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IRVINGTON, NUEVA JERSEY

20 de junio

—Un móvil con cámara —murmuró Matt Hunter meneando la cabeza.

Miró al cielo en busca de guía divina, pero lo único que vio fue una enorme botella de cerveza.

La botella era una visión familiar, lo que veía Matt cada vez que salía de su desvencijada casa de dos pisos con la pintura descolorida. Con la parte superior a seis metros de altura, la famosa botella dominaba el perfil de la ciudad. Pabst Blue Ribbon había tenido una destilería allí, pero la había abandonado en 1985. Hacía años, la botella había sido una magnífica torre de agua con placas de acero bañadas en cobre, esmalte reluciente y una tapa dorada. De noche los reflectores iluminaban la botella para que los habitantes de Jersey la vieran desde muy lejos.

Pero ya no. Ahora el color era de un marrón de botella de cerveza por el óxido. La etiqueta de la botella había desaparecido hacía tiempo. Siguiendo su ejemplo, el antiguamente sólido vecindario que la circundaba no sólo se había disgregado sino que prácticamente se había esfumado. Hacía veinte años que nadie trabajaba en la fábrica de cerveza. Pero, a juzgar por su estado ruinoso, se podría pensar que hacía mucho más.

Matt se paró en el último escalón del porche. Olivia, el amor de su vida, siguió andando. Agitaba las llaves del coche en la mano.

—Creo que no deberíamos —dijo.

Olivia no se detuvo.

—Vamos. Será divertido.

—Un teléfono debería ser un teléfono —dijo Matt—. Una cámara debería ser una cámara.

—Vaya, qué profundo.

—Un chisme que es ambas cosas... es una perversión.

—Tu especialidad —dijo Olivia.

—Ja ja. ¿No ves el peligro?

—Pues no.

—Una cámara y un teléfono en uno —Matt se calló, pensando en lo que iba a decir— es..., no sé, es mezclar dos especies, si lo piensas bien, como en uno de esos experimentos de las películas de serie B que escapan al control y destruyen todo lo que encuentran.

Olivia lo miró.

—Eres más raro...

—No estoy seguro de que debamos comprarnos móviles con cámara, nada más.

Ella apretó el mando a distancia y los seguros de las puertas del coche se liberaron. Fue a abrir la puerta. Matt dudó.

Olivia volvió a mirarlo.

—¿Qué? —preguntó él.

—Si los dos tenemos móviles con cámara —dijo Olivia—, podría mandarte porno mientras estás trabajando.

Matt abrió la puerta.

—¿Verizon o Sprint?

Olivia le sonrió de una manera que le aceleró el corazón.

—Te quiero, ya lo sabes.

—Yo también te quiero.

Los dos estaban dentro del coche. Ella se volvió a mirarlo. Él detectó su inquietud y estuvo a punto de volverse.

—Todo irá bien —dijo Olivia—. Lo sabes, ¿no?

Él asintió y simuló una sonrisa. Olivia no se lo tragaría, pero el esfuerzo contaría para algo.

—Olivia —dijo.

—¿Sí?

—Continúa con el porno.

Ella le dio un puñetazo en el brazo.

Pero la inquietud de Matt volvió en cuanto entraron en la tienda de Sprint y empezaron a oír hablar del compromiso para dos años. La sonrisa del dependiente tenía algo de satánico, como el diablo de una de esas películas en que un tipo ingenuo vende su alma. Cuando el dependiente sacó un mapa de Estados Unidos —«las zonas que no eran turísticas», les informó, estaban en rojo brillante— Matt empezó a desconectar.

En cuanto a Olivia, no podía reprimir su emoción, pero es que la esposa de Matt tenía un don natural para el entusiasmo. Era una de esas escasas personas que encuentran alegría tanto en lo grande como en lo pequeño, uno de esos rasgos que demuestran que, sin duda en su caso, los opuestos se atraen.

El dependiente no dejaba de parlotear. Matt no le escuchaba, pero Olivia le dedicaba toda su atención. Le hizo un par de preguntas, por pura formalidad, pero el dependiente ya sabía que ese cliente había mordido el anzuelo, y estaba no sólo pescado y bien pescado, sino ya frito y casi engullido.

