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Siobhan Clarke aparcó en el camino de acceso detrás de varios vehículos oficiales. Un agente uniformado examinó su placa y le indicó la ruta que debía seguir bosque adentro. Luego, Clarke abrió el maletero del Vauxhall Astra y se cambió los zapatos por unas botas de agua.

—Muy inteligente —comentó el policía, que miró sus zapatos manchados de barro.

—No es mi primera vez —respondió Clarke.

Las puertas traseras de la furgoneta de la policía científica estaban abiertas y un técnico buscaba algo que necesitaban.

—¿Haj está al mando? —preguntó Clarke, y el técnico asintió.

Ella hizo lo propio y siguió adelante.

Haj Atwal era el mejor jefe de la científica con que contaba la Policía de Escocia. El teléfono de Clarke empezó a vibrar. Era un 0131 y había cobertura suficiente, así que contestó.

—¿Sí?

Al otro lado, solo hubo silencio. Miró la pantalla. «Llamada finalizada». Clarke no reconoció el número, lo cual no era ninguna sorpresa. El día anterior y el anterior a ese había ocurrido lo mismo en tres ocasiones. Al principio, pensó que alguien se había equivocado, pero empezaba a tener sus dudas. Pasó junto a cuatro bicicletas. Los chicos habían sido trasladados a una comisaría para que prestaran declaración. Les devolverían las bicicletas más tarde. Si alguien se acordaba.

Clarke tardó más de cinco minutos en llegar al barranco. Primero oyó las voces y luego empezó a distinguir las figuras humanas. Habían atado un par de cuerdas gruesas a unos árboles situados cerca de allí. Con gran esfuerzo, un agente de la científica estaba subiendo por la pendiente mientras otro utilizaba la segunda cuerda para relevarlo.

—Sobrevivirán los más fuertes —comentó un agente situado junto a Clarke.

Desde el borde del precipicio, Clarke divisó el coche. Habían retirado buena parte del camuflaje, y ahora tomaban fotos y examinaban la zona de alrededor del vehículo, mientras montaban unas lámparas de arco voltaico conectadas a un generador portátil. Era primera hora de la tarde, pero ya empezaba a oscurecer.

—Deduzco que no fue necesario un médico.

—No como tal —comentó el agente—. Pero la patóloga está ahí abajo.

Al fondo del barranco, todos llevaban monos blancos con capucha, pero Clarke identificó a Deborah Quant, que también la vio a ella y la saludó con la mano. La figura que tenía a su lado pareció preguntarle quién era y, cuando Quant respondió, él también levantó la mano. Un minuto después, el tipo asomaba por el barranco como si fuera la tarea más fácil del mundo. Una vez arriba, se quitó la capucha y le tendió una mano a Clarke.

—Soy el inspector jefe Sutherland —dijo—, pero puede llamarme Graham. ¿Es usted la inspectora Clarke?

—Siobhan —respondió ella.

—Y conoce usted a nuestra patóloga local.

Clarke asintió.

—¿Qué sabemos de la víctima?

—Varón. Deborah no se atreve a asegurar cuánto lleva muerto. Parece que ha sufrido daños en el cráneo.

Clarke estudió el lugar.

—No es fácil llegar aquí en coche.

—Supongo que antes era más accesible. No sabemos si seguía vivo cuando se metió en el barranco o si ya estaba atado en el maletero.

—¿De qué año es el coche?

—Aún no estamos seguros. Han quitado las matrículas. No hay rastro de la pegatina de la inspección técnica y no había nada en la guantera ni en la ropa. Lo llevaremos al laboratorio a ver qué dicen.

—¿No puede tratarse de un suicidio extraño?

Sutherland se encogió de hombros.

—Deborah no cree que la lesión del cráneo fuera causada por un choque. Está en la parte posterior de la cabeza, y todo apunta más a un arma que a otro tipo de impacto.

—¿Dice que iba atado?

—Bueno, no exactamente.

