Читать книгу El eco de las mentiras - Ian Rankin - Страница 14
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ОглавлениеHabía cámaras de televisión frente a la comisaría de Queen Charlotte Street. Al acercarse, Siobhan Clarke vio a Catherine Bloom concediendo una entrevista. A la altura del pecho sostenía una fotografía ampliada de su hijo. Junto a ella, se encontraba Dougal Kelly, asegurándose de que su cartel de JUSTICIA PARA STUART fuera bien visible. El padre de Stuart se mantenía apartado de la escena, observando a su mujer con lo que a Clarke le pareció una mezcla de orgullo y resignación. La campaña había sido larga y aparentemente incesante, pero había pasado factura. Media docena de periodistas de medios impresos estaban escuchando la entrevista para la televisión y grabándola con sus teléfonos móviles. Uno de ellos miró esperanzado a Clarke, pero ella negó con la cabeza. Apenas hubo entrado en el edificio, le llegó el mensaje de texto: «¿Nos vemos luego?». Pero las cafeterías y las vinotecas habían supuesto el comienzo de las rencillas de Clarke con Anticorrupción. Smith era la única especialista en sucesos que quedaba en el Scotsman, y la relación había sido fructífera. La periodista nunca sobrepasaba los límites establecidos ni publicaba nada sin el consentimiento previo de Clarke. Pero cuando escribió sobre la suspensión de varios agentes situados en lo alto de la jerarquía de la Policía de Escocia, Anticorrupción empezó a preguntar quién estaba filtrando información.
Lo cierto era que Smith ni siquiera se lo contó a su buena amiga Siobhan Clarke, que ignoró el mensaje y subió las escaleras. Estaba un poco adormilada, ya que la noche anterior se había pasado media hora borrando la pintada de la puerta principal lo mejor que pudo. La había vuelto a mirar aquella mañana y aún podía leerse, incluso cuando las letras apenas fueran visibles. ¿Qué pensarían sus vecinos? Algunos sabían que era policía pero otros, no. En cuanto pudiera dejar de bostezar, buscaría un pintor que le diera un par de capas. Porque había algo más: hacia la una de la madrugada, justo cuando iba a acostarse, recibió otra llamada de la cabina de Canongate. «¿Qué quieres?», respondió malhumorada, y oyó que colgaban.
—Me alegra que nos acompañe, inspectora Clarke.
La atronadora voz con acento de Glasgow pertenecía al comisario Mark Mollison, jefe de división en Edimburgo. Clarke sabía que debería haber esperado una visita, sobre todo cuando la prensa andaba por la zona.
—Acabamos de debatir cuándo y dónde celebrar la primera rueda de prensa. ¿Se le ocurre algo?
Clarke observó la sala. Estaban todos allí, así que había sido la última en llegar. Sutherland y Reid se encontraban junto a la pared, con su extensa muestra de mapas, fotos y recortes. Habían recibido el último ordenador y una impresora. Entonces se dio cuenta de que los ruidos que había oído en la habitación contigua procedían de los últimos miembros del personal de apoyo instalándose.
—Lo cierto es que no, señor —respondió.
Mollison se encontraba en el centro de la sala, con las manos a la espalda y balanceándose sobre los talones. Medía más de un metro ochenta y tenía la cara llena de venas rotas que desembocaban en una nariz que no habría deshonrado a Rudolf el reno.
—En principio, esta mañana examinarán de nuevo el lugar donde fue hallado el coche y un equipo rastreará exhaustivamente el bosque...
—El señor Mollison quiere saber si Poretoun Woods podría funcionar como un telón de fondo evocador —interrumpió Sutherland.
Clarke captó el tono de su jefe.
—No sé si tenemos mucho que decir a los medios en este punto concreto de la investigación —aventuró.
Sutherland asintió.
—Desde luego, disponemos de información que no queremos que ellos tengan —añadió Callum Reid.
—¿Las esposas? —preguntó Mollison—. ¿Alguna novedad al respecto?
—Los forenses se hallan estudiándolas con detalle —respondió Sutherland—. Por ahora, lo único que sabemos es que son un modelo antiguo. En otras palabras, no eran de uso policial cuando desapareció Bloom.
—Acabará saliendo a la luz. Necesitamos una estrategia para gestionarlo.
—Por supuesto.
—¿Hoy, entonces, no habrá rueda de prensa?
—Podríamos replantearnos la idea esta tarde, señor.
Mollison intentó ocultar su decepción.
—Entonces puedo volver a St. Leonard’s. No me gustaría pensar que estoy entreteniéndolos.
