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PRÓLOGO

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Nunca quisiste matarlo.

Te llamas Matt Hunter. Tienes veinte años. Creciste en un barrio de clase media alta de las afueras, en el norte de Nueva Jersey, no lejos de Manhattan. Vives en la parte más pobre de la ciudad, pero es una ciudad muy rica. Tus padres trabajan mucho y te aman de forma incondicional. Eres el hijo de en medio. Tienes un hermano mayor al que adoras y una hermana menor que toleras.

Como todos los chicos de tu ciudad, creces preocupado por tu futuro y por la universidad que te admitirá. Estudias mucho y sacas unas notas buenas, aunque no espectaculares. Tu nota media es un «excelente bajo». No llegas al diez pero casi. Realizas actividades extraescolares bastante provechosas, incluido un trabajo de tesorero en la escuela. Eres atleta de élite en los equipos de fútbol y baloncesto, y lo bastante bueno para jugar en la División III, pero no para obtener una beca económica. Eres un listillo y tienes mucho encanto. En cuestión de popularidad, estás apenas por debajo del escalón superior. Cuando haces el examen de aptitud escolar, tu puntuación sorprende a tu tutor.

Apuntas a las universidades más prestigiosas, pero están fuera de tu alcance. Harvard y Yale te rechazan de entrada. Penn y Columbia te ponen en la lista de espera. Acabas yendo a Bowdoin, una pequeña universidad de élite de Brunswick, Maine. Te encanta. Las aulas son pequeñas. Haces amigos. No tienes novia formal, pero tampoco te apetece tenerla. En tu segundo año, entras en el equipo de fútbol de la universidad como defensa. Juegas en el equipo de baloncesto junior por tu cuenta, y ahora que el escolta senior se ha graduado, tienes muchas posibilidades de jugar valiosos minutos.

Es entonces, al volver al campus entre el primer y el segundo trimestres de tu penúltimo año, cuando matas a alguien.

Pasas unas maravillosas y frenéticas vacaciones con la familia, pero la práctica del baloncesto te atrae demasiado. Das un beso de despedida a tus padres y vuelves al campus en coche con tu mejor amigo y compañero de cuarto, Duff. Duff es de Westchester, Nueva York. Es bajo y de piernas gruesas. Juega de right tackle en el equipo de fútbol y está en el banquillo del de baloncesto. Es el mayor bebedor del campus: Duff nunca pierde un concurso de tragar cervezas.

Conduces.

Duff quiere parar de camino, en la Universidad de Massachusetts en Amherst, Massachusetts. Un compañero del instituto es miembro de una fraternidad muy salvaje que celebra una fiesta a lo grande.

No te entusiasma la idea, pero no eres un aguafiestas. Te sientes más cómodo en reuniones íntimas donde conoces a casi todos. Bowdoin tiene unos 1.600 estudiantes. La Universidad de Massachusetts tiene casi 40.000. Estamos a principios de enero y hace un frío glacial. Hay nieve en las calles. Te ves el aliento mientras entras en la fraternidad.

Duff y tú tiráis los abrigos al montón. Pensarás a menudo en eso a lo largo de los años, en esa forma despreocupada de lanzar los abrigos. De habértelo dejado puesto, de haberlo dejado en el coche, de haberlo dejado en otro sitio...

Pero nada de eso pasó.

La fiesta no está mal. Es una salvajada, sí, pero para ti es una salvajada más bien forzada. El amigo de Duff quiere que os quedéis a pasar la noche en su habitación. Aceptáis. Bebes mucho —se trata de una fiesta universitaria, al fin y al cabo— aunque ni de lejos tanto como Duff. La fiesta decae. En cierto momento los dos vais a recoger los abrigos. Duff tiene una cerveza en la mano. Recoge su abrigo y se lo echa al hombro.

Entonces vierte algo de cerveza.

No mucha. Sólo una salpicadura. Pero es suficiente.

La cerveza cae sobre una cazadora roja. Ésa es una de las cosas que recuerdas. Fuera hacía un frío glacial, veinte bajo cero, pero alguien sólo llevaba encima una mísera cazadora. Lo otro que nunca te quitarás de la cabeza es que la cazadora era impermeable. La cerveza salpicada, que era poquísima, no habría estropeado la cazadora. No la habría manchado. Se podía enjuagar con facilidad.

Pero alguien grita:

—¡Eh!

Él, el dueño de la cazadora roja, es un chico grande, pero no enorme. Duff se encoge de hombros. No se disculpa. El chico, el señor Cazadora Roja, se enfrenta a Duff cara a cara. Es un error. Sabes que Duff es un gran luchador con una mecha muy corta. Todas las facultades tienen un Duff, el tipo que nunca te imaginas que pueda perder una pelea.