Sutherland cogió su teléfono móvil y giró la pantalla para mostrársela a Clarke. En la foto aparecía el interior del maletero, un primer plano de unas piernas con sus pies. El hombre llevaba unos vaqueros mugrientos y desgastados por el paso del tiempo y unas zapatillas de deporte blancas que habían empezado a pudrirse. Tenía los tobillos esposados. Clarke miró a Sutherland como buscando una explicación, pero él se limitó a encogerse de hombros.

El Equipo de Delitos Graves tenía su oficina en la comisaría de Leith y Sutherland le dijo a Clarke que se reuniría con ella allí.

—¿Conoce el lugar? —preguntó.

—Lo conozco, sí.

Clarke llamó a su oficina de Gayfield Square para informar de que estaría en otro sitio.

—Transferida al Equipo de Delitos Graves —comentó la agente Christine Esson—. No creas que no estoy celosa.

—Ya te contaré cómo ha ido.

—Probablemente solo necesitan que les expliques dónde pueden conseguir comida caliente y bebida.

—Gracias por el voto de confianza, Christine.

Clarke esperaba que Esson pudiera percibir su sonrisa. Después de colgar, entró en la sala del EDG, que estaba vacía, y en donde solo había unas cuantas mesas y sillas. Así habían quedado las cosas, gracias a los cambios acaecidos en la Policía de Escocia. El Departamento de Investigación Criminal local, el DIC, había sido relegado a un segundo plano tras enviar a un equipo para que tomara las riendas y reservarles un par de salas. Clarke no conocía a Graham Sutherland, pero había oído hablar de él y se preguntaba por qué ahora estaba ella bajo su radar.

Entonces oyó un ruido detrás y se dio la vuelta. Sutherland entró en la sala mirándola fijamente. Era alto y de constitución atlética y debía de rondar los cincuenta años. Tenía el pelo rubio y corto, una tez que había tomado el sol no hacía mucho y una mirada que revelaba que no se le escapaban demasiadas cosas. Su traje gris oscuro parecía casi nuevo y vestía una camisa blanca almidonada y corbata azul marino.

—Lo de siempre —comentó mientras estudiaba el entorno—. Seguro que las ventanas están cerradas a cal y canto y la mitad de los enchufes no funcionan.

—Además, algunos cajones pueden dar problemas.

Sutherland sonrió fugazmente.

—El resto del equipo no tardará en llegar. No sé si conocerá a alguno.

—Lo cual plantea una pregunta, señor...

—Le dije que me llamara Graham.

—Si no conoce la ciudad, hay guías más cualificados que yo.

Clarke se cruzó de brazos y Sutherland la miró a los ojos.

—He oído cosas buenas sobre usted, Siobhan. Sé orientarme en Edimburgo, pero espero que usted pueda orientarme en este caso. Y, además...

Sutherland se interrumpió, dejando en el aire lo que estaba a punto de añadir.

—¿Además...? —dijo Clarke.

—Sé que tuvo un encontronazo con la Unidad Anticorrupción. No es usted la primera ni tampoco será la última. —Sutherland dio un paso adelante y ladeó ligeramente la cabeza—. Para mí, la policía es como una familia. Alguien tendría que recordárselo a la UAC.

—No necesito que me compadezcan, Graham.

Este asintió lentamente. Se oyeron voces subiendo las escaleras.

—Quienes sí necesitan compasión son los que están a punto de entrar por esa puerta. Haremos las presentaciones rápidamente y nos pondremos a trabajar, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Clarke cerró la puerta del lavabo y se sentó a anotar los nombres en su teléfono móvil para recordarlos. Había otro inspector, Callum Reid. Era pelirrojo y pecoso y, por la edad que aparentaba, podría incluso pasar por hijo de Clarke. Había entrado en la sala con un mapa en la mano, que desplegó y colgó en la pared. En él aparecían los bosques, pueblos y ciudades que los rodeaban.