Mientras hablaba, miró de soslayo a Clarke. Con un gesto de despedida al resto del equipo, salió de la oficina emitiendo un repiqueteo con las suelas de cuero, y los allí presentes empezaron a relajar los hombros y a espirar.
—Podría haberme avisado alguien —protestó Clarke.
—No nos has dado tu número —respondió Emily Crow ther.
—Entonces, eso es lo primero que debemos hacer —dijo Sutherland—. La información de contacto de todo el mundo clavada en una hoja de papel a la pared y copiada en sus respectivos teléfonos.
—También podríamos crear un grupo de WhatsApp —propuso Crowther.
—Si lo consideran útil... —Sutherland vio que Phil Yeats se dirigía a la cafetera—. El café puede esperar, Phil —le advirtió.
—En el caso de Siobhan, no lo tengo muy claro —comentó George Gamble—. Debió de entretenerla hasta muy tarde, Graham.
Hubo sonrisas detrás de las mesas. Sutherland no participó en ellas pero Clarke, sí. Lo último que quería era que el equipo se dividiera en facciones. Mientras iban pasándose una hoja para anotar sus datos, Clarke se acercó a Sutherland, que había vuelto a su silla y había empezado a teclear.
—¿Ha tenido noticias de Gartcosh? —preguntó.
—¿Cómo lo sabe?
—Malcolm Fox y yo nos conocemos desde hace mucho y me lo encontré ayer por la noche.
—¿Salieron los dos hasta tarde, entonces?
—Decidí que sería mejor echar un vistazo al campo de pitch and putt para ver en qué lío me había metido.
Sutherland esbozó una media sonrisa.
—Fox no tardará en llegar. He informado a todo el mundo esta mañana y le he ordenado a Tess que le haga de canguro. Si cree que hay algo que debería saber ella de antemano...
Clarke asintió y fue hacia la mesa de Tess Leighton.
—He trabajado con Fox anteriormente —dijo—. Es bueno con los detalles; antes estaba en Reclamaciones. Es meticuloso, puede que un poco minucioso incluso.
—Pero ¿está soltero? —terció George Gamble—. Eso es lo que le interesa a Tess.
—Que te den, George —repuso Leighton con aspereza. Después, a Clarke—: ¿Olores corporales o mal aliento? ¿Pedos y eructos?
—Creo que pasará la nota de corte.
—Entonces ponlo un escalafón por encima de George.
—¿No te olvidas de algo, Tess? —respondió Gamble—. Trabajaba en Reclamaciones, lo cual significa que disfruta siendo cruel con gente como tú y como yo. Quizá no huela mal, pero eso no significa que no apeste.
La productora de Jackie Ness tenía sus oficinas en un reluciente edificio de cristal en Fountainbridge. Clarke y Emily Crowther habían sido enviadas allí a interrogarlo. Durante el trayecto, Crowther le contó que había estudiado Literatura inglesa en la universidad y que la policía distaba mucho de ser su primera opción profesional. Se había criado en Fife y su novio regentaba una tienda de bicicletas cerca de Dunfermline. Compartían casa en la ciudad y planeaban casarse. Cuando se disponía a preguntar por la vida de Clarke, esta anunció que habían llegado.
Crowther era esbelta y rubia, y probablemente quince años más joven que su compañera. Llevaba una falda hasta las rodillas, medias negras finas y tacones de tres centímetros. No parecía ni actuaba como una agente de la ley y Clarke empezó a intuir por qué la había elegido Sutherland para aquella tarea.
El nombre de la productora era Locke Ness. En la pared que había detrás del mostrador de recepción se veía el logo sobresaliendo de las profundidades de una extensión de agua.
—Qué ingenioso —dijo Crowther, lo cual pareció complacer a la joven recepcionista.
—El señor Ness estará con ustedes en breve —anunció.
—Habíamos quedado a una hora —respondió Clarke con firmeza—. Si quiere hacernos perder el tiempo, podemos acabar esto en la comisaría.
La sonrisa de la recepcionista se desvaneció.
—Preguntaré —dijo, y desapareció detrás de una puerta.
Crowther se acomodó en el sofá de piel mientras Clarke examinaba una estantería con premios baratos y una pared cubierta con carteles de películas como Zombies vs. Bravehearts y Los asesinatos del comedor de opio. Había leído un poco acerca del productor. El tipo había empezado como propietario de una cadena de videoclubes pero, luego, invirtió en películas de terror de bajo presupuesto antes de pasarse al cine más comercial. Clarke no recordaba haber visto ninguna de sus producciones.
La recepcionista volvió acompañada por un hombre que estaba poniéndose la americana.