—Permítanme que prepare el papeleo —dijo el dependiente, apartándose.

Olivia cogió a Matt del brazo, con la cara radiante.

—A que es divertido.

Matt hizo una mueca.

—¿Qué?

—¿Le has hablado del porno?

Ella rió y apoyó la cabeza en su hombro.

Por supuesto, el atolondramiento de Olivia y su sonrisa inalterable se debían a algo más que a un cambio de móviles. Comprar los móviles con cámara era sólo un señuelo, un indicador de que algo iba a ocurrir.

Un bebé.

Hacía dos días, Olivia se había hecho una prueba de embarazo en casa y, de una forma que a Matt le había parecido cargada de significado religioso, había aparecido una cruz roja en la tira blanca. Se quedó en silencio, asombrado. Llevaban un año intentando tener un hijo, casi desde que se habían casado. La tensión del fracaso constante había convertido lo que antes era una experiencia espontánea y casi mágica en una serie de obligaciones bien orquestadas de toma de temperatura, señales en el calendario, abstinencia prolongada y ardor concentrado.

Ahora lo habían dejado atrás. Era pronto, le había avisado ella. «No nos entusiasmemos demasiado.» Pero Olivia estaba resplandeciente, no se podía negar. Su positivo estado de ánimo era una fuerza, una tormenta, una marea. Matt no tenía nada que decir en contra.

Por eso estaban allí.

Los móviles con cámara, había insistido Olivia, permitirían que la futura familia de tres compartiera su vida de una forma que la generación de sus padres no podía ni imaginar. Gracias al móvil con cámara, ninguno de los dos perdería ningún momento clave, o ni que fueran banales, del niño: el primer paso, las primeras palabras, o el primer día en el parque, todo.

Al menos ése era el plan.

Una hora después, cuando volvieron a su mitad de la casa bifamiliar, Olivia le dio un beso rápido y empezó a subir las escaleras.

—Eh —gritó Matt, levantando el teléfono nuevo y arqueando una ceja—. ¿Quieres probar el vídeo?

—El vídeo sólo dura quince segundos.

—Quince segundos. —Lo pensó, se encogió de hombros, y dijo—: Habrá que alargar los preliminares.

Olivia gimió ostensiblemente.

Vivían en lo que estaba considerado una zona sórdida, a la sombra curiosamente reconfortante de la botella de cerveza gigante de Irvington. Hacía nueve años, cuando acababa de salir de la cárcel, Matt sentía que no se merecía nada mejor (y no era una mala idea porque tampoco se lo podía permitir) y a pesar de las protestas de la familia, se limitó a alquilar un piso. Irvington es una ciudad cansada, con una gran parte de población afroamericana, probablemente más del ochenta por ciento. Se puede llegar a la conclusión de que se sentía culpable por sus años de cárcel. Matt sabía que las cosas nunca son tan sencillas, pero no tenía mejor explicación, aparte de que no se sentía capaz todavía de volver a vivir en una zona residencial. El cambio sería demasiado rápido, el equivalente terrenal a un cambio súbito de presión.

De un modo u otro, aquel barrio —la estación de servicio Shell, la vieja ferretería, la charcutería de la esquina, los borrachos tirados en la acera, los atajos al aeropuerto de Newark, la taberna escondida cerca de la vieja cervecería Pabst— se había convertido en su hogar.

Cuando Olivia llegó de Virginia, Matt se imaginaba que insistiría en que cambiaran a un barrio mejor. Ella estaba acostumbrada a algo, si no mejor, sí diferente, y él lo sabía. Olivia había crecido en un pueblecito de Virginia llamado Northways. Cuando Olivia empezaba a caminar, su madre se había ido. Su padre la crió solo.

Joshua Murray, que era ya un padre mayor —tenía cincuenta y un años cuando Olivia nació—, se esforzó mucho por crear un hogar para él y su hijita. Joshua era el médico del pueblo de Northways, un médico de familia que trataba todo, desde el apéndice de Mary Kate Johnson de seis años hasta la gota del viejo Riteman.

