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El inspector Malcolm Fox estaba sentado a su mesa mordisqueando un bolígrafo. Tenía la impresión de que le hacía parecer atareado, como si estuviera cavilando grandes ideas o resolviendo un problema complejo. Su pantalla de ordenador mostraba la redacción a medias de un informe sobre la reasignación de recursos para el Equipo de Delitos Graves de la Policía de Escocia. Todo cuanto lo rodeaba seguía pareciéndole nuevo. Gartcosh era la sede del flamante Campus de la Justicia Escocesa, el centro neurálgi­ co de la policía. Un lugar situado a sesenta y cinco kilómetros al oeste de la capital siempre sería otro país para Fox, oriundo de Edimburgo.

El suave runrún de actividad revelaba que la Policía de Escocia estaba en apuros, aunque, bien mirado, nunca había que buscar demasiado lejos para encontrar una crisis de un tipo u otro. Como el comisario y uno de sus ayudantes habían sido suspendidos mientras eran investigados por varios delitos, Jennifer Lyon, la ayudante del comisario y jefa de Fox, se sentía agobiada por una carga adicional de preocupaciones y trabajo. Pese a ello, Fox no tenía demasiado con qué entretenerse. Había soltado varias indirectas sobre su deseo de desempeñar una función más amplia, pero Lyon le había aconsejado que fuese paciente. A decir verdad, aún estaba en período de adaptación. Había tiempo de sobra.

—Además —añadió Lyon—, si ahora asciende demasiado deprisa, la caída podría ser terrible.

Lyon consideraba que las actuales tareas de Fox constituían una especie de ascenso. Si lo hacía bien, los de arriba podrían fijarse en él. Todo el mundo parecía coincidir en que la política era su punto fuerte. En otras palabras, Fox era un buen oficinista, habi­ lidoso en las reuniones, presentable y más feliz con las oraciones subordinadas que con los subordinados propiamente dichos. A Fox le daban ganas de contestar: «Yo ya he entrado en acción, me he manchado las manos en el pasado». Incluso había intentado que lo trasladaran de Delitos Graves a Crimen Organizado y Antiterrorismo, pero Lyon ni siquiera se lo planteó. A falta de comisario, el subcomisario, que había estado a punto de jubilarse, había tomado las riendas, si bien se apoyaba mucho en Lyon, lo cual significaba que a menudo ella estaba ilocalizable. Fox sabía que los casos importantes habían quedado en suspenso, a la espera de futuras tomas de decisiones. Sus compañeros de Delitos Graves se mostraban ansiosos, al borde del motín, mientras hacían cola para conseguir la autorización de Lyon en tal o cual procedimiento.

Ese era el motivo por el que un par de ellos se puso de pie en cuanto Lyon entró en la amplia oficina diáfana. Un gesto con la mano les indicó que no era un buen momento y Lyon se situó justo detrás de Fox. El pelo de la mujer, teñido de rubio, era quebradizo y se curvaba por los lados como si quisiera enmarcar su rostro. Cuando Lyon se inclinaba hacia delante durante una reunión, su melena le tapaba los ojos, cosa que la volvía indescifrable. Esta vez, mientras su jefa se agachaba para hablarle al oído izquierdo, Fox se concentró en sus labios rosa pálido.

—Me gustaría hablar con usted fuera, Malcolm.

Cuando este se irguió, Lyon ya estaba en el umbral. Mientras él hacía amago de seguirla, vio las miradas de sus compañeros, que querían que intercediera por ellos. Fox negó con la cabeza, se enderezó la corbata y se abrochó la americana.

Una de las peculiaridades de Gartcosh eran sus «zonas de descanso», rincones tranquilos y confortables en donde las varias disciplinas existentes, tales como Delitos Graves, Ciencia Forense y Fiscalía, podían intercambiar información mientras tomaban un café con relativa calma. El interior del edificio parecía un centro de educación superior con grandes medidas de seguridad. Lyon no había conseguido llegar a su destino sin ser interceptada. Alguien de la Unidad de Fraudes Fiscales estaba soltándole una perorata, mientras ella asentía desganada con la esperanza de que el hombre captara la indirecta.