—Tendremos que conformarnos con esto mientras no consigamos una pizarra —anunció.

Sutherland miró a Clarke para indicarle que era algo normal en Reid. «Sr. Eficacia», escribió junto a su nombre. Los dos sargentos recordaban un poco a un dúo cómico de la televisión de los años setenta. George Gamble era un hombre corpulento que vestía un traje a cuadros, todo él coronado por una tez rubicunda y una mata de pelo alborotada. Tess Leighton era al menos ocho centímetros más alta y tan delgada que Clarke se preguntó si podría sufrir anorexia. Tenía la piel blanca como la leche y lucía ojeras. Por su parte, los dos agentes rasos parecían hermanos. Ambos tenían el cabello rubio y una altura y edad similares, probablemente unos veinticinco años. Phil Yeats se presentó especifican­ do que su apellido era «como el del poeta, no la bodega de vinos».

—Nunca se cansa de explicarlo —añadió la agente Emily Crowther al estrechar la mano de Clarke.

El equipo había sido seleccionado recientemente por Sutherland, quien había dirigido muy pocas investigaciones de envergadura. Así se lo explicó a Clarke, que había captado el subtexto: «No me decepciones». Luego, se reunieron todos en torno al mapa y Callum Reid rodeó los bosques con un grueso rotulador negro.

Cuando hubo acabado de anotar los nombres de sus nuevos compañeros sentada en el retrete, Clarke se dio unos golpecitos con el teléfono en la barbilla. Al menos, ahora sabía por qué la habían llevado allí: para demostrar a los de Anticorrupción que la policía estaba unida. La Unidad Anticorrupción de la Policía de Escocia se había pasado casi medio año intentando acusar a Clarke de algo. Por ahora, habían terminado, pero ella creía que volverían a la carga. Sabía que los desesperaba no conseguir el resultado deseado. «No es usted la primera ni tampoco será la última». Sutherland le contó que él también había tenido sus más y sus menos con la UAC en el pasado. ¿El traslado de Clarke era la manera que escogía Sutherland para hacerles un corte de mangas a sus antiguos torturadores? Clarke esperaba que no. Le dijo que había oído cosas buenas sobre ella, y era cierto. Siendo buena policía y detective, lo había aprendido casi todo con gran esfuerzo.

Su teléfono empezó a vibrar. Esta vez apareció en la pantalla un nombre en lugar de un número y Clarke esbozó una media sonrisa al responder.

—Justamente estaba pensando en ti —dijo.

—¿Era un Polo?

John Rebus parecía inquieto.

—¿El qué?

—El coche que había en el bosque. Tienes que averiguar si era un Volkswagen Polo rojo.

—¿Cómo lo sabes?

—En la radio han dicho que había un cuerpo dentro.

Clarke entornó los ojos.

—¿Me estás diciendo que sabes quién es?

—No digo que lo sea; digo que podría serlo.

—¿Y piensas decírmelo?

Hubo un momento de silencio.

—¿Te han adjudicado el caso?

—Soy adjunta del Equipo de Delitos Graves.

—Bien por ti. Entonces ¿estás en Leith? —Clarke no pudo evitar sonreír y Rebus pareció notarlo—. Puede que lleve mucho tiempo jubilado, pero el cerebro sigue activo.

—Puede que el cerebro siga activo pero tú, no.

—¿Qué significa eso?

—Que solo uno de los dos es policía ahora mismo, así que dame un nombre y lo comprobaré.

—Yo le echo la culpa a la tecnología moderna.

—¿De qué?

—De la poca memoria que los de tu generación tenéis. Habéis olvidado cómo se almacena la información.

—John... —respondió Clarke con un suspiro—. Dame el nombre.

—Ni siquiera me has preguntado qué tal estoy.

—Te vi el mes pasado.

—A lo mejor, la situación ha empeorado.

—¿Es así?

—No tanto como para que tú lo notes.

—Me alegro. —Clarke hizo una pausa—. John, ¿sigues ahí?