Según Olivia, Joshua era un buen hombre, y un padre cariñoso y maravilloso que amaba con locura a su única hija. Eran ellos dos solos, padre e hija, viviendo en una casa de ladrillo de la calle principal. La consulta de su padre estaba en el lado derecho del paseo de entrada. Casi todos los días, Olivia volvía corriendo de la escuela para echar una mano con los pacientes. Animaba a los niños asustados o parloteaba con Cassie, la enfermera recepcionista de toda la vida. Cassie también era «una especie de niñera». Si su padre estaba ocupado, Cassie preparaba la cena y ayudaba a Olivia con los deberes. En cuanto a Olivia, adoraba a su padre. Su sueño —aunque ahora se daba cuenta de lo ingenuo que era— había sido ser médica y trabajar con su padre.

Pero durante el último año de Olivia en la universidad, todo cambió. Su padre, el único familiar que Olivia había conocido, murió de cáncer de pulmón. La noticia dejó a Olivia destrozada. La vieja ambición de ir a la facultad de medicina —siguiendo los pasos de su padre— murió con él. Olivia rompió su compromiso con el novio de la universidad, un estudiante de medicina llamado Doug, y volvió a la vieja casa de Northways. Pero vivir allí sin su padre era demasiado doloroso. Acabó por vender la casa y se trasladó a un complejo de apartamentos en Charlottesville. Aceptó un empleo en una empresa informática que exigía viajar mucho, y así fue en parte como ella y Matt retomaron su relación.

Irvington, Nueva Jersey, estaba muy lejos de Northways o Charlottesville, Virginia, pero Olivia le sorprendió. Quiso que se quedaran en el piso, por miserable que fuera, para poder ahorrar dinero con vistas a la casa de sus sueños, ahora fuera de su alcance.

Tres días después de comprar los móviles con cámara, cuando Olivia volvió a casa subió directamente a la otra planta. Matt se sirvió un refresco de lima y cogió un puñado de pretzels en forma de cigarro. Cinco minutos después la siguió. Olivia no estaba en el dormitorio. Miró en el pequeño estudio. Estaba frente al ordenador, dándole la espalda.

—Olivia.

Ella se volvió y le sonrió. Matt siempre había despreciado la vieja idea de que una sonrisa podía iluminar una habitación, pero Olivia podía hacerlo, tenía una de esas sonrisas «que hacen girar el mundo». Su sonrisa era contagiosa. Era un catalizador sorprendente, que añadía color y textura a la vida de Matt, alterándolo todo en una habitación.

—¿En qué piensas? —preguntó Olivia.

—En que estás muy buena.

—¿Incluso embarazada?

—Sobre todo embarazada.

Olivia apretó una tecla y la pantalla se apagó. Se puso de pie y le besó suavemente la mejilla.

—Tengo que hacer la maleta.

Olivia se iba a Boston en viaje de trabajo.

—¿A qué hora es tu vuelo? —preguntó.

—Creo que iré en coche.

—¿Por qué?

—Una amiga mía abortó después de un viaje en avión. No quiero arriesgarme. Ah, y pienso ir a ver al doctor Haddon mañana por la mañana, antes de irme. Quiere confirmar la prueba y comprobar que todo va bien.

—¿Quieres que te acompañe?

Ella denegó con la cabeza.

—Tienes que trabajar. Ya vendrás la próxima vez, cuando me hagan una ecografía.

—De acuerdo.

Olivia volvió a besarle, demorándose en sus labios.

—Eh —susurró—. ¿Eres feliz?

Matt iba a soltar una bromita, algo ingenioso. Pero no lo hizo. La miró directamente a los ojos y dijo:

—Mucho.

Olivia se apartó, sin dejar de mirarlo con aquella sonrisa.

—Voy a hacer la maleta.

Matt la vio alejarse. Se quedó un momento en el umbral. Sentía el pecho ligero. Por supuesto que era feliz, y eso le daba un miedo terrible. Lo bueno es frágil. Eso lo aprendes cuando matas a un chico. Lo aprendes cuando te pasas cuatro años en una cárcel de máxima seguridad.

Lo bueno es tan efímero, tan tenue, que puede ser destruido con un suave soplo.