—Siento interrumpir —dijo Fox al acercarse—. Me comentaba que era un tema urgente, señora.

Lyon intentó adoptar un semblante de decepción.

—¿En otro rato, Owen? Lo lamento.

El hombre de Hacienda se fue mirando a Fox con cara de pocos amigos.

—Le enviaré un correo electrónico —le dijo Lyon para que se quedara tranquilo. Luego, bajando la voz para que solo pudiera oírla Fox—: Se lo agradezco. Sentémonos.

Cuando se hubieron acomodado, observaron el ir y venir de los agentes, algunos de los cuales se los quedaron mirando al reconocer a Lyon, mientras se preguntaban con quién se había sentado. Lyon estaba jugando con los cordeles que llevaba al cuello: los de una foto identificativa y una tarjeta de acceso a las zonas más seguras del edificio.

—¿Tiene que ver con el informe? —preguntó Fox.

Lyon negó con la cabeza.

—Es por el caso de Stuart Bloom. —Vio que Fox la miraba inexpresivamente—. Creo que en aquella época estaba usted en Asuntos Internos.

—¿De cuándo estamos hablando?

—Del año 2006.

—Me incorporé al año siguiente.

—La familia de Bloom aún armaba escándalo, y siguió haciéndolo después.

Fox asintió.

—¿El detective privado que desapareció? ¿Su queja original no fue desestimada?

—Y todas las que presentaron después, pero, por lo visto, su cuerpo ha aparecido. Nos preguntarán por qué se nos escapó la primera vez. Según me han dicho, algunos miembros del primer equipo no se cubrieron de gloria, precisamente. —Hizo una pausa y por fin miró a Fox a los ojos—. Quiero que eche un vistazo. Usted trabajaba en Reclamaciones, así que tal vez pueda averiguar qué atajos tomaron, desde las chapuzas cometidas hasta si se produjo una conspiración delictiva. Siempre hubo rumores y me gustaría acallarlos.

—¿Esto no se solaparía con la nueva investigación?

—¿Le quitará a usted el sueño?

—En absoluto. —Fox reaccionó al tono gélido de Lyon irguiéndose un poco—. Yo repasaría los informes originales...

—Hay algo más ahí, Malcolm. La familia siempre aseguró que existía una conspiración, que los nuestros se habían confabula­ do con los ricos y poderosos, y habían filtrado información a la prensa para que la ciudadanía solo viera una parte de la historia. —Lyon miró a izquierda y derecha para cerciorarse de que no pudieran oírla. Aun así, bajó un poco el tono de voz—. Todavía no vamos a hacerlo público, pero la víctima iba esposada.

—¿Las esposas eran de la policía? —Vio que Lyon se encogía de hombros casi imperceptiblemente—. ¿Cree que hay agentes involucrados?

—Es una de las cosas en las que quiero que piense. Infórmeme directamente a mí. Yo hablaré con quien esté al mando. Lo último que necesitamos ahora mismo es que nos echen más mierda encima. La prensa y los políticos andan pisándonos los talones.

Cuando dejó de hablar, Fox reconoció de pronto en sus ojos la fatiga de haber librado excesivas batallas, la esperanza de que alguien se ocupara de aquello y lo hiciera desaparecer.

—Déjelo en mis manos —dijo Fox.

Sin asentir ni sonreír en señal de agradecimiento, Lyon se levantó y fue a su despacho, un lugar relativamente seguro. Fox se quedó allí sentado un momento y luego sacó el teléfono para leer la prensa. El cuerpo había sido hallado en Poretoun Woods, al sudeste de Edimburgo. Eso significaba que la base del Equipo de Delitos Graves probablemente fuera Leith. En el país no había demasiadas salas dedicadas a esas operaciones. Fox leyó la noticia y memorizó nombres y detalles. Si Reclamaciones se vio implicado, tuvo que ser bajo la tutela de su antecesor, Ray Hungerford. Ray seguía vivo y Fox se lo encontraba cuando se festejaba alguna jubilación y en los funerales. Al comprobar su lista de contactos, vio que no tenía su número.

Tras dejar el teléfono, miró fijamente la puerta de la oficina de Delitos Graves. Debían de estar esperándolo para que les contara de qué había hablado con la jefa, pero Fox se levantó, guardó el móvil en el bolsillo y salió al mundo exterior.