—Hay un restaurante aquí al lado —dijo—. No he desayunado. ¿Qué les parece si vamos? Soy Jackie Ness, por cierto. —Se fijó en Emily Crowther y agitó un dedo hacia ella—. La luz la ama, ¿lo sabía? Capta su rostro a la perfección. —Se volvió hacia la recepcionista—. Estás de acuerdo, ¿verdad, Estelle? —Después, a Clarke—: No habrá mucha gente en el restaurante. Aún no es la hora de comer. Suelen reservarme una mesa esquinera. No es como si estuviéramos grabando todo esto o algo parecido, ¿verdad? Se trata solo de los antecedentes.
—Una palabra más adecuada podría ser los «preliminares» —dijo Clarke—. No ha sido usted todavía apercibido ni tampoco va a necesitar un abogado.
—Con lo que cuestan, me alegro. ¿Y usted es...?
—La inspectora Clarke. Esta es la agente Crowther.
Ness desvió nuevamente su atención hacia Crowther.
—¿Solo agente o es que no existe agente de primera? —Levantó una mano de inmediato—. Lo sé, no debería haberlo dicho. No he podido evitarlo. Discúlpenme.
—Veo que sigue viviendo usted en la época del Betamax.
Ness decidió ignorar el reproche de Clarke.
—Media hora —indicó a la recepcionista a medio camino de la salida.
—O más si es necesario, Estelle —apostilló Clarke.
El restaurante ofrecía mayoritariamente hamburguesas, y eso fue lo que pidió Ness, aunque vegetariana, y una Irn-Bru, mientras que las dos agentes se decantaron por un café. Pero el hombre tenía razón: eran los únicos clientes y los ubicaron en el lugar favorito de Ness. Clarke y Crowther se sentaron delante de él y lo observaron mientras se quitaba la americana.
—Menopausia masculina —les dijo—. O estoy sudando o estoy helado.
—Un poco mayor para la menopausia, ¿no? —comentó Clarke.
—A mí me habían dicho que eras tan joven como la mujer que tenías al lado —repuso Ness entre carcajadas.
A Clarke no dejaba de asombrarla que aún existieran personajes como aquel, y pensó en el monstruo del lago Ness, el último de su especie.
—Aparte de Ness, ¿existe un Locke? —preguntó.
—Es un antiguo socio. Discutimos porque intentó evadir impuestos. Pero a la gente le hace gracia el nombre, así que no me molesté en cambiarlo.
—¿Algún proyecto en ciernes?
—Siempre hay algo a la vista. De hecho, estamos saturados de propuestas y guiones fantásticos que probablemente no lleguen a rodarse. La mayoría de las veces, el dinero no se materializa.
—¿No es usted el que proporciona el dinero?
—Yo encuentro el dinero, y eso es una habilidad totalmente diferente. La portería se ha movido de sitio, como si dijéramos. Cuando empecé, todo se comercializaba directamente en vídeo. Ahora, en cambio, todo es digital. Hay chavales rodando películas con su teléfono móvil, editándolas en el ordenador y colgándolas en Internet. Están Amazon y Netflix. Todo el mundo ve las películas en streaming. Las ventas de DVD y Blu-Ray están desplomándose. En realidad, no es que la portería se haya movido, sino que se trata de un deporte completamente distinto.
—Pero usted, ¿puede sobrevivir?
—¿Qué otra cosa voy a hacer si no?
Clarke le calculó poco más de sesenta años. Tenía el cabello blanco pero abundante y lucía un bronceado cortesía de un crucero de invierno o, más bien, de una cabina de rayos uva. Llevaba un buen corte de pelo, aunque en el último afeitado se hubiera dejado un poco de vello en su cara redonda y brillante. Se había arreglado la dentadura y conservaba la presuntuosidad necesaria propia de su trabajo, si bien no llevaba la camisa planchada, y la llamativa corbata carmesí no lograba ocultar que le faltaba un botón.
Al igual que la industria a la que pertenecía, Jackie Ness había vivido tiempos mejores.
—Hemos venido a hacerle unas preguntas sobre Stuart Bloom —dijo Clarke ahora que habían roto el hielo—. Trabajaba para usted cuando desapareció.
—Es terrible. Lo primero que pensé fue lo que todo el mundo: una pelea entre amantes.
—¿Y cuando no volvió a aparecer?
—A veces, la gente solo quiere esfumarse. Hice una película sobre este mismo asunto: un discreto director de banco abandona a su familia y se convierte en justiciero.
—¿Cómo era su relación con el señor Bloom?
—No teníamos ningún problema. No era caro, parecía conseguir información interesante...
—¿Información sobre Adrian Brand?