O por el sonido de un teléfono.

Matt estaba trabajando cuando el móvil con cámara vibró.

Miró el identificador de llamadas y vio que era Olivia. Matt seguía trabajando en la vieja mesa de socio de su hermano, esa clase de mesas en las que dos personas se sientan frente a frente, aunque el otro lado estaba vacío desde hacía tres años. Su hermano Bernie había comprado la mesa cuando Matt salió de la cárcel. Antes de lo que la familia denominaba eufemísticamente «el incidente», Bernie tenía grandes planes para los dos, los hermanos Hunter. No quería que nada se interpusiera. Matt dejaría atrás aquellos años. El incidente había sido un bache en el camino, nada más, y ahora los hermanos Hunter volvían a estar en marcha.

Bernie era tan convincente que Matt casi empezó a creerle.

Los hermanos compartieron la mesa durante seis años. Ejercieron la abogacía en aquella misma sala: Bernie atendía el derecho corporativo y lucrativo mientras Matt, que no podía ser un abogado de verdad por sus antecedentes, se ocupaba de lo contrario, lo no lucrativo ni lo corporativo. Los compañeros abogados de Bernie consideraban raro el acuerdo, pero intimidad no era algo que ninguno de los hermanos deseara. Habían compartido habitación toda la infancia, Bernie en la litera de arriba, una voz desde lo alto en la oscuridad. Los dos añoraban aquellos días, o al menos Matt. No estaba cómodo a solas, sino con Bernie en la habitación.

Durante seis años.

Matt apoyó las palmas de las manos en la superficie de caoba. Ya debería haberse librado de la mesa. El lado de Bernie estaba intacto desde hacía tres años, pero a veces Matt aún miraba hacia allí esperando verle.

El móvil con cámara volvió a vibrar.

En aquel instante Bernie lo tenía todo —una esposa estupenda, dos hijos estupendos, una gran casa en las afueras, era socio de un gran bufete de abogados, tenía buena salud, era querido por todos—; al siguiente, su familia echaba tierra sobre su tumba e intentaba entender lo que había pasado. Un aneurisma cerebral, dijo el médico. Lo llevas encima durante años y un día, pam, acaba con tu vida.

El móvil estaba en «vibración-timbre». Dejó de vibrar y el timbre empezó a tocar la vieja canción de Batman de la tele, la de la letra trabada que básicamente consistía en tararear na-na-na un rato y después gritar «¡Batman!».

Matt se quitó el móvil del cinturón.

Su dedo se detuvo sobre la tecla de respuesta. Era un poco raro. Olivia, a pesar de estar en el ramo de la informática, era malísima con los aparatos. Apenas usaba el teléfono, y cuando lo hacía, sabiendo que Matt estaba en el despacho, lo llamaba por la línea fija.

Matt apretó la tecla de respuesta, pero apareció un mensaje diciendo que se transmitía una fotografía. Eso también era curioso. A pesar de su excitación inicial, Olivia aún no había aprendido a usar la prestación de cámara.

Sonó el intercomunicador.

Rolanda —Matt la calificaría de secretaria o ayudante, pero de hacerlo, ella lo mataría— se aclaró la voz.

—Matt.

—Sí.

—Marsha por la línea dos.

Sin dejar de mirar la pantalla, Matt cogió el teléfono, para hablar con su cuñada, la viuda de Bernie.

—Hola —dijo.

—Hola —dijo Marsha—. ¿Olivia sigue en Boston?

—Sí. Precisamente, ahora mismo me está mandando una foto con el móvil nuevo.

—Oh. —Hubo un breve silencio—. ¿Vas a venir hoy?

Como un paso más para la vida en familia, Matt y Olivia estaban mirando una casa cerca de la de Marsha y los niños. Estaba en Livingston, la ciudad donde Bernie y Matt habían crecido.

Matt se había cuestionado sobre la prudencia de volver allí. La gente tenía buena memoria. Por muchos años que pasaran, siempre sería objeto de murmullos e insinuaciones. Por una parte, Matt ya hacía tiempo que estaba por encima de esas necedades. Por otra, le preocupaban Olivia y el hijo que nacería. La maldición del padre que caía sobre el hijo y todo eso.