Fox no necesitó hacer demasiadas llamadas para localizar a Ray Hungerford. Al parecer, en aquel momento era taxista y la compañía le indicó que se encontraba en una parada de Lothian Road. El trayecto de vuelta a Edimburgo se vio ralentizado por unas obras en la M8 y un accidente en la intersección con una vía de acceso. Fox tenía puestas las noticias en la radio, pero la prensa aún no disponía de mucha información. Escuchó una entrevista con la madre de Stuart Bloom, que imploró a quien supiera algo que lo manifestara. Fox no dudaba que muchos responderían a sus ruegos; en su mayoría, gente rara o con ganas de llamar la atención. Algunos lo harían con las mejores intenciones, obstaculizando momentáneamente la investigación. Fox imaginaba que el equipo de Delitos Graves lo encajaría con impaciencia y fastidio.

—Como en los viejos tiempos en Reclamaciones —murmuró para sí mismo cuando el atasco de tráfico empezó a despe­ jarse.

Más allá se extendía Edimburgo, y el castillo, situado sobre su plataforma volcánica elevada, era visible desde varios kilómetros a la redonda. Fox se relajó un poco; entendía mejor la ciudad que Gartcosh. Sabía cómo funcionaba.

Había tres taxis delante del hotel Sheraton, pero uno había retrocedido hacia el final de la cola con los intermitentes puestos y la luz de «libre» apagada. Fox aparcó delante y bajó del coche. Al acercarse al taxi, la ventanilla del acompañante se abrió.

—¿Andas ocupado, Ray?

—Has cogido peso, Malcolm.

—¿Te va bien que hablemos?

—¿De qué?

—¿Nos sentamos atrás?

Hungerford dejó el motor en marcha para disfrutar de la calefacción. Se sentó al lado de Fox y los dos hombres se estrecharon la mano.

—He rechazado tres carreras, que lo sepas —protestó.

—Te lo agradezco. ¿La pensión no te mantiene a flote?

—El taxi es de mi hijo. Solo me ocupo de él cuando está de vacaciones por ahí. Así salgo de casa. No seguirás en Reclamaciones, ¿verdad?

—Ahora estoy en Gartcosh. Delitos Graves.

—La Casa Grande, ¿eh?

—Me han pedido que investigue el caso de Stuart Bloom —dijo Fox.

—Agua pasada. ¿Conque es él a quien han encontrado en el bosque?

—Eso parece. La investigación original no estuvo libre de dificultades.

Hungerford puso mala cara.

—¿Ahora eres diplomático o algo similar? A mí siempre me ha gustado hablar claro.

—De acuerdo. El caso original fue una cagada desde el principio.

—Estaba al mando un buen hombre —repuso Hungerford—. Nunca oí una mala palabra sobre Bill Rawlston.

—¿Y los agentes que tenía a sus órdenes?

Hungerford frunció los labios.

—Una bonita colección de gilipollas, incompetentes y oportunistas.

—Imagino que incluiste esa valoración en tu informe.

—No hubo un informe propiamente dicho; todo eran habladurías. Es probable que unos cuantos agentes fueran homófobos. Solía ser casi inevitable. Interrogaron a algunos amigos de Bloom pertenecientes a la escena gay y no los trataron precisamente con guantes de seda. Al mismo tiempo, había un buen policía de Glasgow que no quería que involucraran a su hijo, aunque ese hijo tuviera que ser tratado como sospechoso. —Hungerford hinchó las mejillas y espiró—. Por su parte, los dos magnates...

—¿Jackie Ness y Adrian Brand?

Hungerford asintió.

—Competían por ver quién de los dos la tenía más larga. Sus abogados protestaban a la mínima y los periodistas invitaban a una copa a cualquiera que tuviese una historia que contar...

—¿Incluidos algunos agentes que participaban en la investigación?

—Sin duda. Me atrevería a decir que tú hiciste algo parecido cuando trabajabas. Yo desde luego, lo hice. Un tío te invita a un buen whisky, empieza a caerte bien y consideras que merece algo a cambio. A algunos policías les chiflaba ver publicado un artículo de prensa al que habían contribuido.