—Estoy en camino.

—Esto no funciona así.

Pero Rebus había colgado.

Clarke se levantó, abrió la puerta del cubículo y se lavó las manos antes de volver a la oficina. El equipo intentaba mostrarse ocupado mientras esperaba la llegada de material y del personal auxiliar. Reid insistía en la necesidad de una televisión o un monitor para poder estar atentos al tratamiento que dieran los medios a la noticia. Leighton añadió que alguien debería seguir las redes sociales como fuente de información y rumores. Les faltaba una mesa, así que Yeats y Crowther compartían una, pero no parecía importarles y estuvieron charlando hasta que Graham Sutherland hubo finalizado la llamada.

—Deborah Quant dice que necesitamos a un antropólogo forense. Contactará... —consultó una anotación— con Aubrey Hamilton. Por lo visto, es de Dundee.

—Pero ¿habrá autopsia? —preguntó Callum Reid, situado junto a su mapa como si pretendiera evitar que se lo robaran.

Sutherland asintió.

—Y Hamilton ayudará a la profesora Quant. Mientras tanto, han tomado las huellas a los niños para el proceso de descarte. Creo que Haj tiene ganas de cargárselos; pisotearon toda la escena del crimen y dejaron cristales rotos por todas partes.

—¿Qué opináis de las esposas? —dijo George Gamble, que se quitó la americana y se sentó con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco.

—Buena pregunta. —Sutherland los miró uno a uno—. ¿Alguna idea?

—Parecen de buena calidad —respondió Tess Leighton arrastrando las palabras. Estaba sentada muy erguida, como si fuera una Jean Brodie hastiada.

—Son auténticas —coincidió Sutherland.

—¿Se refiere a que son de la policía?

—Aún no lo sabemos.

—Pero las llevaba en los tobillos —dijo Callum Reid negando con la cabeza—. No tiene sentido.

—A menos que quieras impedir que alguien salga corriendo —añadió Phil Yeats.

Pensativo, Sutherland se pasó el dedo por el tabique nasal.

—¿Algo que añadir, Siobhan?

Clarke se aclaró la garganta.

—Una de mis fuentes podría tener un nombre para nosotros.

De repente, la sala se llenó de energía. Reid se olvidó del mapa y se acercó a Clarke.

—Adelante —dijo.

—No me lo ha dicho.

—¡Entonces, vamos a hablar con él!

Reid se volvió hacia Sutherland esperando a que asintiera o dijera algo, pero su jefe estaba mirando fijamente a Clarke.

—¿Con quién ha estado hablando exactamente, Siobhan?

—Es un expolicía. Lleva años jubilado. Y, si lo conozco bien, aparecerá por aquí en los próximos diez o quince minutos.

—¿Le gustaría hablarnos un poco de él antes de que eso ocurra?

—¿En apenas diez o quince minutos? —dijo Clarke con un resoplido—. Dudo que eso le haga justicia.

Sutherland se recostó en la silla y se cruzó de brazos.

—Inténtelo de todos modos.

—No me dejaban pasar de recepción —protestó Rebus cuando Clarke lo acompañó al piso de arriba—. Qué tiempos aquellos...

Clarke se volvió hacia él.

—¿En serio estás bien, John?

—Todavía padezco una enfermedad obstructiva pulmonar crónica, si es a eso a lo que te refieres. No va a desaparecer.

—Lo sé. Irá a peor.

—Pero, por alguna razón, aquí sigo. —Rebus extendió los brazos—. Como el proverbial...

—¿Bicho malo? ¿Elefante en una cacharrería?

—Creo que iba a decir «fantasma en la máquina», hasta que me he dado cuenta de que no es exactamente un proverbio. —Hizo una pausa y estudió el lugar—. Como en los viejos tiempos.

—No queda ya nada como en los viejos tiempos, John —dijo Clarke, que empezó a subir de nuevo las escaleras.