Pero Olivia comprendía los riesgos. Era lo que ella quería.

Más que eso, el estado de hipertensión de Marsha —Matt no sabía qué eufemismo utilizar— pesaba. Había sufrido una breve crisis un año después de la muerte de Bernie. Marsha había tenido que «descansar» —otro eufemismo— durante dos semanas, y Matt se instaló en su casa y se ocupó de los niños. Marsha ya estaba bien —era lo que todos decían—, pero a Matt le tranquilizaba la idea de estar cerca de ellos.

Hoy, un perito inspeccionaría la casa nueva.

—Pensaba salir dentro de poco. ¿Por qué? ¿Pasa algo?

—¿Podrías pasarte?

—¿Por tu casa?

—Sí.

—Claro.

—Si es un mal momento...

—No, claro que no.

Marsha era una mujer preciosa, cara ovalada que a veces parecía roída por la tristeza, y mirada nerviosa, hacia arriba, como queriendo comprobar que la nube negra está aún en su sitio. Era una reacción física, por supuesto, un reflejo más de su personalidad, como ser bajito o tener cicatrices.

—¿Todo va bien? —preguntó Matt.

—Sí, estoy bien. No es importante. Es que... ¿Podrías encargarte de los niños un par de horas? Tengo un asunto de la escuela y Kyra sale esta noche.

—¿Quieres que me los lleve a cenar?

—Eso sería estupendo. Pero no a un McDonald’s, ¿vale?

—¿Un chino?

—Perfecto —dijo ella.

—Entendido, ya pasaré.

—Gracias.

La imagen empezó a aparecer en la cámara del móvil.

—Hasta luego —dijo.

Ella se despidió y colgó.

Matt volvió la atención al móvil. Miró fijamente la pantalla. Era diminuta. Tal vez tres centímetros, no más de cinco. El sol brillaba ese día. La cortina estaba abierta. La luz hacía difícil la visión. Matt hizo visera con la mano alrededor de la pantallita e inclinó el cuerpo para hacerle sombra. Funcionó bastante bien.

Un hombre apareció en la pantalla.

Seguía siendo difícil distinguir los detalles. Parecía tener treinta y tantos años, la edad de Matt, y tenía el pelo muy oscuro, negro azabache. Llevaba una camisa roja abotonada hasta abajo. Tenía una mano levantada como si saludara. Estaba en una habitación con paredes blancas y una claraboya. El hombre tenía una sonrisa arrogante en la cara, de las que dicen «soy mejor que tú». Matt le miró. Sus ojos se encontraron y Matt habría jurado que había visto un destello burlón en ellos.

Pero Matt no le conocía.

¿Por qué su esposa habría sacado una foto de aquel hombre?

La pantalla se hizo negra. Matt no se movió. El fragor de caracol de mar permanecía en sus oídos. Seguía oyendo otros sonidos —un fax lejano, murmullos, el tráfico rodado— pero como a través de un filtro.

—Matt.

Era Rolanda Garfield, la susodicha ayudante/secretaria. El bufete no había visto con buenos ojos que Matt la contratara. Rolanda era una barriobajera para los camisas almidonadas de Carter Sturgis. Pero él había insistido. Era uno de los primeros clientes de Matt y una de sus pocas victorias penosamente logradas.

Durante su estancia en la cárcel, Matt había conseguido suficientes créditos para licenciarse. Le dieron la licenciatura poco después de salir. Bernie, una figura poderosa en el superbufete de Newark de Carter Sturgis, pensó que podría convencer al colegio para que hicieran una excepción y dejaran entrar a su hermano ex convicto.

Se equivocó.

Pero a Bernie no era fácil desanimarlo. Entonces convenció a sus socios de que aceptaran a Matt como un «paralegal», un término magníficamente amplio que, más o menos, significaba «hacer el trabajo de baja categoría».

