Читать книгу El eco de las mentiras - Ian Rankin - Страница 10
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ОглавлениеUn visitante estaba esperando en la recepción de la comisaría de Leith. Era bajo y fornido, tenía el pelo rizado y llevaba unas gafas redondas al estilo de John Lennon, americana de tweed, pantalones de pinzas y una camisa rosa.
—Me llamo Glenn Hazard —dijo mientras sacaba unas tarjetas de visita—. Estoy aquí en representación de sir Adrian Brand.
—Es usted relaciones públicas, señor Hazard —dijo Sutherland al leer la tarjeta—. ¿Sir Adrian es uno de sus clientes?
Hazard asintió.
—Mi cliente más importante —especificó.
—¿Y qué le trae hoy por aquí?
—La noticia ya se ha hecho viral. Han encontrado a Stuart Bloom —dijo, mirando a los allí presentes en busca de confirmación.
—Eso no es estrictamente cierto.
—Bueno, la comunidad de Internet lo da por hecho, así que no importa demasiado que lo hayan encontrado o no. —Vio la mirada clavada en él y se retractó—. Bueno, claro que importa, pero mi trabajo consiste en limitar daños posibles. Sir Adrian ya tuvo que soportar los efectos colaterales de la desaparición de Bloom. Estaría bien... controlar el caudal de información y acallar los rumores antes de que empiecen.
—¿Qué intenta decirnos, señor Hazard?
—Poretoun Woods es propiedad de mi cliente.
—¿Jackie Ness se los vendió a sir Adrian? —preguntó Clarke.
Hazard negó con la cabeza, y estaba a punto de contestar cuando Sutherland lo interrumpió.
—Será mejor que suba, señor Hazard. Sería provechoso aclarar todo esto. Beneficioso para su cliente, quiero decir.
La sala del DIC todavía no se había ventilado y olía a humedad. Uno de los radiadores siseaba permanentemente y Callum Reid intentó abrir una ventana sin éxito. Sin embargo, habían desembalado el material —ordenadores, un monitor de televisión y una pizarra blanca montada en un caballete—, y ya se parecía más a un centro de investigación. Junto al mapa, habían clavado fotografías de Stuart Bloom y de su pareja, Derek Shankley. En todas las mesas había fotocopias dispersas de artículos de prensa sobre la investigación de 2006, y habían aparecido tazas y una tetera. Clarke miró a Tess Leighton.
—Sí estuviste atareada ayer por la noche —le dijo.
—Me ayudó George, la verdad —respondió Leighton.
Hazard se sentó en la silla que había ocupado Rebus el día anterior. Parecía imperturbable, probablemente fuera el requisito mínimo para trabajar en el mundo de las relaciones públicas.
—En aquella época, ¿representaba usted a sir Adrian? —preguntó Sutherland al sentarse cómodamente a su mesa.
—En aquel momento, no —respondió Hazard.
—Un trabajo interesante, ¿verdad?
—Cada día, un nuevo desafío.
—Un poco como el trabajo de policía, entonces. —Ahí concluyó la conversación banal—. De modo que Poretoun Woods es ahora propiedad de sir Adrian Brand. ¿Desde cuándo?
—Hace solo un par de años. El bosque venía con Poretoun House. Se la compró a un hotelero llamado Jeff Sellers, que había planeado convertirla en otro hotel. De lujo, cinco estrellas, ya sabe. Creo que se le acabó el dinero, y ahí entró sir Adrian. Yo diría que fue una ganga.
—Tanto la casa como el bosque habían pertenecido a Jackie Ness —dijo Clarke.
—Ness se lo vendió a Sellers.
—¿Y ya sabe que su cliente es el nuevo propietario?
Hazard esbozó una sonrisa casi imperceptible.
—Imagino que sí, aunque el verdadero dueño sea una de las empresas de sir Adrian, no el propio sir Adrian.
—¿Piensa desempolvar el plan para el campo de golf?
—Que yo sepa, no. Eso quedaba al otro lado de la ciudad desde Poretoun. Ya sabe, en el oeste más que al sudeste.
—Pero ¿todavía se guardan rencor?
—Quizá fuera más exacto decir que ambos caballeros tienen buena memoria. Pero ese es el verdadero motivo por el que estoy aquí. Para los medios de comunicación, esto será un pícnic. Stuart Bloom estaba husmeando en los asuntos de sir Adrian. Doce años después, acaba muerto en unos terrenos de sir Adrian. Ya se imaginarán qué ocurrirá, a menos que manejemos la historia con sumo cuidado.
—Nosotros no nos dedicamos a manejar historias, señor Hazard —zanjó Sutherland—. En su día, las cosas quizás hubieran sido mucho más amigables, pero eso ya es pasado.
—No querrán ver sufrir a un hombre inocente y que su reputación salga perjudicada. Yo solo digo que cuando preparen sus comunicados de prensa y hablen ante los medios...
—¿Se refiere a que protejamos el nombre de su cliente?
—En la medida de lo posible, sí, para salvaguardar a un inocente. Estaría encantado de ayudar a su Departamento de Prensa a redactar los...
—Puede que tengamos que hablar con sir Adrian —interrumpió Clarke, que se situó junto a la mesa de Sutherland mirando a Hazard—. ¿La mejor opción es, pues, Poretoun House?