—Alias el Cabronazo. —Ness miró a ambas agentes—. Con perdón.
—¿Alguna vez sospechó usted que Brand pudiera saber lo que estaba pasando?
—¿Se refiere a si hizo que liquidaran a Stuart? —Ness frunció el ceño—. Siempre fue una posibilidad. Brand se juntaba con mala gente y Stuart estaba a punto de demostrarlo.
—¿Algo que hubiera podido ponerlo en peligro?
—En aquel momento, la policía investigó, pero no fue muy lejos. —Ness dejó de hablar en cuanto llegó su hamburguesa. La cogió y le dio un mordisco. Seguía masticando cuando aparecieron las bebidas—. Sírvanse un poco de boniato frito.
—¿Qué pensó cuando encontraron el coche en Poretoun Woods? —preguntó Clarke.
Ness negó vigorosamente con la cabeza.
—No pudo haber estado allí todo ese tiempo.
—¿Por qué?
Clarke esperó a que Ness tragara y le diera un sorbo a la Irn-Bru.
—Yo solía rodar allí. Puede que no fuera en ese lugar exacto, pero siempre estábamos por esos bosques. Cualquier cosa vagamente medieval o relacionada con zombis o niños asustados se grababa allí.
—El coche se encontraba bien camuflado en una hondonada bastante profunda.
—Le estoy diciendo que lo habría visto. A lo que debo añadir que esos bosques fueron resultado de un proyecto personal mío. El bosque y la casa. Me gasté una fortuna restaurándolos.
—¿Cómo se restaura una zona boscosa? —preguntó Crowther con lo que parecía auténtica curiosidad.
—Plantando especies raras y autóctonas en lugar de árboles para cultivo. Consulté a varios expertos en silvicultura y tuve en cuenta todo cuanto dijeron.
—Está usted diciendo, entonces, que gozaba de un conocimiento pormenorizado de Poretoun Woods —comentó Clarke, y Ness la miró a los ojos por encima de la hamburguesa.
—Ya sé adónde quiere llegar. Insinúa que yo conocía el barranco y sabía que era un buen escondite. Pero ¿por qué iba yo a matar a Stuart? Era una persona fantástica que se limitaba a hacer su trabajo y a disfrutar del fin de semana.
—¿Los fines de semana eran especiales para él?
—Había una discoteca en la Ciudad Nueva que le gustaba, cerca de Leith Street. Creo que se llamaba Rogues. Él y Derek eran clientes habituales.
—¿Se refiere a Derek Shankley? ¿Llegó a conocerlo?
—Lo vi un par de veces. No mencionó nunca que su padre fuera policía. Por lo visto, no estaba muy contento con lo de su hijo y Stuart.
—¿Y usted, señor Ness?
—No tengo ningún problema con los homosexuales. Algunos de los mayores talentos de mis películas lo eran. En aquella época, puede que no todos hubieran salido del armario, pero las cosas funcionaban así. Incluso ahora, muchos nombres conocidos son reacios a declararse homosexuales. Podría decirle unos cuantos que la sorprenderían.
—¿Por qué vendió Poretoun House?
La expresión de Ness se volvió un poco sombría.
—Invertí demasiado dinero de mi bolsillo en una película que creía que triunfaría. Entonces, Billy... Billy Locke... tuvo ese encontronazo con Hacienda y a la empresa, de repente, se le acumularon las multas que pagar.
Ness se encogió de hombros y dejó los restos de hamburguesa encima de la tabla de madera en la que se la habían servido. El pequeño cubo de estaño que contenía las patatas seguía intacto. Ness contuvo un eructo.
—¿Por qué cree que eligieron ese sitio en particular? —preguntó Clarke.
—A lo mejor, para intentar involucrarme. Parece lógico que se trató de alguien que conocía mi relación con el bosque.
—Pero actualmente es propiedad de su antiguo rival.
Ness puso mala cara.
—Aquello fue una puñalada por la espalda. Creí que hacía bien en vendérselo a Jeff Sellers, y luego él va y cierra un acuerdo precisamente con Brand. ¿Y sabe por qué lo hizo Brand?
—¿Por qué?
—Para putearme. Disculpen la expresión una vez más. Por lo que he oído, está dejando que la casa se pudra. Y el bosque, también. Permite que crezcan especies invasivas. Eso es exactamente lo que son él y los de su calaña: especies invasivas.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Los hombres como él son poco más que saqueadores y timadores. Dice y hace lo que sea necesario para conseguir las tierras que quiere, y luego construye cualquier porquería en ellas. Yo quería esa zona verde para erigir el primer estudio cinematográfico de Escocia. Habría significado puestos de trabajo y prestigio. Brand quería un campo de golf para sus amigos ricos y, aun así, habría reducido sus dimensiones para meter más casas chabacanas de las suyas.