Ése es el problema, por supuesto. Todas las facultades tienen un Duff. Y de vez en cuando tu Duff tropieza con su Duff.

Intentas ponerle fin, reírte de ello, pero tienes a dos chiflados atiborrados de cerveza con las caras rojas y los puños cerrados. Se ha lanzado un desafío. No recuerdas quién lo ha lanzado. Salís todos fuera, a la gélida noche, y te das cuenta de que os habéis metido en un lío.

El chicarrón de la cazadora roja va acompañado de amigos.

Ocho o nueve amigos. Duff y tú estáis solos. Buscas al amigo del instituto de Duff —Mark o Mike no sé qué— pero no se le ve por ninguna parte.

La pelea empieza enseguida.

Duff baja la cabeza como un toro y carga contra Cazadora Roja. Cazadora Roja se aparta y atrapa a Duff en una llave de judo. Le pega un puñetazo en la nariz. Con una llave sigue agarrando a Duff por la cabeza y vuelve a pegarle un puñetazo. Y otro. Y otro.

Duff tiene la cabeza baja y se retuerce como un loco, pero sin ningún efecto. Hacia el séptimo u octavo puñetazo Duff deja de retorcerse. Los amigos de Cazadora Roja lo vitorean. Los brazos de Duff caen a los lados.

Quieres detenerlos, pero no sabes cómo. Cazadora Roja hace su trabajo metódicamente, sin apresurarse en los puñetazos, tomando impulso. Sus colegas le aclaman. Exclaman «oh» y «ah» con cada plaf.

Estás aterrado.

Tu amigo está recibiendo una paliza, pero tú estás básicamente preocupado por ti mismo. Eso te avergüenza. Quieres hacer algo, pero estás asustado, espantosamente asustado. No puedes moverte. Sientes las piernas como si fueran de goma. Sientes un hormigueo en los brazos. Y te odias por eso.

Cazadora Roja suelta otro puñetazo a Duff en la cara. Afloja la llave. Duff cae al suelo como una bolsa de ropa sucia. Cazadora Roja le da una patada en las costillas.

Eres el peor de los amigos. Tienes demasiado miedo para ayudar.

Nunca olvidarás esa sensación. Cobardía. Es peor que una paliza, piensas. Tu silencio. Esa horrible sensación de deshonra.

Otra patada. Duff gime y rueda sobre su espalda. Tiene la cara manchada de rojo carmesí. Después sabrás que sus heridas eran menores. Ojos morados y numerosas laceraciones. Eso será todo. Pero entonces parece estar malherido. Sabes que él nunca se habría quedado quieto permitiendo que te dieran una paliza como ésa.

No puedes aguantar más.

Te apartas del público.

Todas las cabezas se vuelven hacia ti. Por un momento nadie se mueve. Nadie habla. Cazadora Roja respira con dificultad. Con el frío le ves el aliento. Estás temblando. Quieres parecer racional. «Eh —dices—, ya ha recibido bastante.» Gesticulas apaciguadoramente. Pruebas tu sonrisa encantadora. «Ha perdido la pelea. Ya está. Has ganado», le dices a Cazadora Roja.

Alguien salta detrás de ti. Unos brazos te rodean como una serpiente, ciñéndote en un abrazo de oso.

Estás atrapado.

Ahora Cazadora Roja viene a por ti. El corazón te late contra el pecho como un pajarito en una jaula demasiado pequeña. Echas la cabeza hacia atrás. Chocas con la cabeza contra la nariz de alguien. Cazadora Roja está más cerca. Le esquivas. Alguien más sale del corro. Tiene el pelo rubio y una tez rubicunda. Te imaginas que es otro colega de Cazadora Roja.

Se llama Stephen McGrath.

Va a pegarte. Le esquivas como un pez en el anzuelo. Vienen más a por ti. Te entra el pánico. Stephen McGrath te pone las manos en los hombros. Intentas soltarte. Te retuerces frenéticamente.

Entonces te sueltas y le agarras el cuello.

¿Te lanzaste sobre él? ¿Tiró él de ti o tú le empujaste? No lo sabes. ¿Uno de los dos perdió pie en la acera? ¿Fue culpa del hielo? Rememorarás ese momento infinidad de veces, pero la respuesta nunca será clara.

De un modo u otro, os caéis.

Tus dos manos siguen en su cuello. En su garganta. No lo sueltas.