Cuando llegaron al descansillo, Rebus tenía dificultades para respirar. Tardó un momento en recuperarse y se palpó el bolsillo para comprobar que llevaba consigo el inhalador.

—He dejado el tabaco de una vez por todas —informó a Clarke.

—¿Y el alcohol?

—Solo una especie de solución acuosa de vez en cuando, señoría.

Echando los hombros hacia atrás y adoptando una mirada que Clarke reconoció de antaño, Rebus pasó junto a ella y entró. Sutherland ya estaba de pie, y recibió a Rebus en el centro de la sala estrechándole la mano.

—No se conoce a una leyenda todos los días —dijo.

—¿Usted o yo? —respondió Rebus.

Sutherland sonrió y acompañó a Rebus hasta una silla. Phil Yeats estaba apoyado en la pared; la silla que ocupaba Rebus era la suya. Sutherland se sentó a su mesa y juntó las manos.

—Siobhan nos ha contado que podría tener información, John. Le agradecemos que haya venido.

—Quizá no me lo agradezcan tanto cuando oigan el nombre. Fue en 2006. —Rebus señaló a Callum Reid—. Usted aún debía de llevar pantalones cortos. —Luego se volvió hacia Sutherland—. ¿Esta semana les dejan traer al trabajo a sus hijos o qué?

—El inspector Reid es mayor de lo que aparenta.

Sutherland intentaba mantener una actitud distendida, pero Clarke notó que no duraría mucho. Su tono alertó a Rebus, que volvió a echar un vistazo a la sala.

—Memoria corta, como le comentaba a Siobhan. Si no me equivoco, el coche probablemente pertenezca a Stuart Bloom.

Rebus hizo una pausa y vio que Sutherland fruncía el ceño.

—En 2006 yo aún estaba en Inverness —respondió finalmente el inspector jefe.

—¿Y tú, Siobhan? —Rebus levantó un dedo—. Ya respondo yo por ti: te habían destinado a Fife. Tres meses, diría, que coincidieron casi de manera exacta con el caso.

—¿El detective privado? —Clarke asintió—. Recuerdo que hablamos de ello. Desapareció.

—Exacto —dijo Rebus—. ¿Les suena de algo?

Luego miró a los allí presentes, pero solo vio rostros inexpresivos. Sin embargo, Callum Reid ya estaba utilizando su teléfono móvil para buscar el nombre en Internet. Los otros lo vieron y siguieron su ejemplo, todos excepto Sutherland, cuyo móvil había empezado a vibrar.

—Inspector jefe Sutherland —dijo al cogerlo.

Mientras escuchaba, miró fijamente a Rebus y, después de dar las gracias a su interlocutor, agitó el teléfono en dirección al exagente.

—Han contactado con nosotros algunos ciudadanos. Otros ciudadanos, debería decir. Tres de ellos han dado el mismo nombre que usted.

—Detective privado de Edimburgo —dijo Reid leyendo la pantalla—. Desapareció en marzo de 2006. Su compañero fue interrogado...

—¿Compañero de trabajo? —interrumpió Sutherland.

—Su amante —precisó Rebus—. Stuart Bloom era homosexual. Su novio era el hijo de un agente de la Brigada de Homicidios de Glasgow llamado Alex Shankley.

—¿El novio era sospechoso? —preguntó Sutherland.

—No escasean esos tipos —zanjó Rebus—. Pero cuando no hay rastro de juego sucio y no aparece un cuerpo...

Sutherland se levantó a estudiar el mapa y Rebus se acercó.

—¿Habrán rastreado esos bosques?

Rebus asintió lentamente.

—Creo que más de una vez.

Sutherland se volvió hacia él.

—Y eso, ¿por qué motivo?

—Por el propietario de esas tierras.

—Suéltelo ya, John —le espetó Sutherland, a quien se le estaba agotando la paciencia.

