo de empezar la universidad.

—La universidad —dijo Kimmy con una voz soñadora—: Tú.

—¿Qué pasa conmigo?

—Eso, tú eres el logro de tu madre.

La chica no dijo nada.

—Candi, tu madre, no querría verte mezclada en esto. ¿No lo comprendes?

—Creo que sí.

—Espera un momento.

Kimmy abrió un cajón. Ahí estaba, como siempre. Ya no la tenía a la vista, pero la fotografía estaba encima de todo. Candi y ella sonriendo al mundo. Pic y Sayers. Kimmy miró su propia imagen y se dio cuenta de que la jovencita que llamaban Black Magic era una desconocida, que Clyde Rangor también podría haberla hecho desaparecer a ella a puñetazos.

—Toma —dijo.

La chica cogió la fotografía como si fuera porcelana.

—Era preciosa —dijo la chica.

—Mucho.

—Parece feliz.

—No lo era. Pero hoy lo sería.

La chica levantó la barbilla.

—No sé si puedo mantenerme alejada de esto.

«Pues entonces —pensó Kimmy— tal vez seas más parecida a tu madre de lo que crees.»

Se abrazaron y prometieron estar en contacto. Cuando la chica se marchó, Kimmy se vistió. Fue al florista y pidió una docena de tulipanes. Los tulipanes eran las flores preferidas de Candi. Condujo cuatro horas hasta el cementerio y se arrodilló frente a la tumba de su amiga.

No había nadie más. Kimmy limpió el polvo de la diminuta lápida. Ella misma había pagado la parcela y la lápida. Candi no descansaría en un cementerio para pobres.

—Hoy ha venido tu hija —dijo en voz alta.

Soplaba una ligera brisa. Kimmy cerró los ojos y escuchó. Le pareció oír la voz de Candi, tanto tiempo silenciada, suplicándole que cuidara de su hija.

Y allí, con el ardiente sol de Nevada quemándole la piel, Kimmy prometió que lo haría.

El inocente

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