Al caer se oye un ruido sordo. Stephen McGrath golpea con la parte trasera de la cabeza contra el borde de la acera. Se oye un sonido horripilante, infernal, un crac, algo húmedo y superficial y que no se parece a nada que hayas oído antes.

El sonido señala el final de la vida que conocías.

Siempre lo recordarás. Ese horrible sonido. Nunca te abandonará.

Todo se detiene. Miras abajo. Los ojos de Stephen McGrath están abiertos e inmóviles. Pero tú ya lo sabes. Lo sabes por la forma inerte que de repente ha adoptado el cuerpo. Lo sabes por ese crac horripilante e infernal.

La gente se dispersa. Tú no te mueves. No te mueves durante un largo rato.

Todo sucede muy rápido entonces. Llegan guardias de seguridad del campus. Después la policía. Les cuentas lo que ha pasado. Tus padres contratan a una magnífica abogada de Nueva York. Te dice que alegues defensa propia. Lo haces.

Y sigues oyendo ese horrible sonido.

El fiscal se burla. «Señoras y señores del jurado —dice—, ¿el acusado resbaló con las manos agarradas al cuello de Stephen McGrath? ¿Espera que nos lo creamos?»

El juicio no va bien.

A ti te da todo igual. Antes te importaban las notas y los minutos que jugabas. Qué lastimoso. Amigos, chicas, jerarquía social, salir adelante, todas esas cosas. Se han evaporado. Los ha sustituido el horrible sonido de ese cráneo golpeando contra el asfalto.

En el juicio, oyes llorar a tus padres, sí, pero son las caras de Sonya y Clark McGrath, los padres de la víctima, las que te obsesionan. Sonya McGrath te mira fijamente durante todo el juicio.

Te desafía a mirarla.

No puedes.

Intentas escuchar al jurado cuando anuncia el veredicto, pero esos otros sonidos interfieren. Los sonidos no cesan nunca, nunca te dejan, ni siquiera cuando el juez te mira severamente y te condena. La prensa está observando. No te mandarán a una prisión blanda para chicos blancos, tipo club de campo. Ahora no. En año de elecciones, no.

Tu madre se desmaya. Tu padre intenta aguantar el tipo. Tu hermana sale corriendo de la sala. Tu hermano, Bernie, se queda paralizado.

Te ponen las esposas y te llevan fuera de la sala. Tu educación no te ha preparado mucho para lo que te espera. Has visto la tele y has oído muchas historias sobre violaciones en prisión. Eso no te sucede —no hay agresiones sexuales—, pero te dan una paliza con los puños en tu primera semana. Cometes el error de identificar al que te lo ha hecho. Te dan dos palizas más y pasas tres semanas en la enfermería. Años más tarde, seguirás encontrando sangre en la orina de vez en cuando, un recuerdo de un puñetazo en el riñón.

Vives con un miedo constante. Cuando vuelven a dejarte con los demás internos, aprendes que la única forma de sobrevivir es unirte a una absurda pandilla de vástagos de la Nación Aria. No tienen elaboradas ideas ni una visión grandiosa de lo que debería ser Estados Unidos. Básicamente les gusta odiar.

Seis meses después de tu condena, tu padre muere de un infarto. Sabes que es culpa tuya. Quieres llorar, pero no puedes.

Pasas cuatro años en la cárcel. Cuatro años, el mismo período que la mayoría de estudiantes pasan en la universidad. Estás a punto de cumplir veinticinco años. Te dicen que has cambiado, pero no estás muy seguro de que sea verdad.

Cuando sales, tu paso es incierto. Como si el suelo debiera ceder bajo tus pies. Como si la tierra pudiera tragarte en cualquier momento.

En cierto modo siempre caminarás así.

Bernie, tu hermano, está en la puerta esperándote. Bernie acaba de casarse. Su esposa, Marsha, está embarazada de su primer hijo. Te abraza. Casi sientes como si los últimos cuatro años se esfumaran. Tu hermano hace una broma. Te ríes, ríes de verdad, por primera vez en mucho tiempo.

Te equivocabas, tu vida no acabó aquella noche fría en Amherst. Tu hermano te ayudará a encontrar la normalidad. Incluso llegarás a conocer a una hermosa mujer. Se llama Olivia. Te hará inmensamente feliz.

Te casarás con ella.

Un día —nueve años después de cruzar aquella puerta— te enterarás de que tu hermosa mujer está embarazada. Decidís comprar móviles con cámara para estar en contacto constante. Mientras estás trabajando, suena ese móvil.

Tu nombre es Matt Hunter. El teléfono suena por segunda vez. Y tú lo contestas...

El inocente

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