—El hombre para el que trabajaba Stuart Bloom, un productor de cine llamado Jackie Ness. La casa de Ness se encuentra en el lado opuesto del bosque desde la carretera. —Rebus miró el mapa y finalmente señaló un punto con el dedo—. Ahí, más o menos —dijo—. Y «casa» no sería la palabra adecuada; más bien se trata de una mansión.

—¿Ness sigue viviendo allí? —Sutherland vio que Rebus se encogía de hombros y se dio la vuelta—. Consíganme esa información —ordenó a nadie y a todos.

—Nos vendría bien un ordenador —dijo Phil Yeats—. Tengo el portátil en el coche. Voy a por él.

Sutherland asintió y dijo a Rebus:

—Es como llaman hoy en día a los ordenadores portátiles.

—Ya lo sé —respondió—. Y ahora, ¿qué?

Sutherland se puso pensativo.

—Trabajó usted en la investigación original. Nos sería útil conocer la información de la que dispone.

—Suponiendo —añadió Tess Leighton— que realmente se trate del coche de Bloom y que el sujeto del maletero sea él.

—Debemos mantener la mente abierta —coincidió Sutherland—. Pero, mientras tanto, John podría informarnos para llevar cierto orden. Imagino que la documentación estará almacenada en algún lugar.

—Probablemente la CCU se la llevara casi toda —dijo Rebus fingiendo que estudiaba el mapa.

—¿La CCU?

—Ya sé que ahora se llama UAC, pero en 2006 era la CCU. Unos cuantos necesitaríais recibir una pequeña clase de historia. Fue mucho antes de la Policía de Escocia. En aquel momento, aún teníamos los ocho cuerpos regionales...

—¿Y por qué intervino la CCU, John? —interrumpió Sutherland.

Rebus dudó unos instantes.

—Bueno —respondió al fin—, la cagamos a base de bien. La CCU fue solo la guinda del pastel, por así decirlo.

—No se equivoca —terció Callum Reid, que estaba mirando fijamente su teléfono y tecleando con el pulgar—. La familia de Bloom presentó más de una docena de reclamaciones durante y después de la investigación. El año pasado, volvieron a la carga.

Rebus asintió lentamente con la mirada clavada en Sutherland.

—Todo sería mucho más sencillo si quien estaba en ese coche fuese cualquiera menos Stuart Bloom. ¿Cabe alguna posibilidad de que fuera un suicidio?

—Creo que podemos descartarlo casi por completo. Alguien tapó el coche con ramas y helechos.

—Pudo hacerlo él antes de meterse en el maletero si verdaderamente no quería que lo encontraran.

George Gamble soltó una risotada áspera.

—¿Alguna vez ha visto a un suicida con esposas en los tobillos?

—¿Esposas?

Rebus miró a Sutherland, a Siobhan Clarke y, de nuevo, a Sutherland.

—Todavía no queremos que ese detalle se haga público —dijo Sutherland, que miró a Gamble con cara de pocos amigos.

—¿Esposas de la policía? —insistió Rebus.

Sutherland levantó la mano con la palma mirando hacia Rebus.

—No nos precipitemos. Deberíamos sentarnos para que nos cuente la historia.

—No me vendría mal una taza de té.

Sutherland asintió y se volvió hacia Clarke.

—Siobhan, es usted quien conoce la zona...

—Hay una cafetería en la otra acera. Probablemente sea la mejor opción.

Sutherland sacó del bolsillo un billete de veinte libras y se lo ofreció.

—Un momento —protestó ella—. ¿Quiere que vaya yo?

—Estoy delegando —respondió Sutherland con una mirada pícara.

Clarke cogió el billete y se acercó a Emily Crowther.

—Le toca, agente Crowther.

Esta frunció el ceño y parecía reacia a coger el dinero, así que Clarke se lo dejó encima de la mesa y lo deslizó en su dirección.

—Bien delegado —comentó Rebus con una tímida sonrisa—. ¿Por dónde quiere que empiece? —preguntó a Graham Sutherland.

El eco de las mentiras

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