Al principio, a los socios de Carter Sturgis no les hizo ninguna gracia. No era de extrañar, claro. ¿Un ex convicto en su inmaculado bufete? No podía ser. Pero Bernie apeló a su supuesta humanidad: Matt sería bueno para las relaciones públicas. Demostraría que el gabinete tenía corazón y creía en las segundas oportunidades, al menos en teoría. Era inteligente. Sería un buen fichaje. Más aún, si se encargaba del gran volumen de casos no lucrativos del gabinete, permitiría a los socios seguir excavando en los bolsillos bien provistos sin distracción de los desfavorecidos.

No había opción: Matt trabajaría barato, ¿qué remedio le quedaba? Y el hermano, Bernie, un auténtico hacedor de dinero, se marcharía si no lo aceptaban.

Los socios consideraron el escenario: ¿hacer el bien y salir beneficiados? Es la lógica en la que se basa toda beneficencia.

Los ojos de Matt permanecieron en la pantalla en blanco del teléfono. Su pulso dio un brinco. «¿Quién es este tipo del pelo negro oscuro?», se preguntó.

Rolanda apoyó las manos en las caderas.

—Tierra llamando a Marte —dijo.

—¿Qué? —se sobresaltó Matt.

—¿Va todo bien?

—¿A mí? Sí, claro.

Rolanda hizo una mueca.

El teléfono volvió a vibrar. Rolanda se quedó con los brazos en jarras. Matt la miró de nuevo. Ella no pilló la indirecta. Casi nunca las pillaba. El teléfono volvió a vibrar y después empezó a sonar la melodía de Batman.

—¿No contestas? —dijo Rolanda.

Matt miró el teléfono. El identificador de llamadas volvió a mostrar el número de su esposa.

—Eh, Batman.

—Enseguida —dijo Matt.

Con el pulgar tocó la tecla verde de envío, rozándola un instante antes de apretarla. La pantalla volvió a iluminarse.

Esta vez apareció un vídeo.

La tecnología iba mejorando, pero el tembloroso vídeo normalmente tenía una calidad dos pasos por debajo de la película de Zapruder.[2] Por un par de segundos, Matt tuvo dificultades en distinguir lo que sucedía. El vídeo no duraría. Matt lo sabía. Diez, quince segundos como mucho.

Era una habitación. Eso lo veía. La cámara enfocaba un televisor sobre una cómoda. Había un cuadro en la pared —Matt no distinguía el tema— pero la impresión general le hizo concluir que se trataba de una habitación de hotel. La cámara se detuvo en la puerta del baño.

Y entonces apareció una mujer.

Su pelo era rubio platino. Llevaba gafas de sol oscuras y un vestido azul provocativo. Matt frunció el ceño.

¿Qué demonios era aquello?

La mujer se quedó quieta un momento. Matt tuvo la impresión de que no sabía que la cámara la enfocaba. La lente se movió hacia ella. Hubo un destello de luz, el sol que entraba por la ventana, y después volvió a enfocarse todo.

La mujer se acercó a la cama y Matt contuvo la respiración.

Reconoció la forma de caminar.

También reconoció la forma de sentarse en la cama, la sonrisa incierta que siguió, la forma de levantar la barbilla y cruzar las piernas.

No se movió.

Al otro lado de la habitación oyó la voz de Rolanda, ahora más suave:

—Matt.

La ignoró. La cámara bajó como si la depositaran sobre algo, probablemente en la cómoda. Seguía apuntando a la cama. Un hombre caminó hacia la rubia platino. Matt sólo podía ver la espalda del sujeto. Llevaba una camisa roja y tenía el pelo negro muy oscuro. Al acercarse bloqueó la vista de la mujer. Y de la cama.

Los ojos de Matt empezaban a ver borroso. Parpadeó para volver a enfocar. La pantalla de LCD de la cámara empezó a oscurecerse. Las imágenes temblaron y desaparecieron y Matt se quedó sentado, mientras Rolanda le miraba con curiosidad, las fotografías en el lado de la mesa de su hermano todavía en su sitio, y estaba seguro —bueno, casi seguro, la pantalla sólo tenía tres o cuatro centímetros, ¿no?— de que la mujer de la habitación del hotel, la mujer de la cama del vestido provocativo, que llevaba una peluca rubia platino y era en realidad castaña, se llamaba Olivia y era su esposa.

El inocente

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