—¿Todavía andan ustedes a la greña?
—Me cansé de pagar las facturas de los abogados. Quería recuperar mi vida. Además, cuanto más tiempo pasaba Stuart desaparecido, más fácil era interpretarlo como un mensaje en la línea de «déjanos en paz a mí y a mi negocio».
Clarke sacó su cuaderno y hojeó varias páginas, buscando su siguiente pregunta con gran afectación.
—¿Alguna vez ha tenido trato con dos hombres llamados Steele y Edwards?
Ness soltó un resoplido.
—Me pararon un par de veces para decirme que iba a más velocidad de la permitida, pero yo sabía qué estaba ocurriendo. Stuart ya me había advertido de que Brand los tenía en nómina.
—¿Stuart contaba con pruebas de ello?
—¿Por qué iba a mentir?
—¿Fue algo que Stuart descubrió en el transcurso de su investigación?
—Sí.
—¿Alguna vez presentó usted una queja formal?
Ness se la quedó mirando fijamente.
—¿Insinúa que habría servido de algo?
—¿Stuart Bloom también tuvo algún encontronazo con ellos?
—Nunca lo mencionó, pero hubo alguna redada en la discoteca, policías buscando drogas, menores de edad, prácticas corruptas y depravadas... ¿Recuerda que por aquella época se produjo una avalancha de sobredosis en la ciudad? Eso les dio a los suyos la excusa perfecta.
—¿Y el señor Bloom nunca fue arrestado en esas redadas?
Ness se dio unos golpecitos a un lado de la nariz.
—Decía que era lo bastante inteligente como para no pasarse por allí durante aquellas noches.
—¿Está diciendo que recibía chivatazos?
—El padre de su novio era poli. Dos y dos son cuatro. —Ness apuró el contenido de su vaso y sonrió—. ¿Sabe que aparecieron en una de mis películas?
—¿Quiénes?
—Había una escena con muchos extras que no podía permitirme, así que le pregunté a Stuart. Él y Derek reunieron a gente que conocían de Rogues. Ahora que lo pienso, rodamos en el bosque.
—¿Cómo se titulaba la película?
—Zombies vs. Bravehearts. ¿Alguna vez ha intentado que cuatro zombis parezcan una horda?
—¿Ese fue el papel que interpretaron Stuart y Derek?
Ness negó con la cabeza.
—Hacían cola para ponerse una falda escocesa e ir con el torso desnudo y pintado de azul. Aquel día hizo mucho frío. Podría haberme ahorrado el coste del maquillaje.
—¿La película está disponible en algún sitio?
—Me han dicho que se vende por pequeñas fortunas en Internet. Cuando la estrenamos, fue un fracaso. Hay algunos vídeos en YouTube.
—Pero imagino que usted guardará una copia en su despacho.
—Es la única que conservo.
—Se la devolveremos, se lo prometo.
El sol estaba bajo y volvió a iluminar parte del rostro de Emily Crowther.
—Debería plantearse seriamente lo de la interpretación —le dijo Ness—. ¿Le importa si...?
Sacó un teléfono del bolsillo y lo sostuvo en alto para hacerle una foto, pero Clarke tapó la cámara con la mano.
—Nada de publicidad —dijo.
Alicaído, Ness volvió a guardar el móvil.
Cuando se marchaban, le dijo al camarero que saldaría cuentas con él a finales de semana. La mirada del camarero dejaba traslucir a las claras que tampoco esperaba otra cosa. Una vez recogido el DVD, que iba guardado en una caja de plástico negro sin distintivos, ambas volvieron al coche de Clarke.
—Podría hacer de ti una estrella —comentó.
—Menudo ruin de mierda —repuso Crowther, y Clarke la miró de soslayo.
La agente Emily Crowther acababa de ganar muchos, muchos puntos, y el inspector jefe Graham Sutherland, también. Había sido capaz de intuir cómo podía reaccionar alguien del mundo del cine ante una cara bonita y había acertado de lleno.
—¿A qué viene ese interés repentino en Steele y Edwards? —preguntó Crowther cuando Clarke se disponía a incorporarse al tráfico.
—Ahora trabajan en la Unidad Anticorrupción.
—Y tú acabas de escapar de sus garras —dijo Crowther asintiendo.
—¿Te lo ha contado Graham?
Crowther asintió de nuevo.
—Pero ¿te han exonerado?
—Estoy limpia como una patena —respondió Clarke, y puso el intermitente para girar a la altura del semáforo.