—En realidad, no vive allí.
—Entonces ¿quién lo hace?
—Creo que está vacía. Sir Adrian posee una casa en Murrayfield.
—¿Y qué planes alberga para Poretoun House?
Hazard se encogió de hombros.
—Volviendo al asunto que nos ocupa —terció Sutherland—, ¿por qué cree que el cuerpo estaba en ese bosque? —Hazard volvió a encogerse de hombros—. ¿Su cliente tiene alguna teoría?
—Por lo que he hablado con él, diría que siempre ha creído que Jackie Ness tuvo un encontronazo con el detective y se lo cargó. El bosque debía de ser un buen lugar para esconder el cuerpo. Ochocientos metros de pista de tierra y nadie alrededor. No cabe duda de que Ness tenía carácter. Corren infinidad de historias sobre él. Pueden encontrar la mayoría en Internet. —Hazard hizo una pausa y miró fijamente a Clarke—. Si tienen pensado interrogar a sir Adrian, deben prometerme que harán lo mismo con Ness. No hacerlo daría mala imagen.
—Gracias por el consejo —dijo Sutherland con frialdad. Justo en ese momento le llegó un mensaje, lo leyó y dejó el teléfono encima de la mesa—. Le agradecemos que nos haya resuelto algunas dudas, señor Hazard. Phil, ¿puedes acompañar al señor Hazard a la salida?
Hazard parecía reacio, pero Sutherland ya estaba de pie tendiéndole una mano.
—Si me necesitan para cualquier cosa, lo que sea...
—Todos tenemos su tarjeta —respondió Sutherland asintiendo con brusquedad, y se quedó allí quieto mientras Yeats y Hazard se marchaban. Luego buscó a Emily Crowther—. Emily, ¿puede cerrar la puerta, por favor? Deberíamos esperar a Phil, pero podemos ponerlo al día en cuanto vuelva. Será mejor que hagamos esto ahora mismo.
Sutherland estaba toqueteando la pantalla de su móvil. Cuando empezó a sonar, activó el altavoz.
—Inspector Sutherland —Clarke reconoció la voz de Deborah Quant—, gracias por llamar.
—El equipo al completo está aquí, profesora —dijo Sutherland—. Estamos listos para escuchar lo que tenga que decirnos.
—Quienquiera que fuese la canguro de los Bloom, debería haber procurado echar un vistazo en el bolso de la madre. Había metido media vida de su hijo en él, incluida una copia de su historial dental.
Sutherland se volvió hacia Clarke, pero ella estaba mirando a la pared opuesta a la vez que intentaba no sonrojarse.
—Parece que coincide —dijo Quant—. Aun así, haremos la prueba del ADN. Hay que adoptar todas las precauciones, pero los padres creen que la muestra de pelo que les enseñamos pertenecía a Stuart. Lo mismo sucede con las fotos de su ropa. No presenta rasgos distintivos ni tatuajes, así que eso es más o menos todo lo que tenemos.
—¿Les mencionaron las esposas?
—Por supuesto que no.
—¿Y cuál es la causa de la muerte?
—Aubrey y yo coincidimos bastante. Traumatismo por objeto contundente. El agujero de la parte trasera del cráneo tiene un par de centímetros. Un martillo, quizás. O una barra de hierro. Hemos tomado muestras para comprobar si dejó algún resto. Después de tanto tiempo, no albergo muchas esperanzas.
—Gracias, profesora. ¿Hay algo más que debamos saber?
—Aubrey quiere ver el lugar donde encontraron el coche. Pregunta si su equipo forense sigue allí trabajando.
—El coche ha sido trasladado al laboratorio.
—Manténgame informada de sus progresos. El suelo del maletero nos dirá si fue asesinado in situ. La profesora Hamilton dice que actualmente se están realizando trabajos interesantes en pedología. Una persona de Aberdeen podría sernos útil.
—¿A qué se refiere?
—Barro en la carrocería y el interior del coche, fragmentos de tierra incrustados en los neumáticos, ese tipo de cosas. Podría ayudarlos a ustedes a saber dónde estuvo antes de que acabara en el barranco.
—Lo tendré en cuenta.
—Ah...
—¿Qué?
—Se lo noto en la voz. ¿El caso aún no tiene presupuesto?
—No, todavía no.
—Bueno, no tengo ni idea de cuánto cuesta ahora mismo una pedóloga, pero sé que hay poco dinero. Dicho lo cual, la víctima era Stuart Bloom, así que los jefes no querrán dar la imagen de que escatiman esfuerzos.
—¿Estás cien por cien segura, Deborah? —preguntó Clarke.
—Hola, Siobhan. Me pareció verte en la sala de visitas. Digamos que al noventa y nueve coma nueve por ciento. —El teléfono de Sutherland empezó a sonar—. Parece que tiene otra llamada —dijo Deborah Quant—. Debería atenderla. Probablemente sea el comisario de esta semana.
—Las noticias vuelan —dijo Sutherland.
—¿No le parece?
Sutherland cogió el teléfono, finalizó la llamada con Quant y se llevó el dispositivo a la oreja.
—¿Sí, señor? —dijo mientras se dirigía al pasillo.
Cuando él salía, entró Yeats.
—¿Qué me he perdido? —preguntó.
—Enciende la tetera y te lo contamos —respondió Tess Leighton.