—¿Algún nombre en particular?

Hungerford se quedó pensativo unos segundos.

—¿Toda esta arqueología solo porque han encontrado el cuerpo?

—Los mandamases quieren cerciorarse de que no vayan a aparecer zombis entre los esqueletos.

—¿Y te lo han encargado a ti porque estabas en Reclamaciones?

—Sí, más o menos.

Hungerford asintió pensativo.

—Lo único que hicimos fue leer los informes del caso y hacer unas cuantas preguntas. Era obvio que se habían cometido errores. Nuestra gente fue negligente u obstructiva. No era la primera vez que pasaba y, desde luego, tampoco fue la última.

—¿Hicisteis alguna recomendación?

—A un par de agentes podría haberles caído una buena si hubiéramos querido. Uno de ellos se llamaba Steele.

—Déjame adivinar: el otro era Edwards.

—¿Los conoces?

—Actualmente trabajan para Anticorrupción en Gartcosh.

—En aquel momento eran agentes uniformados, pero se andaban con jueguecitos.

—¿Por ejemplo?

—Tenían otros trabajos a tiempo parcial, sobre todo en seguridad. Incluso habían formado parte del servicio de guardaespaldas de Adrian Brand.

—¿Necesitaba guardaespaldas?

—Corrían rumores de que había robado dinero a un gánster irlandés que mantenía vínculos con los paramilitares. Hubo un enfrentamiento.

—¿Finalmente no salió nada a la luz?

—Que yo sepa, no. Pero, desde luego, había algo raro en Steele y Edwards. Tenían coches de lujo y hacían viajes caros. Siempre llevaban la mejor ropa, relojes de diseño...

—Todo, con un salario de poli.

—Pero, como te decía, nunca llegamos a desenmascararlos.

—¿Contaban con protección?

Hungerford se encogió de hombros.

—Brand reservaba mesas en un montón de cenas benéficas e invitaba a muchos mandamases y parlamentarios.

Fox se puso pensativo.

—¿Y cuando acabasteis con los informes...?

—Los enviamos a la CCU para que les echaran un vistazo. No se averiguó nada, así que los archivaron. Quienes lleven ahora las riendas probablemente estén leyéndolos con mucha atención, ¿no crees?

—Siempre que estén alertas.

—No siempre es así, ¿verdad? —dijo Hungerford entre carcajadas.

—Aparte de Steele y Edwards, ¿alguien más digno de mención?

—Joder, Malc, mi memoria ya no es lo que era. —Hungerford se frotó la barbilla—. Mary Skelton, aunque no diera problemas; era guapa y muy agradable. De Doug Newsome podría decirse que era un vago; no siempre redactaba informes rigurosos. —Hizo una pausa y sonrió—. Y luego estaba John Rebus, claro.

Fox torció el gesto.

—¿Por qué dices «claro»?

—En mi época en Asuntos Internos, Rebus nunca andaba muy lejos de recibir un rapapolvo o una suspensión. ¿Nunca entrasteis en conflicto?

—Rebus se jubiló a finales de 2006. Bueno, más o menos.

—Suena como si te hubieras cruzado con él, ¿no?

—John Rebus siempre se las arregla para reaparecer. ¿Algo en particular que manchara su reputación en el caso Bloom?

—Era amigo del padre del novio, un policía de Glasgow. Decían que quedaban de vez en cuando para tomar algo.

—Lo cual podría no tener la menor importancia.

—A menos que se produjera un intercambio de información. No pudimos demostrar nada.

Fox se quedó pensativo unos instantes y asintió.

—Gracias por tu tiempo, Ray. Te lo agradezco mucho. Me alegro de que nos hayamos puesto al día.

—Si me necesitas, ya sabes dónde estoy.

Hungerford extendió el brazo, pero no para encajar el apretón de manos que le ofrecía Fox. Tenía la palma hacia arriba y ladeó la cabeza en dirección al taxímetro, que había estado en marcha en todo momento.

—Veinticinco con cincuenta —dijo—. No te preocupes —añadió guiñando un ojo—, te haré una factura por treinta.

El eco de las mentiras

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